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janvier 2008

2. Regalos envenenados

Dominique TEMPLE

Prólogo de la redacción

En el primer ensayo, Dominique Temple, que publicamos hace ocho días, abordó una crítica de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) mucho más penetrante que las observaciones convencionales desde una perspectiva estatalita o liberal.

En este segundo ensayo, el ejercicio desemboca en una crítica penetrante que ya no sólo comprende a las ONG, y que pone en entredicho el sentido de buena parte de los activismos, políticos o religiosos, que agobian a América Latina. La reflexión del autor entra así en terrenos habitualmente expuestos a la polémica.

El Gallo espera que este trabajo provocador pueda dar lugar, más bien, a una controversia fructífera. Lo considera merecedor de un diálogo reflexivo, no de una confrontación dogmática.

La confusión entre la caridad y el don

Se acostumbra decir que las ONG actúan de buena fe y que sus acciones en el Tercer Mundo no están inscritas en un plan concertado de etnocidio. ¿Entonces cómo explicar los hechos ? ¿Debemos considerarlos como la actualización de sus principios fundamentales ? Creo que pudieran explicarse por una confusión entre la caridad y el don.

Es sintomático, por ejemplo, que la Iglesia católica trate de silenciar la teología de la liberación, como lo demuestra la prohibición impuesta al teólogo L. Boff de expresar sus ideas, con el pretexto de que la traducción de la fe en una praxis marxista al lado de los campesinos en lucha constituye un compromiso con el mundo, un compromiso político, mientras que las obras misioneras que se fundan en la práctica del don materialmente desinteresado serían obras espirituales y legítimas ya que apolíticas.

El don no representa para los religiosos un acto de economía política sino, por el contrario, un acto antieconómico ya que toman como referencias las definiciones de la economía política occidental (es en efecto antieconómico en una economía de intercambio). Pero tal definición de la economía es característica de un etnocentrismo occidental exacerbado que se puede comparar con el racismo. Se llama economía política a la economía política del intercambio, y se considera en seguida que la economía de reciprocidad de las sociedades del Tercer Mundo es una forma arcaica de la misma, si no, no se trata de economía.

A partir de esta tautología, es fácil para las iglesias decir que no practican un compromiso económico o político cuando establecen su poder sobre el don. Sin embargo, la autoridad de las misiones sobre las comunidades indígenas es la que las comunidades indígenas reconocen a los donantes, y la pacificación religiosa, desde la fundación de las reducciones en América del Sur por los franciscanos y los jesuitas, hasta las de las misiones norteamericanas actuales, está fundada en el don. De hecho, las iglesias han traducido la autoridad adquirida en términos de prestigio para que sea reconocida por los propios indígenas : esto lo manifiesta en América la extraordinaria fastuosidad de las ceremonias religiosas. Sin embargo, es cierto que las fiestas religiosas son espacios de enfrentamientos culturales complejos y que los indios utilizan las imágenes de los santos, de las vírgenes y de los dioses para conservar, como al amparo de éstas, sus propias tradiciones que corresponden a sus estructuras de reciprocidad y no a motivaciones cristianas. Pero les sería difícil a las iglesias sostener que utilizaron las fiestas y el prestigio sin conocer los beneficios que podían obtener de ello. De hecho, para obtener la autoridad utilizaron, y utilizan todavía a sabiendas, el don y utilizan las fiestas, bailes y cantos en representaciones religiosas con la esperanza de sustituir la ética de los pueblos indígenas por las creencias occidentales.

Antiguamente, los misioneros dependían de la administración o de los colonos para hacerse de los bienes materiales que redistribuían : hachas de hierro, machetes, ganado, telas manufacturadas, etc. En la actualidad distribuyen parte de la ayuda al Tercer Mundo (dispensarios, hospitales, escuelas, talleres, aserraderos, cooperativas, servicios de prensa y de edición, imprentas, etc.) pero el mismo principio les permite usurpar la autoridad política y espiritual.

Daré un ejemplo a partir de un recuerdo personal. Un día desembarqué en un punto aislado de Amazonía, en donde vivía un misionero en contacto con una comunidad dirigida por une jefe legítimo. Este último me dijo :

« Este sacerdote vino aquí hace diez años trayendo consigo un barco ; mas tarde trajo un dispensario y después un aserradero. Para que siga viviendo aquí, ha llegado el momento de que nos dé otra cosa ¿ podrías sugerirle que traiga laminas acanaladas para los tejados ? Desde que nos instalamos aquí, han cortado todas las palmeras de los alrededores y no temeos palmas para renovar los tejados de nuestras casas ».

