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IV

La venganza

y

la reciprocidad negativa

   
         
  sommaire

20) La reciprocidad de venganza

21) La reciprocidad negativa

-El rol de la reciprocidad en la función simbólica

-El lugar de la reciprocidad negativa en la economía de la función simbólica

-El don, la venganza y los dioses

-Principios de unión y de oposición

Venganza ad extra, venganza ad intra

La importancia de la muerte en la mergencia de lo simbólico

La génesis del valor: el Tercer incluido

-La emergencia del Tercer incluido

Imaginario y simbólico

La liberación del Tercer incluido de los imaginarios de la venganza y de la alianza

Estructura y representación

Venganza y alienación

Venganza y Génesis

Anexos

Notas de pie de pagina

   
         
   

20

La reciprocidad de venganza

   
   

El sentimiento de pertenencia a la humanidad no es engendrado solamente por la reciprocidad de alianza, la reciprocidad de parentesco, la reciprocidad de dones, sino también por la reciprocidad de venganza, en la que el rapto responde al rapto, la injuria a la injuria, el asesinato al asesinato. Lo que importa, en esta reciprocidad “negativa”, no es tanto vengarse, como construir con el enemigo una relación generadora de una conciencia común.

Sin embargo, según las tesis defendidas por autores modernos, la reciprocidad de venganza sería un intercambio de asesinatos o de injurias, gracias al cual cada comunidad restablecería un equilibrio de fuerzas con otra, lo suficientemente estable como para poder vivir en paz. Svenbro (1) intenta, incluso, interpretar la venganza no como un intercambio negativo (pérdida mutua de riquezas y poderes) sino como un intercambio positivo: la venganza permitiría reforzar la solidaridad interna del grupo y, luego, esta solidaridad sería eficiente en la producción de riquezas. Por lo tanto, podría haber un “don de asesinato” que se traduciría como una ventaja, para aquel que lo recibiere. Pero, tal don, para Svenbro, enmascararía un intercambio, porque sería concedido con la sola condición de que el otro se vengue.

Todas estas tesis denuncian la idea que la venganza o la guerra no son sino una ruptura del intercambio y sostienen, al contrario, que las relaciones de venganza entre comunidades son formas de intercambio (negativa o positiva) respecto a su patrimonio o a su identidad.

Según Florestan Fernándes (2), que estudia la reciprocidad de asesinato entre los tupinamba del Brasil, la unidad del grupo estaría cimentada por una función religiosa y la relación con las almas de los muertos, haría intervenir una función mágica. Los difuntos serían miembros del grupo, extraídos de la comunidad por los enemigos, de tal manera que el grupo sería debilitado en la competencia para apropiarse el territorio. La venganza consistiría en la liberación de las almas prisioneras. Esta teoría permite relacionar entre sí prácticas difíciles de interpretar separadamente como gritos chamánicos de captura de almas, antropofagia, venganza, matrimonio del asesino con la viuda o la hija de la víctima, sacrificio de prisioneros y de sus hijos, fiestas suntuosas organizadas para la ocasión. Pero el funcionalismo de Fernándes limita la reciprocidad de asesinatos al mantenimiento de la identidad mística presunta de cada grupo.

Itéanu (3) indica que, entre los osetes, la reciprocidad de venganza está asociada a la reciprocidad de filiación. El hijo debe vengar al padre. Se engendra así una continuidad mística entre los difuntos, los padres y los hijos. Itéanu observa que la percepción de esta continuidad está confrontada a aquella de la discontinuidad de los grupos de venganza. “La violencia participa así de dos concepciones del tiempo y del espacio”; “es sólo al precio de una apertura de cuenta con el exterior y aceptando las modalidades de este compromiso que (el asesino) accede al tiempo y espacio social”. Itéanu, sin embargo, deduce sólo una “apertura de cuenta” enfeudada a las reglas del intercambio entre grupos: “el asesinato renueva, cada vez, por la falta que implica, el estado de relaciones entre los grupos, reactivando las deudas de sangre”.

Todas estas tesis interpretan la reciprocidad de venganza como un intercambio. La Teoría de la reciprocidad sostiene, por el contrario, que esta matriz crea, entre las comunidades, una nueva entidad de referencia, un parentesco espiritual. Este valor: el honor, producido por la reciprocidad negativa, común a los grupos que pone en relación, es un lazo social al mismo título que la amistad, producida por la reciprocidad positiva. En seguida, cada grupo enemigo reivindica lo máximo de este valor. Entre los jíbaro, la venganza es exigida al enemigo, como un verdadero derecho: el derecho a la existencia como ser jíbaro.

La relación entre las dos formas de reciprocidad está, desde entonces, determinada por la preocupación de explotarlas a ambas y de hacerlas cohabitar en territorios separados, puesto que se excluyen la una de la otra. A menudo el mana inter-comunitario, creado por la reciprocidad de venganza, toma el relevo del mana engendrado por la reciprocidad positiva, donde se detienen las posibilidades de la alianza y del don.

Sin embargo, existe una importante diferencia entre ambas reciprocidades: en la reciprocidad positiva, la representación: el prestigio, del sentimiento de humanidad va en beneficio del que toma la iniciativa del ciclo: el donador. En la reciprocidad negativa, la víctima recibe la representación: el alma de venganza, del sentimiento de humanidad producido por la reciprocidad, mientras el asesino, que tuvo la iniciativa del ciclo, pierde esta alma de venganza por la actualización de la venganza; del mismo modo como el donatario, que recibe el don, “pierde la cara” frente al donador. Sólo la reproducción del ciclo le permite acrecentar su sentimiento de humanidad (el kakarma jíbaro). La reciprocidad negativa permite, así, separar el valor producido por la reciprocidad, del imaginario en el que se representa y que es característico de la manera en la que la reciprocidad se actualiza. El valor de la reciprocidad aparece, de este modo, como sobrenatural, lo que explica la estima de las sociedades de reciprocidad por la venganza y la guerra.

De la misma manera, que la reproducción del ciclo del don, implica el aumento del prestigio, la reproducción del ciclo de la venganza implica la del honor guerrero. Pero como la representación de la venganza pertenece a aquel que sufre el asesinato, el asesino está obligado a apropiarse de esta representación: el alma de su víctima; de ahí, los ritos complejos de captura de almas, de los cuales se ocupó Florestan Fernandes.

Sin embargo, las dos reciprocidades son frecuentemente consideradas, por las comunidades indígenas, como equivalentes, en tanto que matrices de valores humanos, y pueden ser sustituidas la una por la otra, lo que nos recuerda Nicolas (4) a propósito de los hausa del Sudan: “La ley del contra don es la misma que la ley del talión. Se trata, en ambos casos, de restablecer un equilibrio cuestionado por un exceso. Este último abre un “vacío” que el “receptor” tiene absolutamente que llenar, so pena de la más grande humillación: se devuelve el mal por el mal, tal como un regalo por un regalo o una mujer por otra. De ahí proviene el aspecto ambivalente del vocabulario que concierne a uno y otro proceso, que atañe solamente a la calidad del objeto de la “deuda”, pero no al principio en sí, idéntico en ambos casos”.

La equivalencia de ambas reciprocidades, como matriz de un sentimiento primordial de humanidad, ya había sido reconocida por Aristóteles (5): “O es en el mal, que se busca actuar en retorno, sino parece esclavitud, o es en el bien, sino ya no hay compartir (metadosis) pues es por el compartir que permanecemos juntos”.



   
   

 21

La reciprocidad negativa

   
   

El rol de la reciprocidad en la función simbólica

Los clásicos, por ejemplo Hobbes, creen que el hombre, originalmente, recurre a la razón para dominar la naturaleza y defenderse de su rival. Luego, bajo el consejo de esta misma razón, obtendría lo que desee (1). En el siglo XX, los antropólogos fundaron su disciplina a partir de ese punto de vista.

Mauss, por ejemplo, postula que el intercambio sucedió a la guerra: “Dos grupos de hombres que se encuentran no pueden sino separarse -y si desconfían o se lanzan un desafío, batirse- o bien tratar ”(2).

Lévi-Strauss dice lo mismo: “Como Tylor lo había comprendido hace un siglo, el hombre supo muy pronto que debía elegir entre “either marrying-out or being killed-out”: el mejor, si no el único medio para que las familias biológicas no se vean llevadas a exterminarse recíprocamente es el de unirse entre sí mediante lazos de sangre ”(3). Las bandas de los nambikwara en el Brasil se aproximaron, cuenta, bajo el llamado de la codicia de sus recíprocos bienes y con la esperanza de realizar intercambios fructuosos. Sin embargo, cuando se encuentran, los nambikwara manifiestan una extrema generosidad y dan sin contar… Y en un primer momento –es el de la reciprocidad- todos los bienes circulan libremente. Es sólo en un segundo momento, una vez que uno ha vuelto a casa, que intervendría el cálculo por la comparación de los bienes cedidos y recibidos. Entonces se plantearían así la pregunta aquellos que se creerían perdedores: ¿cómo reconquistar la ventaja? ¿Por la fuerza o el intercambio? Los dones recíprocos tendrían, pues, por objetivo, el de establecer la confianza y la paz y así podrían instituirse los intercambios. La reciprocidad de los dones vendría solamente a crear un clima propicio a intercambios duraderos. Desarmaría al adversario, apartaría la amenaza del rapto y de la violencia, haría posible la confianza para el intercambio. Sería instrumental.

¿Pero es el segundo tiempo del proceso el que motiva el encuentro de los nambikwara o, más bien, el primero, el de la reciprocidad, el que crea la confianza y la amistad? Ya que los pretendidos intercambios en los nambikwara quedan eternamente como dones recíprocos: “Si se los considera como intercambios, éstos se efectúan sin ningún regateo, tentativa de hacer valer un artículo, depreciación o desacuerdo entre las partes (…) Los nambikwara se abandonan enteramente, para la equidad de esas transacciones, a la generosidad del asociado. La idea de que se pueda estimar, discutir o regatear, exigir o recobrar, les es totalmente extraña ”(4).

Está claro: esas transacciones son dones: ¿Cómo entonces sostener que “el conflicto, siempre posible, da lugar a un mercado”? Lévi-Strauss sostiene que hay mercado, pero que los bienes intercambiados hacen intervenir compensaciones no materiales: “En los grupos en los que el comercio existe bajo una forma aún primitiva, los intercambios de bienes tienen como función consciente el aportar compensaciones psicológicas inconmensurables entre ellas antes que establecer equivalencias de valor ”(5). La reciprocidad de dones, que produce la confianza y la paz sería, nos dice Lévi-Strauss, enfeudada al éxito de los intercambios, pero en sus formas más primitivas, esos intercambios estarían sumergidos en el carácter afectivo de las compensaciones psicológicas. Esa felicidad y esta paz, esta amistad y esta confianza, ¿por qué son producidas si no es por la misma estructura de reciprocidad? ¿Cuál es el objeto de la reciprocidad? ¿Procurarse bienes que se desean, o constituir la matriz de lo que el autor llama “compensaciones psicológicas inconmensurables entre sí? ¿No hay que encarar dos matrices: la una, para tratar del haber, del objeto y, la otra, del ser, del sujeto?

Entre las equivalencias de los valores y la inconmensurabilidad de los dones psicológicos, Lévi-Strauss mismo introduce una contradicción. Los dones psicológicos constituyen el sujeto y no tienen precio. Pueden engendrarse pero no alienarse. El ser no puede reducirse al tener. La “compensaciones psicológicas” son inconmensurables, no se distribuyen como los bienes materiales, no se intercambian, pero merecen la benevolencia, la hospitalidad, el don, el cuidado por el otro, todas ellas prestaciones que son el anverso del interés por los bienes materiales.

Lévi-Strauss observa que cuando los nambikwara se encontraban muchas veces con éxito, deciden llamarse mutuamente cuñados, es decir, instituir una estructura de reciprocidad de parentesco ficticio, como si cada uno hubiera esposado a la hermana del otro. Esta fórmula de reciprocidad tiene la ventaja de ser perenne y de estabilizar las compensaciones psicológicas. Pero, para Lévi-Strauss, así como los dones están ordenados según los intercambios, la estructura de parentesco, que los nambikwara establecerían entre sus dos comunidades nuevamente en contacto, tendría la ventaja, sobre todo, de permitir el intercambio de novias para los muchachos jóvenes de uno y otro bando. Tal estructura estaría entonces directamente ordenada por un intercambio. Si yo dono una muchacha recibiré otra… ¿No sería que, en los nambikwara, Lévi-Strauss habría imaginado enfeudar la reciprocidad al intercambio, enfeudación consecuentemente generalizada a las estructuras elementales del parentesco?

Reconozcamos, primero, que la reciprocidad de los dones asegura el bien material de cada uno al mismo título que un intercambio. ¡Pero los dones no producen satisfacción sólo para el que los recibe! Si satisfacen materialmente al donatario, ¡llenan de dicha espiritual al donador! Admitamos, pues, que ahora los dones recíprocos no se anulan los unos a los otros, que quedan como dones sin contraparte aunque se hacen frente. Construyen una estructura de reciprocidad. El objeto dado recibe dos atribuciones: satisface la necesidad del otro por su naturaleza (la mandioca es donada para ser comida; es consumida por el otro); satisface, por otra parte, al donador con un valor más alto, la “compensación psicológica” de Lévi-Strauss –que nosotros llamaremos un valor de ser- y que el donatario reconoce al aceptar el don (¡la mandioca no puede ser rechazada, ni siquiera compensada, debe ser aceptada como un presente!) y este valor psicológico es positivo para el donador aunque es negativo para el donatario. Para beneficiarse de este “valor de ser”, éste, a su vez, debe donar. A partir de esta necesidad nace una dialéctica, la dialéctica del don, inversa a la del intercambio y el interés.

A la tesis de que las prestaciones de reciprocidad conducirían a intercambios, se opone el hecho de que, cuando un hombre recibe bienes de prestigio, incluso si está seducido por los objetos preciosos que le da el otro, su posición no es el único motor de la transacción, sino, antes, el prestigio que obtendrá al volver a dar. Cuando un occidental introdujo un hacha de fierro en una sociedad amazónica, esta herramienta excitó, ciertamente, la codicia de los amazónicos, pero, para ellos, esta codicia no es nada al lado de la alegría que obtendrán al volver a donar esta hacha, es decir, la alegría de ser reconocidos, por otro, como donadores. Hay que distinguir la alegría de recibir un objeto, de la alegría de ser reconocido como donador. La dicha de asegurarse la amistad del otro es superior al placer de capitalizar un objeto de valor: es por ello que, en las comunidades de reciprocidad, el objeto precioso recibido es siempre vuelto a donar.

Nadie en las así llamadas comunidades primitivas, más exactamente primordiales, deja, en efecto, de volver a dar los objetos de valor u otras riquezas más grandes, para lograr el reconocimiento y la amistad del otro. La relación entre personas domina sobre la relación con las cosas y no a la inversa. El objetivo inmediato de los primeros hombres ha debido ser, tal vez, el de crear no intercambios, sino estructuras de reciprocidad para que todo sea ocasión de reconocimiento.

Las cosas ¿son donadas o intercambiadas? El que la alternativa exista desde el origen, es algo que Lévi-Strauss indicó al hacer la distinción entre un primer momento, el del encuentro en el curso del cual todo es donado sin regateo, y un segundo momento, el de la reflexión sobre las cosas recibidas y que puede conducir al intercambio. Siempre es posible, en efecto, servirse de la paz, instaurada por la reciprocidad para intercambiar en el propio interés y dar vuelta la reciprocidad de manera que ésta sirva a su contrario: al interés privado, al cuidado egoísta por sí mismo. Pero, también, siempre es posible sobrepasar este interés para crear más amistad. La reducción de la reciprocidad de dones al intercambio, operada a gran escala y de manera sistemática por la civilización occidental está a disposición de todas las comunidades del mundo e incluso de todos los individuos. Pero esta reducción no es una finalidad. Es una elección. O bien los hombres deciden capitalizar los beneficios de la reciprocidad de dones en su beneficio y se intercambia con el otro, o bien deciden reproducir la reciprocidad de dones para crear más valor humano. Esta alternativa existe en todas partes desde el origen: intercambio o reciprocidad. Siempre es posible salir del campo del intercambio para entrar en el de la reciprocidad o a la inversa.

