index

III

La reciprocidad simétrica en la antigua Grecia

   
       
  Introducción

En la antigua Grecia, se recibía al extranjero con regalos, fiestas, juegos (1), incluso a desconocidos como Ulises que naufragó en las costas de Feasia. Su anfitrión, Alsinoo, levanta un impuesto para financiar los parabienes de la hospitalidad con que lo colma. Con todo, desde la más remota antigüedad otros comercios incrementaban la circulación de regalos. Según Karl Polanyi, ya en los tiempos de la Babilonia de Hammurabi, mucho antes del mercado creador de precios por la oferta y la demanda (market), el comercio a larga distancia, que hacía la reputación de asirios y fenicios, era un sistema de relaciones de intercambio sin mercado, de tasas fijas (trade) (2), integrado en definitiva al sistema de reciprocidad. Polanyi define tres formas de integración económica: la reciprocidad, la redistribución y el intercambio. Las dos primeras se caracterizan por una estructura de simetría, bilateral para la una, centrada para la otra. Hoy es posible conectar estas dos estructuras a los dos principios de las más viejas organizaciones sociales: el principio dualista y el principio, que Lévi-Strauss llama, “casa”(3), y, más profundamente aún, a las dos modalidades de la función simbólica subyacente: los principios de oposición y de unión. Polanyi se refiere a la idea de Malinowski de un antagonismo entre el don y el intercambio: la redistribución y la reciprocidad implican un lazo social; mientras que el intercambio se desarrolla con la competencia, el mercado, con la única preocupación del interés de cada uno.

Historiadores como Braudel criticaron esta distinción entre comercio y mercado. En toda forma de comercio, dicen, la competencia es más o menos confesada, cualesquiera sean las normas sociales destinadas a dominarla o protegerla. Pero queda la idea de Polanyi: todas las civilizaciones practicaron, durante milenios, reciprocidad y redistribución a las cuales se sometía el mismo intercambio. Sólo el mundo occidental y, además, en los tiempos modernos, trastocó esa relación y dio preferencia al intercambio. Ya Mauss observaba: ninguna otra sociedad, salvo la nuestra, está fundada en el intercambio comercial. Cierto, todas las sociedades saben lo que es el intercambio, en el que cada uno busca beneficiarse para su ventaja. Pero, como los trobriandeses que distinguían cuidadosamente la kula del gimwali, ninguna confunde la reciprocidad y el intercambio. La economía de intercambio no es la economía natural, como creyó Adam Smith, que veía en la aptitud humana a intercambiar una extensión de la facultad de razonar. Aristóteles, por su parte, hacía proceder el logos de la reciprocidad y condenaba la economía de provecho ya que ofendía a la naturaleza humana.

En la Grecia de Aristóteles, el intercambio está integrado a la reciprocidad bajo la forma de equivalentes definidos según las normas del consumo colectivo. Sin embargo, una nueva práctica, de tipo especulativo, nació de la habilidad de los piratas apátridas así como también del ágora, donde tenían lugar las asambleas políticas y militares, los procesos públicos, las fiestas, las procesiones y sacrificios, cuando se instaló en ella, en el ágora, un mercado de pequeños comerciantes y prostitutas. Los griegos, pues, no ignoraron la lógica del provecho, recurso de aquellos que habían perdido su autarquía en la economía tradicional y, con ello, su título de ciudadanía. Es más, los griegos incluso la favorecieron, ya que, a la postre, podía ser útil.

Hoy en día, los economistas tienen en cuenta las experiencias de la antropología y de la historia y ya no reducen toda la economía al intercambio solamente. Por ejemplo Henri Guitton: “la actividad económica es la forma de la actividad humana por la cual los seres humanos luchan por reducir la inadaptación de la naturaleza a sus necesidades” (4). Así, pues, es imposible limitar la economía griega sólo a la producción de chremata, es decir, de valores de uso, y excluir los agatha, los valores de prestigio, los honores y las distinciones que, por no ser útiles o materiales, no por ello se revelan menos necesarios. Y no solamente que esos valores, no implican la apropiación de medios de producción de bienes materiales, sino que pueden exigir que se renuncie a ellos.

Es, pues, imposible seguir ignorando los descubrimientos de Malinowski según el cual la reciprocidad ordena la producción de los bienes según la creación de lazos o de Radcliffe-Brown que ve en el don de víveres el modo de producir un valor moral. De este modo, pues, la economía política no está lejos de aunarse a la estética y la ética. Ahora bien, los griegos fueron lo inverso de los modernos que tienden, en todos los dominios de la vida, a no reconocer como valor, sino el valor de intercambio: en la Grecia antigua, la teoría del valor económico era la del valor ético.

Sin embargo, el valor creado por la reciprocidad, la aretê, se manifiesta tanto en el imaginario del don, como en el de la venganza. La tentación de encerrar la noción de humanidad, al mundo imaginario de los donantes más favorecidos o al imaginario del guerrero, conduce a una forma de propiedad, contraria a la de la reciprocidad. Los griegos debatieron sobre todas estas alienaciones. Opusieron, a las dialécticas del don y la venganza, la reciprocidad que llamaremos “simétrica”. Así, trataremos de mostrar que en la Ilíada Homero da ventaja a la reciprocidad positiva sobre la negativa y que, en la Odisea, subordina ambas a la reciprocidad simétrica. Terminaremos este ensayo con Aristóteles que, en la Ética a Nicómaco, construye la teoría del valor de la reciprocidad simétrica..

   
   

Primera parte:

de la reciprocidad positiva a la reciprocidad simétrica
en la Iliada y la Odisea

1. La Ilíada

Un rapto, el rapto de Helena, mujer de Menelao, es el pretexto para la guerra de Troya (5). La injuria clama venganza. Homero nos recuerda así el principio de reciprocidad negativa: es necesario sufrir la muerte, es algo previo para tener derecho a una fuerza de alma que se escribirá en gloria cuando se traduzca en el asesinato de venganza. No es matar, sino ser matado, lo que le vale al ser humano su nombre o su alma. Tan exigente como el hambre, esta alma no para hasta transformarse en asesinato pero, al hacerlo, se desvanece y deja al hombre desprovisto a menos que el ciclo de la reciprocidad recomience.

Menelao, con ánimo de venganza, al ver al raptor de Helena, dice en voz alta.

«Como el león hambriento que ha encontrado un gran cuerpo de cornígero ciervo o de cabra montés, se alegra y lo devora (...) así Menélao se holgó de ver con sus propios ojos al deiforme Alejandro » (6).

Páris-Alejandro, por haber consumido su fuerza de guerrero en el rapto de Helena, se encuentra desprovisto de fuerzas.

« Pero el deiforme Alejandro, apenas distinguió a Menéalo entre los combatientes delanteros, sintió que se le cubría el corazón y, para librarse de la muerte, retrocedió al grupo de sus amigos. Como el que descubre un dragón en la espesura de un monte, se echa con prontitud hacia atrás, tiémblanle las carnes y se aleja con la palidez pintada en las mejillas (...) » (7).

Páris-Alejandro sabe que Menelao tiene derecho a la victoria. Evita la jabalina mortal; la espada de su rival se rompe; pero no puede nada contra el destino.

« Menelao cógele por el casco, adornado con espesas crines de caballo, que retuerce, y lo arrastra hacia los aqueos, de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa, que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello » (8).

El acto de venganza le confiere al alma su plena medida; manifiesta su potencia, pero consumiéndola. Al final de la justa, sólo queda un vencedor que acaba de perder su alma en el último homicidio. Pero el guerrero no puede vivir sin alma. Si la finalidad de la reciprocidad negativa sólo fuese desear la paz, el hombre estaría feliz por haber terminado la guerra, pero ese no es el objetivo de la dialéctica de asesinato. Su objetivo es la mayor gloria, que procura el alma de venganza. Y, para ésta, la muerte es necesaria.

Pero ¿cómo puede el guerrero sufrir la muerte por una fuerza de alma superior si nadie puede vencerlo? El héroe de la Ilíada, Aquiles, no conoce más enemigos a su medida. Ahora será preciso que pueda vencerse a sí mismo. El poeta usa un artificio: reviste con las armas de Aquiles a su más fiel compañero, Patroclo, y cuando, en la confusión, se mata a Patroclo, el casco de gran visera de Aquiles rueda a los pies del troyano Héctor, que lo agarra inmediatamente.

Aquiles, que sufre su propia muerte a través de la de Patroclo, adquiere entonces un alma de venganza superior a la que ya simbolizaba su casco. Recibe de un dios, Hefaistos, forjador del cielo, nuevas armas que dan cuenta de esta fuerza vengadora, desde ahora sobrehumana. La lanza de Héctor no atravesará sino tres de los ocho espesores que tiene el escudo de Hefaistos. Y Aquiles mata a Héctor, con sus viejas armas, probando que su valor se sobrepasó a sí mismo. ¡Que dialéctica! Aquiles muere, mata y se mata... para ser.
Puesto que el escudo divino es el símbolo del renombre supremo, el de un hombre que al ya no tener un enemigo a su medida se iguala a los dioses, Homero pinta las escenas más ilustrativas de la reciprocidad griega. Pero, sorpresa, no se trata de venganzas, asesinatos o raptos recíprocos. Ni el rapto de Helena, ni la venganza de Menéalo, ni la muerte de Patroclo o de Héctor se encuentran grabadas sobre el escudo divino, sino, más bien, el triunfo del don y de la redistribución: el triunfo de la reciprocidad positiva. En efecto, se ve en él, primero trabajadores, cosechadores, viticultores, pastores, alrededor de reyes que sacrifican a los dioses y preparan festines, redistribuciones generosas en un mundo campestre; luego, las ciudades donde se celebra la fiesta, la alianza.

« En la una se celebraban bodas y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la ciudad a la luz de antorchas encendidas, oíanse repetidos cantos de himeneo » (9).

Sin embargo, es cierto que también se ven ejércitos:

« La otra ciudad aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes armaduras, no estaban acordes: los del primero deseaban arruinar la plaza, y los otros querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la agradable población. Pero los ciudadanos aún no se rendían y preparaban secretamente una emboscada » (10).

El recurso a las armas se opone al rechazo del otro a compartir. La lección de los dioses estriba en fundar el valor político sobre la reciprocidad del don y no sobre la reciprocidad de venganza. La guerra no engendra un ciclo sin fin de asesinatos recíprocos. Tiene otro objetivo:

« Entregadnos la argiva Helena con sus riquezas y pagad una indemnización, la que sea justa, para que llegue a conocimiento de los hombres venideros”. Así dijo el Atrida, y los demás aqueos aplaudieron » (11).

Una composición que lleva la venganza a la redistribución: la guerra, según el átrida Agamenón, es convertible en botín. El poeta no discute que la reciprocidad de venganza funde el honor, pero limita esta reciprocidad al duelo y, al interior de ella, limita el alcance del duelo al renombre individual (12). Al principio de la Ilíada, Paris acepta el duelo fatal con Menelao, pero la diosa Afrodita rompe la correa del casco, con la que Menelao arrastra ya vencido, rapta a Paris y lo deposita, todo perfumado, en el lecho de Helena. Los dioses no aceptan que las relaciones políticas de las ciudades o de los pueblos sigan dirimiéndose por la reciprocidad negativa. En la sociedad griega, que canta la Ilíada, hace tiempo que la reciprocidad positiva aventaja a la reciprocidad negativa y en ella, en la jerarquía de prestigio, se adquiere el rango por la competencia de dones, de fiestas y por la hospitalidad. Uno se ve honrado en proporción a su valor y los más grandes o los más hábiles redistribuidores heredan los mejores pastos o las más ricas tierras al mismo tiempo que son investidos de cargos y poder.

El rey de la rica Licia, Sarpedon, compañero de Glauco, conviene en que si uno es nombrado jefe, para asegurar la redistribución agrícola, también es normal que sea ubicado en primera línea para defender su territorio. El renombre adquirido sobre los campos de trigo se acrecienta en los campos de batalla.

« Glauco! ¿por qué a nosotros nos honran en la Licia con asientos preferentes, manjares y copas de vino, y todos nos miran como a dioses, y poseemos campos grandes y magníficos a orillas del Janto, con viñas y tierras de pan llevar? 
Preciso es que ahora nos sostengamos entre los más avanzados y nos lancemos a la ardiente pelea, para que diga alguno de los licios, armados de fuertes corazas: No sin gloria imperan nuestros reyes en la Licia, y si comen pingües ovejas y beben exquisito vino, dulce como la miel, también son esforzados, pues combaten al frente de los licios »
(13).

Por la guerra, se defienden las tierras y también se saquean las de otro y, he aquí, que se procura, como en la recolección o la caza, riquezas cuya redistribución producirá un renombre inmediato.

Si Aquiles mata, si Aquiles saquea, se debe al hecho de que es el distribuidor más grande. Sin duda, le parece fastidioso trabajar la tierra como a Ulises o cultivar las viñas como a Menelao. Por otra parte, no ha heredado inmensas tierras como Agamenón. Así, pues, sólo el botín de guerra le permite competir con el primero de los reyes. Su ambición es ilimitada. Afirma que la virtud guerrera aventaja la de los reyes regentes de tierras y desafía a Agamenón, con la injuria más dura que se pueda dirigir a quien pretende al prestigio: recibir mucho y dar poco. Por otra parte, Aquiles es el que ha conquistado el botín de Agamenón.

« Conquisté doce ciudades por mar y once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué abundantes y preciosos despojos que dí al Atrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves, recibiólos, repartió unos pocos y se guardó los restantes » (14).

La Ilíada es, ante todo, el gesto de Aquiles, el más generoso de los hombres y el guerrero más intrépido que desafía a Agamenón.

« Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves cumpliáse la voluntad de Zeus, desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo » (15).

La cuestión del prestigio y del don es uno de los temas más ampliamente discutido por los héroes.

Al comienzo de la Ilíada los griegos conocieron la peor de las humillaciones: están destrozados sin apenas combatir, diezmados por una epidemia que les infligen los dioses encolerizados. A la invitación de Aquiles, el divino Calchas descubre la causa de la maldición: Agamenón no podía, sin rebajarse, rehusarse a la entrega de su hija Criseis al sacerdote de Apolo, venido a someterse. Los dioses están furiosos de que se haya burlado así la ley del don, su ley. Suspenderán la suerte nefasta cuando Agamenón entregue a su hija al sacerdote de Apolo y añada su rescate. Agamenón se inclina, pero se venga inmediatamente de Aquiles, el instigador. Exige que le sea devuelta Briseis, la recompensa de Aquiles. Entonces la querella vuelve a saltar. Aquiles saca la espada, pero Atenea le prohíbe iniciar un ciclo funesto de venganza. Los dioses intervienen para que el desafío prosiga en el orden del don. Aquiles devuelve a Briseis, pero el mismo momento en que la da, se hace más grande. Nadie podrá, de ahora en adelante, vencer a los troyanos sin su concurso. Se retira de la armada griega y ésta, en efecto, sufre revés tras revés; es incapaz de conseguir la victoria. Hay que ir a suplicarle al héroe para que vuelva al combate: Agamenón ofrece dar a Briseis, pero, último vuelco, escolta a Briseis con una tal profusión de dones, que retoma la ventaja e, incluso, no deja a su rival ninguna oportunidad de sobrepasarlo. Pronuncia, en esta ocasión, una de las peroratas más famosas que ilustran la conjunción de generosidad y prestigio, de don y nombre.

 «(...) Quiero aplacarle y le ofrezco la muchedumbre de espléndidos presentes que voy a enumerar: siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro, veinte calderas relucientes y doce corceles robustos, premiados, que en la carrera alcanzaron la victoria » (16).

...siete mujeres entre las más bellas que tomó cuando Aquiles conquistó Lesbos; maravillas cuando la ciudad de Priamo sera saqueada... y, ante todo, de retorno de la guerra, con innumerables regalos y siete ciudades que lo honraran como un dios, mejor que Briseis y Criseis juntas, ¡su propia hija! Arma maestra de ese duelo en el que Aquiles pierde toda posibilidad de vencer.

Agamenón denunciaba su ambición:

« Pero este hombre quiere sobreponerse a todos los demás; a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes » (17).

Ahora la ambición no tiene esperanza. Agamenón reestablece su primacía en la escala del prestigio.

« (...) y ceda a mí, que en poder y edad, de aventajarle me glorío » (18!.

Todos esos dones son un veneno en el corazón de Aquiles. Aquiles, deshecho, se retira a su nave negra... Pero aún sueña la revancha:

« Ni siendo así desposaré a su hija; elija aquel otro aqueo que le convenga y sea rey más poderoso »

y todavía cree poder luchar en el sistema del don... :

«...ya que, para mí, la vida no vale nada, ni todas las riquezas » (19).

Como quiera que fuese, entrevé una alternativa:

« Mi madre, la diosa Tetis, de argentados pies, dice que las parcas pueden llevarme al fin de la muerte de una de estas dos maneras. Si me quedo aquí a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria tierra, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto » (20).

Cuando ya no tenga esperanza de sobrepasar al más poderoso de los reyes deberá cambiar de estrategia para quedar como el más grande. Para alcanzar una gloria suprema, tendrá que conseguirla en otro ciclo de reciprocidad diferente del de los dones; volver a la dialéctica del asesinato y la muerte. Pero, en la reciprocidad negativa, hay que morir para adquirir una fuerza de venganza inmortal.

« Así yo, si he de tener igual muerte, yaceré en la tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloriosa fama » (21).

¿Puede haber una contradicción más neta entre las dos referencias? Agamenón que exige el botín para asegurar una redistribución memorable:

« Dadnos, con Helena, un precio conveniente y nos iremos », dice Agamnón a los troyanos;

y Aquiles: «Que muera yo enseguida..».

Sabemos que el don es la medida del nombre pero, recíprocamente, el prestigio obliga al don. Agamenón se había deslucido por haber derogado esta regla frente al sacerdote de Apolo. Homero nos recuerda de nuevo la regla del don con el gesto de Belerofonte. Belerofonte es recibido por el rey Proitos y pretende un renombre fabuloso, hasta el punto de que la mujer de su anfitrión se encapricha con él; entonces Proitos se encoleriza y lo envía donde su suegro con unas tablillas que lo denuncian y deben perderlo. Estamos otra vez en Licia.

« Belerofonte (...) llegó a la vasta Licia y a la corriente del Janto: el rey recibióle con afabilidad, hospedóle durante nueve días y mandó matar otros tantos bueyes; pero al aparecer por décima vez la Aurora, la de rosáceos dedos, le interrogó » (22).

Belerofonte debe entonces dar sus pruebas. Su generosidad o su coraje estarán a la altura del renombre al que aspira. Triunfa, en efecto, sobre la invisible Quimera, luego sobre los Solimas, las Amazonas; frustra después la traidora emboscada de sus pares... Cuando el rey de Licia reconoce “que el es el buen retoño de un dios”, le concede la mitad de los honores reales, una de sus hijas en matrimonio, en tanto que “los licios le delimitan un terreno más bello que los otros, rico en vergeles y en tierras labrantías”.

Después de esta última evocación de la reciprocidad positiva, Homero anuncia una nueva forma de reciprocidad que Aquiles siempre ignorará, pero que se convertirá en el tema principal de la Odisea. Glauco, aliado de los troyanos, descendiente de Belerofonte, afronta en el campo de batalla al griego Diómedes, nieto de Eneas. Entonces se reconocen como huéspedes de sus padres...

« Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su palacio al eximio Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se obsequiaron con magníficos presentes de hospitalidad » (23).

Inmediatamente, renuevan la alianza y Diómedes propone que “cambien” sus armas (teuchea d’allêlois epameipsomen) (24). Homero comenta este gesto:

« Zeus Crónida hizo perder la razón a Glauco; pues “reciproca” (¡ameibe!) sus armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban ».

Benveniste imagina que Homero se hace al que ve un mercado de despistados: “en realidad, la desigualdad de valor entre los dones es deseada: uno ofrece armas de bronce, el otro de oro; el uno ofrece el valor de nueve bueyes, el otro se siente comprometido a poner el valor de cien bueyes” 25. Benveniste interpreta el retorno del oro contra el bronce como la sobrepuja del contra-don. El texto sería así fiel al espíritu de la Ilíada, que celebra el don y la competencia de dones.

Pero ¿por qué Homero señala la desproporción del don y el contra don? Para ser rey en Licia, en efecto, se necesitan diez veces más bueyes que en el país de Argos. Sus armas representan capacidades de redistribución desiguales, pero eso ya no tiene importancia ahora. Las armas de Glauco y Diómedes son tesoros del nombre, valores de renombre que miden, ciertamente, capacidades de redistribución, pero ya no se trata de comprometerlas en una competencia de prestigio, un potlatch, de medirlas y compararlas entre sí. La relación de alianza postula aquí la paridad de los asociados, cualesquiera sean las riquezas que cada uno puede dar, cien bueyes contra nueve bueyes por lo tanto.

Esta forma de reciprocidad, la reciprocidad simétrica, es generadora de un valor diferente del valor de renombre producido por la reciprocidad positiva. El valor de la reciprocidad simétrica es irreductible al mundo imaginario del uno o el otro de los asociados. No puede ser reivindicado ni por el uno ni el otro en términos de poder.