El misionero parecía no darse cuenta de que su poder provenía exclusivamente de sus donaciones. El día en que sus servicios desaparecieran, su poder se desvanecería. Esto lo confirmó el obispo de la región.

« Hace cuatrocientos años que estamos aquí y cuando partamos podremos decir que no quedará ninguna huella de nuestro paso ».

La razón de esto parece deberse a la autoridad conquistada por el don que debe ser reproducida periódicamente por otro don y cuando esto no ocurre, el prestigio desaparece. Esta es la dificultad de las misiones que piensan poder establecer su autoridad sobre el don.

Se enfrentan sin embargo a otra dificultad que explica que su poder quede siempre sin contenido. En el sistema de la reciprocidad, la legitimidad de la autoridad pertenece a quien produce el don, y los indios saben bien, por ejemplo, que no son los sacerdotes quienes producen lo que distribuyen... Los indígenas piensan que la autoridad que conceden a los misioneros debería ser restituida a los productores del don. Los indígenas aceptan fácilmente que las misiones dependen de las administraciones coloniales sin ver en ellas otra cosa que un poder político transitorio o de delegación que remite a un poder superior, el de la sociedad occidental en su conjunto y por ende a su sistema económico, el sistema capitalista.

Si el don de los misioneros y de los sacerdotes depende del sistema que lo produce materialmente, esto revela su alianza con el sistema de producción y de explotación capitalista. Así, el compromiso político de las iglesias, a pesar d sus protestas de autonomía, es bien claro.

El don obliga a quien lo recibe a reproducirlo cuando es posible para reconquistar su dignidad perdida al aceptar el don de otro, y si no, a sojuzgarse e aceptar el nombre del donador, por ejemplo el nombre de cristiano. Esta es la razón por la que los misioneros pudieron cristianizar a los indígenas y organizar su producción al servicio de nuestra civilización. Pero dar es siempre dominar, y recibir, someterse y es por esta vía que las misiones y reducciones impusieron su ley a las sociedades del Tercer Mundo.

Desafortunadamente no se pueden identificar las representaciones religiosas occidentales con las de la reciprocidad indígena. En efecto, la sociedad occidental, al reducir la economía política a la economía de intercambio, reduce el concepto de valor económico al de riqueza material y las otras dimensiones del valor son expulsadas a un universo metafísico que se convierte en el campo predilecto del inconsciente y de la religión.

Esta dicotomía política y de la religión se opone a lo que los misioneros y antropólogos llaman sincretismo indígena. Pero el sincretismo parece más bien ser una coherencia de los hechos y de sus representaciones, una vida dialéctica de unos y otros, una praxis, y también la integración de la identidad y de la unidad humana. En realidad las iglesias occidentales tienen pocas posibilidades de llegar a imponer sus ideologías, sus creencias, si no logran previamente destruir los sistemas de reciprocidad indígena. Para obtener algún éxito, deben asociarse durante un tiempo a la represión colonial directa o indirecta como en la época de Marcos en las Filipinas, de Duvalier en Haití, de Somoza en Nicaragua, de Stroessner en Paraguay, etc., antes de heredar una situación en donde podrán intentar reconstruir las bases sociales conformes a sus objetivos, en suma, bases occidentales. El etnocidio es un requisito previo de las iglesias, y el economicidio es de hecho su principal arma para llevarlo a cabo. En este nivel es donde se encuentra la alianza profunda, indefectible de las iglesias con la colonización y, más allá, de ellas con el libre intercambio y el sistema capitalista.

Podemos resumir. Dar es dominar pero la dominación de la misión está sujeta a la colonización del sistema capitalista cuya lógica es dominar para tomar. La política de las iglesias es una política de alianza enteramente objetiva que se puede calificar de política conservadora.

Para quienes no quieren comprometerse con la política de derecha, es decir, con el sistema capitalista, queda la solución de entrar realmente en el juego revolucionario indígena, lo que es denunciado entonces como política de izquierda (por ejemplo la teología de la liberación en Brasil o Perú). Pero esta iglesia silenciosa, esta iglesia del silencio, o “de los pobres”, se enfrenta entonces a un problema teórico aún más grave que le exige una conversión importante.

