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janvier 2009

1. La contradicción del imaginario y de lo simbólico

Dominique Temple

Los jesuitas se opusieron a los pajé guaraníes, que llamaban “hechiceros”. ¿Combatieron a los pajé porqué la palabra de los pajé se inscribía en el imaginario de la reciprocidad de venganza ?

Parece claro que hubiera existido, entre los Guaraníes, una connivencia más importante entre la Palabra religiosa y el imaginario de la reciprocidad de venganza, que entre la Palabra religiosa y el imaginario de la reciprocidad de los dones. Cae por su peso que la condena del imaginario de venganza implicaba la descalificación de las estructuras de reciprocidad de asesinato. Pero ¿celebraron los jesuitas, desde entonces, las estructuras de reciprocidad positiva entre los Guaraníes ? ¿Comprendieron su rol en la génesis de los valores guaraníes ?

El padre Antonio Ruiz de Montoya cuenta la siguiente anécdota : Un indio llega a quejarse al chamán Taubici por el robo de caña de azúcar. Algunos días más tarde, una epidemia de disentería golpea a los culpables. Su prestigio compitió con el del Padre (el Padre Simón). El enfrentamiento era entonces fatal. Tuvo lugar en la fiesta de Corpus Christi. Montoya prosigue :

« Con esto cobró tal reputación y fama que como llegase el día de Corpus Christi, el Padre Simón amonestó a la gente para que nadie saliese del pueblo hasta pasada la fiesta. Este Taubici, por la misma razón, le dio por irse del pueblo hacia su comunidad y, convocando gente para que le acompañase, determinó su idea. El padre avisó les a él y a los demás y, principalmente, a los que ya eran cristianos, que asistieran primero a la procesión y a la misa y que, después, se fuesen. No logró su objetivo y lleno de celo les dijo : Pues no queréis honrar a nuestro Criador y Señor y despreciáis mis amonestaciones, temed por cierto que allá donde fuereis se os castigará muy bien » [1].
 
Sucedió como lo dijo, porque : « (…) Llegando a su poblado que distaba del de San Ignacio 20 leguas, reconocieron indios que estaban en sus canoas en el río. Fuese Taubici a su encuentro, teniéndolos por amigos ; ellos, luego que le reconocieron, le mataron en venganza de uno que él había matado. (...) Volvieron sin su caudillo y bien enseñados con este castigo a no creer a los ministros del demonio y a creer a los de Dios, con que cobró el Evangelio mucho crédito » [2].

Montoya no vacila en hacer pedazos a los chamanes en su propio terreno, explotando la coincidencia de los hechos y de las palabras (la muerte de Taubici y la amenaza de castigo) ya que esta coincidencia es favorable a sus propósitos.

Pero enseguida somete el imaginario de los chamanes a la prueba de la realidad con la intención de probar su incompetencia :

« Teníamos los padres en San Ignacio un principal cacique que había corrido varias fortunas en varias partes donde se bautizó y cazó ; y finalmente, por su elocuencia se había hecho como señor de aquella gente (...) y para acreditarse más con los suyos se fingió sacerdote ; vestíase en su retrete de un alba, y adornándose con una muceta de vistosas plumas y otros arreos, fingía decir misa ; ponía sobre una mesa unos manteles y sobre ellos una torta de mandioca y un vaso pintado de vino de maíz, y hablando entre dientes hacía muchas ceremonias, mostraba la torta y el vino al modo de los sacerdotes, y al fin se lo comía y bebía todo, con que le veneraban sus vasallos como sacerdote »  [3].