Este pasaje de la Ilíada ha sido comentado a menudo. Aristóteles se refiere a él en la Ética (26) para decir que Glauco no es víctima de una injusticia cuando da lo que le perteneció. “Oro contra bronce” se había hecho proverbial en la antigüedad. Platón puso la expresión en la boca de Sócrates al final del Banquete, para frustrar los cálculos de Alcibíades, listo para ofrecer su belleza física para participar de la belleza espiritual del filósofo. Alcibíades trataba de utilizar la reciprocidad como un intercambio y Sócrates se mofa.

La referencia de Homero al intercambio confirmó, sin embargo, a los comentaristas del siglo XX en la idea de que la reciprocidad era, desde los tiempos de Platón o Aristóteles, una práctica arcaica. Según Marcel Mauss, por ejemplo, (27) los griegos serían en esa época “extranjeros a las prácticas de la reciprocidad”. Cuando Jenofonte narra acerca de un contrato de reciprocidad con el rey tracio Seutes, no participaría en él sino por interés. Tucídides, a su vez, conocería la reciprocidad sólo de oídas. “Se siente, dice Mauss, que los griegos no comprenden las costumbres a las cuales, astutos, son los primeros en plegarse”. Ya en la época de Homero, los griegos habrían considerado esas costumbres como extravagantes. Y Mauss evoca entonces la exclamación de Homero, a propósito de Diómedes y Glauco, como si calculara el precio de los escudos como valor de cambio.

Gernet va aún más lejos: ¡Homero se felicitaría porque un griego haya engañado a un liciano! “Es del griego de quien viene la propuesta; Homero señala que el negocio fue excelente para él” 28.

Nuestros contemporáneos prestarían encantados a los autores griegos los reflejos de los lectores modernos, habituados a razonar en términos de intercambio. Pero Finley, por lo menos, rindió justicia a Homero: « Homero no es más Bernard Shaw que Diómedes un soldado de chocolate. Las relaciones de hospitalidad formaban una institución muy seria, rivalizaban con el matrimonio para establecer lazos entre jefes y nada podía marcar de forma más dramática esta aptitud de hospitalidad para tejer una red de relaciones recíprocas que la situación crítica elegida por el poeta » (29)


   
   

2. La Odisea

La Ilíada ilustra, sobre todo, la reciprocidad negativa y la reciprocidad positiva, en tanto que la Odisea (30) ilustra bien la reciprocidad simétrica. Ciertamente, la Odisea celebra todavía la memoria de los héroes de la guerra de Troya, pero el problema de la Ilíada está resuelto: todos han sido víctimas de la vanidad del prestigio, como Ayax, fulminado por el dios Poseidón por haberse creído invencible o su homónimo, aquejado de locura por haber pretendido las armas de Aquiles. Sólo queda vivo Menelao, el ecuánime, cuya lección a Telémaco, que vino a informarse sobre Ulises, establece, de entrada, la supremacía de la reciprocidad simétrica sobre la reciprocidad positiva.

« Reprocho, igualmente, en el anfitrión que recibe, el exceso de diligencia y el exceso de frialdad; amo sobre todo la medida justa (aisima) y encuentro tan malo despachar a un huésped que se quiere quedar como retener a uno que se quiere ir: ¿qué se le debe al huésped? Buen recibimiento (philein) si se queda, licencia si quiere partir » (31).

Esta forma de reciprocidad supone que el don del donante se conforma, ahora, al deseo del donatario. Por tanto, Telémaco puede rechazar un presente no deseado sin afrentar a su anfitrión:

« En cuanto al presente que quieres hacerme, acepto la copa, pero no podré llevar los caballos a Itaca; te los dejo pues a ti mismo como objetos de lujo; ya que reinas sobre un vasto espacio en el que abundan los tréboles, la cotufa, el queso, el trigo y la alta cebada blanca. Pero en Itaca, no hay ni espaciosos campos ni alamedas, ni la menor pradera, sólo pastizales para cabras » (32)

Es obvio que la reciprocidad positiva conduciría hacia actitudes insensatas. En ella, sólo un hombre superior podría sustraerse a la obligación de recibir, justificando su arrogancia con un don más prestigioso. Surge, pues, un nuevo principio: el donante toma en cuenta el deseo del otro y, de este modo, relativiza su imaginario y su poder. Queda, empero, el motor de la reciprocidad positiva: el prestigio, pero se transforma en un sentimiento de justicia. Ahora, ya no se puede dar sino en la medida en la que el otro toma. Este equilibrio, entre el don y la necesidad, no debe ser confundido con un intercambio en el que cada uno ofrece sólo en la medida en la que él mismo toma o, más bien, no cede sino a condición de adquirir.

En la Odisea, Homero citará el intercambio una sola vez, para oponerlo radicalmente a la reciprocidad. Vale la pena recordarlo. Ulises acaba de presentarse ante Alcinoo, rey de los feacios, como un héroe desgraciado, náufrago, pero que está engalanado por la diosa Atenea con un aura magnífica. Impresionado, su anfitrión le ofrece hospitalidad real y lo invita a los juegos. Laodamas, hijo de Alcinoo, desafía a Ulises. Como Ulises no tiene el corazón dispuesto al combate, uno de los campeones, Euryale, se mofa de él:

« ¡Ah no!, no veo nada, nada en ti, nuestro huésped, de un conocedor de los juegos, incluso tomando en cuanta todos los que tienen los humanos! (...) Si alguna vez subiste a un barco, ha debido ser para ordenar a los marinos asuntos comerciales: anotar las cargas y vigilar el flete y tus ganancias de los ladrones... Pero, tú, un atleta!... » (33)

¿Hay injuria más pérfida que pueda hacerse a un griego que la de enrostrarle que se dedica al comercio? El intercambio, en efecto, es infamante para un hombre libre y es apenas tolerado en un esclavo. Tener en cuenta la carga; dirigir a hombres dedicados al intercambio; he ahí las prácticas de un especulador que va de puerto en puerto a comparar el valor de las mercaderías. Ulises roba, saquea, mata !pero no intercambia! El héroe ultrajado levanta el desafío:

« Anfitrión mío, está mal lo que has dicho; pareces extraviado por un aire de locura » (34)

Entonces coge un disco, más grande que los otros, y lo lanza por encima de las marcas de todos los demás lanzadores. La hazaña le autoriza a enorgullecerse de su renombre y desafiar, a su vez, a los feacios. Pero lejos de exigir a su adversario, como Aquiles o Agamenón, una rendición sin condiciones, Ulises, por el contrario, le otorga la ocasión de hacer valer su superioridad en las artes en las que se precia, las justas marítimas y la danza.

Una vez arreglada las cuentas del intercambio mercantil, Homero recuerda el ideal de la reciprocidad positiva, cantado en la Ilíada:

« Para mí, os lo aseguro, no se puede desear nada más agradable que ver la alegría adueñarse de un pueblo entero y ver a los comensales, reunidos en la sala de una finca, escuchar a un aeda; todos satisfechos de estar sentados, según su rango ante mesas llenas de pan y de viandas, cuando el copero saca el vino de la crátera lo lleva y lo vierte en las copas » (35)

Para los feacios, esto no es sino la introducción a una teoría sorprendente. Ulises les contará su viaje al reino de los muertos, donde la gloria conquistada a punta de fuerza material no tiene valor, donde el prestigio es apenas una sombra. Y será frente al alma de Aquiles que declare:

« No me consueles de la muerte, ilustre Ulises. Preferiría atender bueyes, servir como thete 36 en la casa de un granjero sin grandes posesiones, antes que reinar sobre estos muertos, sobre todo este pueblo apagado » (37).

Agamenón, Sarpedón y Aquiles se disputaban la gloria de ser donantes de víveres y de botines de guerra. Ulises anuncia otro valor, que no sustituye al de prestigio, sino solamente lo depasa. Elogia entonces el prestigio y pretende ser el más ilustre de los mortales. Merece, en fin, la gloria de los héroes, él que con su astucia atravesó los muros de Troya, triunfó sobre los cicones, los lotófagos y los cíclopes. ¿No fue acaso el único salvado por Zeus del naufragio antes de que Circe lo invitase al famoso viaje? Ahora bien, cuando su barco, en el océano, tocó las puertas del Hades, invocó las almas de los muertos y consultó al divino Tiresias, que le reveló cómo adquirir este valor que no se desvanece con las cosas de este mundo, el valor espiritual que nace de la reciprocidad simétrica: cuando en el curso de su viaje encuentre a un hombre cuyo imaginario sea distinto del suyo, que limite ahí su territorio y respete el nombre del otro.

« Toma un remo bien hecho y vé hasta llegar a hombres que ignoran el mar y comen su pitanza sin sal... Cuando, al encontrarte, otro viajero diga que llevas una pala para el grano en tu robusto hombro, entonces planta en tierra tu remo bien hecho, ofrece un sacrificio al dios Poseidón... luego, vuelve a tu casa a sacrificar hecatombes sagradas a los dioses inmortales que habitan el inmenso cielo sin omitir a ninguno » (38)

Al final de la Odisea, Homero muestra que también se puede llegar a la reciprocidad simétrica a partir de la reciprocidad negativa, a menos que quiera decir que el pasaje por la reciprocidad negativa también es necesario... He aquí, pues, a Eupites que avanza para vengar a su hijo Antinoo, el más audaz de los pretendientes de Penélope y a quien el mismo Ulises mató. Atenea, bajo el aspecto del sabio Mentor, le propone romper el encadenamiento fatal de la reciprocidad de venganza, renunciar al inexorable imaginario del guerrero. Eupites, el insensato, se rehúsa a seguir el consejo de la hija de Zeus:

« ¡Vamos! ¡Quedaremos desprestigiados para siempre! Hasta en el futuro se proclamará nuestra vergüenza si nuestros hermanos y nuestros hijos quedaran sin vengadores...! » (39)

Los partisanos de Eupites se dirigen hacia la casa de Laertes, padre de Ulises, donde éste mantiene un consejo. Pero, he aquí, que Laertes lanza la primera jabalina y mata a Eupites. ¡Se derrumba un mundo! ¡Eupites tenía derecho a la venganza! Atenea acaba de condenar la tradición. Ulises, aprovechando la ocasión, se dispone a destruir al enemigo estupefacto cuando la diosa le propone, como había hecho anteriormente con su rival, escuchar la voz que trasciende el imaginario de los hombres. Ulises, el avisado, por haber recibido la lección de Tiresias sobre los límites del renombre, no podía dejar de escuchar esta voz:

 « No prolongues esta lucha de la que se valen los guerreros; teme atraer sobre tí al temible Zeus » (40)

Atenea se ha dirigido a Zeus para librar la reciprocidad de sus mundos imaginarios de sangre y oro. Y Zeus le respondió con la idea de un juramento divino!

« Un juramento sagrado unió para siempre a los dos partidos bajo la inspiración de la hija de Zeus » (41)

   
   

Segunda parte:

Etica a Nicómaco: una teoría de la reciprocidad simétrica

La Ética a Nicómano (42) es, por cierto, un tratado de valores morales, pero Aristóteles no se contenta con componer un tratado de virtudes heredadas de la tradición, que se enunciaría con la voz de la autoridad, sino que se interesa más bien por su génesis. Virtudes particulares, como el coraje y la temperancia, pueden definirse por ni lo uno ni lo otro de dos extremos opuestos. Son un justo medio en el que las fuerzas antagónicas se contradicen y neutralizan. De esta neutralización de contrarios emerge una energía espiritual, una energía psíquica liberada de la polaridad dialéctica. Así liberada de toda ceguera unidimensional, esta energía se concentra en una conciencia pura de sí misma, que puede alcanzar la gracia. Nos interesamos en esta estructura lógica que el filósofo pone en el principio de la virtud. “La virtud (aretê) es el justo medio en relación a dos vicios, el uno por exceso, el otro por defecto” (43). Un justo medio pero no un mediador entre el uno y el otro que sólo acarrearía mediocridad. Hay que evocar una figura triangular para dar cuenta de esta relación: “en efecto, los extremos son contrarios tanto de la media como entre sí; y la media es la contraria de los extremos” (44).

El justo medio es la afirmación de una verdad que se opone a las pasiones unilaterales. Su esencia es la aretê, que se traduce por “virtud”, también por “excelencia” o, mejor todavía y como sugiere Gauthier, por “valor”. Aristóteles sostiene que la aretê es una gran fuerza ya que es lo “propio del hombre”. Aventaja así a todas las otras. “Por lo cual, en lo que toca a su entidad y a la definición que pone de manifiesto su esencia, la virtud es una condición media, por más que con respecto a lo mejor y a la excelencia sea un extremo” (44 bis). Sin embargo, entre todas las virtudes particulares, que dan cuenta de la iniciativa de cada quien por su propia cuenta, la justicia es una virtud que no puede ser definida sin hacer intervenir una relación de reciprocidad particular con el otro. La amistad (philia) como la gracia (charis) nacen, a su vez, de esta relación que hemos propuesto llamar reciprocidad simétrica ya que es un don que respeta el deseo del otro. Para Aristóteles, el imaginario del don debe ser inmediatamente relativizado: debe respetar el imaginario del otro. Por tanto, no puede conducir al poder. A partir de esta relación con el otro, se abre un espacio espiritual, un campo de libertad para la conciencia humana. Lo que se descubre con la justicia, ¿no debiera aplicarse al justo medio, en general, y por consiguiente a todas las virtudes? “El justo necesita otros hombres para los que y junto con los que obrar justamente, y lo mismo el temperante, el valiente y cada uno de los otros” (45). En efecto, la estructura del justo medio (mesotês), que les es común, podría bien nacer de esta otra estructura, de carácter social, que implica la buena distancia (isotês), característica de la reciprocidad simétrica.


1. La liberalidad

Aristóteles llama liberalidad o generosidad (eleutheriothês) a la primera expresión de esta reciprocidad: “En lo que concierne al hecho de dar y recibir bienes materiales (chrematôn), el término medio es la generosidad, el exceso y el defecto, son la prodigalidad y la avaricia” (46). Por chrêmata Aristóteles entiende los bienes materiales, que pueden medirse de forma objetiva (47). La justa medida, en materia de liberalidad, ¡no consiste en medir su generosidad! “Es también propio del hombre generoso el excederse muy mucho en el dar, hasta el punto de que le queden a él menos bienes” (48). Pero la justa medida es la de dar con discernimiento: “El hombre generoso dará con vistas al bien. Y lo hará bien, pues lo hará a quienes debe, cuanto y cuando se debe y todas las demás circunstancias que acompañan al recto acto de dar” (49).”“Además, el agradecimiento es para quien da, no para quien toma; y el elogio todavía más” (50). La generosidad, pues, consiste en usar bien de la riqueza...

« El usar y entregar los bienes parece que es obviamente uso, mientras que recibir y guardarlo es, más bien, posesión. Por lo cual es más propio del hombre generoso el entregar a quienes debe, así como el tomar de donde debe y el no tomar de donde no debe » (51).

He aquí una confirmación del principio de conjunción de don y nombre: el don crea el prestigio, mientras que la acumulación la decadencia. Ahora bien, la superioridad de dar sobre recibir conduce a la siguiente paradoja:

« No es facil que el hombre generoso se enriquezca, ya que no está inclinado a tomar ni guardar, sino más bien a donar; y no valora los bienes por ellos mismos, sino con vistas a su donación. Por lo cual también se culpa a la fortuna de que los más dignos de ello son los que menos se enriquecen. Pero no es lógico que así suceda; no es posible que tenga riquezas quien no se cuida de tenerlas igual que lo demás » (52).

Por consiguiente si, no fijarse en sí mismo, es lo propio de un liberal, conviene que reciba:

« Tampoco estaría inclinado a pedir, pues no es propio de quien obra bien el estar dispuesto a recibir favores. Tomará de donde se debe –por ejemplo, de sus propios bienes- no porque sea bueno, sino porque es necesario a fin de tener con qué dar » (53).

Por otra parte, si no debe aceptarse sino lo que conviene, podemos concluir que puede ser legítimo rechazar el don. Así, puede decirse: “Además, reciben el nombre de generosos los que dan; los que no toman no son elogiados por generosidad sino más bien por justicia” (54). Y, de la misma forma, el hombre generoso será regañado si, al dar, se propondría otro objetivo que la belleza del hecho. El don justo corresponde a la demanda del otro y, recíprocamente, recibir es justo si ello es necesario o bueno para volver a dar. En la reciprocidad simétrica, la prioridad del dar sobre el recibir no conduce a la supremacía del donante. He aquí un principio según el cual la obligación de dar es relativa. El don con discernimiento es aquel que toma en cuenta la calidad de la demanda, que se adapta y responde a ella. El donante acepta que su poder sea medido por la exigencia de quien recibe.

Es eso lo que enseñaba Homero en el diálogo de Menelao y Telémaco: cada uno puede declinar la ofrenda del otro, sí ésta no es útil o deseada. Si Telémaco tiene bastantes caballos o carece de las tierras necesarias para hacerlos correr, Menéalo le dará otra cosa “una gran vasija de las más preciosas, forjada en plata y con labios de oro y plata” (55). No es, pues, posible dar, teniendo como única preocupación establecer el propio renombre, su rango en relación a otro. La competencia por el prestigio no aparece sólo como obligación moral; encuentra una exigencia del otro que le dicta sus condiciones.


2. El crecimiento del valor

¿Puede el valor acrecentarse como, por ejemplo, se acrecienta y redobla el renombre por el don de los valores de renombre?

La primera expresión de una perfección más elevada que la generosidad es, según Aristóteles, la magnificencia (megaloprepeia). Los (anti)valores contrarios a la magnificencia son la ostentación (banausia) y la mezquindad (microprepeia): la ostentación, para quien se pretende magnífico pero gasta en desorden o a destiempo; la mezquindad, para quien gasta en grandes ocasiones pero vigila sus cuentas y, a veces, es tacaño. Lo que diferencia la magnificencia de la generosidad es, primero, un orden de grandeza. “Aunque no se extiende, como la generosidad, hacia todas las acciones que tienen a los bienes materiales por objeto, ella no concierne sino a las acciones que son dispendiosas” (58).

Pero, por sobre todas las cosas, la magnificencia tiene por objeto la calidad de la obra. “Pues la virtud de una posesión y de una obra no es la misma” (59). El gasto y la obra deben tener un carácter extraordinario. ¿Cuáles son esos gastos extraordinarios? Se trata de gastos que no tienen un retorno proporcional; que se hacen a fondo perdido y en interés del bien común. El estipendio de un magnífico señor es una especie de sacrificio en favor de la comunidad. “Llamamos honorables, como por ejemplo, los referentes a los dioses –ofrendas votivas, edificios y sacrificios-. E igualmente también los referentes a toda clase de divinidad y cuantas son valoradas con vistas al bien público, como, por ejemplo, si las gentes creen que hay que desempeñar la coregia o bien ser trierarca o bien ofrecer un festejo a la ciudad con brillantez” (60).

La alimentación pública, por ejemplo, es una expresión universal de esta forma de reciprocidad; la coregia que es una extensión de la fiesta hasta el ultimo punto de la red social; el equipamiento de una trirreme, por cuenta del Estado, que es el gasto más reputado en Atenas en tiempos de paz.

« Pero, además, en las ocasiones particulares, cuantas suceden una sola vez, como por ejemplo una boda o una celebración así; y también en el caso de que se interese por algo toda la ciudad o los que tienen prestigio. También en la recepción y despedida de huéspedes extranjeros y en el intercambio de dádivas, pues el magnificente no gasta para sí mismo, sino para el común y sus dádivas tienen algo de semejanza con las ofrendas » (61).


3. La magnanimidad

La reciprocidad simétrica ¿puede alcanzar un nivel superior? Pareciera que sí, ya que el mismo Aristóteles propone una nueva categoría, más allá de la magnificencia: la magnanimidad (megalopsuchia). La misma estructura triangular se vuelve a encontrar de modo natural: “El que se queda corto es pusilánime (micropsuchos) y el que se excede vanidoso (chaunos)”(62).
¿Habrá sólo una diferencia de magnitud entre el magnífico y el magnánimo? No solamente. El magnánimo, en efecto, parece estar por encima de los honores (timê):

« Por consiguiente, el magnánimo lo es sobre todo con los honores y deshonras, y se complacerá moderadamente en los honores grandes y concedidos por los hombres virtuosos, ya que obtienen lo que le es propio o incluso menos. Pues no podría haber un honor digno de la virtud perfecta. Pero, con todo, lo aceptará por el hecho de que ellos no tienen nada mejor que ofrecerle, aunque despreciará por completo el honor dispensado por cualesquiera personas y por motivos pequeños, pues no es eso lo que merece » (63).

Los honores son, sin embargo, los más importantes de los bienes exteriores ya que, según Aristóteles, “es por causa del honor que se desean los cargos y la riqueza” (64).

El magnánimo parece despreciarlos como, con mayor razón, desprecia los bienes materiales: “La magnanimidad reside en la grandeza, como también la belleza reside en un cuerpo grande: los pequeños son graciosos y proporcionados, pero no hermosos” (65). Aristóteles concluye que el magnánimo no sólo está por encima de los bienes y las riquezas, sino que desprecia incluso la vida y la muerte (66). ¿No hay que reconocer el mismo redoble que el del renombre en los trobriandeses, por ejemplo, donde la redistribución de símbolos de renombre le vale al donante un renombre de renombre? Aquí no se trata de renombre, sino de honor y el mérito del magnánimo podría ser definido como un honor de honores. Hay, pues, un crecimiento de la ética así como hay también un crecimiento del prestigio.