Recordemos aquí que las comunidades de reciprocidad y las sociedades de redistribución están fundadas sobre estructuras de reciprocidad generadoras de valores éticos incluso cuando se han enajenado en evoluciones donde la reciprocidad se hace desigual y en donde la ética está dominada por el imaginario del prestigio. Tras las complejas estructuras de la reciprocidad se encuentran siempre estructuras de base que otorgan al ser social la más humana de sus realidades. El intercambio se opone directamente a esta dinámica de creación de un ser superior, comunitario, porque es la expresión del interés individual, del interés privado. En la reciprocidad, la definición, del hombre no puede reducirse a la de una identidad cualquiera, ni la suya ni la del otro ; es la del “gran otro”, la de un ser superior a sí mismo y al otro para resultar de su interacción : un « tercer incluido », es decir, exactamente lo contrario del « tercer excluido » de la lógica del intercambio (que es también la lógica occidental). Este « tercer incluido » en las sociedades de reciprocidad es el ser mismo de la comunidad. Recibe obviamente el nombre de la Humanidad.

Todos los que participan en relaciones de reciprocidad pueden aspirar al título de « nosotros los verdaderos hombres ». A pesar de que este nombre es específico a cada comunidad en virtud de las características y de las condiciones materiales de la reciprocidad, a pesar de que este nombre pueda petrificarse en representaciones imaginarias singulares que pueden llegar a ser antagónicas unas de otras, se reproduce de manera sistemática en todas partes en donde se reconstituyen estructuras de reciprocidad. Es por eso que puede definirse como el nombre de toda la humanidad, y no sólo como el de una humanidad étnica única, y por lo tanto recibir un nombre propio universal : por ejemplo Dios.

Pero es mejor darle a esta realidad del ser social el nombre de la propia humanidad y conservar el nombre de dios para su enajenación en un absoluto cuya fetichización se convierte en el arma de un poder particular, el de los religiosos y de los sacerdotes.

Pero tal vez esta es la razón de que muchos religiosos se sientan incómodos en sus iglesias cuando están en contacto con el Tercer Mundo y de que rompan con ellas para reconocerse como hombres en el seno de las nuevas comunidades en lucha del Tercer Mundo. Esta ruptura parece ser el fenómeno religioso más importante de nuestra época en las sociedades occidentales porque revela una verdadera vida espiritual en el corazón mismo del occidente y con un sentido universal. Sin embargo, estos religiosos se ven confrontados a las fuerzas populares de liberación cuya praxis con frecuencia es de tipo occidental, y son mucho los que deben aceptar el surco de los análisis marxistas y practicar la ideología marxista, ideología porque es pura ideología el querer imponer a la realidad del Tercer Mundo una vía de liberación fundada en la crítica del enajenamiento del sistema occidental cuando las sociedades del Tercer Mundo no pertenecen a este sistema. Esta crítica no se justifica más que en los escalones coloniales del imperio capitalista y dentro del sistema capitalista : más allá de sus fronteras ya no es pertinente y debe dejar su lugar a las teorías de la reciprocidad.

Colectivización y comunidad

La principal confusión marxista que es posible denunciar aquí es la de la colectivización como sistema de producción comunitaria. el marxismo original es la crítica del sistema económico de la sociedad de derecho privado occidental determinado por el intercambio. Esta crítica denuncia la privatización de los medios de producción que tiene como consecuencia la explotación del trabajo y la reducción del valor a una cantidad de trabajo biológico, en definitiva a una cantidad de energía « material ». Antes de ser materialista por sí mismo, el marxismo denuncia el materialismo del intercambio que conduce a la reducción del « hombre total » a una energía de producción dentro de un mundo privado de praxis ética y que obliga a la dependencia de religiones y morales metafísicas, etéreas.

Sin embargo, después de la crítica, el marxismo se encuentra frente a la necesidad de proponer una alternativa. Es ahí donde el comunismo se extravió, ya que a partir de ese punto cero, queda atado al concepto de intercambio : lo que propone es el intercambio igual, generalizado, medido por la cantidad de trabajo producido. Para ello requiere la socialización de los medios de producción. Lo que el marxismo generaliza es siempre une producción de valores materiales. La proposición de base sigue siendo materialista. A falta de una crítica del propio intercambio, el sistema comunista sigue siendo materialista y, en ese sentido, inhumano.

Aquí hay que comprender muy bien en qué consiste el antagonismo entre intercambio y reciprocidad. Por medio del intercambio se genera un valor exclusivamente material mientras que por la reciprocidad se genera un valor enriquecido con otras dimensiones hasta la más alta que es la de la ética. Es de lamentar que el marxismo no haya reconocido este antagonismo y que haya quedado prisionero del intercambio y de una concepción materialista del valor que en definitiva es tan materialista como la del liberalismo económico. Es cierto que el valor ético puede enajenarse en los imaginarios de prestigio propios a cada identidad étnica. Podríamos tal vez hablar de etnicidad como enajenación de la ética universal pero nunca se enajena tanto como en el intercambio en donde desaparece por completo.