Para los teóricos que postulan el primado del intercambio ¿qué es entonces la reciprocidad? Según Lévi-Strauss, la reciprocidad es un dato psicológico que se aplica a diversas prestaciones sin conferirles una nueva calidad. Ella no crea nada por sí misma. Es un instrumento, una regla. Y todo el valor de la prestación reside en aquello a lo que se aplica. Es entonces al don, en tanto que tal, que Lévi-Strauss acorda la plusvalía producida por la reciprocidad de dones: “(…) el carácter sintético del Don, es decir, el hecho de que la transferencia consentida de un valor, de un individuo a otro, los cambie a éstos en asociados y aumente de nuevo valor, al valor transferido”(6).  El don aportaría, por su carácter unificador, sincrético, un valor nuevo, cuyo rechazo conduciría a una guerra desastrosa, un aniquilamiento del más débil por el más fuerte, en definitiva al caos. La reciprocidad es presentada “como la forma más inmediata bajo la cual se pueda integrar la oposición del yo y el otro”; una forma de integración del otro, pues, que no anula su diferencia.

O bien, como sostiene Lévi-Strauss, la reciprocidad es una regla al servicio de intercambios inaugurados por un gesto de benevolencia, un don, que designa al otro como asociado y, si el don inicial o los intercambios fracasan, se vuelve al pillaje, al asesinato, al caos; o bien, como proponemos, la reciprocidad es una estructura social al servicio del sentido, de la comprensión mutua y, a partir de ahí, en caso de fracaso del don, la reciprocidad organiza el rapto y la violencia en beneficio del reconocimiento mutuo al mismo título que el don y el contra don. El retorno al caos es imposible desde ahora, ya que el hombre está fascinado por su propio nacimiento como ser conciente de sus actos y la reciprocidad es la cuna de este nacimiento.

Es por ello que es posible hablar de la reciprocidad de asesinatos de la misma forma que de la reciprocidad de dones. G. Nicolas, por ejemplo (7), describe la reciprocidad negativa de los hausa del Sudán a partir de la ceremonia de la reciprocidad de dones: “El esquema oblativo de base asocia un donador y un donatario, los cuales invierten alternativamente sus posiciones y se ofrecen presentes mutuamente ”(8). (Ver anexo 1). Añade: “Si hemos insistido en este ceremonial, es porque reposa sobre las mismas bases que el proceso vindicativo en tanto que proceso de reversión. La ley del contra-don es la misma que la del talión. Se trata, en los dos casos, de reestablecer un equilibrio puesto en duda debido a un exceso. Este último abre un vacío que el “receptor” debe llenar absolutamente, bajo pena de la peor humillación: se devuelve el mal por el mal, así como un presente por un presente, una mujer por otra. De ahí proviene el aspecto ambivalente del vocabulario correspondiente a uno u otro proceso y que concierne solamente a la calidad del objeto de la “deuda” pero no a su principio, idéntico en los dos casos”(9). La humillación reenvía al hecho de que cualquiera se hace culpable de destruir el cara a cara, del que la reciprocidad es la sede. ¡Naturalmente pierde la cara!

El objetivo del don y de la venganza es, primero, el de construir o reconstruir nuevas estructuras de reciprocidad, cada vez más amplias, ricas, complejas.

“En el plano de la lengua, el concepto de venganza no puede ser expresado sino por medio de términos ambivalentes que tienen el sentido general de restitución recíproca. Es el texto el que indica si el acto cometido es bueno o malo. Lo que cuenta, parece ser, es borrar una deuda instaurada de entrada por un acto inicial, el restaurar un estado anterior plano e “insignificante”, sin pliegue ni diferencia, como si un estado tal fuera el único concebible y si, en relación a él -al equilibrio- el bien y el mal fuesen equivalentes ”(10) (ver anexo 2).

La ambivalencia del vocabulario parece muy general; ella expresa muy bien que la estructura de reciprocidad es la matriz de sentido. Esta ambivalencia fue notada por numerosos observadores. Lévi-Strauss mismo: “El hau, es un producto de reflexión indígena, pero la realidad es más aparente en ciertos rasgos lingüísticos que Mauss no dejó de revelar sin darles la importancia que convenía: “ El papú y el melanesio no tienen una sola palabra para designar la venta, el préstamo y el tomar prestado. Las operaciones antitéticas se expresan con la misma palabra”. Ahí está toda la prueba de que las operaciones en cuestión, lejos de ser “antitéticas” no son sino dos modos de una misma realidad. No se tiene necesidad de hau para hacer la síntesis, ya que la síntesis no existe”(11). La realidad que privilegia Lévi-Strauss es la de la relación. ¿Pero cuál relación?

“El intercambio, dice, no es un edificio complejo, construido a partir de obligaciones de donar, recibir y devolver con la ayuda de un cimiento afectivo y místico. Es una síntesis inmediatamente dada a y por el pensamiento simbólico que, en el intercambio como en toda otra forma de comunicación, supera la contradicción que le es inherente de percibir las cosas como elementos del diálogo, simultáneamente bajo la relación de sí mismo con el otro, y destinadas, por naturaleza, a pasar del uno al otro”(12) .

El pensamiento simbólico está, pues, dado como anterior a todas las formas de comunicación humana, intercambio incluido. Su función es la de superar la contradicción que le es inherente: percibir las cosas bajo la perspectiva del otro y de sí mismo. ¿Pero cómo se podrían percibir las cosas bajo la perspectiva del otro, si solamente se es un agente o un paciente? Es la reciprocidad la que permite el redoblamiento de su punto de vista por el del otro, ya que transforma al agente en paciente cuando el paciente se convierte en agente. La reciprocidad se convierte en la estructura mediadora de la función simbólica, ya que crea la contradicción sobre la que debe triunfar para establecer la comunicación. Ciertamente, el intercambio es entonces inmediatamente dado por poco que cada uno quiera apropiarse del valor del otro, pero el don es inmediatamente dado, también por poco que cada uno quiera reconstruir una estructura de reciprocidad que reanude con la contradicción…

Lévi-Strauss pone en duda al mana como cimiento afectivo que anega todas las actividades humanas. Pero, en páginas que habría que citar enteras, vuelve a otorgarle toda su competencia. “En otros términos, dice, e inspirándonos en el precepto de Mauss de que todos los fenómenos sociales pueden ser asimilados al lenguaje, vemos en el mana, en el wakan, el orenda, y otras nociones del mismo tipo, la expresión conciente de una función semántica cuyo rol es el de permitirle al pensamiento simbólico ejercerse a pesar de la contradicción que le es propia” (13). ¿No es el mana una “simple forma o, más exactamente, símbolo al estado puro, por ello susceptible de cargarse de no importa qué contenido simbólico? Queda por precisar, sin embargo, la relación de la afectividad con el mana. ¿No sería el mana un sentimiento, pero que, al estar situado en el corazón de toda relación de reciprocidad estaría en el origen del sentido, donde se aclara el conocimiento, comenzando por el reconocimiento del otro como participando de la misma humanidad? ¿Puede conciliarse el punto de vista de Mauss sobre el mana, lazo de almas de naturaleza afectiva, y el de Lévi-Strauss, símbolo puro, significante flotante? ¿No sería el significante puro la afectividad misma, la alegría transparente de la revelación y el vocablo mana, la palabra que expresa su símbolo?

El término “reconocimiento del otro” puede entonces precisarse a partir de la noción de integración de la oposición de yo y del otro. El equilibrio, entre identidad y diferencia, es la condición para que las percepciones de la identidad y la diferencia puedan encontrarse y reflejarse la una en la otra. Las percepciones antagonistas del enemigo y el amigo, del extranjero y el pariente, del sí mismo y del otro, se hacen así “co-existentes”. Dan a luz a una conciencia de conciencia compartida por cada uno de los protagonistas de la reciprocidad.

Como lo mostró Lupasco (14), consideradas aisladamente, cada una de las percepciones puede ser llevada a una conciencia elemental, y no a una conciencia de ella misma. Una conciencia tal se desarrolla entre percepciones antagonistas como la revelación de un sentimiento nuevo: el de la humanidad como conciencia de conciencia pura.

La reciprocidad es entonces la sede de lo que llamaremos la revelación. Los guaraníes del Paraguay tienen por todo mobiliario un pequeño asiento que ofrecen al visitante. Pero precisan que Nande Ru, “Nuestro Padre” ha “tomado asiento” al comienzo de los tiempos, incluso antes de nombrar las cosas. La reciprocidad es la sede de ese sentimiento del ser que nace, sentimiento de libertad humana “en el que uno se reconoce en la mirada del otro”, dice Verdier, aludiendo, probablemente, al enfoque sartreano de la reciprocidad mediante el análisis de la mirada (15).

El otro, en efecto, es el espejo en el que se refleja la primera expresión, la primera manifestación de esta libertad de la conciencia. El sentido de la vida se ve en la mirada del otro. Y el otro es el rostro del hombre.

La presencia del otro, el otro en reciprocidad, produce el sentimiento de una naturaleza específica del hombre, de una naturaleza, ella, que desde ahora se la llamará “naturaleza humana”. La inquietud, la duda, la angustia que acompañan la apuesta por el otro, se encuentra inmediatamente trasladada a la periferia de ese sentimiento aparecido nuevamente, sentimiento que es una certeza: “Nosotros los verdaderos hombres”. Todos los etnógrafos notaron que esta certidumbre está acompañada por una alegría intensa, tal vez alegría por el descubrimiento, pero, más esencialmente, el júbilo de ser uno mismo. Esta alegría está en el corazón de la relación de reciprocidad; no pertenece manifiestamente a nadie de hecho pero resplandece en todos. El sentimiento que acompaña la certeza de ser humano no es el goce de una propiedad o de un tener. Marcel Mauss vió en él el lazo espiritual que hace de las prestaciones de reciprocidad en las comunidades de origen “prestaciones totales”. Nos parece que es necesario teorizar ese sentimiento primordial como Tercero, Tercero primero indiviso entre asociados de la relación de reciprocidad.

Y es alrededor de este Tercero que se organizan las primeras comunidades humanas. El sentimiento de humanidad nace de la relación de reciprocidad. La reciprocidad no es nada menos que la estructura generadora del ser de la humanidad.

Ese sentimiento espiritual, que emerge de la reflexión de cada percepción de su antagonista, se expresa por la palabra, o por actos que son palabras silenciosas, como el don. La palabra aparece pues en cada uno “venido de afuera”, pero no importa de qué afuera: de ese crisol muy preciso que es la relación con el otro en términos de reciprocidad. ¿Qué quieren decir aquellos que se definen así: “los Hombres?” Ese término no tiene ninguna significación natural y algunos pueblos tienden a precisarlo: “Nosotros los Auténticos Hombres”. Otros hacen proceder esos dos términos de un tercero: “Henos aquí”, como para indicar bien que se trata de un acontecimiento o de una revelación de algo sin precedente. “Ena Wené Nawé”, dice el último pueblo descubierto en América (1974) en los límites entre Brasil y Paraguay, “Hombre He Aquí Auténtico” tradujo B. Melià (16).

Ya que es la condición de la comprensión mutua, la reciprocidad interesa inmediatamente a todas las actividades humanas, incluso la violencia, incluso la guerra.

Está abierto el camino para entender la reciprocidad como creadora de sentido. Y, desde entonces, si las guerras mismas quedan sujetas a la reciprocidad, concurren a crear el reconocimiento mutuo. Si el don es rechazado o es imposible, la violencia, siempre que esté enfeudada de reciprocidad, se hace creadora del valor de ser.

2) El lugar de la reciprocidad negativa en la economía de la función simbólica

Los trabajos reunidos por R. Verdier (17), ponen en evidencia que casi todas, si no todas las sociedades humanas, trataron de aprehender la venganza, trataron de controlarla, dominarla, de sojuzgarla, en fin, por el principio de reciprocidad, pero sus autores imaginan también y, a menudo explícitamente, que la razón de toda forma de reciprocidad sería la de satisfacer el intercambio; ello en conformidad con la tesis de Lévi-Strauss.

La mayor parte de los autores estiman que cada grupo humano posee una identidad imaginaria que se cuenta como capital-vida, “capital espiritual y social que los miembros del grupo tiene el cargo de defender y hacer fructificar” (18). La venganza protegería ese capital. Para Verdier, la reciprocidad de venganza estaría ordenada según el equilibrio necesario a los intereses de los unos y los otros.

Interpretada como intercambio, la venganza plantea un problema difícil. ¿Qué se intercambia a golpes destructivos y asesinatos? El intercambio aparece por lo menos negativo, ya que se salda por una sustracción simétrica de bienes o vidas humanas. ¿Cuál puede ser el interés de un intercambio negativo?

Según Verdier, las comunidades se equilibran entre sí, y este equilibrio es una condición de prosperidad para todas. Si el equilibrio es roto, las comunidades tratan de reestablecerlo. A toda agresión, que destruye una parte de la comunidad, responde una venganza que impide que el agresor pueda valerse de una situación favorable, y perjudicial para los otros (ver anexo 3). Se trataría de reestablecer un equilibrio positivo.

Para J. Svenbro (19), “el equilibrio por sustracción” escondería una ventaja para aquel que sufre el asesinato. El llamado a la venganza le permitiría, en efecto, consolidar sus lazos de alianza y solidaridad así como redinamizar su fuerza vital. El asesinato practicado por una comunidad sobre otra sería un verdadero don, ya que le permitiría a ésta reforzar su poder. Pero un tal “don de asesinato” (20)  sería, efectivamente, “interesado”: estaría calculado por el agresor, de manera que la comunidad víctima, al vengarse, le permitiría llamar, a su vez, a la venganza y redinamizar, por ello, su grupo… El don de asesinato encontraría la justificación que le prestan al don las teorías del intercambio: sería la máscara del interés. Como esas comunidades no tienen ninguna idea de un cálculo tan astuto, ¡hay que admitir que un demonio, idéntico a la “mano invisible” de Adam Smith, lleve las riendas de la venganza!

Las tesis de Verdier y Svenbro sostienen que la venganza es un instrumento subordinado a la solidaridad interna del grupo. Y, ya que el grupo recurre a la venganza, ya sea para incitar (Svenbro), ya sea para disuadir (Verdier) al otro de agredir el capital-vida del grupo, es lógico que prohíba que la venganza pueda dividirlo a él mismo. Verdier constata que en numerosas sociedades la venganza es, en efecto, prohibida entre los miembros de una misma parentela. La venganza en el exterior tiene entonces, como otra cara, la solidaridad en el interior del grupo. Verdier insiste en esa “bi-cara”: “solidaridad interna-venganza externa” (21). 

De la misma forma, Lévi-Strauss acoplaba la prohibición del incesto y la exogamia, así como consideraba a la primera como la cara interna de la segunda. Se puede llamar complementarias a esas dos percepciones invertidas de la misma realidad: lo que está prohibido está prohibido porque está “opuesto” a lo que está ordenado y recíprocamente.