¿Hay, finalmente, un más allá de la magnanimidad? Virtudes tales como la magnificencia y la magnanimidad, son individuales incluso si tuvieran que ver con el otro. Son el ser del donador que toma la iniciativa del don. En cambio, la relación de igualdad en la reciprocidad es constitutiva de la justicia y de la philia.


4. La justicia

La justicia es ciertamente una virtud del hombre de bien, pero más alta que las otras virtudes. Ella las contiene a todas; es el espíritu común de todas las virtudes:
 « En conclusión, esta justicia es una virtud perfecta, mas no en términos absolutos, sino en-relación-con-otro. También por esto muchas veces se piensa que la justicia es la más sobresaliente de las virtudes y que ni el lucero vespertino ni el matutino son más admirables. Igualmente decimos en un proverbio: En la justicia se encuentra resumida toda virtud  »(67).

Aristóteles lo demuestra, primero, a partir de la primera noción de justicia reconocida por el sentido común: lo justo es lo legal. Ser justo es obedecer a las leyes. “Y bien, las leyes determinan todas las cosas en función del bien común” (68). La justicia es entonces la “virtud integral”, universal.”“Y es una virtud perfecta precisamente porque es un ejercicio de la virtud perfecta” (69). ¿Se confunde la justicia con la virtud? No, lo que la caracteriza, como reconoce el sentido común, es que la virtud existe “en relación al otro”. “Por lo dicho, queda claro en qué difieren la virtud y “esta justicia”: son la misma, pero su esencia no es la misma: en tanto que para-con-otro, es justicia; en tanto que es tal hábito en términos absolutos, es la virtud” (70).

Aristóteles demuestra enseguida, y por segunda vez, que la justicia contiene todas las virtudes, a partir del sentido particular de la justicia. La justicia, en efecto, es también una virtud particular que se opone a la avidez: se es injusto al tomar una parte muy grande o muy pequeña de los males o bienes que nos tocan. Como las otras virtudes que son un justo medio (mesotês) entre dos extremos, la justicia, también, se define como el medio entre dos conciencias contrarias: la desigualdad por defecto y la desigualdad por exceso; por tanto, pues, el exceso en sí y el defecto en sí. De ese principio saca su definición: ella es la igualdad (isotês). En ese segundo sentido, lo justo es lo igual. Así, pues, la justicia (dikaiosunê) está presente en todas las virtudes ya que ella misma es la apreciación del justo medio.

Pero he aquí que tanto la desigualdad, como la igualdad, no existen en sí mismas; se definen, por una parte, en relación a un término de comparación y, por otra parte, en relación al otro. La intuición del sentido común está plenamente confirmada: la apreciación de lo justo supone al otro. Lo propio de la justicia, tanto como virtud integral o como virtud particular, es hacer intervenir al otro (71). La relación con el otro no es solamente el terreno de ejercicio de la justicia, como lo es de otras virtudes: “Por eso se considera que está bien aquel dicho de Biante: el gobierno revela al hombre pues el gobernante lo es para con otro y ya en comunidad. Por esa misma razón parece también que la justicia es la única de las virtudes que es un bien ajeno, un bien que pertenece a otro, porque es-para-otro: realiza lo que conviene ya sea a un gobernante o a uno de la comunidad” (72). El otro es necesario a título de uno de los cuatro términos de una igualdad de relaciones: “Y puesto que lo igual es término medio, lo justo sería un cierto término medio. Lo igual se da al menos entre dos términos. De donde necesariamente, (a) lo justo tiene que ser medio e igual; ahora, (b) en tanto que medio, lo es de ciertos términos (es decir, lo más y lo menos), (c) en tanto que igual, se da entre dos términos, y (d) en tanto que justo, lo es para algunos. Luego necesariamente lo justo se da al menos en cuatro términos: aquellos para quienes resulta ser justo son dos” (73).

La justicia procede por relación con el otro. La estructura triangular, observada cada vez, en la que el justo medio aparece, no como simple medio sino como un eje de crecimiento por la virtud, encuentra así su explicación. La dinámica de este crecimiento es la relación de igualdad con el otro. El bien común, que la opinión corriente reconoce en el origen de la ley, en la primera noción de justicia ¿no es aquí ese Tercero que procede de la reciprocidad y se identifica con la igualdad? Uno no puede contentarse con invocar ese Tercero, refiriéndose a la tradición, este Tercero debe ser engendrado por la relación de reciprocidad misma. La justicia, en efecto, no proviene solamente del sentimiento del uno o del otro, sino de la relación del uno con el otro.

Mientras que las virtudes nacen de la responsabilidad de cada uno en relación con el otro y se dirigen al otro que queda como el objeto de su acción, la justicia procede directamente de la reciprocidad. Ella no tiene un punto de origen, sino dos. Igualdad: no que cada cual saque el mismo partido de una ley común, sino que, de ahora en adelante, cada uno participa de la estructura de reciprocidad. La justicia resulta directamente de la relación de paridad entre asociados; la justicia es el fruto de la reciprocidad. Si las virtudes son definidas por el justo medio entre dos extremos, ello se debe al hecho de ser justas y esta justicia aparece como el valor que nace de una forma particular de reciprocidad en la que la igualdad es una condición previa. A decir verdad, el Tercero de la reciprocidad no aparece aún en la letra del texto de Aristóteles. El análisis de la amistad es el que va a revelarlo y, retrospectivamente, va a aclarar el rol de la justicia. Con la justicia, la relación de reciprocidad está todavía petrificada en el formalismo de la ley. Ahora bien, Aristóteles remarca: “La razón es que la ley es toda general, y en algunos casos no es posible hablar correctamente en general” (74).

La equidad, adaptación de la justicia a lo particular, es un primer progreso de la justicia hacia la relación vital de la amistad: “La naturaleza esencial de la equidad es la de ser un correctivo aportado a la ley, en la medida en que su universalidad la hace incompleta” (75)000.


5. La philia

Para sobrepasar realmente la justicia, hay que penetrar en el corazón de la paridad de reciprocidad, en el que nace una nueva forma de la virtud (aretê), una forma afectiva: la philia, término traducido tradicionalmente por amistad (76). La philia es, primero, virtud (aretê) (77), pero es muy superior a la justicia. “Además, cuando los hombres son amigos no necesitan de la justicia, mientras que, aun siendo justos, necesitan de la amistad” (78).

Es la amistad la que mantiene la ciudad; es ella la que los legisladores, bajo apariencia de concordia, tratan de preservar, más que la justicia, ya que es más fundamental que ésta. Pues “parece que el carácter más amistoso es propio de los hombres justos”. El hombre equitativo, que no aplica la ley con rigidez, ya da una prueba de philia. La philia perfecta es la más alta expresión de la reciprocidad simétrica: ya hay que ser justo y magnánimo para acceder a ella. “La philia perfecta, sin embargo, es la amistad de los buenos y semejantes en virtud, pues éstos se desean mutuamente el bien por igual” 79.

Ella es un sentimiento, como la benevolencia (eunoia), pero se caracteriza por la reciprocidad: “Para designar el sentimiento por el cual se aman las cosas inanimadas, el lenguaje corriente no emplea la palabra philia. Es que no vendría al caso, tratándose de cosas, de devolver el amor (antiphilêsis) ni, tratándose de nosotros, de desearlas (uno haría reír si, hablando del vino, pretendiera ¡“desearle bien”! Uno desea, sin duda, que se conserve pero, ello, para que uno mismo tenga qué beber) mientras que, a un amigo, se le debe desear el bien, por él mismo. Ahora bien, a aquellos que desean el bien a alguien de esta forma, generalmente, no se les llama benévolos, si el otro no les devuelve de la misma forma: ¿no se dice que la philia es una benevolencia mutua (antipeponthosin)? ¿No habría que añadir: y no ignorado por aquellos que lo experimentan?” (80).

“Aristóteles, dice Gauthier, distingue dos sentimientos: el amor simple, philêsis, que consiste en amar sin ser amado y el amor correspondido, antiphilêsis, que consiste en amar siendo amado y que merece el nombre de amistad (81).” El prefijo anti por sí solo es revelador de la preocupación de Aristóteles: recordar la simetría de un cara a cara, la oposición de dos dinamismos que tienden el uno hacia el otro. Anti es característico de los términos que expresan reciprocidad.

La philia perfecta (teleia philia), a diferencia de la que sólo busca la utilidad o el placer, consiste en querer el bien de sus amigos por su propia persona (82). Aristóteles hace provenir la perfección de la amistad del cuidado por el otro. La teleia philia no es el eros de Platón, el amor del Bien en sí, el amor del Bien único y abstracto, a través del otro. La philia perfecta no es, como muestra Gauthier (83), un “trampolín para lanzarse más alto, una etapa en la subida hacia el Bien-en-sí, un simple medio (…) Ella es un fin en sí. El amigo humano ya no es amado por amor del Bien-en-sí, sino por-sí-mismo”.
La philia perfecta es concreta, de tal suerte, empero, que la utilidad y el interés juegan un papel en esta reciprocidad pero bajo la forma paradójica del interés por el otro.


6. Oposición entre la philia perfecta y las formas inferiores de la philia y oposición de don e intercambio

Aristóteles distinguió varias suertes de philia. Una asociada a la utilidad, otra al acuerdo y de las que el hombre feliz no tiene ninguna necesidad. Esas formas inferiores de philia ¿son formas de amistad? Aristóteles afirma, en todo caso, que la philia fundada en la virtud es superior a la philia fundada sobre la utilidad:

« Aquellos, en quienes la amistad se funda en la virtud, arden de deseos de hacer el bien al otro (ya que, hacer el bien, es lo propio de la virtud y de la amistad), ahora bien, esta rivalidad no podría dar lugar a pesares ni querellas: nadie se molesta con quien lo ama y le hace bien y, si encima, es delicado, se desquitará haciéndole bien a su vez.

Por el contrario, la amistad, fundada sobre lo útil, es un nido de querellas. Ya que, en efecto, el objetivo de las relaciones es el interés, que siempre pide más »
(84).

Medir su amistad con la vara de su interés, ¿no revierte la problemática de la philia y no transforma el don y el contra-don en un intercambio interesado? ¡Sin duda! Sin embargo, esta prestación interesada puede quedar al interior del sistema de don. ¿Cómo preservar la lógica del don, de la amenaza de la lógica del interés que le es contradictoria? Aristóteles responde de la siguiente manera: el donatario es el que debe fijar el monto del contra-don: “Si el don no está hecho para el bien de aquel a quien se lo hace, sino que es emprendido con un objetivo interesado, lo ideal será, sin duda, que las dos partes se pongan de acuerdo para fijarle una retribución que sea equitativa a los ojos del uno y el otro. Si no pudiese llegarse a este acuerdo, no es indispensable, como todos estarán de acuerdo, habrá que dejarle fijar el monto, al que posee el fruto del primer beneficio; lo cual es también de justicia” (85).

Aristóteles extiende el mismo principio a las relaciones comerciales: “Incluso para las mercaderías, en efecto, podemos constatar este principio; es así como pasan las cosas… Generalmente los poseedores de algo y aquellos que quieren adquirirlo, no lo estiman en el mismo precio. Ya que lo que nos pertenece y lo que damos, siempre nos parece valer mucho. La retribución (amoibê) (86) tendrá lugar sobre la suma fijada por los compradores” (87).

Si bien los intérpretes modernos de Aristóteles tienen la costumbre de reducir y retrotraer los dones recíprocos al intercambio, Aristóteles procede, justamente, al revés: interpreta incluso el mismo intercambio en términos de don. Por ejemplo, en el caso de una venta a crédito: “En esta última la obligación es evidente y nada ambigua, pero tiene el aplazamiento como elemento de amistad (philikon)” (88). Esta interpretación de la deuda, en términos de don, es exactamente contraria a la de Mauss, para quien el contra-don es el pago de una deuda.

Si el mismo intercambio interesado es comprendido con las categorías de la reciprocidad, entonces no debe llamar la atención que el precio sea fijado por el comprador, entendido como si fuese donatario. Este principio, pues, es opuesto a aquel que fija los precios por la ley de la oferta y la demanda o por el que lleva la ventaja e impone sus condiciones.

Su interpretación del intercambio, en términos de la lógica del don, no le impide a Aristóteles distinguir dos comportamientos: dos motivaciones. Entre quien ofrece más servicios y quien tiene más necesidades, no debería surgir conflicto:

« Así que, lo mismo que en una sociedad económica reciben más los que más contribuyen, así se piensa que debe ser también en la amistad. Pero el necesitado e inferior piensa lo contrario: que es propio de un buen amigo subvenir a los necesitados, pues, ¿qué provecho tiene, dicen, ser amigo de un hombre bueno o poderoso si no se va a ganar nada? En fin, parece que es justa la exigencia tanto de uno como del otro y que hay que asignar más a cada uno como consecuencia de la amistad; aunque no de lo mismo, sino de honor al que es superior y de beneficio al necesitado. Porque la recompensa de la virtud y la benefacción es el honor, mientras que el provecho es ayuda de una situación de necesidad » (89).

El principio es siempre el mismo: hay una contradicción irreductible entre el honor y el interés material. Esta contradicción se encuentra en las relaciones del ciudadano con el Estado:

« Porque no es posible enriquecerse con los bienes comunes y, al mismo tiempo, recibir honores. Nadie soporta el perjuicio en toda circunstancia, por lo que a quien recibe un perjuicio económico se le conceden honores y a quien acepta regalos, dinero » (90).

El honor no es un bien privado que se puede intercambiar o comprar. No pertenece a nadie, sino a la comunidad entera, aunque se refiera al donante. El honor es la expresión de la humanidad del donante.

Ahora bien, Aristóteles, al señalar esta contradicción, disipa la confusión entre estos dos sistemas antinómicos: el del don y el del interés. Los intérpretes modernos de la antropología económica atribuyen al don la virtud de producir la amistad, pero someten el don a la razón del intercambio: el cálculo sensato de ofrecer lo que se debe ceder, permitiría ajustar las ventajas del don a aquellas del intercambio; donar no sería sino una forma inteligente de intercambiar. Aristóteles no ignora ese punto de vista: “La razón de ese cambio de actitud, es que casi todos aspiran a lo bueno, pero eligen lo útil. Ahora bien, es bueno hacer el bien sin esperar retorno, pero es útil recibir un retorno” (91).

Concedamos a los partidarios del intercambio que, en un sistema de intercambio, el don puede ser una máscara, una mentira social, una fachada para un interés inconfesable. Pero convengamos también que toda comunidad tiene el derecho a elegir conformarse, o bien en base a la lógica del interés y del intercambio, o bien de recusarla y fundar su economía sobre otro principio: el “deseo de lo bello”.

El don es la expansión del mismo ser humano: es actualización energética (energeia), despliegue de la vida misma del donante. Es, por ello, que el donante recibe su nombre del don, como gloria del ser que es su ser. Esta tesis pone fin a la idea de que el don debe ser compensado por lo que sea. El don se basta a sí mismo. Es por esta razón que el magnánimo puede dar hasta su vida por sus amigos o la ciudad. De este modo, Aristóteles refuta la idea de que el don está en el origen del crédito; idea que se encuentra en la base de todas las tesis que subordinan y asimilan el don al intercambio.

¿Por qué los bienhechores aman más a sus favorecidos de lo que éstos aman a aquellos que les hacen bien? “Pues bien, a la mayoría les parece así porque unos están en condición de deudores y los otros de acreedores; y, por tanto, lo mismo que en los préstamos, mientras que los deudores desean que no existan sus acreedores y, en cambio, los prestamistas incluso se preocupan de la salvación de sus deudores” (92). Pero, he aquí, que otra explicación es posible:

« Podría parecer, con todo, que la explicación de ello tenga un carácter más natural (physikos) y que lo dicho sobre los prestamistas no es comparable. Pues no hay afecto hacia aquellos, sino que el deseo de que se conserven es con vistas al cobro. En cambio los que obran bien aman y estiman a los receptores, aunque no les sean de utilidad ni lo vayan a ser en el futuro.

Lo mismo pasa también en el caso de los artistas; todo el mundo ama su propia obra más de lo que sería amado por ella si cobrara vida. Y quizá acaece esto, sobre todo, con los poetas: aman sus propias creaciones y vuelcan su afecto como si fueran hijos. Algo así, pues, parece que sea el caso de los benefactores: la parte beneficiada es su obra, luego la aman más que la obra a su creador. La razón de ello es que la existencia es deseable y amable para todos; pero existimos en actividad (pues existimos por vivir y obrar) y el que crea una obra existe de alguna manera en actividad; luego ama su obra porque también ama la existencia. Y esto es relativo a la naturaleza 
» (93).

La imagen del artista es decisiva: se dice que el artista ha recibido dones de la naturaleza, de las hadas, de los dioses… Pero, ¡él mismo es esos dones! Son su vida, su ser. No puede sino desplegarlos para ser él mismo; dar los frutos de sus dones para, a su vez, donar. Aristóteles ha vislumbrado lo más precioso del don en el gesto del artista: lo ha llamado creación. Así, pues, del mismo modo como el artista recibe de la obra el sentimiento de vida, así también el donante recibe del donatario el goce de poder llamarse viviente. Entre la obra y el artista, entre el donante y el donatario, se da la revelación de un plus de ser, cuya responsabilidad recae en el creador. El creador aprecia esta responsabilidad más que toda otra recompensa; más que la gratitud de su creación si ésta fuese animada; más que la amistad o el reconocimiento del donatario, ya que ella es el goce y fruición misma de la vida. Mas, he aquí, que es el otro, el que abre el espacio de la vida, el que funda al verdadero sujeto: instaura la responsabilidad. Es por ello que la creación es, desde un inicio, hospitalidad, escucha atenta del otro, invitación al otro, sin todo lo cual la vida no podría ensancharse, no podría siquiera existir. La vida es agradecimiento; es gratitud. La vida es la respuesta del ser que se ensancha de felicidad. Este ensanchamiento es su belleza. La belleza no es un valor referido a algo, una forma preestablecida, una realidad estética; la belleza es el rostro del otro, el resplandor de la vida: su gloria.


7. La philia y el goce del bienaventurado

Pero ¿cómo el hombre, que alcanza la vida más alta: la vida contemplativa, tiene aún necesidad de la amistad? La actividad del espíritu, que no busca ningún objetivo exterior, comporta un placer perfecto que le es propio (94). De forma general se puede decir: “El placer, que le es propio, acrecienta la actividad” (95). El placer de la vida contemplativa lo acrecienta. Es el más grande de todos, el soberano bien, ya que es el placer ligado a la actividad propia del hombre: la del intelecto; es lo) mejor que hay en el hombre:”“lo que hay de más divino en nosotros” (96. La existencia del bienaventurado está incluso más allá de la condición humana, ya que su conciencia se semeja a una conciencia perfecta, a la de Dios: “No es, en tanto que hombre, que el hombre vivirá de tal suerte, sino en tanto que tiene en sí algo de divino” (97).

Esta existencia perfecta ¿no sería autosuficiente como la de Dios? El hombre que alcanza la felicidad perfecta ¿no se convertiría en un solitario? Aristóteles desechó tal suposición. El bienaventurado, ciertamente, no tiene necesidad del otro, ni por su utilidad ni por su agrado. Pero tiene “necesidad” de una necesidad superior: la presencia de un amigo, para gozar plenamente de su dicha de hombre virtuoso e, incluso, de esta vida divina: la vida según el intelecto, ya que la dicha no es una posesión que se acumula sino una actividad, una actualización, una energeia.

« Dijimos al principio de esta exposición que la felicidad es una actividad. Y bien, la actividad es evidentemente un devenir; no está en nosotros en estado estático como una cosa poseída. Por consiguiente, ser feliz consiste en vivir y ejercer un cierta actividad y la actividad del hombre de bien es buena y placentera por sí misma, como lo dijimos al principio » (98).

Y porque la presencia de amigos permite, a la actividad del hombre feliz, ser más continua, “no es fácil ejercer, solo, una actividad de manera continua; es más fácil ejercerla con otros” (99). Pero, sobre todo, la contemplación de “lo que nos es propio” nos es más fácil en el otro, que en nosotros mismos. Ahora bien, lo que nos es propio es la virtud y, por encima de todo: la vida del espíritu:

En fin, nos es más fácil considerar al prójimo que a nosotros mismos y a las acciones del otro más que a las propias.

« Las acciones de los hombres virtuosos, que son sus amigos, serán pues más placenteras para los buenos (en efecto, ellas reúnen en sí mismas las dos cosas que son placenteras por naturaleza). El bienaventurado tendrá necesidad de amigos de este tipo, ya que no desea nada tanto como considerar actualmente acciones excelentes y que le son propias y que son las acciones del hombre de bien, si él es su amigo » (100).