Según Montoya, este chamán presta una eficacia espiritual no a los valores, a los que se refieren las imágenes, sino a las imágenes y los rituales mismos. Como toma de los misioneros su idea de la omnipotencia divina, reconoce a los ornamentos y a los gestos de los misioneros una competencia sobre cualquier otra cosa (el dominio de las lluvias, del cielo, de la fertilidad de la tierra, de las enfermedades y de la muerte) mientras que los religiosos no conceden un poder semejante sino a una potencia espiritual separada de la naturaleza y, por tanto, libre de intervenir o no en la misma naturaleza. Los Guaraníes ven en el ritual de los misioneros una causa eficiente de todo acontecimiento y no sólo del comportamiento moral de los seres humanos. Los misioneros conceden a lo divino el poder de intervenir en la naturaleza a su gusto pero no el de determinar sistemáticamente todos los acontecimientos de la vida, de manera que la naturaleza pueda convertirse en el objeto de un conocimiento experimental y científico.

A partir de ahí, ya que los chamanes imaginan que toda la realidad obedece a principios espirituales, los misioneros pueden oponerles el conocimiento experimental para mostrar la inadecuación de sus previsiones respecto de la realidad.

« Llegamos a otro pueblo que gobernaba un honrado cacique, deseoso de oír las cosas de su salvación. Pretendió el demonio estorbarle sus deseos, y así incitó a un ministro suyo, gran predicador de mentiras, que andaba en misión de pueblo en pueblo engañando aquella pobre gente, predicándose que él era dios, Criador del cielo y tierra y hombres, que él daba las lluvias y las quitaba, hacía que los años fuesen fértiles, cuando no le enojaban : que si lo hacían, vedaba las aguas y volvía la tierra estéril, y otras boberías deste modo, con que atraía a sí no pocos necios. Este fue a visitar a aquel cacique llamado Maracaná, el cual previno tres deudos suyos para que se le atasen. Saltó el mago de su embarcación, y puesto en tierra empezó a predicar con grande arenga y en voz muy alta (usanza antigua de estas bestias). La materia fue la porfiada necedad con que se fingen dioses. Llegó a la casa del cacique, hizo sus acostumbrados comedimientos ; preguntóle el cacique quién era y a qué venía. Yo, dice, soy el creador de las cosas, él que fertilizo los campos, y él que castiga a los que no me creen con varias molestas y enfermedades. Hizo señas el cacique a los tres mozos, que le ataron aunque no con mucha brevedad ; porque por muy buen rato se defendió, diciéndoles que con su saliva los había de matar, y así les escupía en sus rostros. El buen cacique le decía : “Yo quiero probar si es verdad lo que tú dices, que das vida a otros, y lo veré si tú escapas de la muerte que ahora te tengo que dar”. Hízole llevar al río, y puesto en el raudal de él, atada una gran piedra al cuello lo hizo arrojar, donde el desventurado acabó su infeliz vida »  [4].

La narración está demasiado construida como para que se tome al pie de la letra la versión que Montoya da de la predicación del chamán. Pero es demasiado preciso como para no dejar fuertes presunciones sobre quien tuvo la intención de la trampa. La idea de una verificación experimental de una resurrección supuesta no cuadra con la costumbre guaraní.

El texto confirma la oposición entre los caciques y los pajé, ante lo cual, parece que todos los golpes, incluidos las traiciones y los asesinatos, parecieran justificarse a los ojos de los misioneros. Igualmente, el hecho de que, el discurso prestado al chamán, sea una copia del discurso misionero, sugiere que la polémica entre estos últimos se ejerce en contra de las pretensiones religiosas del pajé.

Se podría abundar sobre la deshonestidad del jesuita, pero es más interesante comprender lo que Montoya busca en esta prueba de fuerza : ¿quiere oponer la no-separabilidad de lo simbólico con la realidad en el imaginario guaraní, a la separación de lo espiritual y lo real en el imaginario occidental ? La separación de lo simbólico, permite instaurar el valor, como soberano y autónomo. Esta autonomía, que se debe a que ninguna fuerza natural puede pretender determinarla, es subrayada por el título de omnipotencia ; y esta soberanía, es decir la idea de que su eficiencia no se debe a nada más que a sí misma, es subrayada por el título de “Criador del cielo y tierra y hombres” que se da a Dios  [5]. Esta elección podría significar la desaparición de toda huella o indicio de la naturaleza en la génesis de Dios ; la negación radical de una génesis de lo espiritual, a partir de la naturaleza, se expresaría por la afirmación de su contrario : es la naturaleza la que es creada por la palabra de Dios, pero con sus leyes propias.