La idea de que la venganza tenga como papel principal el de proteger la identidad del grupo y que ella esté subordinada a la cohesión de la parentela tropieza, sin embargo, con otras observaciones. En los jíbaros por ejemplo y según Harner (22), un alma de guerrero es un alma de asesinato, que exige inmediatamente el pasar al acto. Los jíbaro parten entonces en expedición matadora. Y, si no encuentran al enemigo designado, o este, en guardia, desbarata su ataque, los guerreros deben matar tan imperiosamente (bajo pena de morir, ellos precisan, puesto que su alma comenzó a dejarlos desde que tomaron la decisión del asesinato) que ejecutan a quien sea que encuentren en su camino de retorno, aunque sea uno de sus aliados o un miembro de su parentela, e incluso un participante de la misma expedición (23). Lo prohibido, si prohibido estaba, será entonces violado.

Lévi-Strauss observaba que los dobu se unen para enfrentar al clan opuesto en la ocasión de un matrimonio entre clanes, pero que se dividen para enfrentarse cuando el matrimonio ha tenido lugar en el mismo clan (24). Los jíbaro se vengan en el enemigo si él existe, y si no se dividen para que exista. Donde no hay reciprocidad, entonces hay que fundarla.

Se encuentra aquí el mismo principio que Lévi-Strauss estableció para las estructuras elementales del parentesco. Las mismas mujeres, mostraba a propósito del traje de kopara en los indígenas del sur de Australia, hermanas o hijas que fueron tomadas o adquiridas por el extranjero, pueden ser recibidas y esposadas por aquellos que primero las perdieron o donaron desde el momento en que ellas adquirieron un estatuto de alteridad. Es debido a que la mujer es “otra” que puede convertirse en esposa. Sin esta condición, no puede entrar en una relación matrimonial o una alianza que sea generadora de un nombre de humanidad. No es un carácter innato de la hermana o de la hija del otro lo que le confiere una preeminencia, sino el que ella sea el signo de alteridad en una estructura de reciprocidad (25).

De la misma forma, parece, nada puede prevalecer, en los jíbaro, sobre la necesidad intrínseca de la reciprocidad de venganza. No es la calidad del agresor o cualquier otra calidad intrínseca la que designa a alguien para la venganza, sino la necesidad de reciprocidad. El ciclo de la venganza tiene una fuerza propia que les da a los grupos o familias que enlaza una identidad superior a aquella de su nacimiento, y que impone su ley hasta en el interior del parentesco, que da incluso su “potencia de ser” (kakarma) a cada guerrero tomado individualmente. Este reconquista un alma cuando sufre un asesinato enemigo en su familia y pierde su alma cuando mata a un enemigo, es decir, lo contrario de lo que se esperaría a partir de las tesis del intercambio (recuperar un alma por el asesinato). La obligación de venganza, la necesidad de asesinato, reenvía entonces a una ley superior a la de la solidaridad de alianza o de parentesco. A. Itéanu (26), que estudia la venganza en los ossetes, decía: “El asesinato es la primera forma de acceso a la relación entre su grupo y los otros. El asesino experimenta la posibilidad de comprometer a su grupo en relación con el exterior. Para él, el mundo cerrado del grupo se transforma en un espacio de varios grupos dotados de reglas a las cuales ha probado su adhesión por su acción misma (…) No es sino al precio de apertura de cuenta con el exterior y aceptando las modalidades de este compromiso, que accede al tiempo y el espacio social”(27). La venganza puede servir, sin duda, para proteger o reforzar la alianza, pero en ese caso ella no tiene ninguna necesidad de someterse a la reciprocidad.

Para nosotros, la venganza circunscribe otro espacio-tiempo que el de la alianza desde que obedece a la reciprocidad. Las relaciones de alianza engendran una identidad llamada de grupo, y las relaciones de venganza engendran una identidad que se podría llamar intergrupal. Debemos considerar el sistema vindicatorio como un sistema de reciprocidad en sí mismo, como si constituyese en sí una matriz evolutiva, independientemente de cualquier función que la encadenaría a priori a otro sistema, y debemos considerar la relación entre el sistema vindicatorio y el sistema de alianza como una alternativa.

Verdier propone, sin embargo, preciosas distinciones que pueden ser interpretadas a favor de nuestra hipótesis: él define, en efecto, la relación de adversidad y la relación de hostilidad en términos nuevos.

“Primero hay una distancia social propia a los participantes de la venganza, que permutan sus roles activo y pasivo; la hemos llamado relación de adversidad y distinguido, por una parte, de la relación de identidad, por otra, de la de hostilidad. A esas tres relaciones corresponden tres modos de violencia que, desde lo próximo a lo lejano, se ordenan así (28) :

Tipo de relaciones Modo de violencia

a) identidad a) penalidad
b) adversidad b) venganza
c) hostilidad c) guerra

Una relación de proximidad en la que la venganza está prohibida, una relación de alejamiento en la que la venganza es ineficaz, pero en la que la guerra toma el relevo, y una distancia intermedia en la que es preeminente (ver anexo 4).

La relación de adversidad, prohibida con los próximos pero igualmente prohibida con los desconocidos, está reservada a quienes son a la vez idénticos y diferentes:

“Situándose a medio camino entre la relación de identidad y de diferencia absoluta, la relación vindicatoria es esencialmente una relación de adversidad que enlaza asociados que se reconocen a la vez como idénticos y diferentes”(29). Y este espacio relacional es, dice, el del reconocimiento del otro”(30) .

Este espacio de reconocimiento del otro es entonces aquel en el que las fuerzas “contradictorias” (identidad y diferencia) están en equilibrio. Verdier conceptualiza ese campo “contradictorio” como espacio “intermediario”, y define este espacio ”intermediario” que también llama “distancia social”, con precisión: “(Esta distancia social) sitúa a los asociados, no en un espacio demasiado lejano (el de los enemigos), pero sí en un espacio mediano, el del frente a frente, en el que uno se reconoce en la mirada del otro”(31).

Pero en el sistema de alianza o, más generalmente, también en el de reciprocidad positiva y como lo señalaron varios autores, el reconocimiento del otro supone una relación de equilibrio de fuerzas “contradictorias”: la identidad y la diferencia, la homogeneidad y la heterogeneidad, la oposición y la unión. Se recordará aquí la definición de las organizaciones dualistas por Lévi-Strauss: “Ese término define un sistema en el cual los miembros de la comunidad –tribu o pueblo- están repartidos en dos divisiones que mantienen relaciones complejas que van de la hostilidad declarada a una intimidad muy estrecha y donde diversas formas de rivalidad y de cooperación se encuentran habitualmente asociadas” (32).

Proponemos llamar al principio de este equilibrio entre fuerzas antagonistas, refiriéndonos a las tesis de S. Lupasco (33) : “principio de lo contradictorio”.

La reciprocidad, por lo menos en sus orígenes, implica al otro en un equilibrio “contradictorio”.

Por cierto, Lévi-Strauss insiste más en la alteridad que en el equilibrio contradictorio. Para oponerse a la ideología dominante en la época en que escribía Las estructuras elementales del parentesco, ideología según la cual la identidad de parentesco habría sido un capital que se tendría que haber transmitido por la filiación (el matrimonio convertido en el medio de esta transmisión entre emparentados), Lévi-Strauss se dedicó a mostrar que es la alteridad la que está en el principio de la unión matrimonial. La tesis de Lévi-Strauss es la del primado del otro sobre el mismo.

Como quiera, ese primado de la diferencia sobre la identidad no ignora límites: el otro no es un extranjero absoluto, un desconocido. La alteridad no es una diferencia radical, una extrañeza infinita. Lévi-Strauss llama “endogamia verdadera” al rechazo a reconocer el matrimonio fuera de los límites de la comunidad humana. Pero todas las sociedades primitivas se proclaman: “Nosotros, los Verdaderos Hombres”. La prohibición del incesto, la prohibición de lo mismo, es ciertamente la otra cara de la necesidad de alteridad, pero de una alteridad circunscrita por una identidad de grupo (endogamia verdadera). La alteridad lévi-straussiana es relativa, está equilibrada por la endogamia verdadera.

Basta situar el equilibrio entre la fuerza centrífuga de la exogamia y la fuerza centrípeta de la endogamia verdadera para encontrar la distancia privilegiada del reconocimiento del otro que responde al “principio de lo contradictorio” de la reciprocidad.

El tríptico constituido por:

1) lo desconocido (extranjero a la esfera definida por la endogamia verdadera),
2) lo mismo (la identidad tocada por la prohibición),
3) lo intermediario (donde se practica la reciprocidad de alianza), es análogo al tríptico de Verdier.

La relación de alteridad lévi-straussiana es la misma que la relación de Verdier.

Los sistemas de reciprocidad de la venganza y de la alianza nos parecen equivalentes, así, para hacer aparecer un mismo principio fundamental. “el principio de lo contradictorio” como la razón de la reciprocidad.

Polarizada por la benevolencia, la reciprocidad de origen se convierte en la dialéctica del don, y el equilibrio de lo contradictorio se encuentra reestablecido por la violencia bajo la forma de competencia entre los dones.

Es por ello que Mauss hablaba de don agonístico. Esta violencia, el agon, puede ser considerada como la negación motriz de la dialéctica, como lo propone J.L. Boileau (34). Polarizada, al contrario, por la violencia, la reciprocidad se convierte en la dialéctica de la venganza y el equilibrio de lo contradictorio se reestablece por el hecho de que la violencia no es ejercida en relación a aquellos que son reconocidos como de una humanidad superior o incluso de su rango.

El equilibrio de lo contradictorio así no deja de ser reproducido en cada nuevo ciclo de la reciprocidad, de manera más amplia o intensa. La polaridad dialéctica se interpreta entonces como el motor de este crecimiento. Para el estudio de esas dialécticas de la venganza y del don, reenvío al tomo I “La reciprocidad y el nacimiento de los valores humanos”(35).

La razón de la reciprocidad de venganza como la de la reciprocidad de alianza o de don es mucho más que un lazo social, más que la conciencia de pertenecer a una misma comunidad: es el sentimiento mismo de ser humano. La reciprocidad de venganza es, como la reciprocidad del don, una estructura fuente del ser hablante.

La reciprocidad puede construirse por la vida, la alianza o el don, pero también puede construirse por la muerte o el asesinato. No es, pues, el don el que es el fundamento de la sociedad, sino que es la reciprocidad.
Cuando la reciprocidad no pueda realizarse por la alianza o el don, lo hará de otra forma y a cualquier precio. El hombre elige morir por el que llama su enemigo antes que volverse hacia la nada. Antes ser por la muerte que vivir sin ser, antes la muerte por la mano del otro que vivir sin recibir de él la revelación del ser humano.

   
   

El don, la venganza y los dioses

   
     
Marcel Mauss concluía, a propósito del potlatch, que los donadores se enfrentaban cada uno queriendo sobrepasar al otro en la pretensión de serle superior pero obligándose, para ello, a recibir el contra-don.

De la misma forma, R. Verdier estima que la violencia está organizada para definir una jerarquía: “la regla de reciprocidad es un dato fundamental del sistema vindicatorio en tanto que permite a los grupos definirse en términos de complementariedad antagonista y de equilibrio dinámico (…) en el juego reglado del sistema vindicatorio, los grupos se enfrentan tratando de sobrepasar al otro aunque no de destruirlo; cada uno trata de mostrar su superioridad pero no de reducir a nada a su adversario”(36).

Esta concepción es, entonces, paralela a la de Mauss para los dones, pero es diferente de la que Mauss proponía de la venganza misma.

Para Mauss, en efecto, el don se metamorfosearía en obligación de venganza en el caso en el que el donatario no restituyese al donador la contra parte que testimonia de su respeto por el prestigio de éste. Mauss no concebía, pues, la reciprocidad negativa.

Mauss considera que el don es portador del mana del donador. Verdier parte, es verdad, de la misma idea y considera el mana como un capital: “…aunque de todos los miembros, pasados, presentes y por venir, ese capital debe ser preservado contra toda espera, externa o interna, física o moral, ya se trate del honor defraudado o de la sangre vertida. Toda injuria a ese capital-vida, cuando proviene de una agresión exterior, es un daño sufrido por todo el grupo y que desata su reacción vindicatoria; cuando emana de uno de sus miembros, es transgresión de la ley y acarrea su sanción, penal o sacrificial: pena y sacrificio son las únicas respuestas lícitas a la ofensa al interior del grupo, donde el asesinato está prohibido y donde uno no debe vengarse en aquellos a quien se tiene el deber de vengar” (37).

Pero Verdier define entonces una distancia social propia de la venganza. De todas formas, esta distancia no es concebida sino como el anverso del reconocimiento social producido por la reciprocidad positiva: “Pero es en cambio posible, por lo menos de una forma general, señalar globalmente los actos que claman venganza, en tanto que tienden, precisamente, a desconocer esta distancia social que les permite a los grupos afirmar su identidad y por ello los obliga a reaccionar para hacerla respetar”(38) . La distancia social de Verdier se parece a la del ruiseñor macho en relación a otro macho, distancia que se mide según los decibeles que cada uno percibe del otro, distancia afirmativa y sin embargo amenazadora.

Verdier afirma claramente que la reciprocidad no es más que una resultante de esta manifestación de la identidad del grupo:

“Para que el sistema pueda funcionar “normalmente”, el poder político debe ser estructurado de tal manera que los grupos vindicatorios puedan constituir a la vez identidades propias que tengan cierta permanencia y estabilidad y unidades sociales de fuerza relativamente iguales. Es solamente cuando esas condiciones se cumplen que la regla de reciprocidad puede aplicarse efectivamente y que el sistema vindicatorio puede reequilibrar las fuerzas presentes ”(39) (40)  (41). ¿Pero cómo las sociedades humanas esparcidas en la tierra se constituirían en grupos de fuerza igual con una identidad propia permanente? ¿Qué argumentación podría avanzarse para justificar una hipótesis tal? Ninguno de los autores de la Venganza aporta aquí con la menor contribución. El postulado de una sociedad primitiva constituida por grupos de fuerzas iguales, dotadas de una identidad propia y perenne, es una hipótesis ad hoc.

La tesis del intercambio no fuerza solamente a imaginar condiciones idóneas para justificar la venganza sino también para explicar dos otros tipos de violencia concurrentes de la venganza: la sanción y el sacrificio. Si el agresor de una comunidad es miembro de la comunidad, la venganza es efectivamente reemplazada por una de las dos soluciones, penal la primera, sacrificial la segunda.

Para Verdier las tres respuestas posibles a la agresión, venganza propiamente dicha, castigo y sacrificio, deben interpretarse como intercambios. La penalidad sería entonces un intercambio entre el individuo y el grupo. La dificultad es más grande para el sacrificio. Reducirlo a un intercambio obliga entonces a concebir un participante virtual: los dioses.

Esta solución es la misma que la que imaginaba Mauss para el potlatch: cuando el donador vencedor de la justa de los dones ya no conoce rival y ya no puede desarrollar su potencia, a falta de un donatario capaz de relanzar el ciclo del don, parece que el no donará más que para “ser socialmente” y que no distribuye su fortuna sino por el prestigio, de forma ostentosa. Para mostrar su potencia, dice Mauss. Pero he aquí que en el potlatch el donador vencedor de las justas no da una parte de sus bienes para mostrar su potencia sino ¡todos sus bienes! Mauss sugiere entonces que el donador apuesta, en realidad, al reconocimiento de los espíritus o de los dioses. Mauss evoca los espíritus de los ancestros para explicar que el sacrificio final no es gratuito, que es la prolongación del potlatch pero con los dioses. El don aparentemente gratuito sería de hecho calculado una vez más ya que estaría dirigido a los dioses con la esperanza de una contraparte superior. El prestigio no sería sino una moneda que esperaría ser realizada por los dioses. Mauss sostiene que los donadores esperan recibir entonces más de lo que donan.