En la acción virtuosa del amigo se encuentran reunidas las dos cosas placenteras por naturaleza: la amistad y la virtud. Pero ¿por qué el bienaventurado tiene necesidad de amigos para contemplar “lo que le es propio?”. Según la interpretación de Gauthier, el otro es aquí “para el virtuoso, un espejo necesario para contemplar su propia actividad”. Gauthier critica la interpretación de Burnet, según el cual “la raíz de la amistad es la conciencia de sí: es porque está dotada de ese poder de reflexión sobre sí misma que es la conciencia y que el hombre puede extender al otro los sentimientos que experimenta hacia sí mismo; esta extensión, es la amistad misma”. Pero, observa Gauthier, Dios que es pura conciencia no tiene necesidad de amigos. Si el hombre tiene necesidad de amigos, no es porque posea conciencia, sino porque la posee en un grado imperfecto. “Sentimos mejor el bien del otro, que el propio bien y, por tanto, experimentamos más goce, aunque sea menor” (101). Gauthier añade, comentando el argumento anterior de Aristóteles: “Si tenemos necesidad de amigos, es aún porque nuestras actividades, ya se trate de actividades de las que tomamos conciencia o de nuestra actividad misma de toma de conciencia, son precisamente actividades, es decir, actualizaciones, pasajes de la potencia al acto y, como tales, engendran en nosotros una fatiga que se opone a su continuidad; nos faltarán amigos para relevarnos” (102).
Conciencia pura y Acto puro, el Dios de Aristóteles es autosuficiente. ¿Ocurre lo mismo en el hombre? ¿Puede decirse que, al ser Dios de una naturaleza que no tiene necesidad de amigos, que el hombre, que se le asemeja por la contemplación, tampoco tiene necesidad de ellos? “Con semejantes razonamientos, se probará también que el virtuoso no piensa nada; ya que no es pensando en otra cosa diferente de sí, que Dios es perfecto, sino estando por encima de la necesidad de pensar lo que sea de otro, que él es sí mismo. Y la razón de todo esto, estriba en que nuestra perfección está condicionada a la relación con otra cosa, mientras que Dios es, él mismo, su propia perfección” (103).

Nuestra perfección es relación con otra cosa, dice Aristóteles. Pero, bien visto ¿no es, en el fondo, relación con el otro? Ahora bien, si la relación con el otro fuese descubierta en el origen de la conciencia de sí ¿no habría que concluir el razonamiento de Gauthier y reconocer que no es ni la conciencia de sí, ni la imperfección de la conciencia de sí, la que constituye la raíz de la amistad, sino, por el contrario, que es la amistad la raíz y que, ahí, reside nuestra perfección?

¿Se puede mostrar esto a partir del texto de Aristóteles? Si así fuese, se aclararía la afirmación, por lo menos enigmática, según la cual lo que nos es propio es más fácil de contemplar en el otro, que en nosotros mismos.


8. La conciencia ¿supone la reciprocidad?

A menudo se considera que la conciencia es individual, antes de ser considerada como una relación con el otro. En todo caso, este es el razonamiento de Aristóteles, si se sigue la traducción de Gauthier y otras traducciones habituales:

« Aquel que ve, siente que ve; el que escucha, que escucha; el que camina, que camina e igual en todas las otras cosas hay algo que siente que ejercemos una actividad (esti ti to aisthanomenon oti energoumen), que siente, por consiguiente, que sentimos, si sentimos y si pensamos, que pensamos.

Pero sentir que sentimos o pensamos, es sentir que somos (ya que, como dijimos, ser es sentir o pensar).
Sentir (aisthanesthai) que se vive, es algo placentero en sí mismo (ya que la vida es un bien por naturaleza y sentir el bien presente, en nosotros mismos, es agradable).

Por otra parte, el hecho de vivir es deseable y está por encima de todos los bienes, ya que, para ellos, ser es un bien y un placer (ya que tomar conciencia (sunaishthanomenoi) del bien presente en ellos, les produce placer).

Pero lo que él experimenta respecto de sí mismo, el virtuoso lo experimenta respecto de su amigo (ya que el amigo es otro-nosotros-mismos). Así, pues, como nuestra propia existencia es, para cada uno de nosotros, deseable, igualmente o de forma análoga, lo es la existencia de nuestro amigo.

Ahora bien, el hecho de ser, lo hemos dicho, es deseable en cuanto sentimos que somos buenos; sensación que es placentera por sí misma. Así, pues, nos falta sentir en común (sunaisthanesthai) con nuestro amigo, su existencia, y eso lo podremos sentir, a condición de vivir en común con él (suzên), es decir, de comunicarnos (koinônein) con él a través de palabras y pensamientos; ¿no es esto, por unánime confesión, lo que se llama, entre los hombres, vivir en común (suzên) y no, como para el caso del ganado, el simple hecho de pastar en la misma pradera? » (104)
.

El pasaje es crucial. Los traductores (y el diccionario Bailly) le dan aquí al verbo “sunaisthanomai”, a pocas líneas de intervalo, en una primera instancia, un sentido derivado de tener conciencia; en segunda instancia, su sentido propio, a saber: sentir en común, sentir-con. Justo cuando utiliza, algunas líneas más adelante, este mismo verbo en su sentido propio de sentir-en-común, Aristóteles le dará entonces la acepción derivada de tomar-conciencia, en ese pasaje clave en el que evoca la alegría que es para los “buenos” la presencia del bien en ellos. Ahora bien, ese sentido aparecería aquí por primera y única vez en toda su obra. Gauthier lo nota pero concluye: “Faltaba que ese sentido apareciese en alguna parte por la primera vez” (105). Admitamos la coherencia de la interpretación: tenemos conciencia de nuestra propia existencia y ello es goce. Es un goce particular, para los hombres de bien, ya que su alegría es conciencia del bien que hay en ellos. En un segundo tiempo, sentimos en común con nuestro amigo su propia existencia y el sentimiento del bien propio que hay en él. Y la condición de ese sentir en común, sunaisthanesthai, es la vida en común, suzên, la comunión, koinonia.

Pero hay otra coherencia posible y que permite dar, las dos veces, su sentido habitual al verbo sunaisthanesthai. Hay, en nosotros, un no sé qué que siente (ti to aisthanomenon) si sentimos que sentimos, si pensamos que pensamos. Ahora bien, recién cuando Aristóteles llega a la alegría de los hombres de bien (agathoi), que sentir, aisthanesthai, es reemplazado por sunaisthanesthai.

Traducimos:

« … porque, para ellos, ser es un bien y un placer, ya que sintiendo juntos lo que es un bien por sí, se colman de alegría; lo que el virtuoso experimenta respecto de sí mismo, lo experimenta también respecto de su amigo (ya que el amigo es un otro-sí-mismo) ».

Es el mismo “sentir” original, la misma conciencia, la que se aplica al hecho de ver, escuchar, caminar, estar vivo y a la alegría de los virtuosos. Pero, ahí, se revela lo que no aparece en la conciencia de ver, escuchar, caminar… Ya que la conciencia de la virtud la lleva el otro en sí. Por tanto, la alegría de los hombres de bien no es, primero, conciencia individual para, enseguida, en un segundo tiempo, ser una conciencia compartida. El otro es un-otro-sí-mismo, repite Aristóteles. La proposición no puede invertirse: en la alegría del uno ¿no estaría el otro? Si nos es “más fácil considerar al prójimo que a nosotros mismos”, es que la philia no es solamente una puesta en común del sentimiento de existir de cada uno. Ella tiene un rol más inmediato, un rol en la revelación del ser. El hombre feliz ama comulgar con sus amigos, porque ese sentimiento compartido, en la igualdad, es superior al sentimiento que él tiene de sí mismo. El sentimiento de sí no sólo está redoblado por el sentimiento de la existencia de su amigo; este sentimiento le es revelado, a él mismo, por el “vivir con” su amigo: la philia es un sentimiento de la existencia más originario, en el orden del ser, que la misma conciencia de sí.

Si se acepta esta coherencia, ¿puede sostenerse que el sentir original sería el sentir-con? ¿Es la estructura de reciprocidad la matriz de la conciencia o bien hay que mantener la vieja tesis que sostiene que la conciencia humana aparece en el individuo?

Desde Hegel, la filosofía contemporánea busca reencontrar la intersubjetividad en la fuente de la conciencia y sobrepasar, así, una filosofía moderna marcada, siguiendo a Descartes, por la primacía de un sujeto solitario. Así, pues, “sentir juntos” fue quizá evidente para Aristóteles.
De seguir el razonamiento de los autores citados, se tiene la impresión de que “esti ti to aithanomenon” significaría una sensación primera que habitaría el ver y, de la misma forma, el pensar y que sería el sentimiento de sí, propiamente dicho, para, luego, fusionarse con la otras conciencias de sí. Sin embargo, Aristóteles afirma que comprendemos mejor lo que nos es propio, en el otro, que en nosotros mismos. En opinión nuestra, la relación de reciprocidad es la que da a cada uno la conciencia del otro en él; la reciprocidad es la matriz de una conciencia común: primer sentido de sunaisthanomai, que se convierte, luego, en la “conciencia de conciencias” del individuo, la conciencia de sí: segundo sentido de sunaisthanomai. “Hay algo que siente”…. “esti ti to aisthanomenon” es una experiencia de conciencia que reenvía al hecho de que, para Aristóteles, la conciencia tiene, como condición de existencia, lo político que es lo que diferencia al ser humano del animal.

No es por placer que los virtuosos tienen necesidad de amigos, ya que su alegría viene de su pensamiento; sino que, si tienen necesidad de amigos, es para poder pensar. Hay que leer el texto de manera recurrente: lo que se dice al principio se aclara por lo que se descubre luego; es la intimidad del amor y su estructura de reciprocidad lo que nos enseña sobre la philia de los amigos; está por encima de la conciencia y de la conciencia de sí, en fin, sobre la sensación primera de ver y caminar. Hay que tomar al pie de la letra la conclusión de Aristóteles:

Así, pues, nos falta sentir en común (sunaisthanesthai) con nuestro amigo, su existencia, y eso lo podremos sentir, a condición de vivir en común con él (suzên), es decir, de comunicarnos (koinônein) con él a través de palabras y pensamientos; ¿no es esto, por unánime confesión, lo que se llama, entre los hombres, vivir en común (suzên) y no, como para el caso del ganado, el simple hecho de pastar en la misma pradera?


9. La intimidad

La philia y, sobretodo, el amor nos revelan lo que en verdad nos es propio. Ahora bien, una estructura: la reciprocidad, es la condición de esta revelación. Aristóteles resume su demostración de la siguiente manera: la amistad es comunidad (koinonia).

Añadid que tales sentimientos, que se sienten respecto de sí mismo, se los experimenta también con el amigo; por tanto, tratándose de sí mismo, si sentir que existimos es placentero; también es placentero si se trata del amigo; pero es en la vida íntima que se manifiesta esta sensación; por tanto, se tiene toda la razón para desear la vida de intimidad (suzên) (106).

(Suzê)n, “vivir-con”: es una palabra preciosa. La vida de intimidad es el acto de la amistad; ella le permite expandirse a la amistad. Ahora bien, la intimidad no pertenece ni al uno ni al otro. Koinonia es un concepto que significa, simplemente, asociación. En el libro VII, koinonia designa las diferentes formas que hay de solidaridad. En primer lugar, se trata de la “amistad útil”, en la que la vida en común está fundada sobre una comunidad de intereses. Sin embargo, Gauthier comenta, a este propósito, que el fin último de la vida en común no es el interés, la simple vida material”(zên, vivir), sino la vida moral que estriba en vivir bien (euzên: vivir bien). “La realización de este fin supone (…) que, por encima de las relaciones de negocios, florece la vida íntima, el suzên” (107). A partir de esta relación, vivir-con (suzên) y comunidad (koinonia) se convierten en comunión.

Pero la interpretación clásica (de la que aquí Gauthier es para nosotros el portavoz) que no reconoce que la conciencia procede de la relación, tampoco reconoce que la amistad proviene de la relación. La comunión sería entonces una suerte de puesta en común. Pero ¿qué es lo que sería puesto en común? ¿Qué sería ese “bien” que los virtuosos “sentirían” en ellos, antes de sentirlo en común con sus amigos? La interpretación de Gauthier mantiene fuertemente la idea de que el acto de virtud es esencialmente individual. “No se posee la virtud en común. El acto de virtud es esencialmente decisión y la decisión es el mismo individuo” (108). Es irrefutable: si es cierto que todas las virtudes implican al otro, no por ello dejan de remitirse al que actúa. Pero, prosigue Gauthier, si el acto de virtud es individual, los actos de virtud pueden parecerse. “Fundada en el parecido de los actos individuales en sí mismos, la amistad virtuosa (…) desemboca en una suerte de fusión de conciencias: la koinonia no es su punto de partida; ella es el acto mismo en que la amistad se expresa y florece” (109). La koinonia, pues, no es condición sino resultado de la philia. Y Gauthier la reenvía al cumplimiento de la amistad, ya que la concibe como fusión de conciencias idénticas.

Así, pues, el Otro es reducido a no ser sino el espejo del mismo, necesario para que el virtuoso pueda contemplar su propia actividad. El bien del otro no es sino una imagen de mi propio bien y la amistad deviene una variante del narcisismo. Esos amigos, que practican el bien lado a lado, evocan irresistiblemente la imagen de los héroes en el combate, que practican la emulación y se exaltan de su semejanza. De la identidad a la fusión, hay poca distancia. Es en ese sentido que Gauthier, citando a Jenófanes, interpreta el mundo imaginario del guerrero, a propósito de amistades cantadas por los poetas.

« En el poema de Homero, lo que Aquiles venga gloriosamente en Patroclo, no es un mignon, es un amigo muerto. Orestes y Pilado, Teseo y Piritas, y tantos otros semidioses de los más célebres, no son cantados por los poetas por haber dormido juntos, sino por haber puesto, los unos y los otros, su alegría en hacer juntos las acciones más grandes y más bellas » (110).

Pero Aristóteles… e incluso Jenofonte, ¿no expresan otra cosa que una ideología militar, identitaria y fusional? La comunión no es fusión y las conciencias no son necesariamente idénticas. Si fuese así, los amigos serían más numerosos y habría más amistad.

Ahora bien, para definir la estructura que produce la philia, Aristóteles parte del amor, del cara a cara del amor: “Así como para los enamorados no hay nada más precioso que contemplar a sus amados y es ésta, justamente, la sensación que eligen preferentemente sobre todas las demás, ya que es ella la que hace nacer y mantiene el amor, así también, para los amigos, no hay nada más deseable que la vida de intimidad. La amistad, en efecto, es comunión” (111). La exigencia de la philia es de la misma naturaleza que la del amor: ella supone una estructura relacional más compleja que el simple ponerse en contacto; ella no se reduce a la acumulación de lo mismo. No puede dirigirse a un gran número, menos aún a todo el mundo indistintamente. La intimidad no puede ser compartida sino con pocos amigos, ya que requiere de una estructura de reciprocidad. “Si se trata de una amistad perfecta, no es posible ser amigo de muchas personas (así como no es posible estar enamorado de muchas personas a la vez; ya que el amor tiene un punto extremo y tal punto desemboca normalmente en una persona única) ” (112).

La philia y la intimidad suponen, en efecto, una estructura particular: la reciprocidad simétrica. Aristóteles no encara las formas complejas de la simetría, por ejemplo, las estructuras elementales del parentesco. Aquí no se ocupa sino del principio y de la posibilidad de reproducir con algunos amigos, forzosamente poco numerosos, la relación simétrica de dos. El paradigma de esta reciprocidad simétrica, es el amor. En esta estructura, el otro no es un espejo que reenviaría sólo la imagen del mismo. El otro no tiene necesariamente la misma idea, el mismo sentimiento. Pero contribuir, el uno y el otro, al nacimiento de la idea y del sentimiento, esa es la obra, la energeia, la dinámica creadora de la philia.

Entonces ¿hay que desechar definitivamente la metáfora del espejo? Ello es tanto menos fácil, cuanto que esta metáfora se encuentra en todos los primeros comentaristas de Aristóteles, como el autor de la Gran Ética… digna de haber sido atribuida por mucho tiempo a Aristóteles y de la que los exegetas estiman que es fiel a su pensamiento.

« No podemos contemplarnos a nosotros mismos a partir de nosotros mismos… Así como, cuando queremos contemplar nuestro rostro, lo hacemos mirándonos en un espejo, de igual modo, cuando queremos conocernos a nosotros mismos, nos conocemos viéndonos en un amigo. Pues el amigo, decimos, es otro nosotros-mismos » (113).

Si hay espejo ¿quién es este otro nosotros-mismos que contemplamos? ¿Por qué esta imagen objetiva me sería más accesible que mi sentimiento interior? Lo que contemplamos en el otro más fácilmente que en nosotros mismo no puede ser nuestro yo, nuestra identidad particular. Es más bien nuestra humanidad, nuestro espíritu, ese nous del que participamos misteriosamente. Pero la pregunta sigue. ¿Por qué percibiríamos el espíritu más fácilmente en el otro que, sin mediaciones, en nosotros mismos? Es que el otro es mucho más que mi doble. Es que la relación de reciprocidad, amistad o amor, es la creadora de esta realidad superior que Aristóteles llama “lo que nos es propio” y que, por tanto, es irreductible a la identidad de cada quien.

Hay que conceptualizar “lo que nos es propio” como el “Tercero” de la reciprocidad. Con la amistad, o su punto extremo: el amor, aparece algo indivisible e irreductible a la naturaleza de los asociados. Ese sentimiento es ante todo personal, ya que imbuye la conciencia de cada quien de la ilusión de que tiene su origen en el individuo. Pero su matriz es una estructura que hace intervenir al menos a dos personas. El sentimiento común, que resulta de ello, es más originario que el sentimiento individual: el Tercero no podría existir sin esos dos polos de la relación de reciprocidad, ni ellos sin él.

Siempre es un justo medio, irreductible a una simple proporción entre dos extremos; el es también un extremo. Pero ya que el Tercero no puede existir sin el otro, lo veo primero irradiar en su rostro. De ahí la idea del espejo… Lo que el espejo refleja, no soy yo, es lo que no es en mi sino el ser revelado por el otro.

¿No es esto lo que Aristóteles tiene a la vista cuando habla de la intimidad y la koinonia? ¿No tiene ésta la misma estructura de reciprocidad, de la que la philia es la llave de bóveda? Vivir en común, no es pastar juntos en la misma pradera.


10. La Gracia

La alegría viene del otro, pero no como si se tratase de un intercambio: esta alegría, propiamente, no nos pertenece más de lo que tampoco nos pertenece el amor. Pertenece a la reciprocidad. La amistad es, esencialmente, el fruto de la reciprocidad. Por tanto, no es unilateral; tampoco es interesada; sólo exige que el otro comparta la misma actitud. Gauthier y Jolif subrayaron que philia es un amor recíproco que, si incluye el don desinteresado hasta el sacrificio de sí (114), incluye también el deseo (115) y la posesión. Ellos analizan la philia oponiéndola al agapê cristiano:

« La philia no es un don gratuito; no se trata, para ella, de dar o recibir; pero tampoco es deseo puro; no recibe sin dar; mezcla de don y de deseo, ella da de lo que recibe y es, por ello, que no es propiamente, ni como el erôs: el amor de lo inferior por lo superior, ni como el ágapê: el amor de lo superior por lo inferior, sino, hablando con propiedad, el amor de lo igual por lo igual; amor desinteresado, en ese sentido, que no exige por precio de su amor sino el amor, pero que no por ello deja de ser intercambio, ya que el intercambio, para Aristóteles, es de la misma naturaleza que la amistad; la amistad no se degrada en amistad interesada, útil, sino cuando, en vez de se » un intercambio de amor, se convierte en un intercambio de bienes materiales” (116).

Discutiendo el término de gratuidad, reemplazando, luego, el término de intercambio por el de reciprocidad… ¡uno podría suscribir este comentario! Aristóteles, dicen Gauthier y Jolif, no tiene ninguna idea de un amor-agapê, inmotivado, gratuito, condescendiente, tal como el cristianismo (117) se representó el amor divino. Gauthier y Jolif entienden por gratuito un don unilateral y critican, a justo título, esta unilateralidad del don respecto de la reciprocidad. Sin embargo, el don recíproco no es por ello menos gratuito. En la reciprocidad, el don es un segundo don; cada don permanece gratuito y exige, incluso, la reciprocidad de esta gratuidad. Por ello, la expresión “intercambio de amor” es una contradicción en los términos. Así, pues, la idea de intercambio traiciona la gratuidad del amor. Gauthier y Jolif reconocen que la philia es esencialmente recíproca. Pero la reciprocidad no está ordenada, según el retorno del don, en un espíritu de intercambio; está, más bien, ordenada al nacimiento del ser, del Tercero, y es por ello que el don puede ser gratuito y la reciprocidad necesaria. Es porque la reciprocidad crea un Tercero, que no se puede amar sin esta reciprocidad; pero este Tercero no pertenece a nadie. No es medible, ni cuantificable. El Tercero es pura gracia. La idea de reciprocidad se adecua, pues, muy bien a la idea de gracia y la gracia desaparece apenas el intercambio reemplaza a la reciprocidad.

Christian Meier, que reconoce en la gracia el valor político más alto entre los griegos, subraya su relación con la reciprocidad: “La palabra charis, con todas sus connotaciones, pertenece al mundo arcaico de los intercambios del don. Designa también, de una forma peculiar, la gracia, el favor con todos sus dones y complacencias, con el reconocimiento que le es debido; ilumina todo el dominio de la largueza, la deferencia y la reciprocidad, así como la forma agradable, amena y graciosa de comportarse entre donante y beneficiario” (118).