Sin embargo, para los pajé guaraníes la palabra también tiene su eficacia pero por sí misma. Traduce una fuerza espiritual, es cierto, pero esta fuerza espiritual es capaz de ordenar o explicar los acontecimientos físicos o biológicos tanto como espirituales. Entonces, levantar una cruz, símbolo de la resurrección, debe resucitar a los muertos. Montoya fuerza las cosas : la palabra del chamán, que pretende matar a otro, es reducida a su saliva. Si su saliva puede matar, entonces puede resucitar y si puede resucitar, entonces que se resucite a sí mismo... El cacique se apropia de una palabra que se quiere toda-poderosa y se atribuye el poder de hacer llover, mientras que el misionero atribuye ese poder a Dios. Para el misionero, la imagen da testimonio de lo espiritual, pero lo espiritual tiene una eficiencia propia, distinta a la de su representación. Por tanto, Montoya no opone un imaginario a otro imaginario, sino el imaginario a lo simbólico. Califica de demoníaca a la palabra de los guaranís y, de divina, a la palabra cristiana, desde el momento en que, el imaginario de los Guaraníes es prisionero de la realidad de este mundo, y el imaginario cristiano se relaciona con una esfera en la que los valores han sido abstraídos, separados, de toda contingencia natural.

Cuando los misioneros oponen lo simbólico al imaginario, hacen referencia a una contradicción radical : la contradicción entre la expresión del valor puro, absoluto, y toda imagen que la replegaría en la práctica de la vida biológica, animal o demoníaca. Es, entre el sentido puro y un sentido impuro, que se encuentra la contradicción ; entre un símbolo desencarnado y el otro, descalificado como mero reflejo de la carne, entre lo angélico y lo demoníaco.

La separación de lo espiritual de sus contingencias materiales, trae consigo la desaparición de las estructuras de reciprocidad que, para los Guaraníes, son las matrices de sus valores. La reciprocidad somete, en efecto, a todo acto que se dirige al otro, a una respuesta de la misma naturaleza. De este enfrentamiento resulta, para cada uno de los protagonistas, una doble situación : actuar y padecer, que produce una conciencia de conciencia que comunica su sentido a cada una de ellas. Fuera de la reciprocidad, los Guaraníes creen que todo es caos, la noche de los orígenes, el sin sentido. Los seres humanos se comprometen entonces físicamente con lo que puede estar ordenado según la reciprocidad, de manera que las relaciones importantes de la vida se conviertan entonces en hospitalidad, alianza, filiación… En seguida, la palabra tiene un secreto por su propia reproducción : ordena la reproducción de la reciprocidad. El espíritu del don prescribe la reciprocidad de los dones y el espíritu de la venganza de reproducir el ciclo de venganza. Entonces todo acontecimiento ha de ser la expresión de una palabra conocida o desconocida y el mundo no es sino la materialización del poder de los espíritus.

Es verdad que el valor primero es una sensación, una conciencia afectiva que se manifiesta como algo en sí, absoluto, ciego a toda relatividad y, por consiguiente, ciego también a las estructuras de reciprocidad que testimonian tal relatividad. Ahora bien, si Montoya borra las estructuras de la reciprocidad, que metamorfoseaban la naturaleza, tiene que encontrar otra matriz del valor para su producción, una matriz que no tenga nada que ver con alguna relatividad, y que garantice su carácter absoluto. Viene entonces la idea del Criador. Por lo tanto, esta relatividad que promueve toda relación de reciprocidad como subyacente del sentimiento del absoluto, por ser lo contrario del absoluto, es el Mal.