Esta concepción intercambista del sacrificio fue recientemente retomada por Sahlins, que ve en el sacrificio de los maorí un intercambio con los dioses, intercambio del que hace el paradigma de los intercambios entre los hombres (42).

Pero si los dioses donan por la gloria y sin espíritu de lucro, ¿por qué los hombres no harían otro tanto con la esperanza de ser como los dioses? ¿No sería por la dicha de ser reconocidos por los dioses como hombres “grandes y poderosos”, o para ser elevados al rango de los dioses que los hombres se vuelven hacia ellos y les ofrecen sacrificios? (43)  Y si los hombres abusaran de los dioses tratando de sustraerles grandes bienes con presentes de calidad inferior ¿no serían los dioses suficientemente avezados como para descubrir la superchería?

Verdier, sin embargo, retoma el razonamiento de Mauss y lo aplica a la venganza. Refuta primero la idea de un intercambio directamente utilitario: “Analizar el proceso de venganza en términos de operación contable podría dar lugar a pensar que se está frente a una transacción comercial, de un intercambio mercantil. Es cierto que el regateo, al que puede dar lugar el acuerdo, allá donde exista, podría sugerir esta interpretación y que la venganza pueda convertirse en un medio de adquirir riqueza y poder, pero conviene ver entonces una desviación del sistema vindicatorio. Si se trata de una deuda por pagar, no se trata entonces de un pago ni de una deuda en el sentido comercial”(44). El intercambio sería entonces el del capital-vida del grupo, pero en la representación que se tiene de él, y más alimentada por su imaginario que por los constreñimientos o necesidades de orden material.

Como Mauss y Lévi-Strauss, a propósito de los dones recíprocos, Verdier recusa el intercambio económico en provecho del intercambio simbólico: “Ya se trate de venganza, de pena o de sacrificio expiatorio, en los tres casos se reclama una víctima, ya sea por el vengador, en nombre de la solidaridad de un grupo frente a otro, sea por el acusador en nombre de la sociedad, sea, en fin, por Dios en nombre de una ley «sagrada»”(45). Sin embargo, define la venganza como un intercambio: “En el plano de la comunicación social, la venganza es una relación de intercambio bilateral que resulta de la reversión de la ofensa y la permutación de los papeles del ofensor y del ofendido”(46). “Estamos llevados, así, a estudiar la venganza como un sistema de control social de la violencia”(47).

Mauss llevaba el capital-vida al prestigio, al renombre, al mana del grupo, Verdier lo lleva al honor, otra expresión del mismo mana (48) .

Para Verdier, la venganza está agregada, tanto como el don, a la identidad del grupo. Así como el don es don de una parte del mana de la comunidad, la venganza es recuperación de una parte del mana para la comunidad. Así, cuando se perpetra un crimen frente a la comunidad por uno de sus miembros, no parece necesario suprimir la vida del agresor. La venganza encuentra, en efecto, un límite: ninguno de los miembros de la comunidad puede ser suprimido sin un grave daño para el capital-vida del grupo.

Se escogería, en ese caso, inmolar a un animal en vez del culpable, a fin de poder reintegrar a éste en la comunidad. Pero si un sacrificio semejante es un intercambio de víctimas ¿a quién sacrificar el animal? ¡A los dioses! responde Verdier. Los dioses fueron ofendidos por los vivos, y como son los celosos protectores de la integridad del grupo, los vivos deben resarcirlos.

La dificultad de esta tesis es que se define a los dioses como para responder a la cuestión que viene de plantearse (49) .

Como precedentemente con la identidad y la igualdad de los grupos, aquí se propone una hipótesis ad hoc.

Queda por precisar, también, cómo se constituye la identidad espiritual del grupo. El honor del que los dioses son tan celosos es un capital simbólico del que siempre se ignora el origen. ¿de dónde viene esta identidad mística, de dónde salen los dioses? !Dos enigmas!.



   
   

Principios de unión y de oposición

   
   
Necesitamos, pues, retomar este análisis de manera más precisa, observando más de cerca los hechos que sirvieron para elaborar esta tesis. Veamos primero cómo se constituye el “capital vida”.

Para Verdier : “El capital-vida del grupo debe ser primero protegido contra toda agresión exterior: a esta protección externa responde el principio de la solidaridad vindicatoria (…) “Y bien, ésta (la solidaridad) no es una reacción automática que sería debida a alguna integración mecánica de los individuos al grupo como si, privados de responsabilidad y de personalidad, fueran los simples engranajes de una máquina; el individuo y el grupo son complementarios en cuanto el individuo encuentra en el grupo su reconocimiento y su estatus (cfr. Adler) y que el grupo es afectado en tanto que tal por la conducta de cada uno de sus miembros ”(50).

¿Puede precisarse esta tesis de una complementariedad entre el individuo y la colectividad, entre lo singular y la totalidad? ¿Qué dice entonces Adler, citado como referencia, a propósito de las relaciones de los individuos, familias o clanes, que se reconocen mutuamente y de sus relaciones con la totalidad del grupo que puede ser afectado en tanto que tal, es decir, en su unidad, por la conducta de cada uno? Adler estudia el rol de la venganza en los mondang del Tchad.

El asesino de un hombre es vengado por sus hermanos de clan, que tratan de matar al culpable o a uno de sus hermanos. Ese derecho de venganza que es un hecho de soberanía clánica, está plenamente en vigor y funciona en principio, como si ningún poder de otra naturaleza existiera concurrentemente”(51). Pero por otra parte:

“El poder real, al contrario, no ejercería ninguna función judiciaria propiamente dicha. Ni corte ni ningún representante cualquiera que diga la ley del príncipe, sino una fuerza y un espacio –en el sentido más concreto del término- exteriores al sistema de la venganza entre los clanes. La casa real, sus alrededores, el pueblo de Léré para quienes viven en otra parte, las residencias de los jefes del pueblo, son tantos otros santuarios que le permiten al asesino escapar de la venganza de sus perseguidores. El criminal no está lavado de su crimen, no está forzado a expiar su falta de otra forma; ya que pasa, simplemente por el medio de contacto con la sacralidad del poder real, de un sistema de fuerzas a otro”(52 .

Adler nos presenta entonces dos legitimidades diferentes: la autoridad de cada clan en relación a los otros, y la autoridad del conjunto de clanes reunidos en consejo y que se expresan con una sola voz a través del rey. Entre los dos, un umbral. Los personajes que lo atraviesan cambian de naturaleza y, consecuentemente, se sustraen a las reglas del derecho en vigor, en el sistema que abandonan, para someterse ahora a aquellas del que adoptan.

El primer sistema es el de los clanes. Está regido según las reglas de la reciprocidad horizontal. Un reciprocidad semejante depende del “principio de oposición” de Lévi-Strauss: toda comprensión se expresa por dos opuestos, cada uno de los cuales tiene un mismo valor de significación. Si de uno se dice blanco, el otro es negro, etc. La oposición está al servicio de una diferenciación clasificatoria. Llamemos a este procedimiento de oposición antes que de diferenciación, ya que discontinuo, mientras que una diferenciación puede ser progresiva y continua. ¿Cómo crece la sociedad? En el seno de un clan suben en potencia muchos hijos. A la menor disputa, el clan se resquiebra. Uno de los hijos va a fundar otro clan. “Los dahe (el clan de la Piragua) son ban-suo (el clan de la Serpiente), pero la lanza de la venganza los ha separado”(53). “Los que ha separado la lanza ya no son hermanos; llevan nombres de clan o sub clan diferentes y ya no pueden heredar los unos de los otros: se ahorran muchos conflictos y, además, es posible el inter-matrimonio, lo que se considera como una ventaja en una sociedad en la que la unión preferida es aquella con los más prójimos de los no parientes”(54). La oposición es decisiva ya que es suficiente como para autorizar la relación de matrimonio, la exogamia. El clan es exógamo. La separación por la lanza es creadora de la relación de reciprocidad de parentesco. Aquí nada deroga al principio de reciprocidad, tal como lo describe Lévi-Strauss en las Estructuras elementales del parentesco.

Pero esta diferenciación por oposición es redoblada con otro proceso de unión que, sin embargo, no la contradice.

El principio de unión está encarnado por la realeza de Léré (55). La realeza no es una totalidad homogénea, una indivisión, una indiferenciación primitiva. Adler insiste, por el contrario, en el hecho de que el rey del Léré encarna en su persona la tensión, dice, de fuerzas opuestas. Une cosas contradictorias entre sí.

La realeza reúne el poder de venganza y el de perdón; tiene en su mano los valores de la reciprocidad positiva, ya que es el redistribuidor de todos los bienes materiales y espirituales, pero también de los valores de la reciprocidad negativa, la decisión de venganza o de la guerra. La realeza es la unidad entre una autoridad “política”, heredada por linaje, y de una autoridad “religiosa” que recibe en su entronización. Ella es incluso la unidad de una contradicción: entre las fuerzas centrípetas del consejo de Ancianos y de las fuerzas centrífugas que se expresarán por la no-reciprocidad de las alianzas del linaje real. El rey delega su autoridad, en efecto, a sus parientes en las ciudades:

“La ciudad es una unidad política que reúne un cierto número de secciones de clanes situados bajo la autoridad de un jefe “de campo” (go-zalale), es decir, de un hijo del soberano de Léré enviado con la unción real (gbwé) que sacraliza la función. El poder local procede entonces de la forma más directa del poder central y se presenta como su reproducción en más pequeño”(56).

El rey no sólo es el fruto de la reunión de los clanes, el hijo engendrado por el Consejo de Ancianos, el portavoz de la unidad consensual del grupo. Ciertamente, el mito dice que fue nombrado por la reunión de cuatro clanes fundadores, pero también es el signo del poder que se extiende sobre la totalidad de los clanes léré. Es la fuente de legitimidad tanto como los clanes, o más exactamente, la unidad de la comunidad está en la fuente de un poder al mismo título que la oposición entre clanes. El proceso de unión es tan generador, como el proceso de diferenciación, la conjunción como la disyunción.

“La realeza, escribe Adler, no representa una instancia de rango superior, no aporta principios más elevados que el clan, no tiene, por otra parte, ninguna pretensión de ese tipo. Es una fuerza, dispone de una potencia que es extranjera al universo clánico aunque todo lo que la compone viene de él con la excepción del principio de la realeza. Esta potencia está hecha de hombres debidos a su persona, esposas en gran número y “fetiches” (lo que los clanes tiene en la mano) que constituyen sus regalia. Cada uno de esos tres elementos, que pueden designarse como los componentes fundamentales de la institución real moundag, sufrieron una transformación al entrar en este “arreglo”: los hombres perdieron su personalidad clánica, tal como ella se define en el sistema de venganza; matan, pueden ser matados pero toda noción de compensación ha desaparecido. Las mujeres, esposas sin “dote”, ya no son lazos vivientes entre los clanes, están fuera de intercambio y destinadas a funciones de producción para crear las riquezas indispensables a la vida ceremonial del palacio. Los fetiches, en fin, reunidos bajo la mano de uno solo bajo la forma de regalia, han perdido su valor diferencial relativo para encarnar la diferencia absoluta entre la persona del soberano y el hombre de clan”(57).

La realeza recibe, en la descripción de Adler, los caracteres de una autoridad religiosa. Cuando la realeza se convierte en un ejecutivo, esta palabra religiosa se traduce territorialmente por un poder que Adler llama “político”, ya que pretende decidir entre lo que se conforma a los preceptos religiosos y lo que se separa de ellos.

La misma observación de S. Tcherkesoff entre los nyamwezi-sukuma del noroeste de Tanzania: el poder del rey es un poder “mágico-religioso”, en relación con las fuerzas sobrenaturales que deciden las lluvias, las cosechas, etc. La misma constatación que en Adler: el rey está en el origen de todo y, por el sacrificio, directamente implicado en la experiencia religiosa.

Adler insiste, sobre todo, en el hecho de que existen dos expresiones de la sociedad moundang que no se confunden ni se contradicen, que no se anulan, aunque sean contrarias la una de la otra. “No existe política de la realeza que apunte a ejercer influencia, que pese de alguna forma sobre ese sistema, ya que es el hecho mismo de la coexistencia de las instituciones de sentido contrario (pero de ninguna manera contradictorio) el que determina la acción de una sobre la otra”(58). “En los mondang, dice todavía,… las distinciones estructurales de las partes no están afloradas, pero el principio de la unidad y la cohesión del conjunto está en el exterior”(59). 

La respuesta de Adler no facilita las cosas. En vez de tener una simple relación entre el individuo y lo colectivo, que según Verdier es una relación de complementariedad, ya que el individuo encontraría su estatuto en la colectividad, he aquí que nos encontramos, más bien, con dos legitimidades, y el concepto de identidad al que se refiere Verdier se desdobla.

Cada clan afirma su identidad en relación a otro. La identidad, entonces, es lo que es común a un clan, es decir, a un conjunto de elementos que se opone a otro conjunto.

Pero hay otra identidad que procede, al contrario, de la unión de los clanes en torno a la realeza. Se debe, a partir de entonces, llamar unión a la convergencia de términos diferentes, sino opuestos. El centro se convierte en la unidad de la contradicción. El centro es un punto de equilibrio e incluso de reunión de fuerzas antagonistas. La unión supone que la diferencia, en vez de exteriorizarse en un oposición desplegada, se interioriza en una totalidad cerrada y el que sea progresiva, continua, sin ruptura. La identidad de la jefatura que la encarna no es lo mismo que la identidad de las familias que comparten la misma suerte. La realeza es la expresión de la unidad de una totalidad de fuerzas que, en otras partes, se encuentran separadas. Ella reúne, por ejemplo en una sola mano, el poder de la venganza y el de la alianza. Gracias a ella el símbolo de la humanidad podrá interpretarse, simultáneamente, en el imaginario de la venganza y en el imaginario de la alianza.

Serge Tcherkezoff lo confirma. “La consecuencia de un asesinato estará determinada así por el valor “regio”, valor superior, valor englobante y que afirma constantemente que la totalidad no es una adición, una yuxtaposición de elementos unitarios semejantes o simétricos, sino la reunión simbólica de los opuestos asimétricos y que, por otra parte, ese nivel de reunión es siempre superior a los estados en los que esos opuestos se perciben separadamente”(60). Aquí, el principio de unión se impone al principio de oposición.

La noción de identidad, por tanto, debe desdoblarse. Puede ser homogénea al clan o la familia y, en ese caso se retrotrae a la identidad de quien debe afrontar la diferencia de lo otro por la oposición, y ella puede ser la identidad de una totalidad que es una fuerza de unión que reúne a todas las oposiciones.
“El rey que representa ese lazo se ha convertido, tras su entronización, a la vez, en descendiente de esos grandes ancestros y en el “padre” de todos los habitantes. El sacrificio de los bueyes reales, organizado por la corte, llega regularmente a afirmar ese principio. Allá donde ese lazo se detiene, está lo exterior, lo innominado, lo prohibido (mwiko)…”(61).

Esta fuerza de unión excluye la posibilidad de eliminar a un miembro de la comunidad. No hay posibilidad de intercambio real o simbólico entre el grupo y el individuo. A partir de ahí uno puede preguntarse si la comunidad agredida por uno de los suyos no estará lesionada, no por la violencia que le ha sido infigida sino por la amenaza de una oposición a la cual la expone, por su delito, uno de sus miembros. “En la medida en la que la transgresión de un interdicto fundamental, como el incesto o el homicidio de un pariente, hace correr riesgo a todo el grupo, escribe Verdier, se deberá proceder a un ritual colectivo de purificación y reparación”(62). La unidad de la totalidad no puede ser puesta en peligro por el hecho de que uno de los suyos pretenda ya no pertenecer al grupo y romper la eficacia del principio de unión. Es la totalidad de la comunidad, como unidad, que va entonces a pagar, rescatar al excluido, víctima de su violencia y reestablecerlo en sus prerrogativas gracias a un sacrificio.