Y tal como la justicia o la amistad, la gracia es un sentimiento en el que la unidad no debe enmascarar que ésta resulta, de hecho, de un comportamiento contradictorio:

« Con la gracia, la debilidad aparente o, más bien, la reserva que no pretende arrogarse nada, deviene una fuerza. Se puede representar ello muy concretamente: entre las numerosas condiciones de existencia de una comunidad cívica, nunca se omitía incluir el aidos, es decir, el temor respetuoso, la vergüenza, el pudor. En Homero, el “pudor afable” es una de las características de la charis y, en Hesíodo, es suscitada por la charis» (119).

Un caso extremo, aclara la paradoja de la gracia pura y de la reciprocidad: Aristóteles cita el caso de las madres “obligadas a llevar a sus hijos a las nodrizas, que no reciben de los niños el retorno de su amor” (120). Pero he aquí que la misma reciprocidad se encuentra abocada al acto de amar, como si el amor fuera, según la bella imagen de la madre, la cuja que cobija al amante y al amado. La madre, que no introduce al niño en el lenguaje, por el diálogo, lo está conduciendo al autismo. Así, pues, la reciprocidad del lenguaje precede a la madre. Incluso más: es por el hijo que ella accede a la gracia de ser madre. Es por la reciprocidad, inscrita en el lenguaje, que la madre y el hijo fundan la humanidad.

Es por ello que la amistad no es unilateral, sino en apariencia, como el amor, en el amor de la madre, y como el amor del artista por su creación:

“Ha de confesarse, también, que la amistad consiste más, en amar, que en ser amado” (121).

Por tanto, la virtud de los amigos estriba en amar. Sin embargo, el acto de amar no es el amor que desciende de lo superior hacia lo inferior; no desprecia el mérito de cada quien, ya que no podría ser injusto. Es, más bien, la elevación de lo inferior a la igualdad. “Consecuentemente, aquellos que aman a alguien que lo merece, en proporción a su mérito, ellos serán amigos para siempre; quiero decir que su amistad será duradera y es, sobre todo, de esta forma que las personas desiguales podrán ser amigas, ya que se pondrán en pie de igualdad” (122). Reconocer al otro de ser más que sí mismo y, por ello, amarlo más, es la forma por la que el amor se eleva a la altura de su exigencia. En el amor, la desigualdad es el resorte de igualdad. La existencia perfecta, del Dios de Aristóteles, es la autosuficiencia. El ser humano, en cuanto tal, no puede acercarse a la perfección sino por la vía del otro, por mediación de la philia. Como subrayó Aubenque: “Una elucidación ontológica de la antropología de Aristóteles (…) tendría que mostrar cómo la acción moral imita, por el rodeo de la virtud y de la relación con el otro, lo que, en Dios, es inmediatez de la intención y del acto, dicho de otra forma: autarquía; como la mediación virtuosa o amigable realiza, a través de “la relación con el otro”, un Bien que es, en Dios, coincidencia de sí con sí” (123).

Así, pues, la philia es esencialmente mutualidad, reciprocidad, relación con el otro y es, al mismo tiempo y por esencia, gratuidad. La gracia no desciende del cielo; es obra humana. Gauthier y Jolif constatan que Aristóteles no tiene ninguna idea del agapê y parecen deplorarlo. No es sorprendente, entonces, que no tomen en serio el homenaje de Aristóteles a las Gracias, que toman por un juego de palabras… que, sin embargo, hará fortuna: para los estoicos, según Séneca (124), las Gracias son tres, porque los beneficios deben ser dados, recibidos y devueltos (125).

Dar, recibir, devolver, es la triple obligación del don que Marcel Mauss

redescubrirá, en tanto que no es reductible a un intercambio comercial.

   
   


Tercera parte:
el intercambio en Aristóteles

1. Intercambio de equivalentes e intercambio en vista del provecho

La economía política de Aristóteles ha sido confundida con una teoría de la economía de intercambio… juzgada, a menudo, como decepcionante. Tal, por ejemplo, la opinión de Schumpeter: la economía política de Aristóteles revelaría un “sentido común modesto, prosaico, ligeramente mediocre y generalmente teñido de sobreénfasis” 126. ¿No sería más justo interpretarla como una teoría de la economía de reciprocidad; una teoría que toma en cuenta la alienación del don y que no ignora el intercambio, pero que lo sitúa en el marco de la reciprocidad?

En las comunidades originarias (127), donde los bienes se redistribuían por reciprocidad y repartición (metadosis (128)) no era necesario recurrir al intercambio; pero cuando las comunidades se dividieron y separaron, el intercambio (allagê) permitió ajustar los excedentes y las necesidades de los unos y los otros. Como quiera haya sido, ese tipo de intercambio no es aquí “contrario a la naturaleza”, ya que no es una forma de adquisición de la riqueza con el objetivo de la ganancia. No es sino un expediente para corregir las imperfecciones de la reciprocidad. Sin embargo, es a partir de él que apareció el intercambio para el provecho (129). El intercambio es legítimo cuando es limitado por las necesidades de las comunidades. Puede ser practicado al exterior si permite diversificar la redistribución al interior. Es igualmente legítimo entre comunidades emparentadas o al interior de cada una de ellas si respeta las normas de reciprocidad. Una comunidad, en efecto, no tiene una necesidad ilimitada de cada valor de uso. Es, pues, posible definir, a partir del consumo general, un principio de equivalencia: la justa cantidad de riquezas que cada uno debe recibir del otro. Reservaremos la designación propuesta por Karl Polanyi de “intercambio de equivalentes” para los intercambios que respetan ese principio.

Polanyi ha mostrado que, en la antigüedad, el comercio por intercambio de equivalentes no interesaba solamente a las comunidades próximas las unas de las otras, sino que podía, gracias a los puertos de comercio, extenderse a grandes distancias. Esos puertos de comercio eran pequeños Estados conocedores de las normas extranjeras y que poseían equivalentes de intermediación que servían de moneda. Pero el puerto de comercio lejano, de Polanyi, no se reducía a una plaza de intercambio de equivalentes de reciprocidad. Los comerciantes libres, los metecos, se aprovisionaban de mercaderías según los procedimientos de intercambio y competencia. Usaban, igualmente, la moneda: la especulación se articulaba sobre las disparidades de equivalencias entre comunidades. Las mercaderías podían tener entonces dos precios: uno, fijado por la norma; otro, por la oferta y la demanda. De la misma forma, en el agora, los pequeños comerciantes (kapêlos) deducían una ganancia entre la compra y la venta. Ese pequeño comercio (kapelikê) se perfeccionó y Aristóteles estigmatiza, bajo ese nombre, el comercio en vista del provecho (130).

La adquisición de riquezas, la chrematistikê, motivada por el consumo de la comunidad (oikonomikê) se distingue, desde ahora, de la adquisición que tiene su propio fin en sí misma: la ganancia (131), de donde, como subrayó Polanyi, emana un segundo sentido para chrematistikê: el arte de ganar dinero (132). “Una vez, pues, que se inventó la moneda, a causa de las necesidades del intercambio, apareció una forma crematística, su forma comercial, que se manifestó, primero, de forma muy simple; luego, con la ayuda de la experiencia, con más arte, buscando de dónde y cómo vendría más ganancia por el intercambio” (133). Esos medios de lucrar son, esencialmente, el crédito y el monopolio (134).

Así, pues, según Aristóteles, el intercambio puede tener entonces dos finalidades: “vivir”o “vivir bien”. Vivir solamente, para aquellos que colocan su objetivo en la obtención de bienes materiales o vivir bien, es decir, vivir según las reglas de la reciprocidad y de la ética (135).


2. La justicia en el intercambio

En una comunidad, el consumo de los bienes de uso (chremata) es el límite que permite precisar las equivalencias, pero cada uno, para ser donante, debe inventar una producción susceptible de interesar al otro y, por tanto, ser original. El límite del consumo induce así a la diferenciación de estatus y a un crecimiento cualitativo. Las diversas producciones pueden, sin embargo, no ser todas apreciadas de la misma forma. Así, por ejemplo, el magistrado o el médico son mejor considerados que el artesano o el agricultor. De ello se sigue una jerarquía entre los estatutos que se vuelve a encontrar en el “trabajo”, la obra, (ergon) de cada uno:
Nada impide que el trabajo de uno tenga más valor que el trabajo de otro… Ya que no son dos médicos los que constituyen una comunidad, sino, digamos, un médico y un agricultor o, en general, individuos diferentes y, por tanto, no iguales (136).

La teoría aristotélica de la justicia es una. La justicia exige, en todos los casos, que sea respetado el principio fundamental de la igualdad proporcional (antipeponthos kat´analogian). Pero este principio se traduce de forma muy diferente según la situación que se considere. Si existe un centro redistribuidor, por ejemplo: el Estado, que asigna los cargos y los honores, entonces la repartición entre las personas se hace en función del rango. Aquí se aplica la justicia distributiva (to dianemetikôn dikaion): “Si los individuos no son iguales, no recibirán partes iguales” (137).

Los individuos reciben desigualmente del Estado, pero sus obligaciones son también desiguales: reciben honores que también son cargos. Cada uno percibe en proporción a lo que da. Si los mismos individuos, diferentes y desiguales, intercambian entre sí el producto de su trabajo, el caso es totalmente otro. En vez de que el centro redistribuidor dé a cada cual en proporción a lo que ha dado, es necesario que cada quien reciba del otro en proporción a lo que él le da. El intercambio directo se impone, pues “iguala” las cosas intercambiadas… y lo que se plantea, entonces, es el problema de la evaluación de las cosas.

Tomás de Aquino inventó la noción de “justicia conmutativa” (138) para dar cuenta de esta igualdad establecida por el intercambio entre las cosas y los asociados mismos. Siguiéndolo, la tradición ha mantenido tres formas de justicia: distributiva, cuando la justicia debe ser proporcional a algo (mérito, necesidad, competencia…); conmutativa, cuando se trata de intercambio, y correctiva, para la aplicación de sanciones. Pero estas categorías no coinciden con las de Aristóteles.
En la Etica a Nicómaco, en dos capítulos consecutivos del libro V, todo él consagrado a la justicia, Aristóteles trata dos veces del intercambio; la primera, después de haber tratado de la justicia distributiva y proporcional, encaró el intercambio a propósito de la justicia correctiva (to en tois sunallagmasi diorthotikon); una segunda vez, a propósito de la reciprocidad proporcional (antipeponthos kat’analogian). La justicia correctiva trata, a la vez, de las “relaciones establecidas contra la voluntad” de una de las partes, es decir, de actos de violencia pasibles de la justicia penal o de la venganza (139) y de “relaciones establecidas con plena voluntad”, venta, compra, préstamo de consumo, préstamo de uso, locación. En todos esos casos, la justicia correctiva consiste en establecer la igualdad, en remediar la desigualdad de la injusticia.

Este doble análisis del intercambio plantea un problema. Aristóteles pareciera contradecirse: la justicia correctiva es igualitaria; la reciprocidad proporcional vuelve al principio de proporcionalidad de la justicia distributiva. ¿Cómo comprender este doble análisis?; y, antes, ¿por qué Aristóteles trata el intercambio, por primera vez, a propósito de la justicia correctiva? La escolástica (140) formuló la hipótesis (141) de que diorthôtikon dikaion está mal traducido por “justicia correctiva”. Pero parece que se podría desechar ese punto de vista:”diorthôtikon se relaciona bien con la idea de remedio, de reparación (142). Si las relaciones establecidas con plena voluntad dan lugar a corrección, sería, se imaginó (143) entonces, en el caso en el que uno de los contratantes no hubiera cumplido con su compromiso: la idea de corrección acompañaría la reflexión de Aristóteles sobre el derecho penal, más de lo que enunciaría el principio del intercambio justo.

Pero, he aquí, que tal vez exista otra solución. En efecto, Aristóteles trata el intercambio al interior de una economía de reciprocidad e, incluso, cuando se trata de venta y compra, las analiza con las categorías del don (144). En la economía de intercambio, un vendedor no “da” jamás su mercadería. No la cede sino a condición de recibir su precio, al contado o a plazo. Compra y venta son los dos puntos de vista de cada uno de los asociados (como dar y recibir, en el caso del don) y constituyen las dos caras de una sola y misma transacción (145). Pero si se interpretase la venta, en términos de reciprocidad, un vendedor comenzaría por “dar” su mercadería. Se concebiría entonces el pago como un segundo don, es decir, el contra-don que reestablece el equilibrio de la reciprocidad. El pago “corrige” pues un desequilibrio, sin que haya que imaginar una falla del deudor. Un intercambio es justo cuando la ganancia del uno no es la pérdida del otro. El intercambio que atañe a “las relaciones establecidas con plena voluntad” es interpretado, en ese contexto, en términos de “proporción aritmética”, es decir, lo que hoy llamamos media aritmética:

« Cuando las partes no tienen ni más ni menos, sino exactamente lo que tenían al comienzo, se dice que uno tiene su parte y que ni gana ni pierde » (146).

Según un primer acercamiento a la justicia correctiva, no habría que tomar en cuenta sino los objetos. “Esa es también la razón por la cual se emplea la palabra dikaion (justo) que significa dicha (división en dos partes iguales); es como si se dijese dichaion; de igual modo el juez (dikasteès) es un divisor en mitades (dichastès)”(147).

Pero la noción de justicia no se detiene ahí, precisa Aristóteles: debe integrar la proporción entre los rangos. La reflexión sobre la justicia debe proseguirse con la reciprocidad proporcional. Esta no contradice el principio de igualdad, precedentemente establecido, permite ponerlo en práctica, buscando resolver la cuestión de la evaluación de las cosas: ¿Cómo fijar la proporción en la cual, cosas cuantitativamente diferentes deben ser intercambiadas para que el intercambio sea igual? La reciprocidad proporcional no es una tercera forma de justicia; se la aplica tanto a la justicia distributiva como a la justicia correctiva; ella es su principio común.


3. La reciprocidad proporcional

Ella se ilustra, en el capítulo siguiente, por la hipótesis de un intercambio directo entre los asociados de una comunidad. El intercambio se interpreta, esta vez, en términos de proporción geométrica: existe la misma relación entre dos productores y entre sus productos respectivos, A/B = C/D.

Si uno se interesa, dice Aristóteles, en el intercambio (allagê) entre un arquitecto A y un zapatero B, de sus obras respectivas, C y D, casa y zapatos, se puede primero escribir la proporción: A/B = C/D

Las obras de A y B están en la misma relación que sus autores. Si A es de un estatuto superior al de B, el valor de C es superior al de D en la misma proporción.

El intercambio consiste en realizar el apareamiento (suzeuxis) simultáneo de cada productor con la obra del otro, del arquitecto con los zapatos, del zapatero con la casa, de tal forma que la relación entre el arquitecto y el zapatero se mantiene. Aristóteles expresa este apareamiento por la adición de A con D y de B con C y se quiere que la relación A + D/B + C sea igual a A/B.

Para que la igualdad buscada se realice, hace falta primero haber “igualado” C y D.

« Al establecer, primero, la igualdad proporcional (to kata tên analogian ison) de esos diferentes productos y al realizar, enseguida, la reciprocidad (antipeponthos), se obtendrá el resultado antedicho. Si no, el mercado no será legal y la comunidad no subsistirá » (148).

¿Cómo se realiza la “igualdad proporcional” de los productos? “Es necesario que la relación que existe entre un arquitecto y un zapatero se encuentre tanto entre pares de zapatos y una casa o una cantidad dada de alimentos: si no, efectivamente, no habrá ni intercambio ni comunidad (149). Es decir que la relación es idéntica, pero los términos se encuentran invertidos (150). Aristóteles añade, según la traducción de Taïeb (151):
« Así, pues, habrá reciprocidad, cuando se haya igualado, de manera que lo que el agricultor es al zapatero, la obra del zapatero lo sea a la del agricultor » (152).

En ese caso se conoce la forma de evaluar lo que uno debe al otro. Si la relación A/B o C/D es conocida y uno de los protagonistas avanza su producto, el valor relativo del otro es deducido inmediatamente.

La mayor parte de los comentaristas reconocen que, para Aristóteles, el intercambio establece una igualdad entre asociados desiguales, pero sigue enigmático el cálculo de equivalencias a partir del estatuto de los productores. Parece difícil cuantificar una relación jerárquica entre estatutos. Aristóteles establece sólo el principio de que la misma relación se aplique a las obras, pero no da ningún criterio –hasta este punto de la demostración- que permitiría decir cuáles cantidades de la obra de A y de B están en la relación A/B. Si hubiese dado un criterio, el principio de las equivalencias estaría resuelto.

Pero ¿qué significa entonces la relación proporcional entre los productores? En primer lugar, la reciprocidad no sólo hace intervenir objetos sino también sujetos. Cuando trata del intercambio, Aristóteles somete el intercambio a su noción de lo recíproco, entendido no según la estricta igualdad sino según la proporción. El intercambio económico, cuando triunfa, consiste en considerar solamente la circulación de mercaderías y en olvidarse de la relación entre los productores. Marx denunciará esta ilusión como el fetichismo del valor: la relación entre los seres humanos reviste, para ellos, “la forma fantástica de una relación de las cosas entre sí” (153). Marx podrá dar cuenta de la génesis del intercambio capitalista a partir de las mercancías M, M’ y la moneda. Aristóteles necesitó de cuatro símbolos para dar cuenta de su reciprocidad proporcional: A y B, los productores o, más exactamente, sus estatutos y C y D, sus obras. La relación entre las cosas refleja la relación más fundamental entre los sujetos. La relación proporcional entre los productores significa, en primer lugar… ¡que el arquitecto y el zapatero no son considerados como productores! La producción no es el punto de partida del análisis económico de la reciprocidad. El arquitecto y el zapatero, incluso cuando intercambian, son considerados como donantes en un sistema de reciprocidad. Tienen un estatuto y un rango particular en la jerarquía social.

Sin embargo, el problema de las equivalencias consiste en encontrar una proporción cuantitativa entre cosas cualitativamente diferentes. Esta proporción es la misma que la de los estatutos, pero su expresión cuantitativa queda siempre difícil de evaluar. ¿Se puede encontrar un término medio que permita la comparación de las cosas entre sí? Se puede haciendo intervenir el criterio de la necesidad comunitaria que permite hacerlos conmensurables, y sirviéndose de la moneda como unidad de cuenta:

« En verdad, es imposible hacer con-mensurables cosas tan diferentes; pero se puede hacerlo convenientemente si se tiene en cuenta la necesidad (chreia) » (154).

Finalmente, para comparar las cosas entre sí, la necesidad aparece como el criterio directo de las equivalencias.


4. La chreia

La noción de necesidad es evidente y es común a griegos y modernos. Sin embargo, al releer el pasaje de la Ética, que atañe a la fundación de la comunidad, se experimenta una reticencia ante esta equivalencia. ¿Es la necesidad sólo la expresión de una necesidad privada, lo que se llama la demanda en el sistema de libre intercambio? ¿Qué quiere decir entonces chreia? El diccionario da por primer sentido de chreia: el uso de una cosa, chreia tou logou: el uso del discurso y, por tanto, el servicio o la función. En Aristóteles, sobre todo, se emplea para nombrar los servicios en tiempos de guerra y en tiempos de paz (155). También es, tal vez, la función o el estatus en el cual se establece alguien o aún las relaciones (156). Finley traduce chreia por necesidad, pero señalando : “He evitado traducir “chreia” por “demanda”, como se hace habitualmente, por temor a que se introduzca inconscientemente el concepto económico moderno (…) El campo semántico de “chreia”, en los autores griegos, comprendido Aristóteles, incluye “uso”, “ventaja”, “servicio” y nos aleja aún más de “demanda”(157).

En la Ética, la chreia está definida como lo que mantiene unida a toda comunidad:

« Es necesario, pues que todas las cosas sean medidas por algo. Eso es, en verdad, la chreia, que mantiene juntas todas las cosas » (158).

Para tener todas las cosas juntas, es necesario que la chreia sea recíproca.

« Es la necesidad la que, proveyendo de alguna unidad común, asegura la permanencia de las comunidades. Eso salta a la vista por el hecho de que, si la necesidad recíproca llegase a desaparecer - que las dos partes o una sola de ellas no tenga ninguna necesidad - no habría intercambio; igualmente, no hay intercambio si a uno le falta lo que el otro tiene: por ejemplo: vino, mientras los dos se proponen llevar trigo. Hay que igualar entonces la situación » (159).

Aristóteles continúa justificando la moneda como la garantía para que el intercambio pueda cumplirse en un plazo, cuando las necesidades no se acuerden inmediatamente (160). Para que haya intercambio y, por tanto, una comunidad es necesaria una interdependencia entre las necesidades.

La reducción de la chreia al interés privado, no recíproco, a la “demanda”, parece, sin embargo, explicar ciertas críticas.