De entrada, Montoya anuncia que opone la inteligencia simbólica al Mal. Cuando hacía alusión a su vocación, la fundamentaba con este sueño : El vio,

« (…) un grandísimo campo de gentiles y algunos hombres que con armas en las manos corrían tras ellos, y dándoles alcance los aporreaban con palos, herían y maltrataban, y cogiendo y cautivando muchos, los ponían en muy grandes trabajos. Vio (Montoya habla de él a la tercera persona) juntamente unos varones más resplandecientes que el sol, adornados de unas vestiduras cándidas. Conoció ser de la Compañía de Jesús, no por el color, sino por cierta inteligencia que le ilustraba el entendimiento. El blancor (me dijo él mismo, como al más conjunto que en amistad tuvo siendo secular) que significaban cosas bien misteriosas, las cuales habré yo de dejar, por no salir del hilo de mi narración. Aquellos varones procuraban con todo conato arredrar a aquellos que parecían demonios, que todo hacía una representación del juicio final, como comúnmente lo pintan ; a los ángeles defendiendo las ánimas, y a los demonios ofendiéndolas. Vio que hacían oficio de ángeles los de la Compañía, con cuya vista se encendió en un ardiente deseo de serles compañero en tan honroso empleo »  [6].

Montoya no opone dos imaginarios entre sí, el uno del bien, blanco, el otro del mal, negro. Lo dice expresamente, el bien es “no por el color sino por cierta inteligencia que les ilustraba el entendimiento”. Se reserva precisar las cosas que significan esta blancura inmaculada.

Cuando Montoya evoca entonces cierta inteligencia de sus compañeros, es la virtud de lo simbólico que opone, tanto a su impotencia (los colonos españoles) como al imaginario de los Guaraníes.

Montoya también explotará esta imagen de los demonios para aquellos de los Guaraníes que practican la reciprocidad de venganza. Pero, es más, dividirá a los gentiles en aquellos que se convierten y que se hacen como los ángeles y los otros que rechazan someterse y que se llamarán demonios.

El imaginario de los Guaraníes

El imaginario de los Guaraníes es tributario de las estructuras de reciprocidad de parentesco que rigen su sociedad. El matrimonio no es un asunto de gusto o de placer, como parece creerlo Montoya, sino que depende de una regla que prohíbe los matrimonios de los primos paralelos y favorece los matrimonios entre familias sin ningún lazo de parentesco. Los jefes guaraníes multiplican las alianzas para crear el ser social más grande posible y de ahí la poligamia, que se convierte en signo de éxito social.

Montoya reconoce la importancia de la prohibición del incesto :

« (...) que tuvieron muy gran respeto en esta parte a las madres y hermanas, ni por pensamiento tratan de eso como cosa nefanda ; y aún después de cristianos, en siendo parientes en cualquier grado aunque dispensables o lícito, sin dispensación no la admiten por mujer, diciendo que es su sangre ».

Algunas líneas antes, Montoya daba una razón de la poligamia en la que ningún antropólogo parece haber pensado. Estos últimos la ven tanto en el uso de la fuerza de trabajo femenina como en la preocupación por adquirir una fuerza de reproducción, otros aún como un capital simbólico y otros, en fin, como el medio de multiplicar los lazos sociales.

Montoya observa que la palabra fascina a los Guaraníes hasta el punto de que ella es el criterio de la jerarquía social. Las relaciones de parentesco se someten al prestigio de la palabra, y los Guaraníes dan sus hijas a aquellos de entre ellos que son hombres de la palabra, los “maestros de la palabra”.