Los dioses son los garantes –o la imagen- de la unión. Por encima de los individuos, existe entonces una entidad que es una totalidad cuya unidad no es desmenuzable. En los gamo: “… a partir de su acto, el asesino se convierte en un fuera de la ley y debe desaparecer, pero se hace todo para que retorne. A su vuelta, el primer sacrificador del “país” cumple un sacrificio en el curso del cual el asesino y el pariente más cercano de la víctima pasan al interior de una apertura practicada en la piel de un animal sacrificado; ese rito marca el renacimiento de un nuevo orden”(63). La totalidad de la comunidad, para ser restaurada, implica la reunión de la víctima y de su agresor, así como su retorno a la comunidad tiene lugar a través de todo el sacrificio (64).

(C. Lévi-Strauss hubiera deseado conocer esas observaciones cuando forjaba su concepto de “casa” (65). Descubría entonces un nuevo principio organizador de la vida en sociedad, un principio de unión de fuerzas antagonistas, decía; la unidad de la contradicción como centro focalizador de la comunidad).

El grupo no está, pues, sólo constituido por individuos que demandan que sus estatutos sean reconocidos por todos. Sus relaciones no son un lazo de lo particular a lo general. Hay una parte de las familias que se demandan reconocimiento mutuamente en un orden clasificatorio dado de la reciprocidad de alianza y de venganza: es el sistema de clanes. Hay, por otra parte, una totalidad en la que los individuos están todos implicados. En ese segundo sistema, ya no importa definir sus oposiciones y diferencias sino las convergencias o comuniones y divergencias progresivas. Se comprende, entonces, que los dos sistemas nunca estén en vigor simultáneamente en el mismo espacio. Cada uno tiene una territorialidad separada.

Y bien. Los dos sistemas están opuestos el uno al otro… lo que hace hablar a Adler de la coexistencia de instituciones contrarias, observación de un alcance considerable, ya que si tales instituciones son tratadas como contrarias y si lo contradictorio, como lo hemos propuesto, está en el origen del sentido, entonces deberá ser reproducido en el interior de cada uno de los sistemas institucionales regidos por el principio de oposición, el otro por el principio de unión…

No se puede hacerlo mejor, que Adler y la sociedad moundang, para definir cada uno de los dos principios de unión y oposición y reconocer en ellos dos principios de organización social creadores de nuevas estructuras.

La diferenciación por oposición, en efecto, no se prosigue hasta el infinito: se repliega sobre sí misma para formar nuevos equilibrios –la lanza separa, pero luego las partes separadas son exógamas y pueden unirse mediante el matrimonio-. Como se acaba de ver, la unión tampoco es sólo convergencia, pues es también un movimiento centrífugo, de suerte que entre esas dos fuerzas de convergencia y de divergencia también se recrean nuevos equilibrios.

Parece que en los ejemplos de los moundang del Tchad, como en el de los nyemwezi-sukuma de Tanzania, el sistema de oposición está dominado cada vez más por el sistema de unión. El rey extiende su imperio por encima del de los clanes. Pero, en otras sociedades, la situación es la inversa y entonces el principio de unión se refugia en el interior de los clanes. Se convierte en principio de organización interna de cada clan. Se observará la sumisión de las generaciones al ancestro del clan (66).

Entre los ossetes del Cáucaso, donde la reciprocidad horizontal estructura el conjunto de la sociedad: “La figura del padre, nos dice A. Itéanu, representa el grupo. Él es el hombre, el guerrero en los mitos y narraciones. A él le están destinadas las mujeres raptadas al enemigo. Es él quien decide el matrimonio de los hombres de su grupo. Es, sin discusión, el señor de las mujeres. Se dice que él “posee” la tierra y es a él que le toca repartirla. Preside todos los rituales sin los cuales ninguna familia sería posible. Su autoridad es omnipresente. Y si el padre no estuviera, se acabara el fuego. Así Batra, héroe narte, cuando se entera del asesinato de su padre, se lamenta: “!Mi hogar está destruido, mi fuego se ha apagado!”(67) No es solamente la figura del fuego que se ha apagado, sino la de la familia de Batra, cuyo padre es el único garante, la esencia.

“El jefe del grupo, prosigue Iténau, es el mayor, el anciano, el “padre”.

Tiene derecho a la vida y muerte de los jóvenes y en particular sobre sus propios hijos. Inversamente, el asesinato del padre por el hijo acarrea en los ossetes una consecuencia única para un acto violento: la eliminación por el grupo extendido de todos los miembros de la casa culpable y la destrucción por el fuego de todos sus bienes. Es una aniquilación total por la colectividad con el deseo de convertir el parricidio, acto impensable, en nulo y nunca ocurrido”(68).

Los términos de Iténau son felices: ya que habíamos alejado la idea de que en una totalidad pueda haber separación por oposición. El aniquilamiento del parricida o del regicida y toda su casa, es una exclusión fuera del ser del que el principio de unión es la manifestación, la exclusión por la nada, ya que el parricida deroga al mismo principio de unión. Se trata de una aniquilación, nos dice Iténau, y no de muerte, ya que el acto es impensable.

El autor muestra, por lo menos, que la unión es la unión de todo, que es también la fuente de todo, el origen. Fuera de la totalidad del ser, la nada. Este límite entre todo y nada no es una oposición como la de los clanes entre sí. El otro, aquí, no deja de pertenecer a la totalidad o bien no existe. El sí mismo y el otro deberán definirse por relaciones que excluyen el principio de oposición. Y debemos precisar bajo qué forma puede entonces manifestarse la diferencia al interior de la totalidad, ya que ella ya no puede reclamarse de una expresión como la de la oposición.

¿No se manifiestara por una diferencia progresiva, sin hiato, en forma de degradé, hundida bajo el yugo de la continuidad ?(69).

Esos dos principios, de oposición y de unión, expresan el mismo ser social bajo dos formas contrarias, pero originan también dos sistemas institucionales contrarios, cada uno de los cuales crea sentido en su seno. El pasaje, de uno de los sistemas al otro, hace del primero inmediatamente no pertinente. Así, en la sociedad moundang, el asesino que se refugia en el pueblo de Léré, escapa a toda venganza, ya que se convierte en sujeto de otra concepción de la realidad. Ocurre lo mismo con los ossetes. Basta irse donde otro, aunque sea un clan enemigo y de cambiar de sistema de referencia, para estar al abrigo de las consecuencias que eran de temer.

“Si el ossete, en el momento en que es perseguido, franquea el umbral de la casa de un hombre poderoso y pasa alrededor de su cuello la cadena que pende alrededor del hogar, y si se pone el gorro del dueño y se recubre con el paño de su traje, encontrará apoyo y protección” (Kov., p. 267) (70).  Si le ocurriera algo, la familia de la que es el huésped emprendería la venganza como si se tratara de uno de los suyos (71). El refugiado recurre entonces a un procedimiento de afiliación. Pone alrededor de su cuello, como un yugo, la cadena del hogar, que representa la genealogía de la familia que ha adoptado. Expresa juramento al padre. Se somete al principio de unión. ¡Una fórmula que puede llevar a que un clan enemigo acepte adoptar a un asesino! (72) 

Entre los beti del Camerún, otra sociedad clánica, regida exteriormente por la reciprocidad horizontal, se nota la misma ubicación del principio de unión en el interior del clan. Los beti son una sociedad descrita por Ph. Laburthe-Tolra. Está formada por grandes linajes patrilineales en los cuales se encabalgan varios mvog. El mvog es un caserío de varias familias. El mvog responsable de todo es el que reagrupa el del abuelo de la generación de mayor edad entre los vivos. Hay entonces una dispersión de mvog pero también unión alrededor de un principio genealógico que anuncia la monarquía. Laburthe-Tolra subraya, a su manera, el carácter de totalidad de todas las prestaciones de un mvog: “No había ni moneda, ni mercado y la institución de intercambios puramente comerciales era desconocida, ya que el verdadero capital, la unidad de referencia de los intercambios y en la evaluación de las “riquezas” no era otro que el hombre (…) Resulta de ello una total identificación de la riqueza y del poder político: el “rico” (rikukuma en la lengua) es aquel que dispone de mayor número posible de gente a su servicio y a sus órdenes. Lo económico y lo político se interpenetran”(73). Así, todo es compartido, distribuido sin discontinuidad. Es imposible dividir la riqueza así como a los hombres pertenecientes al mvog. Ella les es común aunque no todos participen del poder sino en función de su proximidad con el centro que figura la unidad, una proximidad que establece, sobre todo, el grado de parentesco y una ideología que se desvela finalmente, dice el autor, como una fe religiosa (74).

Esta religiosidad está tanto más marcada cuanto el principio de unión domina.

El la India brahmánica, Charles Malamoud observa: “El rey, por otra parte, no está seguro de estar en acuerdo con el dharma si no dispone de los consejos y advertencias de los consejeros brahmanes. A decir verdad, cuando actúa bajo la inspiración de los brahmanes, el rey es como la encarnación del dharma”. En fin: “Analogía frecuente, casi mecánica en la India del antiguo brahmanismo: toda actividad un tanto compleja, humana o divina, con la condición de ser orientada hacia un objetivo compatible con el dharma o con una forma de drama, es analizada de hecho como un sacrificio…”(75).

Esas breves citas establecen que el rey es el ejecutivo del principio de unión y del poder religioso de los sacerdotes, de un poder salido del sacrificio. Su propia vida está asimilada a un largo sacrificio, pero es también el juez en relación con cualquiera que no regula su vida según la observancia de las prácticas generadoras del dharma. El dharma es el valor de ser, la fuerza ética común a todos los miembros de la comunidad. El rey es el hombre que aplica o hace aplicar la palabra religiosa, el Veda, código jurídico, puesta en forma práctica de la ética, bajo los consejos o el dictado del consejo de los brahmanes. Es consustancialmente dharma cuando obedece a los brahmanes. La dominación del principio de unión es aquí aplastante, pero desde que el rey ya no respeta sus obligaciones, se da entonces el retorno a las regla clánicas de la reciprocidad según el principio de oposición, como lo indica la larga historia mítica que reporta Malamoud, una interminable gesta de ofensas y de venganzas entre dos clanes.

André Lemaire nota que, en el antiguo Israel, la relación de venganza y sacrificio era muy estrecha. Los hebreos, primero organizados en confederación de tribus cuya unidad de base era el clan, reservaban la venganza a los extranjeros. Los clanes estaban unidos, en efecto, por un consejo de Ancianos que hacían función de jueces. Uno de los jueces sacrificaba. Era el sacerdote y el sacrificio procuraba una representación unitaria del lazo social. La sociedad estaba enmarca hacia la realeza religiosa (76).

   
   

Venganza ad extra, venganza ad intra

   
     
Recordemos que para Verdier, la venganza en el exterior “tiene por corolario el interdicto de venganza negativa en el seno del grupo”(77). Trayendo la venganza a la protección de la identidad, concluye: “Esta solidaridad característica de los grupos vindicatorios responde a una doble exigencia: la obligación de venganza en el plano exterior, el interdicto de venganza en el plano interno de la solidaridad”(78). La sanción nace lógicamente de este interdicto (79). Además, como la identidad del grupo ha sido mancillada, son necesarios los ritos de purificación. ¿Pero qué significa el sacrificio? ¿Es un intercambio con los dioses, una víctima a cambio del asesino, recuperado así en beneficio de la unidad “del capital-vida”?

Muchos autores sostienen que el sacrificio está ordenado según una purificación y que la sanción, por su parte, indicaría la emergencia de una autoridad exterior a los unos y los otros, ya que es capaz de prohibir la venganza. La venganza no sería más que una forma primitiva de justicia, característica de los sistemas todavía no unificados políticamente. De ahí la siguiente secuencia: los grupos se definen por su identidad primitiva, se enfrentan, si tienen fuerzas parejas se estabilizan. La búsqueda de la estabilidad remarca el sistema de reciprocidad. Se instaura la paz y con ella la política. En ese marco, se hace posible sustituir la violencia por dones y mujeres. La jefatura se constituye al plantear como interdicta la venganza al interior y la reemplaza por la sanción penal; luego procede a la purificación de la mancha a la que la transgresión de los interdictos condena a la comunidad entera por el sacrificio a los dioses.

Esta secuencia puede explicarse, en parte, si uno se interesa en situaciones en las que

- el principio de unión se impone al principio de oposición
- la reciprocidad positiva se impone a la reciprocidad negativa
- y lo imaginario a lo simbólico

A partir de ahí, la palabra del rey o del jefe del clan domina la de los protagonistas de la venganza, mientras que la expresión del valor de la reciprocidad positiva se convierte en el bien y el de la reciprocidad negativa en el mal.

La cuestión del sacrificio queda sin embargo ambigua. ¿Por qué la purificación exigiría inmolar a los dioses?
Pero otras comunidades guardan la alternativa entre dos opciones que se han señalado por los términos de unión y de oposición. La venganza tendrá entonces un rostro distinto según la opción encarada. Se reconocen esos dos rostros en el estudio de Laburthe-Tolra, que precisa los caracteres de la venganza al exterior y al interior del mvog.

“Ya que cada linaje trata en principio con todos los otros en pie de igualdad y con toda soberanía, “el interior” de la sociedad no puede ser definido aquí sino como el interior del linaje (mvog). Sin embargo, bajo el aspecto de la sanción, el modelo penal no se distingue de un modelo vindicativo ad extra. En todos los casos, el (presunto) autor de una muerte debe pagarla en principio con su propia vida. Holocausto al cual él o sus parientes pueden sustituir el don de otra vida (mujer, esclavo), u otras compensaciones (animales)”. Se reconoce, primero, el principio de oposición que, según el autor, estaría en vigor en el interior como en el exterior, lo que justifica la equivalencia de lo penal y de la venganza pero también, precisa Laburthe-Tolra, el que la pena pueda ser reemplazada por el sacrificio, lo que prueba que entonces interviene la preocupación de la totalidad de la comunidad y ya no el interés de sus diferentes partes : “La diferencia nace de que el crimen en el interior del linaje es un homicidio o aún un incesto y que corresponde a la violación de un interdicto: su reparación se acompaña por rituales expiatorios (So Tso): el linaje se absuelve con sacrificios (sustitutos de sacrificios humanos) en relación con los Invisibles, ya que no puede darse a sí mismo más compensaciones efectivas. A falta de suministrar esas reparaciones, los vivientes del linaje conocerán solidariamente una serie de desgracias (enfermedades, esterilidades, decesos sucesivos y cercanos…) concebidas como un justo castigo de parte de los Invisibles, hasta que el mvog afectado reconozca su deuda y se ponga a absolverse de ella (…). El sacrificio aparece, entonces, como una forma ad intra de la venganza, la expresión de la conducta vindicatoria que satisfacerá el sentido de la justicia atribuido a los muertos (figura sacralizada de los vivos)”(80).

Laburthe-Tolra propone ver una homología, entre la venganza, por una parte, y la pena y el sacrificio por la otra. Todos son holocaustos, dice. La tesis de Laburthe-Tolra reestablece un paralelismo original, justificado por la equidistancia de dos principios de unión y de oposición. En los béti, en el interior de la comunidad, la familia sacrifica al ofensor, que se ha conducido como enemigo, a los Invisibles, es decir, a los ancestros.

Pero así como en la venganza ad extra es posible sustituir una relación de reciprocidad de alianza por una relación de reciprocidad de asesinato y, por ello, un matrimonio por un asesinato, en la venganza ad intra es posible reemplazar el asesinato del asesino por una alianza (don de una mujer o de un esclavo que será matado para reunirse con los difuntos) o, aún, si la venganza es expresada en los términos simbólicos que le son propios, se sustituirá al asesino por animales (81).