5. La crítica de Marx

Marx, por ejemplo, reprochó a Aristóteles “la insuficiencia de su concepto de valor”. “El genio de Aristóteles estriba en que descubrió, en la expresión del valor de las mercancías, una relación de igualdad” (161). Pero no llegó hasta descubrir ese “algo de igual” entre la casa, la cama y los zapatos que los hace conmensurables entre sí: el trabajo humano. Si Aristóteles hubiera podido reconocer la igualdad del trabajo humano, habría estado en condiciones, dice Marx, de tener un criterio para evaluar los servicios de un arquitecto, de un carpintero, de un zapatero. Según Marx, “lo que impedía a Aristóteles leer, en la forma valor de las mercancías, que todos los trabajos se expresan aquí como trabajo humano indistinto y, por consiguiente, igual, es que la sociedad griega reposaba sobre trabajo esclavo y tenía, por base natural, la desigualdad de los hombres y de su fuerza de trabajo” (162). El trabajo no era la medida del valor por falta de una estructura de intercambio que pudiera banalizar la fuerza de trabajo como mercancía: “El secreto de la expresión del valor, de la igualdad y de la equivalencia de todos los trabajos, en tanto que trabajo humano, no puede ser descifrado sino cuando la idea de igualdad humana ya ha adquirido la tenacidad de un prejuicio popular. Pero ello no tiene lugar sino en una sociedad en la que la forma mercancía se ha convertido en la forma general de los productos del trabajo y en el que, consecuentemente, las relaciones de los hombres entre sí, como productores e intercambiadores de mercancías, es la relación social dominante”(163).

¿Qué hay, antes, del trabajo del esclavo? Finley mostró que, en la antigua Grecia, la suerte del thète (el asalariado) era inferior a la del esclavo (164), ya que el thète estaba reducido a determinarse en función de su interés propio, fuera de toda relación comunitaria de reciprocidad (165). Uno puede preguntarse, entonces, si al integrar al oikos, como esclavo, al hombre desprovisto de medios de producción del don, los griegos no oponían, más o menos concientemente, la esclavitud - que no era la esclavitud mercantil - a la aparición de una condición obrera.
¿Qué hay, luego, de la igualdad humana, determinada por la forma mercantil del trabajo? Entre los modernos, la igualdad es tributaria de una concepción de la necesidad que ha devenido en demanda interesada de cada individuo para sí mismo. Si se reduce la noción de necesidad a la de interés, la necesidad se satisface del todo con un objeto y, por tanto, por el trabajo que produce ese objeto: el trabajo reificado en las mercancías.

Pero para Aristóteles, la “necesidad” no se reduce a la demanda de un interés egoísta. El trabajo de uno, que responde a la necesidad de otro, no puede ser normalizado por un cálculo interesado, expresado en demanda objetiva. La chreia es una necesidad que apela al servicio del otro. La igualdad de las necesidades, en la que se funda la comunidad, no es el equilibrio de la oferta y la demanda, sino la correspondencia de necesidades. La chreia está subordinada al deseo de una relación con el otro, que produzca comunidad. De la necesidad, interpretada como interdependiente con el cuidado que se tiene por el otro, se remonta fácilmente a la razón de ese cuidado. La reciprocidad de servicios construye el lazo de almas que se traduce por la philia. Ese lazo es la humanidad de todos, el sentimiento de ser más humanos, más humano que si uno se fundara en su interés egoísta. Finley señala que esto, de lo que trata Aristóteles, reposa sobre la koinonia (comunidad). Lo que define este concepto central de koinonia, no es solamente que los hombres sean hombres libres que comparten y se proponen un objetivo común sino, escribe Finley, “es necesario que haya philia ( “amistad” es una traducción inexacta); dicho de otra forma: es necesario que haya mutualidad y también to dikaion, lo que, para simplificar, traduciremos por “honestidad” en la relaciones mutuas” (166).

Así, la necesidad no puede entenderse como interés, incluso si es colectivo. Remite, desde su formulación más elemental, a la forma más alta de la conciencia, la philia e, incluso, a la gracia. Aristóteles estaba así en la imposibilidad de definir el trabajo como trabajo abstracto. Una parte del trabajo satisface al equilibrio de las relaciones sociales, que traduce el término koinonia, comunidad. El papel de cada uno, depende del conjunto de las relaciones comunitarias y no sólo de su buena voluntad. No se trata tanto de hacer la justicia, que hace al buen juez, como de encarnar la justicia, que lo obliga a hacerla bien.

« Ir ante el juez, es ponerse frente a la noción misma de justicia, ya que el ideal de juez, es la de ser la personificación del justo » (167).

Es el lugar simbólico del donante, en la ciudad, el que define su estatuto. Y hay en la definición de equivalentes una parte de valor simbólico que, por ser gratuita, es incuantificable. El problema de las equivalencias no se resuelve a partir de las cosas, ya que es imposible cuantificar la parte ética del valor de la que éstas son símbolos. Pero el objetivo que se propone Aristóteles es el de dominar la producción de valor o de poder controlarlo por los medios adecuados. Y bien, si el valor no puede ser medido, ni siquiera aprehendido como objeto de conocimiento, sí pueden serlo las relaciones generadoras de este valor ético. Es eso lo que Aristóteles parece haber querido precisar cuando insiste en la reciprocidad (antipeponthos) y en la proporción (kata analogian), es decir, sobre las dos relaciones calificadas como matrices del valor.

La justicia es el principio hacia el cual se ordena el intercambio. Lo “justo”, el medio, la mesotês. Pero el justo medio no es posible sino por la igualdad de los seres humanos entre ellos, la isotês. El justo medio es el eje que permite la corrección sistemática de las relaciones recíprocas, ya que su polaridad puede definir el ideal de la producción humana. De ahí la importancia de la justicia correctiva que preside la repartición de dones o los intercambios, según el principio de reciprocidad antipeponthos. Pero la reciprocidad no es un simple equilibrio; es una relación con el otro que se despliega, se hace compleja. Y, por consiguiente, el valor producido es más o menos grande, pudiendo alcanzar la gracia y la dicha. Se establece entonces una jerarquía: no es igual pensar sólo en los suyos u ocuparse de la ciudad, ser generoso o magnánimo; no es igual ser campesino, médico o juez. Las reciprocidades singulares, que remiten al equilibrio de las necesidades, chreia, están obligadas a ordenarse las unas a las otras alrededor de la unidad que da sentido a la comunidad.

Es la unidad de la comunidad la que iguala o jerarquiza las diferentes necesidades entre ellas, según un orden necesario. Ahí está el secreto de ese rodeo por el estatuto de los productores donantes para determinar el valor de las cosas, que tanto intrigó a los comentaristas, en el curso de los siglos. Es, pues, toda la economía de reciprocidad la se opone a la noción de trabajo abstracto y ello no porque hubiera una intervención de fuerzas irracionales sobre la estructura económica del intercambio, sino porque hay una antinomia entre las dos racionalidades económicas del don y del intercambio y que, en la Grecia antigua como en los Andes precolombinos o en Babilonia, la racionalidad económica de la reciprocidad, aventaja a la del intercambio.

Meier observa también que la temática griega es la de las comunidades de don. Añade: “Podría ser que un buen número de esos hechos sorprendentes haya sido común a los griegos y a muchas otras civilizaciones en sus inicios: así el papel importante de la fiesta y de la danza en honor de los dioses y tal vez también la gran estima en que se tenía a la belleza… Si los griegos parecen haber estado próximos, aquí como en otras cosas, a otras culturas nacientes, su originalidad, tal vez, consistió en que conservaron ampliamente tales rasgos de origen en el curso de la historia de su civilización, por haber sabido, sin duda, llevarlos más lejos y conferirles una estructura del todo particular” (168).

El milagro griego podría haber sido el de haber inventado la democracia como la forma generalizada de la reciprocidad. La autarquía, en los griegos, no se define ya como la autosuficiencia de cada familia, sino, según la expresión de Tucídides: “estar a la altura de un desafío de las circunstancias” (169).

Aristóteles no sólo estigmatizó toda forma de adquisición de riqueza, por sí misma, como un sinsentido frente al bien común; propuso la primera teoría del valor que fue, para retomar la expresión de Marx, la de una economía “humana” y denunció su desviación en la unilateralidad del poder.


6. Reciprocidad simétrica y reciprocidad positiva

Aristóteles está, en efecto, muy atento a la alienación del valor de la reciprocidad simétrica en el prestigio de la reciprocidad positiva. A la dialéctica del renombre, donde se rivaliza en generosidad para adquirir prestigio, prefiere la de la justicia, en la que la necesidad del otro es tomada en cuenta. Si se encara la justicia distributiva en un sistema de reciprocidad positiva en la que el poder, para ser proporcional al don, no tiene freno, las desigualdades más cínicas pueden ser justificadas en nombre del rango social. Cuanto más se da, se es más grande, pero cuanto más grande se es, más se le exige al Estado para poder dar aún más, lo que se traduce en la apropiación desigual de los medios de producción del don; todo lo cual conduce a una sociedad de castas. La aristocracia se corrompe en oligarquía, cuando los gobernantes atribuyen los cargos y las ventajas públicas sin tener en cuenta los méritos: “De la aristocracia se cae en la oligarquía cuando los gobernantes son viciosos; se atribuyen, si no todas las ventajas, por lo menos la mayor parte, a sí mismos y también se asignan las magistraturas siempre a los mismos; siendo, a sus ojos, la riqueza el principal título con que obtenerlas. Poco numerosos, entonces, son aquellos que se reparten las magistraturas y son personas perversas, en vez ser de los mejores” (170). Este peligro motivó un debate entre aristócratas y demócratas. Aristóteles desea que los servidores del Estado sean puestos en competencia de prestigio a fin de que el Estado no sea sometido a su sed de renombre. La igualdad proporcional, en realidad, no se justifica sino en un sistema de reciprocidad simétrica en el que el don está controlado por un límite: la necesidad de todos de tener acceso a los medios de producción del don. La justicia comienza con el don de los medios de producción del don. El principio de la justicia no opone entonces solamente la economía de la reciprocidad simétrica a la economía en vista del provecho; también la opone a la economía de la reciprocidad positiva, en la que la distribución de las riquezas para adquirir renombre no conoce freno.

Pero ¿cómo diferenciar el valor de la reciprocidad simétrica del valor de la reciprocidad positiva? Y, más profundamente, ¿cómo diferenciar un valor que nace de la relación de reciprocidad de su representación en el imaginario del único donante?


7. Puesta en evidencia del tercero

Al dar, el donante tiene conciencia de adquirir una gloria más grande, incluso que su alma de donante. El valor social, nacido de una relación de reciprocidad con el otro, se confunde con su propio nombre de donante, generoso, magnífico, magnánimo… El donatario experimenta, ciertamente, un sentimiento de inferioridad ante el donante, sin estar por ello excluido de la relación de reciprocidad ya que está invitado a producir el don. Así, siempre se podría considerar que el prestigio es la imagen del ser. No habría hiato entre el valor social, creado por la reciprocidad, y la conciencia que los asociados pueden tener de ella, bajo la forma del prestigio, atribuido a aquel que tomó la iniciativa de la reciprocidad. No es, pues, a partir de la redistribución o del don de los bienes que se puede separar el renombre de la justicia, el prestigio del reconocimiento social.

Cuando Aristóteles aborda la cuestión de la justicia, como se sabe, trata la igualdad entre las cosas conjugando en ellas los contratos y la reparación de las injurias. Gérard Courtois mostró que la puesta en proporción de los bienes es del mismo tipo que la de los males, y que introduciendo el ultraje y la venganza, Aristóteles hace aparecer una distinción preciosa: la venganza se desdobla en dos relaciones: una, objetiva, proporcional al daño sufrido, que debe ser medido y reparado por un equivalente; mientras la segunda es subjetiva.

« De las lesiones apreciables en abstracto, Aristóteles distingue el quantum de desvalorización del que ha sufrido el dañado en ocasión del daño que sufrió. Así, el ultraje físico es, a la vez, un daño “material” no ético y una pérdida ética en el equilibrio de las relaciones interpersonales. La Ética a Nicómano muestra que la lesión inicial instaura entre ambos sujetos un desequilibrio de la pasión y de la acción (to pathos kai ê praxis) (171). La reacción vindicativa del dañado apunta, precisamente, a sobrepasar el estado de pasividad relativa en el cual fue puesto. Vengarse es volver a ser activo (poiountos). La pareja, actividad/pasividad, designa lo propio de la venganza, en tanto que ella desborda la cuestión del daño no ético » (172).

Para evaluar el único prejuicio material, sin interferencia del prejuicio subjetivo, basta reconocer aquello de lo que el agresor se ha posesionado para restituirlo a la víctima… Así, entonces, se ve bien que la reivindicación de la víctima no tiene por único objetivo la reparación material. Es esta diferencia la que pone en evidencia el sentimiento creado por la reciprocidad misma, dañada por el agresor, ya que ese sentimiento de justicia y de responsabilidad, nacido de la participación de cada uno en la génesis del ser social, supone que aquel que sufre pueda, a su vez, actuar; exige, incluso, que cada uno participe en la iniciativa y la acción. El sentimiento de venganza del agredido testimonia entonces sobre la conciencia de un daño espiritual, sobre una lesión de la justicia. Evidentemente, en una sociedad en la que reinaría la reciprocidad de venganza, el agresor invitaría al agredido a la reciprocidad, incluso la erigiría (173), bajo forma de desafío. En la sociedad de reciprocidad positiva o simétrica, la agresión es un atentado a la iniciativa del don del otro. La venganza testimonia de la preocupación por reencontrar la iniciativa. Ella significa la reivindicación de ser reestablecido como responsable de la reciprocidad, aunque ello sea, desde ahora, bajo una forma negativa.

Pero es, pues, en relación a un valor que en sí no está en sí o en otro, sino en la relación de uno con otro (acción/pasión equilibrada o recíproca) que se mide la necesidad de venganza. Este sentimiento de justicia aparece ahora como un Tercero. En efecto, no puede ser aprisionado en la imagen del prejuicio material (174). La venganza revela el sentido ético que puede llamarse Tercero. La conjunción de la venganza y del contrato hace entonces valer, en beneficio de la reciprocidad simétrica, lo que incumbe más propiamente a la venganza: el valor de reciprocidad como un Tercero en relación al imaginario de los particulares.

¿Podría evitarse ese rodeo para poner en evidencia el Tercero, en los intercambios de equivalentes de reciprocidad? Gérard Courtois muestra que Aristóteles hace aparecer en el intercambio de equivalentes un tercer término: la necesidad, cuya moneda es la representación.

« La crítica del principio del talión, explica Courtois, no lleva a Aristóteles a abandonar el principio de reciprocidad, sino a darle su verdadero alcance. La forma de la justicia es una reciprocidad simbólica, una reciprocidad de relaciones (kata analogian). La justicia no se juega entre dos términos como en el talión. Todo intercambio, una vez realizado, supone al menos cuatro términos. Dos individuos y las cosas que han intercambiado.

Pero, Aristóteles no deja de insistir en ello; antes es necesario que un tercer término venga a dar sus sentidos o sus valores a los entes que se intercambian. Primero, hay que situar los entes por intercambiarse en una “igualdad proporcional” (analogian ison), hay que igualar las diferencias, hacer las cosas comparables (sumbleta) a pesar de su heterogeneidad fenomenal (Ética V, 8, 1133 a 10; a 18).

Para que la “reciprocidad” tenga lugar, es necesario un “término medio” que mida todos los entes (Ibid. V,8, 1133 a 20 sigs.). La justicia “conmutativa” no reposa sobre intercambios entre entes idénticos, sino entre entes equivalentes en relación a un tercer término. En el intercambio económico, el tercer término que permite la puesta en proporción es la necesidad » (
175).

Courtois añade en nota: “La moneda será el sustituto y la traducción fenoménica” (176).

Pero Courtois no hace aparecer el sentido ético del tercer término sino por analogía con la venganza:

« La puesta en proporción no es más asombrosa que los intercambios de males. Aquí, el tercer término es un valor ético que tiene una relación directa con el ser ciudadano del hombre, sin duda hay que entender que contiene una cierta ratio de pasión y de acción » (177).

Es posible, y es sin duda el sentimiento de Aristóteles, percibir el sentido ético en el tercer término con la condición de que el intercambio se inscriba en la reciprocidad y que la necesidad de cada uno corresponda a un servicio mutuo.

8. Lo recíproco según Aristóteles

Tratándose de la discusión sobre la justicia en los intercambios, hay que tener en cuanta al Tercero, pero ese Tercero no se confunde con el renombre del donante. El es la virtud cuya expresión más alta es la gracia (charis). Desde ahora, es esa relación con el Tercero la que indica, en toda relación de justicia, el “kata analogian”. Aristóteles critica la reciprocidad simple e introduce la proporcionalidad en un ejemplo en el que toma, para representar al Tercero, a aquel que es su encarnación: el Magistrado.

« A veces se estima que el principio de reciprocidad es lo justo puro y simple (aplos dikaion…) pero, a menudo, se está en desacuerdo con ello; por ejemplo, si el que detenta una magistratura (archên) golpea a un ciudadano, no debe ser golpeado a su vez; pero si alguien golpea a un magistrado, éste no sólo debe ser golpeado, a su vez, sino recibir, además, un castigo (kolasthênai). Por otra parte, entre el acto voluntario y el acto involuntario, hay una gran diferencia » (178).

Por tanto, no es, pues, arbitrario que Aristóteles trate de la venganza al mismo tiempo que de los intercambios. Como bien lo señaló Courtois: “Los intercambios económicos se dicen en un vocabulario cuyo horizonte semántico: “experimentar a su vez” (antipascho) es el de la venganza” (179). Hacer justicia es, implícitamente, dar el derecho a las exigencias de una justa venganza. La venganza queda como una referencia teórica indispensable ya que ella hace aparecer el Tercero en el ciudadano mismo, antes de que la justicia intervenga. Lo revela independientemente de todo renombre, como un derecho imprescriptible del ciudadano, más fundamental aún que el nombre que se recibe por ser donante. Está entonces ligada a las estructuras comunitarias de forma necesaria. Esquilo no repudia las Erinias cuando Atenea les quita el derecho de juzgar para confiárselo a magistrados independientes, detentadores de la única justicia, pero les ofrece un puesto de honor invitándolas a convertirse en consejeras de la justicia.

Para entender toda la significación del kata analogian (según la proporción), es preciso, antes, entender la justicia correctiva como justicia que se relaciona, a la vez, con los contratos y con los ultrajes. Más allá de las equivalencias materiales, el término medio es el Tercero, el valor de la reciprocidad propiamente dicha, desprendida de todo imaginario de don o de venganza: el sentimiento de la justicia e, incluso, el de la gracia. La igualdad ya no debe medirse en relación a la generosidad de donantes sino en relación a la gracia, cuya independencia en relación a lo imaginario de los particulares puede ser apreciada interpretando la redistribución de los bienes de la misma forma que la compensación en la reparación de los daños.

Así se aclara el texto decisivo en el que, como señala Courtois, Aristóteles relaciona la existencia de una ciudad de hombres libres a la doble reciprocidad del bien y el mal. Traducimos 180:

« En los intercambios, que son comunitarios (en tais koinôniais tais allaktikais), lo que mantiene junta a la comunidad es eso justo, que es lo recíproco (to antipeponthos), según la proporción y no según la igualdad. La ciudad subsiste por el hecho de retornar el don (antipoiein) de modo proporcional. O es en el mal que se trata de retornar el mal, sino parece que es la esclavitud; o es en el bien, sino ya no hay reparto (metadosis) y es por el reparto que se está junto. Es por ello también que se eleva un templo a las Gracias que se impone a todos (empodôn) a fin de que el “dar a su vez a quien tiene derecho” (antapodosis) sea practicado: porque es lo propio de la gracia; en efecto, hay que dar un servicio a su vez a aquel que se ha mostrado generoso y, a su turno, tomar uno mismo la iniciativa de ser generoso » (181).


9. La economía humana

Si se concibe una sola ciencia económica: la economía de competencia y de intercambio, fundada en el interés privado; si se cree que la economía de reciprocidad es la forma arcaica de la economía de intercambio, entonces se puede concluir con Finley: “En suma, en la Ética a Nicómaco, más que de un análisis económico pobre o insuficiente, sería más justo decir que no hay, en absoluto, un análisis económico” (182).

Pero la verdad es que Aristóteles trata de la economía de reciprocidad. El valor económico, para Aristóteles, no es el valor de intercambio; es el valor de reciprocidad, que se aliena en valor de prestigio, en la reciprocidad positiva, y que se convierte en valor ético, en la reciprocidad simétrica. Lo magnífico es superior a lo generoso y lo magnánimo a lo magnífico. No vale lo mismo, no es equivalente: dar los frutos de su cosecha o distribuir justicia. Los hombres son, pues, diferentes y desiguales. Ahora bien, la reciprocidad simétrica es llamada reciprocidad proporcional para que ella no pueda estar medida con el rasero de un imaginario privado. Ella es proporcional al Ser, para no serlo al prestigio. Y bien, la expresión más alta de esta jerarquía instaura la infinitud de la gracia. Una tal proporcionalidad tiende entonces a abolir toda jerarquía, y la desigualdad, a la cual da derecho, tiene por fin la igualdad suprema. Es por ello que la hemos llamado “simétrica”. Y cuando Aristóteles se inquieta del intercambio, el se refiere al intercambio de equivalentes, en el contexto específico del sistema de reciprocidad simétrica, y no al intercambio en un sistema mercantil.

La reciprocidad simétrica produce las condiciones en las que se engendra el ser mismo de la humanidad, como arte de vivir. En la reciprocidad, cada trabajo es creador de un valor específico; cada trabajador tiene un estatuto personalizado, un nombre, una responsabilidad; de ahí esa pasión por la perfección que incluso un esclavo ponía en su obra. La reciprocidad otorga al trabajo una naturaleza “humana”. Conforma el trabajo a las exigencias de un goce espiritual, a la “felicidad”, diría Aristóteles. El poeta debe ver por la ventana las gaviotas del mar… El trabajo no es una alineación; es una obra: una revelación.