La filiación es igualmente tributaria del prestigio de la Palabra :

« Muchos se ennoblecen con la elocuencia en el hablar (tanto estiman su lengua y, con razón, porque es digna de alabanza y de celebrarse entre las de fama). Con ella agravan gente y vasallos, con que quedan ennoblecidos ellos y sus descendientes. A estos sirven los plebeyos de hacerles rozas, sembrar y coger las mieses, hacerles casas y darles sus hijas cuando ellos las apetecen, en que tienen libertad gentílica »  [7].

La separación del espiritual, de sus contingencias, ¿implica el abandono y el rechazo de las estructuras de reciprocidad que transforman todas las funciones naturales en actividades dotadas de sentido o de valor ? ¿Con la condena de la naturaleza, se destruyen las estructuras de reciprocidad que lo transformaban en vida espiritual ?

El rechazo de la reciprocidad

Montoya ha planteado bien el problema : la poligamia subraya el hecho que, entre los Guaraníes, la palabra nace de la reciprocidad. El enfrentamiento con los Guaraníes se ubicará sobre este punto. Montoya toma la decisión de organizar la misión sobre el precedente de la monogamia y de sustituir a la relación de alianza de parentesco por el sacramento. La condición de entrada en las reducciones jesuíticas será, en efecto, el repudio de todas las concubinas salvo una, que debe recibir el sacramento por parte del sacerdote mismo.

El desafío de Montoya es entonces doble : el repudio de la poligamia y la instauración del sacramento del matrimonio. ¿Cómo disociar el imaginario, tributario de lo real (del demonio, por tanto) de lo simbólico, tributario del valor puro (el de los ángeles) ?

Montoya nos muestra cómo espera desunir el imaginario guaraní, llamado demonio, de lo simbólico, citando un cacique (Miguel Artiguay) tres veces para especificar bien su profesión de fe : tres veces, ¡es mucho para un texto tan conciso como lo es el relato de la Conquista ! Una primera vez :

« Los demonios nos han traído a estos hombres, pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del antiguo y buen modo de vivir de nuestros pasados, los cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas y libertad de escogerlas a su gusto, y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola. No es razón que esto pase adelante, sino que los desterremos de nuestras tierras sino les quitemos la vida »  [8].

La segunda :

« Vosotros no sois sacerdotes enviados de Dios para nuestro remedio, sino demonios del infierno, enviados por su príncipe para nuestra perdición. ¿Qué doctrina nos habéis traído ? ¿Qué descanso y contento ? Nuestros antepasados vivieron con libertad, teniendo a su favor las mujeres que querían, sin que nadie les fuese a la mano, con que vivieron y pasaron su vida con alegría y vosotros queréis destruir las tradiciones suyas, y ponernos una tan pesada carga como atarnos con una mujer ».

Después de este apóstrofe, los misioneros trataron de dominar a lo que llaman un lobo, pero éste se defiende y logra huir. Amotina a los suyos, diciéndoles, según el Padre :

« Hermanos e hijos míos, no es tiempo de sufrir tantos males y calamidades como nos vienen por éstos que llamamos Padres ; enciérranos en una casa (iglesia había de decir) y allí nos dan voces y nos dicen al revés de lo que nuestros antepasados hicieron y nos enseñaron, ellos tuvieron muchas mujeres, y estos nos las quitan y quieren que nos contenemos con una. No está bien esto, busquemos el remedio de estos males »  [9].

Las motivaciones de Miguel Artiguay son bien percibidas por Montoya. Por una parte, la libertad y la responsabilidad, por otra parte, la alianza y la poligamia. Pero le faltó rehacerse en tres ocasiones para responder a la argumentación de su adversario. Sólo en la tercera Montoya reconoce que Artiguay opone el principio religioso (debió haber dicho iglesia, conviene Montoya) a la Palabra de los Ancianos y a la reciprocidad (alianza y filiación = padres e hijos). En las dos precedentes citas, la oposición se atenía a la libertad y a la responsabilidad inherente a esta última, perdida con la predicación de los religiosos.