Esta enajenación de la ética en los limites de lo imaginario étnico que puede conducir a exclusiones reciprocas, ha llevado a críticos a interpretar estos límites como fuentes de racismo. Por otra parte, la enajenación del don permitió interpretar los valores de renombre o de prestigio como signos de despotismo y por lo tanto obstáculos a la revolución.

Pero no hay que olvidar que en todos los sistemas de reciprocidad, el valor de prestigio traduce también el valor ético. Esta equivalencia es cuanto más precisa que la reciprocidad es más igualitaria. Es menos precisa cuando la reciprocidad se vuelve desigual o sometida, como llegó a serlo en los grandes sistemas de redistribución de los antiguos imperios. Pero la colonización desorganizó estos imperios descubriendo las bases del sistema como innumerables estructuras de reciprocidad elementales, liberadas de la desigualdad y del tributo. Estas se han convertido en fuentes autónomas del valor estrechamente ligadas al sentimiento de justicia. Esto es lo que funda a la justicia como motor económico. Se puede decir que la justicia tiene su propia fuerza como dinámica de la economía por ser une necesidad del hombre más importante aún que las necesidades de subsistencia.

Es entonces cuando puede realizarse una alianza con las organizaciones marxistas en torno al tema de la justicia social, a pesar de que las reivindicaciones de unos y otros proceden de determinaciones diametralmente opuestas : en efecto, unos quieren mejorar las condiciones del intercambio mientras que los otros intentan disminuir su importancia para restablecer la reciprocidad. Pero una alianza en torno al objetivo de un « precio justo » es empíricamente posible. Unos ven en el precio justo la remuneración de su fuerza de trabajo ; los otros entienden por ello el respeto de sus equivalencias de reciprocidad. Ética y materialismo aparecen aquí como una pareja de fuerzas que producen su efecto en el mismo sentido contra un adversario común pero que, una vez en el poder, revelarán que son contradictorias.

Pero es claro que la colectivización va en contra de esta dinámica de impulso de la producción. En efecto, suprime la individualización del renombre, el prestigio, y la responsabilidad personal y por consiguiente obstaculiza toda competencia entre unos y otros para producir más o mejor. La anulación del prestigio tiene como consecuencia inmediata el volver inútil el trabajo creador o productor de excedentes. Sólo queda a los individuos, como motivación de su producción, el autoconsumo biológico. La colectivización constituye por lo tanto una dinámica del subdesarrollo de las comunidades de reciprocidad. Su fracaso es por cierto evidente en las sociedades campesinas de la unión Soviética, de la RDA, de Polonia de Checoslovaquia, de Vietnam, de Nicaragua y de China, por lo menos hasta que ésta rehabilitó la granja familiar y comunitaria.

En estos países, el motor de la producción colectivista es, sobre todo, la necesidad, la penuria en el consumo, la auto subsistencia biológica. La confusión entre comunidad y colectividad es en definitiva tan grave como la de la caridad con el don. Provoca, en efecto, el paro en el crecimiento y en la evolución económica.

Podemos por lo tanto decir que de la privatización a la colectivización occidental, las comunidades del Tercer Mundo van de Caribdis a Sila.

El tercermundismo de inspiración marxista no vale mucho más que la ayuda capitalista al Tercer Mundo. Uno utiliza el don como caballo de Troya para destruir la economía del Tercer Mundo ; el otro, se niega a reconocer el don y la reciprocidad como fundamentos de otro sistema económico diferente del intercambio generalizado. Ninguno de los dos reconoce el don y la reciprocidad como bases de la comunidad y principio de un desarrollo postcapitalista (y postmarxista).

Cada uno de ellos quiere destruir – y en ello están objetivamente aliados – las fronteras de las comunidades del Tercer Mundo para imponer su ley : la ley del intercambio desigual para unos, y para los otros la del intercambio igual y colectivizado. Pero los dos muestran que obedecen de hecho a la lógica del intercambio mientras que es sobre la reciprocidad que se fundamenta la comunidad.

El economicidio consiste, por lo tanto, en destruir las bases económicas de reciprocidad de las comunidades, ya sea para imponer la privatización, o para imponer la colectivización. Este economicidio es hoy el arma mas secreta, pero tal vez la mas eficaz, en todo caso la más maquillada del Occidente frente al Tercer Mundo.

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