Si ahora se quiere mantener un paralelo entre venganza y sacrificio en términos de intercambio, hay que imaginar una relación bilateral entre los dioses y los hombres. Entre los béti, nos dice el autor, el sacrificio es una venganza concedida a los Invisibles, que vengarían ellos mismos si los vivos no tomaran la delantera (82).

Pero ¿no sería el lazo social hipostasiado en los Invisibles, la finalidad del sacrificio? ¿No procedería el espíritu divino del sacrificio más de lo que lo precedería? ¿Y no sería el sacrificio el medio de focalizar, por la unificación de las relaciones de reciprocidad, todos los lazos de almas en un lugar único? Laburthe-Tolra es impreciso sobre este último punto, pero anota : “En toda ofensa real o supuesta, como en todo infortunio, B siempre puede remitirse a los seres Invisibles (Dios = Zamba o los ancestros) para hacer justicia. Que se trate o no de venganza, en ese caso me parece que es un asunto de definiciones ¿pero no son aquí los ancestros o Zamba “vengadores” en el sentido en el que los es Yahve en el Antiguo Testamento?”(83). Es claramente en la dirección de un Dios único que se orienta la reflexión.

¿Pero qué significa el sacrificio? ¿Se trata de una víctima en intercambio por un asesino así recuperado en beneficio de la unidad «capital-vida»”? ¿Es el sacrificio un intercambio con los dioses?
Opondremos a esta tesis la siguiente observación:

Desde el momento en que se identifica con el agresor, la comunidad tiene el sentimiento de perder su alma: el asesino, en efecto, pierde su alma de guerrero (que es una parte del alma del grupo) al consumarla en su asesinato. La comunidad se identifica entonces con este muerto espiritual. Pero ella prosigue el ciclo permitiendo a este muerto espiritual actualizarse, pasar al acto, es decir, convertirse en una mortificación real: por el sacrificio, muere entonces de forma real, ya que es el único medio, para ella, de reconquistar un alma (o una parte del alma colectiva) equivalente al alma perdida.

Volvamos a decir ese punto importante: la comunidad muere “espiritualmente” al identificarse con el asesino, que está muerto espiritualmente. Está forzada a esta identificación por el principio de unión. Pero reconquista la integridad de su alma al aceptar una muerte real. Acepta entonces una mortificación y se sacrifica “realmente” en lugar de su agresor. Cuando se dice que si la comunidad no tomaba la delantera mediante un auto-asesinato, incurría en el castigo de los dioses, lo que se dice es que ella ya está en un estado de muerte espiritual. Los dioses vengadores son la representación de esta muerte espiritual, “el espíritu de la muerte” inmediatamente unido con la condición de asesino. No es pues útil inventar una preexistencia de los Invisibles. Los Invisibles vengadores son inherentes a la situación de muerte espiritual del asesino. Son creados por el asesinato.

En relación a la venganza ad extra, los momentos del ciclo de reciprocidad son inversos. La comunidad, que se hace solidaria del asesino, no debe vengarse sino aceptar la venganza, ya que ella es asesina por el hecho de su unión con el asesino y debe, por ello, morir de cierta forma o, más bien, hacerse violencia a sí misma, pues todo se juega en el interior de su totalidad, con el objeto de reconquistar una potencia guerrera que será… su Dios protector. Su sacrificio engendra su Dios protector. Dios vengador y Dios protector son dos figuras del mismo ciclo de la venganza ad intra. El uno, la conciencia de la comunidad asesina, el otro de la comunidad que se asesina.

Ciertos autores percibieron esta conjunción del asesino y de la comunidad y la paradoja que resulta de ello. Fueron conducidos, entonces, a oponer sacrificio y venganza de forma radical. “Y cuando se examina la relación entre el verdugo y la víctima, se observa incluso que la venganza es lo contrario del sacrificio, ya que el vengador detesta a la víctima y quiere hacerla sufrir, mientras que lo que el sacrificador experimenta por la suya es el reconocimiento: reconoce en la víctima al alter ego que le permitirá preservar su propia persona; quiere ahorrarle todo dolor inútil; le promete el cielo, que es su propio deseo; son tan fuertes la simpatía y la voluntad de identificación que lo llevan hacia su víctima, que busca en su actitud un signo de asentimiento antes de inmolarse”(84). Charles Malamoud habla de la India brahmánica, pero sus conclusiones podrían aplicarse a los aztecas o a los incas que llamaban hijo a sus prisioneros destinados al sacrificio y los honraban como a dioses.

Charles Malamoud, por cierto, muestra que al interior del ciclo de reciprocidad, la venganza es el pasaje al acto de la conciencia de asesinato de la víctima, y que el sacrificio es, enseguida, la mortificación que ella se inflige cuando su conciencia de muerte –inherente a su nueva realidad de asesino- pasa al acto. El vengador se asesina a sí mismo, pero haciéndolo restaura su identidad imaginaria. Sin embargo, no puede matarse a sí mismo. La identificación de la víctima de sustitución es así necesaria para que el ciclo pueda continuarse, pero la víctima es claramente él, como bien lo dice Charles Malamoud: “Reconoce en ella al alter ego que le permitirá preservar su propia persona”.

Verdier mismo, que estudia la venganza entre los kabiyé en la región Kara al norte de Togo, constata que la actualización del asesinato destina al asesino a una conciencia de muerte de la que no escapará sino cuando esta conciencia de muerte sea actualizada a su vez de una u otra forma: “El mal cometido –“esatu”- condena a su autor a la desgracia o la muerte. La maldición no podrá evitarse si el mal no es reparado a tiempo mediante el rescate de su sufrimiento”(85).

Como esta dialéctica de la ofensa y del sufrimiento tiene como marco una “ciudad” organizada por el principio de unión, es el sacerdote el que procede por un sacrificio a la mortificación necesaria para que sea reconquistada la unidad espiritual del grupo entero: “Al romper una ley fundamental, el criminal atenta a la vida de la comunidad; en este sentido, su acto es una mancha que no puede ser lavada sino por los garantes de la ley, los sacerdotes, las únicas personas habilitadas a proceder en los altos lugares de los sacrificios (…). Si el transgresor confiesa su crimen (…) y demanda una reparación por él, los sacerdotes se dirigen a los lugares santos para implorar el perdón de las divinidades ofendidas y ofrecerles en sacrificio el animal que ellas reclaman al criminal para “enfriar su corazón” (…). Si la víctima es aceptada, el mal está purificado, el lazo vital que une a la comunidad con sus ancestros fundadores restaurado y el criminal reintegrado a la sociedad. Si las divinidades no reciben su don y lo que se les debe (…) castigarán, además del culpable, a toda la comunidad con toda suerte de calamidades naturales (sequías, lluvias de diluvio, saltamontes)”(86). Principio de unión, sacrificio, religión…

Pero los sacrificios no son reconocidos por sus autores como generadores del espíritu divino. Al contrario, el espíritu divino es declarado comandatario del sacrificio. Por otra parte, la reciprocidad positiva se impone a menudo sobre la reciprocidad negativa que, en tanto que negación, se convierte en el mal. El sacrificio, desde entonces, no es tanto la acepción de una muerte por la comunidad asesina como una expiación para purificarse de una mancha. Las calamidades naturales, en fin, no son significativas de la conciencia de muerte en la cual está sumergida la comunidad por el hecho de su identificación con el asesino como de las venganzas de las divinidades. Esas inversiones son características del nacimiento de las ideologías. Marx dió una brillante ilustración de ello cuando denunciaba el fetichismo del valor de cambio…

Sin duda la interpretación de los kabiyé justifica la de Verdier. Los kabiyé dan cierta cuenta de los valores de su sociedad por una ideología. Queda por descubrir, pues, cómo se forman las ideologías y por qué la representación se impone a los kabiyé como principio motor de sus actos. Sin embargo, hemos percibido que la secuencia lineal entre venganza ad extra y ad intra que haría de la venganza un bucle para la identidad del grupo y el correlato de la reciprocidad de los dones y, en fin, la interpretación del sacrificio como un intercambio con los dioses no es sino una interpretación… que quiere satisfacer una ideología, la ideología del intercambio.

Parece que existen en realidad dos secuencias; una, que conduce a la venganza entre los grupos y, otra, que conduce al sacrificio en el grupo y que responden a los dos principios de integración de la sociedad, dando cuenta directamente de dos modalidades de la función simbólica, el principio de oposición y el principio de unión.

Por otra parte, la reciprocidad de venganza que, según Verdier, puede ser la prolongación de la reciprocidad de los dones, con el objeto de perennizar un capital imaginario, también puede dar a luz una dialéctica de la venganza generadora de valor. La reciprocidad de los dones y la reciprocidad de venganza aparecen, entonces, como dos formas de la reciprocidad que, cada una en un imaginario propio y opuesto, permite crear el ser de referencia de una comunidad. Esta, consecuentemente, no precede a la reciprocidad; es su finalidad.

La razón por la cual los autores postulan al ser de la comunidad como un capital dado a priori viene, sin duda, porque los miembros de la misma comunidad aprehenden las cosas a partir de su sentimiento de pertenencia a la comunidad y acordan a sus representaciones cierta autonomía por el hecho de que ignoran las estructuras que las dan a luz. Sólo tienen conciencia de dioses vengadores y dioses protectores que, además, pueden ser confundidos por el principio de unión. Los dioses protectores o los dioses vengadores son, en realidad, nacidos de la reciprocidad, los dioses vengadores son la conciencia de una comunidad que restablece su integridad mediante su auto asesinato, pero sus representaciones son tenidas por motrices de los actos que las engendran, a saber, el asesinato, por una parte, y la muerte, por otra. Los hombres no intercambian con los dioses. Los dioses son la conciencia de los hombres, que ignoran las condiciones de su génesis y que ignoran que las relaciones de reciprocidad son las fuerzas matrices de su propia conciencia y de su imaginario.


La importancia de la muerte en la emergencia de lo simbólico

Aunque a menudo sea por los asesinatos que los guerreros cuentan su poder y su renombre, no adquieren estos sino por las muertes sufridas por su comunidad. A tantos duelos, tanto poder de venganza. Que los espíritus de venganza (o el dios, si está en un sistema de unión) vayan unidos a la experiencia de la muerte es algo que, a menudo, no está subrayado por los intérpretes sino que emerge de numerosas observaciones.

Entre los béti, si el autor de una infracción mayor es un hombre rico, para devolver la salud a su linaje, golpeado por la esterilidad, debe organizar un gran rito expiatorio costoso, que consiste al mismo tiempo en la iniciación de los jóvenes; al sufrir una serie de inocentadas, éstos toman el sitio de lo que está en falta y, por sus sufrimientos, apaciguan la cólera de los ancestros, guardianes del orden (87). Es mediante el sufrimiento que los jóvenes iniciados restauran la vida de su comunidad, después de haberse identificado a un asesino que, a su vez, está en una conciencia de muerte por haber perpetrado un asesinato. Transforman su muerte espiritual en muerte real, asesinan en su lugar.

Incluso entre los ossetes, donde el imaginario de la violencia es todopoderoso, no se olvida lo anterior a la muerte sufrida. Apenas el cadáver es traído entre los suyos, que todos los parientes se marcan el rostro con la sangre del muerto: identificación colectiva con la víctima. Y el alma de venganza, que nace de esta comunión en la muerte, se expresa inmediatamente en un juramento solemne de venganza, como si la proclamación del nombre de la venganza acarrease irreversiblemente su realización. Se coloca el cadáver de la víctima en el interior de una serie de nichos dispuestos en espiral en una torre construida alrededor de un pozo. Hay que desplazar todos los cadáveres para dar un espacio al nuevo, y el más viejo cae en el pozo. El grupo pierde entonces un alma de venganza. Se adquiere un alma de sufrir un asesinato, se pierde una de venganza o de anunciar su venganza.

En una sociedad en la que la religión musulmana suplantó al viejo chamanismo, en los abkhazes del Cáucaso, esta tradición de la muerte previa no es olvidada, como si fuera necesaria para aclarar los otros rituales. Georges Charachidzé anota: “Desde que un hombre del clan fue matado, se designa un vengador: el hijo, el padre o el hermano del muerto. Si no, un pariente del linaje paternal: tíos, sobrinos, primos, hasta un grado más alejado. De hecho, la elección de vengar no es sino una formalidad: su rol consiste, sobre todo, en asumir todos los interdictos que incumben, teóricamente, al conjunto del clan. Hasta el cumplimiento de la venganza, el vengador como tal es prácticamente excluido de toda actividad social: no se libra a ninguna transacción, no aparece en ninguna manifestación de la vida colectiva, no se ocupa de la explotación del dominio, se abstiene de todo trabajo, le está prohibido casarse e incluso llorar la muerte y llevar su duelo. En otras palabras, es eliminado de la sociedad”(88). Aquí el vengador designado debe continuar muriendo para que viva la conciencia de venganza, hasta que un miembro del grupo haya logrado traducir esta alma de venganza en hechos. Se pueden citar todavía las tradiciones de los beduinos: “Para que él (el vengador) no esté tentado de sustraerse a ese deber sagrado, al árabe pre-islámico juraba solemnemente renunciar a los placeres profanos y los goces de este mundo hasta que no hubiera cumplido con su venganza”(89).

El desafío pone de manifiesto, a su vez, de que en lo que atañe al principio del honor se trata de padecer antes que de actuar, aceptar una violencia con el objeto de adquirir un alma de venganza. También que prohibirse aniquilar al adversario, debe posibilitar volver a pedirle la ofensa inicial. Que la reciprocidad de venganza exije padecer antes de actuar, aceptar un asesinato para poder estar en condiciones de matar e inaugurar un ciclo de venganza, creador de sentido, está explícito en el código de venganza de los georgianos montañeses que Charachidzé considera como los detentores de las fuentes y de las tradiciones del Cáucaso. “En los georgianos (…) sólo el contra-asesinato que engancha la vendetta es tenido por lícito; sólo se tiene el derecho a matar si el otro ya ha matado. Pero el primer asesinato siempre es considerado como accidental, cualesquiera sean las circunstancias”(90). Dicho de otra forma, porque no sanciona una muerte previa y no concretiza un alma de venganza debidamente adquirida por esta muerte, el primer asesinato no tiene valor.

No se podría decir mejor que lo imaginario de la venganza es el de la muerte sufrida antes que el de la muerte dada. Pero al vengador que sobrevive, nada le impide contar sus muertes sufridas (por los suyos) como venganzas cumplidas, ya que eso es materializar su conciencia de venganza en un acto que demuestra su realidad, que autoriza la reproducción del ciclo y, consecuentemente, el crecimiento del ser del guerrero.

Como quiera, tenemos, que comprender cómo se engendran las conciencias motrices de los actos humanos y por qué esta génesis pasa desapercibida por sus autores.

La génesis del valor: el Tercero incluido

Desde que sustituye al de reciprocidad, el término de intercambio grava la investigación: las prestaciones totales o las promesas de sufrir-a-su-vez-un-asesinato, las prendas, se convierten en compensaciones y arreglos a los que se presta fácilmente el sentido de equivalentes de intercambio. El término de mediación sugiere, inmediatamente, el cuidado de equilibrar los asesinatos por reparaciones justas, las mujeres por compensaciones. Y para poner de acuerdo a las partes involucradas, se apelará a un mediador capaz de ajustar los intereses de los unos a los intereses de los otros (91).

Pero ¿no tendría otra significación el mediador?