Montoya insiste, pues, tres veces y cada vez más netamente en la contradicción de la forma de la Palabra (política contra religiosa) pero también del contenido de la Palabra (“nos dicen lo contrario”) que trata sobre el único asunto de la poligamia. Es claro, para Artiguay, que si la poligamia ya no significa el prestigio de la palabra (“Nuestros antepasados vivieron con libertad, teniendo a su favor las mujeres que querían...”) ello sólo puede significar que la alianza y la filiación ya no son las matrices fundamentales de la sociedad.

El origen sobrenatural de lo simbólico

Montoya no puede pretender, aquí, que no se había dado cuenta de la importancia de los fundamentos de la sociedad guaraní, ya que precedentemente reconoció que la poligamia estaba ordenada según la mayor gloria de la palabra, así como la filiación.

Pero si quiere destruir la estructura de base de la sociedad guaraní, es que puede proponer algo superior.

Se lo ha dicho, se trata de liberar el imaginario de sus obligaciones, en relación con lo real, para hacer de ello el testimonio de los valores espirituales puros y dar a la autoridad de éstos una eficacia sin competencia. Hay que demostrar, por tanto, el poder de los valores espirituales puros.

Por eso, Montoya cuenta esta historia edificante :

« Amaneció, al punto llegó un cacique muy principal, y le dijo : “Padre cásame”. Había el Padre amonestado a este mucho tiempo que se casase, porque ya era cristiano, y tenía por manceba una muy hermosa india, y no trataba de casarse, difiriéndolo cada día. Díjole el Padre : “Hijo, qué novedad es esta ?” “Cásame”, respondió. Instóle el Padre por la causa, por ver la intrepidez con que pedía cosa que con terquedad había rehusado. “Cáseme luego (dijo el indio) porque no quiero tener esta siguiente noche tan pesada y enfadosa como la pasada. Sabrás que anoche me acosté a dormir, y al primer sueño, hiriéndome el costado no sé quién, me dijo : cásate, ¿por qué no haces lo que te manda el Padre ? Desperté y no vi a nadie, y vi que toda mi gente dormía ; volvíme a acostar, y apenas cerré los ojos, cuando me sucedió lo mismo segunda y tercera vez, sin ver yo a nadie. Déjame ya, dije a voces, que yo prometo que en amaneciendo iré a pedir al Padre que me case ; quedé tan temeroso, que no pude dormir, deseando el día para venirte a pedir que me pongas en buen estado »  [10].

¡La enseñanza es clara ! Este hombre está casado según su fe, pero ello no tiene ningún valor para el sacerdote, para quien la mujer sólo es una concubina. Debe entonces casarse como lo dispone el sacramento. El Guaraní resiste ya que percibe probablemente que la Palabra religiosa no tiene más dignidad que la suya en cuanto le concierne, pero la palabra que se sostiene por ella misma sin ninguna justificación ni intermediario ni testigo (a la noche todos dormían) se presenta como una orden que despertaría a un muerto (dos veces, e incluso tres). No son, pues, los conjuros del misionero los que se imponen a la convicción del cacique, sino la fuerza de la palabra pura, en tanto manifestación de la potencia espiritual. Y ésta es suficientemente terrible no sólo como para despertarlo, sino como para herirlo.

Montoya ya no hace del sacramento religioso un juramento religioso contra un juramento personal, sino una palabra de lo alto contra una palabra de lo bajo, la palabra del espíritu contra la palabra de la naturaleza, y el indio entiende la palabra que le golpea la costilla de Adán de donde nació la mujer : si la mujer misma es palabra divina, el matrimonio también es palabra divina.

Montoya no solamente descalifica las bodas de la carne, ya que no acepta reconocer que están dominadas por una regla de reciprocidad (si lo ve no lo toma en cuenta) sino exige que los esposos se mantengan castos y si posible vírgenes.