En la actualidad, la lógica de los intereses individuales se ha impuesto y el mercado de intercambio ha remplazado a la comunidad, como forma de integración social dominante; pero el ideal aristotélico sigue siendo, a pesar del tiempo, un sueño de humanidad; una utopía que no deja de obsesionar la esperanza de los teóricos más grandes de la economía moderna:

« Supongamos que producimos como seres humanos: cada uno de nosotros, en su producción, afirmaría, por un lado, a sí mismo y, por el otro lado, al otro.

En mi producción, realizaría mi individualidad, mi particularidad; al trabajar experimentaría el goce de una manifestación individual de mi vida y, en la contemplación del objeto, tendría la alegría individual de reconocer mi personalidad como una potencia real concretamente aprehendible y que escapa de toda duda.
En el goce o empleo que hagas de mi producto, tendría el goce espiritual inmediato de satisfacer por mi trabajo una necesidad humana, de realizar la naturaleza humana y de suministrar a la necesidad de otro el objeto de su necesidad.
Tendría conciencia de servir de mediador entre tú y el género humano; de ser reconocido y sentido por ti como un complemento a tu propio ser y como una parte necesaria de tí mismo; de ser aceptado en tu espíritu como en tu amor.

Tendría en mis manifestaciones individuales la alegría de crear la manifestación de la vida, es decir, de realizar y afirmar en mi actividad individual mi verdadera naturaleza, mi sociabilidad humana.

Nuestras producciones serían otros tantos espejos en los que nuestros seres irradiarían el uno hacia el otro. En esta reciprocidad lo que estaría de mi lado, también lo estaría del tuyo »
(183).

   
   

Conclusión general

Es en 1924, el mismo año en que Marcel Mauss generalizó a todas las sociedades humanas el descubrimiento de Malinowski, que Louis de Broglie generalizó al universo físico el descubrimiento de Planck y Einstein: todo en la naturaleza se manifiesta de dos formas contradictorias, corpúsculo y onda, materia y luz, vida y muerte, sin que sea posible establecer un puente continuo entre los dos ya que el arco mediano del puente queda contradictorio en sí mismo. ¿No hay, por ventura, alguna relación entre ese vació cuántico, situado entre las manifestaciones antagónicas de la energía, y el Tercero, nacido de las estructuras contradictorias de la reciprocidad? Lévy-Bruhl sospechará la analogía; Leenhardt la aludirá… Niels Bohr, invitado en 1938 al Congreso Internacional de Antropología de Copenhague, la ilustrará. Pero será con Stéphane Lupasco que esta parte del misterio se convertirá en una cuestión central. Él muestra que una nueva teoría del conocimiento es necesaria y que esta teoría no debe situar la cuestión de la verdad en la no-contradicción, como antes, sino, justamente, en lo contradictorio.

La estructura de reciprocidad se nos ha revelado como la matriz de lo que Lupasco teoriza como el Tercero incluido. El Tercero nace de la reciprocidad, por lo menos de esa forma de reciprocidad que hemos llamado simétrica, caracterizada por la mesotês, la medida justa, y la isotês, la buena distancia; Tercero que podría parecer metafísico si no fuera producido por el consumo de la vida y de la muerte; Tercero que podría ser el cielo, como el espíritu de los chamanes, si no tuviera para desarrollarse, que encarnarse en la palabra y rematerializarse en significantes no contradictorios.
Del ser humano, los economistas nos propusieron la idea de un individuo movido solamente por su interés. Los primeros seres humanos se habrían encontrado, dizque, para repartirse entre sí cosas útiles. Pero he aquí que los valores de uso, que satisfacen los objetivos de la sobrevivencia, no pueden pretender transformar la mirada del salvaje en reflexión. El ser que deslumbra la mirada del hombre es algo más que la mera vida. Ahora bien, la única estructura natural, de la que nace una fuerza sobrenatural, es el cara a cara del hombre con el hombre. La reciprocidad entre los seres humanos engendra un valor, fuera de la naturaleza; el valor que Mauss no se atrevía a nombrar sino con un nombre misterioso tomado de los pueblos que viven en las antípodas de Europa: el mana. El ser humano, para ser, pone en juego su vida y su muerte en la reciprocidad. La reciprocidad es la cuna del ser social, de la conciencia y del lenguaje. Ningún interés egoísta lo llevó, en el curso de la historia, por sobre el deseo de engendrar más ser, por la reciprocidad, sino de una forma ilusoria. Los griegos, los jíbaro y los maorí nos propusieron una teoría de la reciprocidad que hace de ella la matriz del Tercero: sentimiento de potencia de ser (en el caso de los jíbaro) de ser viviente (en los maorí) de ser justo (en los griegos) y cuya extensión es la gracia. Aquí comienza lo que no tiene medida y no puede ser ciencia.

Mas ¿cómo pudo el ser humano inventar, desde entonces, su propia explotación? Cuando analiza los orígenes del intercambio, Aristóteles propone dos observaciones: los comerciantes de los países desconocidos, los pequeños comerciantes o tenderos del agora, utilizan la moneda. ¿Lo lejano o lo inmediato? De hecho, las dos ideas son idénticas. Con el prójimo no ciudadano, como con el extranjero, es la misma ruptura infinita la que está en el origen del comercio mercantil y de la moneda.

Pero la moneda ayuda al intercambio a trazar rutas rápidas para todos los valores de uso. Y las técnicas en sus laberintos producen síntesis inesperadas. Nadie discute que el intercambio sea un multiplicador de empresa, un intensificador de la vida.

Sin embargo, la complejización de los intercambios engendra una civilización material que elige las relaciones más frías y suprime las más calurosas. A medida que esas estructuras de reciprocidad desaparecen, la humanidad se pierde. La humanidad ¿no debiera volver a conocer la cuna de la que nace su ser, el lugar desde donde habla el ser? La humanidad es relación y el interés individual la mutila. No esperemos que la muerte que viene nos hurte, como a los cazadores del paleolítico, la ocasión de una reflexión, ya que ese milagro tuvo lugar de una vez para siempre y, ahora, le toca al ser humano pensarse a sí mismo y pensar sus orígenes. El ser no puede nacer dos veces, como si no hubiera recibido, desde el primer instante, la libertad y la responsabilidad. Es dominando el crecimiento, deteniendo la carrera por el provecho, limitando el goce de los conquistadores y constructores de imperios, con el objeto de liberar una territorialidad para la ética en el mundo, que el hombre y la tierra, que sueña en él, podrán sobrevivir al caos que ya los envuelve.

Viendo que el conocimiento la borra, los mismos moralistas creyeron que la afectividad no era sino una pasión primitiva. Pero la afectividad pura es la esencia de la libertad; ella es el goce transparente de la libertad, la gracia que no puede ser reducida al dominio de ningún sistema primitivo. No hay creador que no confunda la iluminación de la revelación con un grito de alegría.

Los maorí, los kanak, los griegos y los jíbaro nos enseñaron que la sola potencia del vencedor es vana, que el ser no es la vida, que la muerte le es necesaria para nacer, que el ser no está antes de ser y que, para ser, debe ser engendrado. Y bien, esta génesis es la de un ser libre y, tanto su vida como su muerte, está en sus manos.

Hemos ligado el ser a la vida, porque la vida nos parecía engendrar el ser. Hoy, la vida se ha convertido en su desgracia. Hegel decía que el esclavo retarda el plazo de su muerte, trabajando para el amo, y de esta modo transforma su conciencia en conocimiento del mundo. El esclavo se ha liberado del temor que lo condenaba al trabajo. Se ha prendado del crecimiento. Por la producción, espera renovar sin cesar el goce. Pero el conocimiento cubre el suelo, bajo nuestros pies, con cosas muertas y, como el sol, evapora el rocío, evapora la gracia. Entonces descubre que esta vida es otra muerte. Si el esclavo quiere ser libre, no sólo le falta diferir la muerte, sino que tiene que dominar su propia vida, mediante el cuidado de la vida del otro; dominar la vida, antes de que ella lo condene a muerte.


   
   

NOTAS DE PIE DE PAGINA:

1 Finley nos recuerda que la palabra griega xenos significaba tanto “extranjero” como “huésped”. Le monde d’Ulisse, Maspero, 1983, p. 123. Finley mostró que, en el mundo de Ulises, no es sólo la vida material de la comunidad, el oikos, la que está organizada por las obligaciones del don, de la reciprocidad y del compartir, sino las relaciones a gran escala, “lo que hoy llamamos las relaciones internacionales o diplomáticas” (p. 80).
2 K. Polanyi, C M. Arensberg & H.W. Pearson, Trade and Market in the Early Empires, Economics in History and Theory, The Free Press, 1957.
3 C. Lévi-Strauss, Paroles données, Plon, 1984
4 Economie Politique, tomo, I, Dalloz, 1991.
5 Utilizamos la versión castellana de Luis Segalá Estalella, Editorial Bruguera, Barcelona, 1997.
6 III, 21-23
7 III, 30-33
8 III, 370
9 XVIII, 491-493
10 XVIII, 509-513
11 III, 459
12 Un troyano, por ejemplo, responde al griego Ayax: “Y algún día recibireis la muerte de este mismo modo. Mirad a Prómaco, que yace en el suelo, vencido por mi lanza, para que la venganza por la muerte de un hermano no sufra dilación. Por esto el hombre que es víctima de alguna desgracia, anhela dejar un hermano que pueda vengarle.”
13 XII, 310-321
14 IX, 328-333
15 I, 1-8
16 IX, 121-124
17 I, 285
18 IX, 156-161
19 IX, 401
20 IX, 410-416
21 XVIII, 98-121
22 VI, 172-176.
23 VI, 216-218.
24 Los verbos epameibo o ameibo y el sustantivo amoibê se traducen ordinariamente por “intercambiar, intercambio”, pero todas las referencias dadas en el diccionario conciernen a dones de retorno: dones de reconocimiento, presentes…. Ellas anotan las ideas de devolver de forma semejante, suceder o incluso responder. “Amoibê” designa también la composición en el sistema vindicatorio; lo que cae aún sobre el sentido de la reciprocidad. (Sobre este último punto, ver Svenbro, “Vengeance et société en Gréce archäique. A propos de la fin de l’Odissée” La Vengeance, III, dir. R. Verdier, ed. Cujas).
25 E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, I, p. 98-99. Ed. De Minuit.
26 Etica a Nicómaco, (V, 11, 1136 b 9) (V IX 7).
27 “Une forme ancienne de contrat chez les Traces”, Revue des études grecques, 34, 1921. Oeuvres, III, p. 35-45. Ed. de Minuit, 1969.
28 Droit et Institutions en Grèce antique. Flammarion (Champs), 1982, p. 18.
29 Le Monde d’Ulysse, Maspéro, 1983, p. 122.
30 Traducimos de la versión francesa que utiliza Temple.
31 XV, 69-74.
32 IV, 600-606.
33 VIII, 159-164.
34 VIII, 166.
35 IX, 111.
36 Théte: obrero asalariado. Según Finley incluso la suerte del esclavo es mejor que la suya porque el esclavo por lo menos hace parte de un oikos (Le monde d’Ulysse, 1983, Maspero, p.70).
37 XI, 488-491. Modificado según Finley.
38 XI, 121-138.
39 XXIV, 431-435.
40 XXIV, 543-544.
41 Ibid., 545.
42 Utilizamos la traducción de José Luis Calvo Martínez a la Etica a Nicómaco, Alianza Editorial, Madrid, 2002.
43 (II, 6, 1107 a 2) (II, VI, 15).
44 (II, 8, 1108 b 13) (II, VIII, 1).
44 bis (II, 6, 1107 a 5) (II, VI, 17)