Breteau y Zignoni muestran que cuanto más se ritualiza el sistema más relieve toma su rol. Ofreciendo la posibilidad de una “compensación”, el mediador detiene provisoriamente el encadenamiento de la violencia. O, todavía, restaura el equilibrio entre las venganzas recordando la memoria de un asesinato antiguo. Suspende entonces también el encadenamiento inmediato de la venganza. El mediador ¿no es el garante de la perennidad y de la autonomía de un Tercero entre los asociados, algo a lo que está ordenado el equilibrio de la venganza, el Tercero que es el lazo para el conjunto de la sociedad y que no puede ser privatizado por uno u otro de los protagonistas?

“Esta mediación tiene por objeto afirmar la honorabilidad de las partes, así como la del tercero mediador y, en definitiva, del conjunto de los actores de la comunidad”(92).

Los autores distinguen entonces las relaciones diádicas de las relaciones triádicas. ¿Qué significa esta distinción?

El tercero mediador no es solamente mediador. La palabra tercero recubre otra cosa que los buenos oficios; testimonia de una nueva estructura y significa un valor propio al mediador; la responsabilidad de un sentimiento de justicia que trasciende a todo imaginario particular. La palabra del tercero no se desarrolla sin alcanzar la palabra de cada asociado.

La palabra simbólica es el enunciado de una verdad que no hace justicia ni al uno ni al otro sino a una comprensión de uno y otro que, a veces, hace necesario que cada uno reconozca su propio imaginario. El tercero es la encarnación del Tercero. El Tercero, como fruto de la reciprocidad, está virtualmente entre los grupos pero, por el mediador, es exteriorizado en relación a cada uno. Adquiere una relativa autonomía. Lo simbólico tiende a liberarse de sus representaciones inmediatas. No es el mediador el que está al servicio de quienes lo interpelan, sino que estos últimos están al servicio de su palabra. Entre los beti: “Al interior de cada mvog, que constituye un segmento de linaje funcional, se acuerda, en los conflictos internos, conferir esta autoridad a uno de los notables del grupo reputado por su sabiduría y que tomará, entonces, el nombre de ntsig ntol “el mayor (en edad) zanjador de palabre” y que a menudo es el mismo que el ndzo u orador del mvog. Entre grupos independientes, se recurrirá a un tercero considerado como imparcial por los adversarios, generalmente el ntsig ntol el neutro más célebre y más poderoso de la vecindad”(93).

Entre los nyamwezi-ukuma, señala seis tipos de venganza. El tipo 1 (A mata donde B, B mata entonces donde A) responde al principio de oposición; el tipo 6 responde al principio de unión: “Una amenaza o una simple intimidación, con las armas en la mano, en el recinto de la corte real (…) ocasiona irremediablemente la muerte inmediata del culpable ante el rey y, a menudo, la confiscación de los bienes de la familia del culpable en provecho del rey. En todos esos casos, hay crimen contra la comunidad entera”(94). Pero los otros tipos de venganza dan cuenta de la preeminencia del Tercero. Ciertamente, es el rey el que es interpelado por una u otra de las partes, o las dos, para venir a deliberar como mediador, pero en calidad de Tercero y no en calidad de principio de unión de la comunidad. Existe entonces un tiempo-espacio propio a ese Tercero que nace en detrimento del espacio y del tiempo de las formas primitivas de la reciprocidad y que se encarna en el tercero.

En un sistema centralizado por la palabra de unión, el mediador es necesariamente el rey, único intermediario entre todos. La relativización de lo imaginario por el Tercero que se está construyendo concernirá a la reciprocidad positiva y a la reciprocidad negativa a la vez. Ni asesinato ni matrimonio, sino un juramento de fidelidad… a valores supremos.

“«El golpe mortal en respuesta a un primer asesinato es “nuestra manera de llorar”», dicen los hombres de la sociedad nyamwexi-sukuma. Y, sin embargo, esta materia honorable de hacer su duelo, esta venganza, es rara, ya que el valor que la subtiende está subordinado a una Ley superior. Esta hace de todo asesinato, incluso vengador, una ruptura de interdicción y exige una respuesta cuando un primer asesinato se comete pese a todo; sea el pago de un “precio de sangre” (njigu), sea una forma que reafirma el respeto a los valores supremos”(95). Los autores acordan la primacía al valor “regio”, pero tal vez hay que apelar más allá de la realeza, ya que el rey aquí es más que el principio de unión: es el mediador.

El mediador aparece según varias modalidades. En los sistemas segmentados, cada uno puede convertirse en un intermediario para otros dos desde el momento en que la estructura de reciprocidad bilateral se hace ternaria, circular o reticulada. En los sistemas centralizados, un solo término, el centro, es el intermediario común entre todos los otros. Desde entonces el portavoz de la comunidad no es solamente aquel que expresa la voluntad de la totalidad, es también el juez entre los unos y los otros. Adquiere un nuevo estatus. No es solamente el mandatario o el garante, se convierte en el principio de orden al interior de la comunidad misma.

El mediador puede ser alguien aparte, elegido por los dos asociados para encarnar directamente el Tercero, el ser de su relación, sin participar sin embargo en su estructura generadora. Prestará sus servicios desde el exterior. Se podrá hablar de tríada, no siendo el intermediario un elemento de la estructura fundamental. Pero para ejercer ese rol, será necesario que haya recibido la competencia de su posición de tercero en uno u otro sistema de reciprocidad. Los dos principios, de unión y de oposición, en la base de la reciprocidad de los sistemas segmentado y centralizado son frecuentemente asociados, en efecto, y cada uno puede articularse sobre el otro, incluso, en provecho de un equilibrio particularmente eficaz o dinámico: el tercero del uno puede proponerse como tercero del otro.

Compensación y arreglo toman entonces un nuevo sentido. Ellas no representan más el valor de los grupos tal como ellos se las representan, ya no son el reflejo de los intereses que una persona neutra estaría llevada a igualar, sino un valor que se desarrolla por sí mismo entre los grupos y que ya no reenvía a la idea que cada uno se hace de su ser sino al ser en nacimiento bajo la forma del sentimiento de justicia.

Para Tcherkezoff, los valores superiores según los cuales se ordena la teoría de la venganza, están expresados por el principio de unión. Tcherzekoff habla, en efecto, de un plan vertical para el principio de unión y de un plan horizontal para el principio de oposición y constata que entre los nuamwezi-sukuma el plan vertical domina al plan horizontal. “La consecuencia de un asesinato estará determinada por el valor “regio”, valor superior englobante”(96) de un intermediario único entre todos los participantes de la reciprocidad.

Verdier cree, por su lado, que el proceso de ritualización de la venganza en un sistema de reciprocidad horizontal hace aparecer la regla de la reciprocidad. En los dos casos, el intermediario sería el mediador que podría abrir la vía a la reciprocidad positiva y a la reconciliación. Aseguraría la transición entre dos imaginarios diferentes. ¿Cómo así? “En tanto que simbólicamente es un don de vida, el “precio de la sangre” tiende a sustituir una relación de adversidad atada en la muerte por una relación de alianza que se abre a la vida; desde entonces, el ritual de reconciliación que apunta a reunir para la vida a aquellos que había opuesto en la muerte, recurre al sacrificio para intercambiar la vida por la muerte”(97). Encontramos así la referencia del intercambio para dar cuenta del pasaje de la reciprocidad negativa a la reciprocidad positiva. Los valores podrían intercambiarse.

Sin embargo, C.H. Breteau y N. Zagnolli hacen aparecer el valor independientemente del imaginario en el cual se expresa. El mediador ya no es un intermediario entre dos partes encargado de reconciliar adversarios, sino la encarnación de un ser social superior al cual los asociados pretenden acceder. A este ser social le damos el nombre de Tercero (con mayúscula) para distinguirlo del intermediario, del mismo mediador, que está llamado a darle la palabra y que llamamos tercero (con minúscula). El Tercero es irreductible a la identidad originaria de los protagonistas de la reciprocidad, se acrecienta, efectivamente, con la relativización, si no la anulación, de su imaginario particular.

Las observaciones de C.H. Breteau y N. Zagnolli permiten aprehender, primero, la reciprocidad de violencia como creadora del valor de ser. Las sociedades mediterráneas que estudian en Calabria y en Constantina, están formadas por comunidades equilibradas entre sí, ya que aquel que desafía se asegura de que pueda sostener el desafío y que aquel, a quien desafía, pueda aceptar el riesgo de la venganza. La igualdad es la condición de la aceptación del riesgo por parte de ambos participantes. A esta igualdad los autores la llaman capital fijo. Llaman capital variable a la parte de honor susceptible de aumentar o disminuir por la venganza. Para aumentar el capital, hay que provocar entonces al adversario para que se convierta en un agresor y legitime la venganza. Esta provocación puede ser una primera ofensa o un desafío: “hacer pasar una afrenta al grupo adverso, explican Breteau y Zagnolli, consiste, sobre todo, en “exponer su propia vida” como si se pondría al otro ante el desafío de tomarla”. De ahí la interesante analogía: “se encuentra en ese rasgo una dimensión lúdica que implica que la vida sea vivida como riesgo y consumación”(98).

Se podría comparar ese desafío al que acompaña al potlatch. En el potlatch cada uno está obligado a dar, recibir y devolver, como si el don fuera una apuesta. El juego ¿Serviría de intermediario entre la reciprocidad negativa y la reciprocidad positiva?

Con todo, hay que notar una diferencia: en el ciclo del don, el ser social estará capitalizado en el imaginario del donador en la iniciativa del ciclo. La fórmula “cuanto más dono más grande soy”, implica que Yo soy está identificado a grande. El espíritu de venganza pertenece, al contrario, a aquel que padece, de manera que para poseer este espíritu, fuente de honor, es necesario que uno provoque el primer golpe del adversario, es decir, que se lo desafíe. El “poder matar”, primera representación del honor, pertenece a la víctima. Aquel que abre el ciclo, que provoca y da el primer golpe entiende, con todo, mantenerse como dueño del ciclo y por eso golpea como último. Y bien, aquel pierde su alma de venganza mientras que quiere guardar en su provecho lo que resulta de la reciprocidad propiamente dicha. La víctima dispone de un imaginario en el que la venganza es reina, pero es el agresor el que pretende capitalizar el ser social nacido de la reciprocidad de venganza. Deberá entonces hacerse con el imaginario de la víctima. Este arte es el de los chamanes y de sus poderes mágicos. Aquí se ve aparecer la posibilidad de disociar lo que pertenece a la reciprocidad de lo que pertenece a su representación. Lo sobrenatural puro es, si no independiente de lo imaginario, por lo menos distinto de él. Está contenido por lo imaginario pero a la manera de la almendra por su cáscara. Sólo la reciprocidad negativa autoriza esta distinción. Sin duda es una buena razón por la cual los ritos de la reciprocidad positiva no dejan de recordar la reciprocidad negativa, como si no tuvieran importancia real si no estuviera asociados a la memoria de esta.
Entre los béti, la iniciación de los jóvenes comienza por una prueba de muerte asimilada a un sacrificio demandado por alguien que debe pagar un crimen contra los suyos. “Parece que, aún ahí, el sufrimiento es ofrecido como una compensación a la venganza de los difuntos guardianes del orden”, comenta Laburthe-Tolra. Pero una iniciación semejante es obligatoria incluso si no la justifica ninguna ofensa. “Incluso si la hermana no comete nsem (falta mayor) ¿no debe el hermano sufrir el So  ?”(99). El sufrimiento no es, pues, sólo expiatorio para la cuenta del criminal. Tiene una segunda motivación más profunda. El ritual del So “es un lugar en el que son abolidas todas las querellas y donde los enemigos se encuentran pacíficamente”(100) ; es una puerta de entrada de la inteligencia de la reciprocidad y, por ella, a la comunidad. El hecho de que comience por una prueba de muerte –“El dolor que sufren está concebido como una muerte figurada”- sugiere que la iniciación exige una experiencia de la reciprocidad negativa para alcanzar lo sobrenatural puro –“un descenso a los infiernos”- a fin de que los iniciados no puedan, luego, confundir los goces sobrenaturales con los goces terrenales cuando se beneficien del lazo social de un sistema dominado por la reciprocidad positiva.

El enfrentamiento de dos imaginarios de la violencia y el don conduce a una nueva perspectiva. El prestigio y el honor pueden relativizarse en provecho del lazo social creado por la misma relación de reciprocidad si ella los confronta.


La emergencia del Tercero incluido

Según Verdier, una identidad de grupo se afirma, luego se hace reconocer por la venganza ante la menor agresión exterior. Partiendo de la identidad del grupo, Verdier lleva los diversos fenómenos observados a una serie de deducciones: el reconocimiento del grupo adverso para proteger el áura de su propio grupo comienza desde que este último avanza en su territorio. El intercambio de violencias preludia la definición del otro como otro sí mismo. La reciprocidad de las ofensas estabiliza a las dos fuerzas presentes que, al dejar de ignorarse, aprenden a respetarse. El marco de la reciprocidad, trazado por el intercambio de violencias, puede entonces servir al intercambio de buenos procedimientos. La ritualización de las ofensas sería el término medio que permitiría el pasaje del uno al otro. Verdier imagina una progresión lineal de la reciprocidad negativa a la reciprocidad positiva como si el imaginario de la segunda se impusiese naturalmente sobre el de la primera. Verdier considera que la solidaridad interna es la fuerza dinámica de la sociedad y que la violencia es el mal. Esta evolución polarizada por lo imaginario de la paz encadena las siguientes categorías: distancia social, reconocimiento vindicatorio, ritualización de la venganza, reciprocidad de alianza (101).

Pero el término medio, la ritualización de las ofensas ¿no significaría más bien la emergencia de una tercera fuerza, de un Tercero de referencia que, al escapar a los imaginarios de la violencia y del don se revelaría como puramente espiritual? Partimos de la siguiente hipótesis: la coexistencia de principios comunes -reciprocidad de alianza y reciprocidad de venganza - sería necesaria para que nazca de su equilibrio un valor de ser superior.

Al comienzo, ni bien ni mal, sino una situación que hemos llamado contradictoria, obtenida por la reciprocidad de la acción y de la pasión, que hace emerger el sentido de todas las cosas. Esta reciprocidad de origen es creadora de un sentimiento común que hemos llamado la humanidad.

Un sentimiento tal se expresa inmediatamente mediante significantes que son de naturaleza no contradictoria. El sentido debe pasar entonces bajo el yugo de un imaginario dado, violencia u ofrenda. Hemos subrayado que el equilibrio de lo contradictorio puede acrecentarse desde que está polarizado por la dominación de uno de los polos del contradictorio sobre el otro –la vida (el don, la alianza) o la muerte (el rapto, el asesinato)-. Esta polaridad imprime su dinámica al ciclo, pero también imprime su marca sobre el valor que hemos llamado valor de ser, de manera que éste se presente bajo la máscara del prestigio y del honor. El equilibrio, sin embargo, es renovado sin cesar. Es por ello que la reproducción del don también toma el aspecto de un combate. Mauss hablaba, a propósito del potlatch, de dones agonísticos que podían ir hasta la muerte de los protagonistas.

El agon equilibra entonces el don. En sentido inverso, la muerte y el asesinato, en la reciprocidad de venganza, implican la vida, dando al ritual de las venganzas la forma de un juego o de una fiesta o aún por la adopción de un prisionero como hijo (por ejemplo entre los aztecas) o incluso dándole una mujer o hasta honrándolo, como en los tupinamba del Brasil.

El asesinato se reserva entonces sólo a aquellos que se reconoce como otros sí mismo, o de su rango. Pero lo que queremos considerar aquí es otra vía: el equilibrio de lo contradictorio, entre vida y muerte, no se deja arrastrar a la dialéctica de la venganza o el don, sino que trata de sustraerse a ella. De una forma u otra, habría re-equilibrio entra la reciprocidad negativa y la reciprocidad positiva, y la relativización de sus imaginarios respectivos liberaría un sentimiento más espiritual que se convertiría en lo sobrenatural.