Montoya cuenta :

« Casóse un mancebo de la Congregación con una moza de su edad, doncella de muy buenas partes ; el día de su casamiento el casto mozo habló a su mujer de esta manera : “Si gustas de concurrir a mi determinación, conoceré que me amas y que de veras me has escogido por esposo ; sabrás que mi deseo es de conservar la limpieza de mi cuerpo para que mi alma se conserve pura, yo no he llegado a mujer y deseo no perder esta joya ; si te place de que como dos castos hermanos vivamos hasta acabar la vida, será para mí la mayor muestra que me puedes dar de que me amas, ya has oído muchas veces, cordura, será, pues, que nosotros nos dediquemos al perpetuo servicio de la Virgen, Madre de pureza y amadora de los que en tan noble virtud le imitan ; míralo bien, que el tiempo de esta vida es breve el de la otra eterno, el deleito carnal brevísimo sin fin su pena, y si bien el matrimonio es lícito y bueno, mejor es (así lo dicen los Padres) el vivir en pureza, bien veo que los Padres nos amonestan a todos que nuestra perfección está en casarnos al amanecer del apetito del deleite antes que nos coja la noche del pecado ; ya hemos cumplido con casarnos en público, ahora somos hermanos en secreto »  [11].

Cuando el joven muere algún tiempo después, el Padre quiere volver a casar a la muchacha que le responde que si pudo conservar su virginidad de casada también podría conservarla sin casarse. Montoya se maravilla y opone la castidad al paganismo « que esta gente tuvo ayer, cuyo ídolo común de todos fue la carne »  [12].

El Padre se inclina ante la presión pública (es lícito estar casado) pero toma su revancha inmediatamente por el secreto (quedad hermanos en secreto). El sacrificio de la carne, a sus ojos, es necesario para la elevación del espíritu.

Puede recordarse que para los Guaraníes también hay que renunciar a los propios apetitos biológicos a fin de respetar la ley (la prohibición del incesto extendida a todos los grados de parentesco). Pero lo que está en juego con Montoya no es la relativización de una energía biológica para engendrar un valor espiritual, sino la supresión de la totalidad de lo real para dejar campo libre al valor espiritual.

El campo que Montoya quiere despejar para la expansión de esta Pureza será el motivo de la fundación de una Congregación dedicada entonces al culto de la Pureza y que tendrá por nombre el de la Virgen, símbolo de la Pureza Mística. La Congregación será una selección de los más virtuosos de los indios, según los criterios de los Padres : « (…) así tratamos de erigir una Congregación de Nuestra Señora. Hicimos elección de sólo los más aventajados en virtud »  [13].

Según Montoya, la Pureza se convierte en la idea en la cual se aísla el sentimiento de absoluto. La Virgen es la imagen de esta idea del absoluto y la noción de Madre tiene que ser unida à la Pureza, y la Pureza a Dios. Entonces, la Pureza llegará a ser la matriz de lo divino : la Virgen ha de ser Madre de Dios. El Nombre de la Madre tiene un sentido totalmente opuesto al sentido que le dan los Guaraníes. Para ellos, es la Tierra (teko’a) que debe ser unida à la noción de Madre. Es por la reciprocidad con la Tierra que nace un sentimiento de gracia pura (teko) que es el mismo sentimiento de humanidad, pero extendido al universo.

Montoya trata entonces de traducir la eficiencia de los valores que defiende en imágenes antagónicas a aquellas en las cuales se expresan los valores engendrados por la reciprocidad de los guaranís. Al ideal guaraní : el hombre glorioso amado por una multitud de mujeres, se opondrá el ideal de una virgen gloriosa amada por una multitud de bienaventurados.

Para precisar esta visión, las historias edificantes que propone Montoya apelan a los sueños de las mujeres moribundas. Cada vez que una de ellas se despierta del coma y goza de algún alivio, Montoya emplea la palabra resurrección ya que, sin duda, el sueño de la agonizante hubiera caído en las redes de la tradición guaraníe, según la cual, el alma distinta del cuerpo puede escapar de él y volver durante el sueño. La resurrección significa, al contrario, la intervención de un dios creador sobre un fenómeno natural irreversible por sí mismo. La palabra producida por la resucitada no le pertenece, sólo se la puede haber confiado el Criador, para que sea traducida a los fieles.