45 (X, 7, 1177 a 30) (X, VII, 4).
46 (II, 7, 1107 b 8) (II, VII, 4).
47 “Lo que se alaba en un liberal es su manera de donar los bienes materiales y de recibirlos, pero sobre todo de donar (por “bienes materiales” entendemos todo aquello cuyo valor se mide en dinero) (IV, 1, 1119 b 25) (IV, I, 2).
48 (IV, 2, 1120 b 4) (IV, I, 18).
49 (IV, 2, 1120 a 25) (IV, I, 12).
50 “A aquellos que reciben lo que deben recibir, no hace falta alabarles” (IV, 1, 1120 a 20) (IV, I10).
51 (IV, 1, 1120 a 10) (IV, I,, 7).
52 (IV, 2, 1120 a 14) (IV, I,, 20).
53 (IV, 2, 1120 a 34) (IV, I,, 17).
54 (IV, 2, 1120 a 19) (IV, I,, 10).
55 Odisea, (IV, 6, 15).
58 (IV, 4 1122 a 20) (IV, II,,1).
59 (IV, 4, 1122 b 15) (IV, II, 10).
60 (IV, 5 1122 b 20) (IV, II, 11).
61 (IV, 5, 1123 a 1) (IV, II, 15).
62 (IV, 9, 1125 a 17) (IV, III, 35).
63 (IV, 7, 1124 a 5) (IV, III, 17).
64 (IV, 7, 1124 a 17) (IV, III, 18).
65 (IV, 7, 18) (IV, III, 18).
66 (IV, 8,1124 b 6) (IV, III, 23).
67 (IV, 83, 1129 b 25) (V, I, 15).
68 (V, 3, 14) (V, I, 13)
69 (V, 3, 1129 b 31) (V, I, 15)
70 (V, 3, 1130 b 10) (V, I, 20)
71 (V, 4, 1130 b 34) (V, II, 6)
72 (V, 3, 1130 b 3) (V, I, 17)
73 (V, 6, 1131 a 14-19) (V, III, 4-5).
74 (V, 14, 1137 b 17) (V, X, 4).
75 (V, 14, 1137 b 25) (V, X, 6).
76 La lengua castellana reserva la palabra amistad a la philia perfecta de Aristóteles; por otro lado, la philia es recíproca por esencia, como dirá Aristóteles. Por esta razón utilizaremos la palabra griega philia.
77 (VIII, 1, 1155 a 3) (VIII, I, 1).
78 (VIII, I, 1155 a 26) (VIII, I, 4).
79 (VIII, 4, 1156 b 7) (VIII, III, 6).
80 (VIII, 2, 1155 a 27) (VIII, II, 3).
81 Gauthier, op. cit. II, p. 681.
82 (VIII, 4, 9) (VIII, III, 6).
83 Gauthier, op. cit. II, 2° p. 676.
84 (VIII, 15, 1162 b 16) (VIII, XIII, 4).
85 (IX, 1, 1164 b 6-10) (IX, I, 8).
86 Amoibê: ver supra, nota 24.
87 (IX, I, 1164 b 14-19) (IX, I, 9).
88 (VIII, 15, 1162 b 28) (VIII, XIII, 6).
89 (VIII, 16, 1163 b 1) (VIII, XIV, 2).
90 (VIII, 16, 6) (VIII, XIV, 3).
91 (VIII, 15, 1162 b 34) (VIII, XIII, 8).
92 (IX, 7, 1167 b 19) (IX, VII, 1).
93 (IX, 7, 1167 b 28) (IX, VII, 2-4).
94 (X, 7, 1177 b 22) (X, VII, 7).
95 (X, 5, 1175 a 30) (X, V, 2).
96 (X, 7, 1177 a 15) (X, VII,1).
97 (X, 7, 1177 b 27) (X, VII, 8).
98 (IX, 9, 1169 b 29-31) (IX, IX, 5).
99 (IX, 9, 1170 a 6) (IX, IX, 6).
100 (IX, 9, 1169 b 33) (IX, IX, 5).
101 Gauthier, op. cit. II, 2°, p. 716.
102 Ibid.
103 Etica a Eudemeneo, VII, 12, 1245 b 14-19, de acuerdo a Gauthier, op. cit. II, p. 761.
104 (IX, 9, 1170 a 29 – 1170 b 13) (IX, IX, 9-10).
105 Gauthier, op. cit. II, 2°, p. 759.
106 (IX, 12, 1171 b 32) (IX, XII, 1-2).
107 Gauthier, op. cit. II, p. 768.
108 Ibid., p. 769.
109 Ibid., p. 769.
110 Banquete, VII, 31, citado por Gauthier, op cit. II, p. 763.
111 (IX, 12, 1171 b 29) (IX, XII, 1).
112 (VIII, 8-9, 1158 a 10-12) (VIII, VI, 2).
113 Magna Moralia, 1213 a 15-24. Citado por P. Aubenque, “L’ amitié chez Aristote”, Actes du VIIIº Congrés des Sociétés de Philosophie de langue française, 1956, PUF.
114 (IX, 8, 1169 a 18-34).
115 (IX, 5, 1166 b 33).
116 Gauthier, op. cit. II, p. 690.
117 O, por lo menos, un cierto fundamentalismo cristiano, concretamente: protestante, tal como expresa la teología de Nygren, en su célebre obra Eros et Agapê, posición que citan Gauthier y Jolif y que no parecen refutar.
118 Christian Meier, Politik und Anmut. Traducción francesa, La politique et la grâce. Anthropologie politique de la beauté grecque. Seuil, 1987, p. 37.
119 Ibid., p. 50.
120 (VIII, 9, 1159 a 28) (VIII, VIII, 3).
121 (VIII, 9, 1159 a 27) (VIII, VIII, 4-5).
122 (VIII, 10, 1159 b 1) (VIII,VIII, 4-5).
123 Le problème de l’Etre chez Aristote. PUF, 1962. Reedición 1991, p. 504.
124 Des bienfaits, I, III.
125 Gauthier et Jolif, op. cit. II, p. 376.
126 J. A. Schumpeter, History of Economics Análisis, citado por M. I. Finley, Economie et Société en Grèce ancienne, La Découverte, 1984, p. 264; y K. Polanyi & C. Arensberg, Trade and Market in the Early Empires. Economics in History and Theory. 1957. Al final de la obra de Finley se encontrará una bibliografía reciente sobre esta cuestión : ¿Hay una análisis económico digno de este nombre en Aristóteles?
127 La Politique, edición “Les Belles Lettres”, traducción de Jean Aubonnet. (I, IX, 5) (1257 a 19-25).
128 Aristóteles emplea para referirse a las relaciones de reciprocidad una terminología variada: dosis, métadosis, antapodosis, amoibe; para el intercambio en el sentido de reemplazar una cosa por otra, sentido que Finley califica de “neutro”: allagê, metabletikê. Para el intercambio especulativo, o la ganancia, Aristóteles emplea la expresión kapêlike (el arte del pequeño comerciante) (ver Finley, o. cit., p. 280). Pero ocurre que los traductores reemplazan la palabra don o don con reciprocidad por intercambio. Polanyi mostró que en los tres textos fundamentales que tratan de la reciprocidad y del intercambio, en la Política y en la Ética, la confusión entre intercambio y reciprocidad reposa en particular sobre la traducción de la palabra metadosis. “En una sociedad arcaica en la que tenían lugar fiestas públicas, incursiones de grupos y otras reuniones en las que se practicaba la ayuda mutua y la reciprocidad, el término “metadosis” revestía una sentido operatorio particular – significaba “acción de dar una parte”, sobre todo fondos comunes de alimentación en una fiesta religiosa, una comida de ceremonia o toda otra actividad colectiva y pública. Tal es la significación que el diccionario atribuye a “metadosis”. Su etimología subraya el carácter tomaba la palabra “metadosis” en esos tres pasajes cruciales por excepciones (…) Los traductores modernos (…), al traducir “metadosis” por”“intercambio” transformaron la afirmación de Aristóteles en un truismo vacío. Este error ponía en peligro todo el edificio del pensamiento económico de Aristóteles sobre ese punto crucial (…) El intercambio, concebido como viniendo del hecho de que cada uno comparte al fondo común de alimentación era la clavija que mantenía juntos los elementos de una teoría de la economía fundada en el postulado de autosuficiencia de la comunidad y la distinción entre comercio natural y comercio no natural. Pero todo esto parecía tan extraño al espíritu de los traductores habituados al mercado, que encontraron refugio en una interpretación contraria al texto y perdieron finalmente el hilo de la argumentación” (Polanyi y Arensberg, op. Cit. P. 116) (Los tres pasajes cruciales son: Ética (V,8, 1132 b 33) (v v 6) y Política (1257 a 24 y 1280 b 20).
129 Politique (I, IX, 7) (1256 b 30-34).
130 Finley, op. cit. p. 280.
131 Politique (I, VIII, 12) (1256 a 1-8).
132 “Aristoteles descubre la economía” Op. cit. p. 95-117.
133 Politique (I, IX, 10) (1257 b 5-10).
134 Ibid., (I, IX, 9) (1259 a 10-18).
135 Ibid., (I, IX, 16) (1257 b 40, 1258 a 16).
136 Etica a Nicómaco, (V, 8, 1133 a 13-16) (V, V, 8-9).
137 Ibid., (V, 6, 1131 a 22) (V III 6). Ver también Política (III, IX, 3).
138 Tomás de Aquino imagina esta noción a favor de un contrasentido sobre la traducción latina del texto de Aristóteles. Esto lo establece D.G. Ritchie, “Aristotle’s Subdivisions of Particular Justice” en The Classical review, 8 (1894)185-192 (según Gauthier y Jolif). “El dikaion to en tois sunallagmasi diorthôtikon” de Aristóteles era también rendido en la traducción de Robert Grosseteste: una autem quae in commutationibus directiva (131 a 1); reliqua autem una directivum quod fit in commutationibus et in voluntariis et involuntariis (131 b 25). La palabra importante era directivum, diorthôtikon pero Santo Tomás, por el contrario, subrayó la palabra commutationibus y, frente a la justicia distributiva, no conoce, en su comentario sobre la Ética, sino la justicia conmutativa, que dirige los intercambios. En cuanto a la justicia correctiva, propiamente dicha, ella no es sino un aspecto secundario de la conmutatividad y la importancia que Aristóteles daba a diorthotôtikon pasa desapercibida. ”(Gauthier y Jolif, op. cit. II. p. 370).
139 Gérard Courtois muestra que Aristóteles defiende la venganza y no la opone para nada a la justicia: “Si un sentimiento de semejante fuerza y de tal parentesco con la justicia debe ser eliminado del campo de los intercambios sociales (como la intelligentsia de la época comenzaba a creerlo y como está persuadida la actual) puede estar condenada la ciudad misma. Como si el pasaje de la ciudad al Estado se dejara anunciar en el encierro de la venganza”. “El sentido y el valor de la venganza en Aristóteles y Séneca””La vengeance, 4to vol., p. 91, Cujas, 1984.
140 La hipótesis ha sido planteada por Burnet, según Gauthier y Jolif, op.cit., II, p. 358.
141 Gauthier y Jolif, op. cit., II, p. 358 y p. 370. Los comentaristas de la Escolástica engloban, en su noción de “justicia directiva” (correspondiente al “dikaion diorthôtikon”de Aristóteles) la “justicia correctiva” (limitada a las transacciones cumplidas contra el deseo de una de las partes, (dikaion epanorthôtikon) y la “justicia conmutativa”, que dirige los intercambios y cubre la reciprocidad proporcional (antipeponthos kat’analogian).
142 Según Gauthier y Jolif, op.cit., II, p. 358.
143 Stewart, según Jolif, II, p. 359. Finley se suma a esta interpretación.
144 El vendedor hace de bienhechor desde el momento en que el pago es diferido: (VIII, 15, 1162 b 30) (VIII, XIII, 6). Ahora bien, en cualquier caso, la “amistad legal””(nomikê, distinguida de êthikê) es la que se practica en los mercados (agoraia), donde el pago es inmediato, de mano a mano (ek cheiros eis cheira); Aristóteles todavía ve en esta forma, amistad. Es la reciprocidad la que mantiene la ciudad y Aristóteles eleva hasta las Gracias la celebración del reconocimiento, antapodosis, el don de vuelta a quien lo tiene de derecho (V, 8, 1133 a 2) (V, V, 7).
145 Si la venta y la compra son un todo, los juristas hacen, en cambio, una distinción sobre este punto entre la venta y el “intercambio”. En sus categorías, que difieren de aquellas de los economistas, la noción de intercambio está reservada al intercambio en natura de dos bienes. Ese contrato de intercambio es analizado por ellos en dos ventas, en las que cada una de las cosas intercambiadas es recíprocamente el precio de la otra.
146 Ethique (V, 7, 1132 b 16) (V, IV, 14).
147 Ibid. (V, 7, 1132 a 30-32) (V, IV, 9).
148 Ibid. (V, 8, 1133 a 11) (V, V, 8).
149 Ibid. (V, 8, 1133 a 22) (V, V, 10).
150 Gauthier y Jolif traducen: “Habrá entonces reciprocidad cuando las mercancías sean igualadas, de manera que la relación que existe entre un agricultor y un zapatero se reencuentre entre el trabajo del agricultor y el zapatero”. Sin embargo, esta traducción reestablece una ambigüedad, evitada en la traducción del pasaje precedente, ambigüedad que suprime la posibilidad de determinar lo que se debe dar al otro, y que muestra hasta qué punto la idea de Aristóteles determinó dificultades de interpretación.
151 Jorion denunció el contrasentido de varios intérpretes de este pasaje: “Aristóteles escribe, en efecto, que el agricultor es al zapatero como el producto del zapatero es al producto del agricultor, tal como había escrito antes que el albañil es al zapatero como un número de zapatos es a una casa… La única traducción francesa correcta de este pasaje es la recientemente elaborada por P. Taïeb: “Es necesario pues que lo que el arquitecto es al zapatero, tal número de zapatos lo sea a la casa o el alimento…“(Taïeb y Latouche, 1980, “Aristote et l’Economie politique”, Cahiers du Cerel, 21, 1980, p. 1-65). Paul Jorion, " Déterminants sociaux de la formation des prix de marché. L´exemple de la pêche artisanale ". Revue de M.A.U.S.S., no. 9, (1990) pp. 104-105.
152 Paulette Taïeb “Aristote et la Réciprocité” en M.A.U.S.S. nº 9 (1990) p. 174 (Según Ethica Nicomachea, V, 5, Oxford University Press, Londres, 195, pp. 98-101).
153 Capital, I, I, IV.
154 Eth. (V, 8, 1133 b 18) (V, V, 14).
155 Le diccionario da por référencia: Pol., 1, 6, 10.
156 Idem : Rét., 1, 15, 22.
157 Finley, (1984), p. 270.
158 Eth. (V 8 1133 a 26) (V, v, 11).
159 Ibid, (V 8 1133 b 6-9) (V, v, 13) Gauthier et Jolif, op. cit.
160 Ibid. (V, v, 14).
161 Marx, op. cit., I, I, III.
162 Ibid.
163 Ibid.
164 Finley M. I., Le monde d’Ulysse, 1983, La découverte, Maspéro, p. 68.
165 Ibid. p. 70: “no era miembro de un oikos y, en cierta medida, incluso la suerte del esclavo era mejor”.
166 Finley, (1984), p. 269.
167 Eth. (V 7 1132 a 19) (V, IV, 7)
168 Meier, op. cit., p. 36-37.
169 “Y ese debe ser aún el sentido de esa palabra en Tucídides, donde hace decir a Pericles que, como ciudadanos, al menos, los atenienses están, en casi todos los respectos, a la altura de las circunstancias en tanto que miembros de la Asamblea del Pueblo, consejeros, magistrados, soldados, remeros, cantores en los coros, jurados, jueces de representaciones teatrales, así como en las tareas domésticas de todos los días y por las cuales se procuran sus recursos cotidianos; actividades todas que la mayor parte de los atenienses ejercían conjuntamente. Y bien, al cumplir esos roles diferentes, actuaban, cada uno, como parte de una totalidad que disponía de la autarquía más grande (hasta no haber aprendido nunca nada del otro y a servir, por el contrario, de modelo); si se hacía total, la autosuficiencia de los atenienses era completa. ”Meier, op., cit., p. 75.
170 Eth. (VIII, 12, 1160 b 14) (VIII, x, 3).
171 Ibid., (V, 7, 1132 a 7).
172 G. Courtois, “La venganza: del deseo a las instituciones” p. 17, en La vengeance, Etudes d’ethnologie, d’histoire et de philosophie, volumen 4. Textos reunidos y presentados por Gérard Courtois, Editions Cujas, 1984. Para Aristóteles, volver a ser activo, es ya el sentido de la cólera. Como escribe Gérard Courtois: “La cólera es un deseo de ejercer una fuerza sobre el que pareció poner en duda la nuestra. Se trata, al precio de un dolor (variable) del otro, de manifestar nuestra actividad y abandonar nuestra posición pasiva. Aristóteles insiste mucho en la antítesis (activo/pasivo)… Para la Retórica, el dolor, en el origen de la cólera, está ligado al estado del paciente o del pasivo (paskontos, pathonta) Retórica, (I, 10, 1369 b 13) (II, 2, 1378 b 24) (I, 14, 1374 b 33). Vengarse, es volverse otra vez activo (Ibid, I, 10, 1369 b 13) (Ética, V, 1133, a , 1). Los vengadores son llamados: antipoiuntes, (Retórica, II, 2, 1378, b 36), “aquellos que actúan de vuelta o a su vez.””Op. cit., p.97.
173 Ver supra: La réciprocité négative chez les Jivaro, p.93
174 Este valor es, pues, un reconocimiento objetivo: la de todos los miembros que participan del mismo sistema relacional. Cuando la relación con el otro es singular, este reconocimiento es exigido a aquel del cual uno se venga. Aristóteles subraya que este reconocimiento da sentido a la venganza misma, que es la exigencia del vengador y que es incluso su objetivo principal.
“El que odia desea el mal al que odia, pura y simplemente, como incluso podría desear suprimirlo como un objeto, mientras que el vengador quiere hacer confesar un valor a un sujeto”, precisa Gérard Courtois refiriéndose a la Retórica II, 3, 1382 a 3-15. El sentimiento que emerge de la reciprocidad, a cuya restauración está ordenada la venganza, el vengador la hace reconocer a la fuerza a quien pretende ignorarla.
“No le basta que el otro sufra, es necesario que sea testigo de su sufrimiento (Ibid a 9) y, sobre todo, que sufra por su ofendido. Aristóteles también felicita a Homero por haber hecho experimentar a los héroes de la Odisea la necesidad de decir a Polifemo: “Cíclope… el que te ciega, es el hijo de Alertes, ¡sí! El saqueador de Troya, el hombre de Itaca, Ulises”. Como si, comenta Aristóteles, “Ulises no tendría que haber sido vengado si el Cíclope hubiera ignorado por quien y en represalia de qué había sido cegado” (Retórica, II, 3, 1380 b 24-25.”) (Courtois, ibid).
175 Ibid., p. 104.
176 Ibid., p. 121.
177 Ibid., p. 104.
178 Ethique (V, 8, 1132 b 21 sq.), trad. de Courtois.
179 Ibid., p. 122.
180 On pourra également se rapporter à la traduction de P. Taïeb, publiquée par: La Revue du M.A.U.S.S. nº 11, p. 102. Sur métadosis voir ei-dessus p. 221.
181 Eth., (V, 8, 1132 b 33) (V, v, 6-7).
182 Finley, 1994, p. 278. “No hay traza de análisis económico” (p. 282), ya que “el intercambio comercial no era el tema tratado por la Ética” (p 281). Finley reprocha a Schumpeter y Joachim el buscar en Aristóteles los conceptos económicos modernos. Propone respetar la especificidad del análisis de Aristóteles. “Debo confesar que, como Joachim, no comprendo lo que pueda significar la relación proporcional entre los productores, pero no excluyo la posibilidad de que “como un arquitecto es a un zapatero”, debe ser, de una forma u otra, tomado literalmente” Op. cit., p. 275. Retoma la definición de la economía sustantiva propuesta por Polanyi, pero no llega hasta reconocer, en Aristóteles, un análisis de la economía de reciprocidad.
183 Karl Marx, La production humaine, Manuscrits de 44, Oeuvres II, La Pleiade, pp. 33-34.

   
     

Bibliografía


I. Obras citadas o consultadas en Maussiana : el Tercero en la reciprocidad positiva

BATAILLE, G.
1967 La part maudite, Ed. de Minuit, Paris.

CAILLÉ, A.
1991 “Nature du don archaique”, Revue de M.A.U.S.S, Mouvement Anti-Utilitariste dans les Sciences Sociales, 3° trim. Paris.
1991 “Le don perdu et retrouvé”, Revue de M.A.U.S.S, n° 12, La Découverte, Paris

CAZENEUVE, J.
1968 La sociologie de Marcel Mauss. PUF, Paris

CONDOMINAS, G.
1972 “Marcel Mauss et l´homme de terrain”, L´Arc, n° 48, Aix-en-Provence.

DAVY, G.
1922 La foi jurée, Alcan, Paris.

DERRIDA, J.
1992 Donner le temps. 1. La fausse monnaie. Galilée, Paris

DUMONT, L.
1983 “Marcel Mauss, une science en devenir” en Essais sur l´individualisme, une perspective anthropologique sur l´idéologie moderne, Seuil, Paris

DURCKHEIM, E.
1960 De la division du travail social, PUF, Paris

DUVIGNAUD, J.
1977 Le don du rien, essai d´anthropologie de la fête, Stock, Paris

EVANS-PRITCHARD, J.
1972 “L´Essai sur le don”, L´Arc, n° 48, Aix-en-Provence (Prefacio a la edición inglesa: The Gift, The University Press, Aberdeen)

GASCHÉ, R.
1972 “L´échange héliocentrique”, L´Arc, n° 48, Aix-en-Provence

GUGLER. J.
1964 “Bibliographie complète des oeuvres de Marcel Mauss”, L´Homme, Revue francaise d´anthropologie, vol IV, n° 1, Paris.

GUIDIERI, J.
L´abondance des pauvres. Six aperçus critiques sur l´anthropologie, Seuil, Paris

LEENHARDT, M.
1922 “La monnaie néo-calédonienne”, Revue d´ethnographie, Paris.
1971 Do Kamo, Gallimard, Paris (1947).
1950 “Marcel Mauss (1875-1950)”, Annuaire de l´Ecole Practique des Hautes Etudes, Section des sciences religieuses.

LEFORT, C.
1951 “L´échange et la lutte des hommes”, Les temps modernes, n° 64, Paris.

LÉVY-BRUHL, L.
1950 “In memoriam Marcel Mauss”, L´année sociologique, 3° série, Paris.

LOJKINE, J.
1989 “Mauss et L´Essai sur le Don. Portée contemporaine d'une étude anthropologique sur une économie non marchande”, Cahiers internationaux de sociologie, vol. LXXXVI, Paris.

LUPASCO, S.
1951 Le principe d¨antagonisme et la logique de l´énergie, Hermann, Paris (Réédición: Le Rocher, 1987)

MAC CORMACK, G.
“Mausss and the spirit of the Gift”, Océania Sydney, vol. 52, n° 4, Australia.

MALAMOUD, B.
1988 Lien de vie, noeud mortel, les représentations de la dette en Chine, au Japón et dans le monde indien. Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales, Paris.

MALINOWSKY, B.
1963 Les Argonautes du Pacifique occidental, Gallimard, Paris.

MARX, K.
1972 Manuscrits de 1844, Ed. Sociales, Paris.

MAUSS, M.
1923 “Essai sur le don, Forme et Raissson de l´Echange dans les sociétés archaiques”, L´Année sociologique, 2° série, t. I. Paris. El Ensayo fue recogido en Sociologie et anthropologie, PUF, Paris. Préface de C. Lévi-Strauss
1967 Manuel d´etnographie, Petite Bibliothéque Payot, Paris
1968 Oeuvres, édit. Et présentées par Victor Karady, Ed. De Minuit, Paris, I. Les fonctions du Sacré. II Répresentations collectives et diversité des civilisations. III. Cohésions sociales et divisions de la sociologie. Bibliographie de l´oeuvre de Mauss
1969 Essais de Sociologie, Ed. De Minuit, Paris

MEILLASSOUX, C.
1978 “Maus: du don antagonistique au don paisible”, Anthropologie et Sociétes, vol, 2, n° 2, Québec.

MERLEAU-PONTY, M.
1960 “De Mauss á Lévi-Strauss”, Signes, Gallimard, Paris.

POLANYI, K. Bajo la dirección de...
1957 Trade and Market in the Early Empires. Economics in History and Theory. The Free Press, New York

RACINE, L.
1986 “Les Formes Elémentaires de la Réciprocité”, L´Homme, 99, XXVI (3) Paris.

RAPHAEL, F.
1970 “Marcel Mauss, précurseur de l´anthropologie structurale”, Cahiers internationaux de sociologie, Paris

SAHLINS, M.
1976 Âge de pierre, âge d´abondance. L´économie des societes primitives. Préf. de Pierre Clastres, Gallimard, Paris.

SCHULTE-TENCKHOFF, I.
1986 Potlatch: Conquéte et Invention. Ed. D´en Bas, Laussanne

SERVET, J.M.
1984 Numismata. Etat et origine de la Monnaie, Presses Universitaires, Lyon.

SMITH, A.
1776 An Inquiry into the Natur and Causes of the Wealth of Nations. Traducción francesa Recherches sur la nature et les causes de la richesse, Gallimard, Paris, 1976

TEMPLE, D.
1985 La dialéctica del don. Ensayo sobre la oikonomía de las comunidades indígenas, HISBOL, La Paz,
1989 Estructura comunitaria y reciprocidad. Del Quid pro quo histórico al economicidio, HISBOL-Chitakolla, La Paz.


II. Obras citadas o consultadas en La reciprocidad negativa entre los Jíbaros

ANSPACH, M. R.
1986 “Penser la vengance”, Esprit, 7, juillet p. 103-111, Le Seuil, Paris.

HARNER, M. J.
1977 Les Jivaros, Payot, Paris.

HOBBES, T.
1971 Leviathan, trad. Franc. Tricau, Sirey, Paris (1651).

LEVI-STRAUSS, C.
1967 Les Structures Elémentaires de la Parenté, Mouton, Paris, La Haye (1947)
1968 La vie familiale et sociales des Indiens Nambikwara, Société des Américanistes, Paris.

LUPASCO, S.
1973 L´énergie et la matiére psychique, Julliard, Paris.

MALINOWSKY, B.
1963 Argonauts of the Western Pacific, London (1922)

SABOURIN, E.
1982 Ethnodéveloppement et Réciprocité. Le Conseil Aguaruna et Huambisa. Mim. Univ. Paris.

TEMPLE, D.
1989 Estructura comunitaria y reciprocidad. Del Quid pro quo histórico al economicidio, HISBOL-Chitakolla, La Paz.
1993 “Le sceau du serpent”, en “L´Art Céramique Shipibo”, La revue de la Céramique et du Verre, n° 64, main-juin, Vendin-le-Vieil.

VERDIER, R, bajo la dirección de...
1979 La vengeance. vol I: Etudes d´Ethnologie, d´Histoire et de Philosophie; vol. II: Vengeance et pouvoir dans quelques sociétés extra-occidentales, Cujas, Paris.

III. Obras citadas o consultadas en La Reciprocidad simétrica en la Grecia antigua

ARISTOTE
1990 Ethique de Nicomaque, texte et traduction Jean Voilquin, Garnier, Paris
1991 Les Grands Livres d´Ethique (La grande Morale) trad. C. Dalimier, Arléa, Paris
1992 L´Ethique á Eudème, trad. Vianney Décarie, Vrin, Paris
1993 La Politique, trad. J. Aubonnet, Les Belles Lettres, Paris.

AUBENQUE, P.
1990 Le problème de l´Etre chez Aristote, PUF, Paris (1962).

BENVENISTE, E.
1969 Le vocabulaire des institutions indo-européennes, I, Ed. De Minuit, Paris.

COURTOIS, G.
1983 “Le sens et la valeur de la vengeance chez Aristote et Sénéque” en La vengeance, Etudes d´ethnologie, d´histoire et de philosophie, 4° volume, La vengeance dans la pensée occidentale, textes réunis et présentés par G. Courtois, Cujas, Paris.

FINNLEY, M. I.
1984 Le Monde d´Ulysse, Maspero, Paris.
1985 Economie et Société en Grèce ancienne, La Découverte, Paris.

GAUTHIER, R.A. & JOLIF, J. Y.
1958 L´Ethique à Nicomaque, Introduction, Traduction et Commentaire, Publications Universitaires de Louvain, 3 vol.

GERNET, L.
1982 Droit et Institutions en Grèce antique, Flammarion, Paris
1982 Anthropologie de la Grèce antique, Flammarion, Paris.

HOMERE
1959 L´Iliade, texte et traduction de P. Mazon, G. Budé, Les Belles Lettres, Paris.
1960 L´Iliade, traduction E. Lasserre, Garnier, Paris
1967 L´Odyssée, texte et traduction de V. Bérard, G. Budé, Les Belles Lettres, Paris.
1967 L´Odyssée, traduction de M. Dufour et J. Raison, Garnier, Paris.

JORION, P.
1991 “Déterminants sociaux de la formation des prix du marché. L´exemple de la pèche artisanale”, Revue du M.A.U.S.S. n° 9, 1990, pp. 104-105.

LEVI-STRAUSS, C.
1983 Paroles données, Plon, Paris.

MAUSS, M.
1968 Oeuvres III, éd. de Minuit, Paris.

MEIER, C.
1986 La politique de la grâce, anthropologie politique de la beauté grecque, Des Travaux, Seuil, Paris.

NYGREN, A.
1987 Eros et Agapé, Aubier, Paris.

POLANYI, K. ARENSBERG, C. M. PEARSON, H. W.
1957 Trade and Market in the Early Empires, Economics in History and Theory, The Free Press, New York.

SAHLINS, M.
1980 Au coeur des sociétés. Raison utilitaire et raison culturelle, Gallimard, Paris.

SVENBRO, J.
1984 “Vengeance et société en Grèce archaique. A propos de la fin de L´Odyssée” La Vengeance, III, dir. R. Verdier, Cujas, Paris

TAIEB, P.
1990 “Aristote et la réciprocité”, Revue de M.A.U.S.S. n° 9, p. 174.

VERDIER, R. & THOMAS, Y. bajo la dirección de...
1985 La Vengeance, Etudes d´ethnologie, d´histoire et de philosophie, 3° vol., Vengeance, Pouvoirs et Idéologie dans quelques civilisations de l´Antiquité, Cujas, Paris

VULLIERME, J-L. 1983 “La juste vengeance d'Aristote et l´économie libérale” in La Vengeance, op. cit. 4° vol. Cujas, Paris