Nos encontramos, pues, en la reiteración de la ruptura radical de lo simbólico, pero también ante la necesidad de lo simbólico para encontrar imágenes para expresarse :

« Hijos míos, los de la Congregación de nuestra Madre santísima y Señora nuestra, por vuestra causa vengo otra vez a mi cuerpo. Yo morí verdaderamente y tengo de vivir ahora cinco días solos, porque solamente vengo a traeros unas buenas nuevas de parte de nuestra Madre y Señora la Virgen santísima, de que está muy contenta con esta Congregación, y la agradan mucho los que viven en ella, y os dice la llevéis adelante, y yo de mi parte os lo ruego, y que miréis bien la obligación que tenéis de seguir la virtud, y dar buen ejemplo, y de amaros unos a otros, y de cumplir los consejos que os dan los Padres »  [14].

Hasta ahí parece un discurso guaraní. Se reconoce una inspiración cristiana, pero un imaginario guaraní, ya que es ella, la mujer, la que vuelve a su cuerpo y que dice la tradición y exhorta a los suyos a seguir los consejos de los Padres (vuelvo a mi cuerpo / os ruego). Pero entonces Montoya señala la intervención del Padre Juan Agustín. Habrá entonces dos informadores de la palabra, el primero probablemente un testigo guaraní, el segundo manifiestamente el Padre Juan Agustín. Inmediatamente la perspectiva cambia :

« Llegó el Padre Juan Agustín, y ella prosiguió diciendo : Luego que pasa de esta vida fui llevada al infierno, donde ví un fuego horrendo que arde y no da luz, y causa grande temor, en él vi algunos que han muerto y vivieron en nuestra compañía, y los conocimos todos, los cuales padecían muchos tormentos. Luego me llevaron al cielo, donde vi a nuestra Madre, tan hermosa, tan resplandeciente y linda, tan adorada y servida de todos los bienaventurados, y en su compañía innumerables santos hermosísimos y resplandecientes, que todo lo de por acá es basura, estiércol y fealdad, allá es todo tan hermoso, allá todo es hermosura, todo belleza y riqueza. Allí vi los que han muerto de nuestra Congregación muy resplandecientes vestidos de gloria, luego que me vieron, me dieron mil parabienes, y principalmente por ser yo de la Congregación, y os envían grandes recados y principalmente que llevéis adelante esta Congregación y seáis verdaderos cristianos »  [15].

La forma ha cambiado. No es mas activa sino pasiva (fui llevada, me llevaron/os envían). Y el sueño ya no es sino un traje para una palabra que viene del más allá. Y la palabra no es más la suya : es la de Dios que tiene que reportar a los fieles, una palabra entonces que quiere ser la expresión y más todavía la eficiencia del valor puro.

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Notes

[1] MONTOYA, Antonio Ruiz (de). La Conquista espiritual del Paraguay, (1639), Asunción del Paraguay, 1996, cap. IX.

[2] Ibíd.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd., cap. IX.

[5] se subrayará, sin embargo, cómo esta ruptura de lo simbólico instaura un Dios metafísico, puesto en relieve por el título de creador del cielo de la tierra y de los hombres, y circunscribe la conciencia afectiva con la idea de la omnipotencia.

[6] Ibíd., cap. IV.

[7] Ibíd., cap. X.

[8] Ibíd., cap. XI.

[9] Ibíd., cap. XII.

[10] Ibíd., cap. XV.

[11] Ibíd., cap. XV.

[12] Ibíd., cap. XLVII.

[13] Ibíd., cap. XI.

[14] Ibíd., cap. XL.

[15] Ibíd., cap. XL.


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