Nos falta profundizar en qué consiste la ritualización de la venganza.

Verdier distingue cuatro modalidades.

La primera interviene con el catálogo de las ofensas que desatan o no desatan la reacción vindicatoria: “así, entre los maenge (cfr. M. Panoff) los vengadores potenciales del asesinato, supuestamente cometido por los miembros de un grupo no enemigo, comienzan por buscar si no responde a una violencia anteriormente cometida por la víctima. Si es así, la venganza no tiene lugar”(102). Sin duda porque la violencia ya recibió sentido por su participación en un equilibrio de reciprocidad, la ritualización comienza con la nominación de lo que entra o no en la estructura de reciprocidad. La ritualización es reconocimiento de lo que tiene sentido o de lo que no lo tiene y al que hay que dárselo resitúandolo en el marco de la reciprocidad.

Una segunda modalidad sería la circunscripción del tiempo y el espacio de la venganza: “Entre los moundang (cfr. A. Adler), cuando se comete un asesinato, el clan de la víctima dispone de dos días para matar al asesino o a uno de sus hermanos; pasado ese lapso, se debe recurrir a la adivinación para designar al hombre del clan del asesino que será la víctima expiatoria; si el contra-asesinato no tiene lugar en los dos días siguientes, el asunto debe ser concluido por un sacrificio ritual y el desembolso del acuerdo”(103). Desde el segundo día, la venganza está entonces dominada por un tercero que recurre a la adivinación. Respeta el principio vindicatorio pero sólo por días más y ya se plantea de forma diferente la cuestión del sentido de la venganza: la reciprocidad de venganza es interpretada gracias al sentido que puede darle el adivino. Este procede, casi inmediatamente, a la neutralización de la venganza por el sacrificio y la composición. Instaura una reciprocidad negativa, ciertamente, pero en sentido inverso de la precedente, puesto que la comunidad se identifica al asesino por el sacrificio y no a la víctima, mientras la reciprocidad de venganza está del todo suspendida ya que se redobla inmediatamente por el arreglo. Manifiestamente, esta solución hace emerger la autoridad de un tercero en lugar y sitio de la de los personajes implicados en la relación vindicatoria. Y bien, ese tercero procede, si no al equilibrio de los imaginarios de la venganza y de la alianza, por lo menos a la relativización del imaginario de la venganza.

Entre los georgianos montañeses, la búsqueda del asesino es mucho más larga. Puede durar tres años; pero, al cabo, la composición se hace inevitable y los ancianos intervienen para asegurar la conciliación. El tercero no está constituido por una persona que se pueda nombrar intérprete u oráculo, señor de dones sobrenaturales. Es el Consejo de Ancianos el que asume el rol de sacerdote sin aparecer, con todo, como un tercero que dispondría de un saber o de un código de referencia, ya que todo está “por adivinarse”. Y bien, durante la duración en que la venganza es operatoria, los georgianos proceden a ritos sacrificiales y a tentativas de compensaciones destinadas a redoblar y, sin duda, a relativizar la venganza (104). Esta coexistencia de prácticas inversas permite neutralizar progresivamente el imaginario de la venganza, autorizando la presencia inmanente de una referencia nueva aún por inventarse.

Una tercera modalidad sería la de conductas sustitutivas de la violencia y que abren la vía de la conciliación. Esta solución implica, a menudo, como subraya Verdier, el rol de las mujeres. La reciprocidad de venganza siempre está asociada a la reciprocidad positiva pero, a menudo con una repartición de roles que da a las mujeres la responsabilidad de ésta. En muchas de las sociedades amazónicas, por ejemplo, las mujeres se encargan de la agricultura y la cerámica. Se ofrecen víveres y bebidas para construir la reciprocidad. Los hombres tienen un ideal guerrero. La mujer tiene la posibilidad de neutralizar la venganza, pero su papel sólo sería aleatorio si el mismo principio de la reciprocidad no impusiese a la comunidad el equilibrar la reciprocidad positiva por la reciprocidad negativa y viceversa. En la tesis de Verdier, este equilibrio no está considerado como un principio. Sin embargo, incluso en los pueblos que parecen comprometidos en una vía de venganza exclusiva, se reconoce la existencia de este equilibrio: “Así entre los maenge (cfr. M. Panoff), si tiene lugar un combate en el interior del pueblo, a propósito de un asesinato, entre aquellos que vengan al muerto y los que abrazan la causa del asesino, éste debería cesar, si una mujer respetada se interpone y derrama agua sobre una antorcha inflamada pronunciando palabras sacramentales de reconciliación” (…). “Entre los kabiyé, si una querella estallaba en el interior de la ciudad, los adversarios debían deponer las armas, si una mujer vieja esparcía un reguero de cenizas en el suelo” (…). “Entre los constantinences (cf. Breteau), cualquier mujer tenía la capacidad de proteger al hombre perseguido; éste se refugiaba en su regazo y expresaba, por su postura, la relación madre-hijo. Señalemos aún la importancia de la relación de leche entre los ossetes, que implicaba la interdicción de casarse y de matarse; en caso de conflicto entre dos grupos, si ocurría que un hombre se introducía por la noche en un pueblo adverso y chupaba a la fuerza el seno de una mujer, el combate debía cesar inmediatamente (cf. A. Iténau)”105.

Entre los ossetes, donde la vida no parece depender sino de una finalidad, la venganza, la igualdad de los dos sistemas, de reciprocidad positiva y reciprocidad negativa, es afirmada sin embargo con claridad por los interesados mismos: “La leche va tan lejos como la sangre” o aún “El hombre es el maestro del sacrificio y de la sangre y la mujer es la maestra del sacrificio y de la leche”. Ninguna vacilación sobre el sentido de la leche y de la sangre: “Si te falta alimento y bebida, te enviaremos la madre, si es combate lo que te falta, te enviaremos al padre”(106). Esta equivalencia directa nos parece debida a que la reciprocidad positiva y la reciprocidad negativa no derogan el principio de lo contradictorio. Se equilibran entre sí y dan a luz a nuevas situaciones contradictorias. El sentimiento que nace de tal ambivalencia puede ser llamado sobrenatural.

Entre los ossetes, al interior del clan, Iténau califica la relación del padre con el hijo de jerárquica y autoritaria. Remarca que la relación mediatizada por las mujeres es, al contrario, pacífica e igualitaria. “Esos dos tipos de relaciones, dice, estructuran la sociedad ossete y fundan la circulación de los seres y las cosas” (107). Pero añade: “Otras dos relaciones mediatizan la relación entre esos dos tipos extremos: las cesuras de la violencia, de las que el ejemplo típico es la composición por asesinato y el “marido del interior”. “(El marido del interior es el resultado de un matrimonio con residencia uxorilocal para la pareja y los niños. Se trata, en efecto, de una captación operada por los donadores de mujeres, que tiene por consecuencia, al cabo de un tiempo, de romper todos los lazos entre el grupo tomador y el grupo donador de mujeres. Esta captación es percibida como un acto violento. Esta realización es entonces igualitaria, violenta, efímera”) Y para concluir: “Entre la relación padre-hijo y aquella mediatizada por la mujer, existen entonces otras dos relaciones. Las cesuras hacen posible la transformación de una relación violenta padre-hijo por una relación pacífica del tipo “mediatizada por las mujeres”, pero ellas no pueden llegar a ella sino provisoriamente. El “marido al interior” permite el pasaje de una relación pacífica a una relación violenta, pero con la consecuencia, de hecho, de la ruptura de la relación”(108).

Esta sistematización hace aparecer soluciones intermedias que alían violencia y paz de forma frágil y efímera; dos caracteres que pueden significar la presencia de algo, aparentemente sin consistencia, irreal, aquello, justamente que tiene que ver con el sentimiento de lo sobrenatural. Muestra, también, la reversibilidad de dos vías de acceso a ese momento efímero, ora por la relativización de la reciprocidad de la leche ora por la relativización de la reciprocidad de la sangre. No hay continuidad, aquí, entre el pasaje de la violencia a la paz por etapas sucesivas, sino dos inversiones a partir de situaciones radicalmente opuestas y que tienden, ambas, a un tercer término que no se resuelve en un solo punto del pasaje entre los dos sino en dos situaciones equilibradas aunque diferentes.

El autor muestra, sin embargo, que esos equilibrios, a su vez, son jerarquizados. “Las relaciones padre-hijo y aquellas mediatizadas por las mujeres están en una relación jerárquica, la una en relación a la otra; el padre es la figura englobante; las relaciones mediatizadas por las mujeres siempre se juegan al nivel englobado del hijo; la relación de leche, creada en posición de hijo por succión del seno y el matrimonio, está situada bajo la autoridad del padre. Además, la relación igualitaria del matrimonio se expresa con la ayuda de símbolos de la relación jerárquica y afirma así que la alianza sólo tiene sentido en función de las relaciones de violencia”(109) (110). 

Esas observaciones indican entonces que una sociedad también puede interpretar la misma alianza en términos de violencia. La lógica sugerida por Verdier, que supondría el pasaje de la violencia a la paz sufre excepciones. Como en los jíbaro, en los ossetes es posible mostrar que el ideal de venganza también permite constituirse a la sociedad. La dialéctica dominante es la de la venganza. Verdier veía en la defensa de la identidad pacífica del grupo la justificación de la violencia. De hecho, lo que se promueve aquí es el imaginario de la violencia.

Iténau reconoce esta supremacía de la dialéctica de venganza al mismo tiempo que el constreñimiento que le es impuesto por el principio de unión:

“El matrimonio está englobado en la figura totalizante del padre. Pero es únicamente en el curso del matrimonio y de su ritual que la figura del padre (111) es objeto de burla por la inversión de la relación violenta entre padre e hijo. Al englobar el matrimonio, la figura del padre engloba su propia negación. El valor supremo mantiene una relación de oposición complementaria a lo que es su propia inversión. Es de esta relación jerárquica y sin embargo irrisoria de un valor a su negación que se construye, en el tiempo, la sociedad ossete”(112).

Finalmente, otro procedimiento de mediación consiste, dice Verdier, en “llamar a un tercero conciliador, hombre reputado por su sabiduría, conocedor en materia de costumbres y notable, poderoso. El grupo ofendido, a veces el grupo ofensor y a veces ambas partes adversas, pueden solicitar su mediación”(113).

“Entre los nuer, el jefe con piel de leopardo no ejerce ninguna función política, judiciaria o administrativa, pero en caso de homicidio juega un papel de mediador entre los dos linajes implicados”(114).

Si se ve en la venganza una forma de intercambio, el acuerdo sería una suerte de atajo de la evolución de la reciprocidad negativa a la reciprocidad positiva. La secuencia “hostilidad-venganza-reciprocidad-alianza” estaría comprimida en la relación “hostilidad-alianza” y el acuerdo sería opuesto al homicidio. “El hecho de que, por una parte, el acuerdo quede a menudo facultativo y que en numerosas sociedades no suprima la posibilidad de recurrir al contra-asesinato, y el hecho, por la otra, de que a menudo sea considerada como una simple cesura en el ejercicio de la venganza, muestran con evidencia que ella tiene su lugar en el seno mismo del sistema vindicatorio”(115), dice Verdier. Aquí el acuerdo está interpretado como la anticipación de la reciprocidad positiva, pero que estaría programada en la reciprocidad negativa.

¿Es efectivamente posible reemplazar el símbolo de una vida del grupo enemigo por el símbolo de una vida del capital-vida de la que se es propietario? Esta hipótesis es vivamente contestada por F. Fernándes. El capital-vida de un grupo, sobre todo cuando se representa por la sangre, es tributario de la identidad del grupo y en ningún caso puede ser transferido al grupo enemigo y, recíprocamente, la sangre enemiga o su fuerza no puede ser aceptada como compensación de la suya. No es posible, para un grupo, reconquistar su propia sangre cuando el enemigo la ha eliminado. Pero no es posible contaminar una sangre con la otra.

Verdier constataba, por otra parte, que los muertos no vengados en muchas sociedades están condenados a la errancia. No son recuperados, pues, por el enemigo. Si el ser nacido de la reciprocidad negativa se representa en la identidad del clan, no es posible intercambiar una vida de su clan por una vida de un clan extranjero. El acuerdo no es, entonces, el intercambio de una vida de su capital por una vida del capital de otro, sino probablemente una prenda por la cual el asesino conviene en que el otro tiene derecho a un asesinato. El acuerdo es simbólico, pero en relación con el asesinato o la ofensa, y no lo sustituye por otro símbolo, el de otro capital-vida. No hay intercambio entre, una parte, de un capital-vida y, una parte, de otro capital-vida. El acuerdo no es un trueque de valores simbólicos.

Como el símbolo de un asesinato es, a menudo, el mismo que el de una relación de alianza, por lo menos hay que dar cuenta de esta similitud.

¿Se trataría de una forma de equivalencia de la reciprocidad negativa y de la reciprocidad positiva?


Imaginario y simbólico

“La hipótesis, emitida el pasado siglo, de que el acuerdo estaría ligado al desarrollo de la propiedad y de la moneda y constituiría una etapa de la evolución que conduce de la venganza a la pena no puede ser retenida, ello no debido a que venganza y pena coexistan, como lo hemos visto, sino porque el acuerdo no puede ser asimilado al precio de compra de un crimen y al rescate de vida de un criminal. El acuerdo, en efecto, juega en el plano vindicatorio un papel comparable al de las prestaciones dotales en el intercambio matrimonial. En uno y otro caso, se trata no de comprar una vida sino de donar bienes que simbolizan la vida, en intercambio por otra vida” (116). ¡Verdier aboga por un intercambio simbólico!

Abramos un paréntesis sobre esta distinción entre el intercambio económico y el intercambio simbólico. Si Verdier recusa el intercambio económico entre víctima y asesino, tal como Mauss lo recusaba entre donador y donatario ¿no vuelve el intercambio económico, sin embargo, a deslizarse bajo el intercambio simbólico, entre el precio de la sangre y el precio de la novia?

“En tanto que no se reduce a una compensación material y que es, sobre todo, un don de vida, se comprende que el acuerdo pueda ser honrado con un don de mujer (por ej. los maengues) o que la mujer pueda hacer parte de los bienes preciosos que son remitidos a la familia de la víctima (por ej. los béti)”(117).

Si se imagina que la mujer es luego reemplazada por los bienes que la representan en la relación matrimonial: la prestación dotal, y que esos bienes se convierten en los símbolos del capital-vida destruido por el asesinato; la venganza y el matrimonio podrían intercambiarse por objetos simbólicos. Pero, a partir de la reducción que es la del ser por el tener y de la reciprocidad por el intercambio ¿no conduce el intercambio entre dos símbolos al intercambio monetario? ¿No es lógico llegar al intercambio económico a partir de la prestación dotal y el acuerdo? Entre prestaciones diferentes aunque iguales en valor-vida ¿no se puede proceder a intercambios y, de equivalente en equivalente, no se podría intercambiar una vaca por oro? La distinción del intercambio simbólico y del intercambio económico se hace, por lo visto, muy relativa.

Verdier denuncia el intercambio económico entre vengadores, por una parte, y donadores, por la otra, con la idea de oponerles el intercambio simbólico; pero aceptando el principio del intercambio entre imaginarios diferentes (entre un donador y un vengador), establece, a nuestro parecer, un valor de intercambio. La mujer, en este sentido y como lo había considerado Lévi-Strauss, se convierte en una moneda de intercambio.

Pero volvamos a nuestro problema: tomemos las cosas desde un punto de vista puramente simbólico. ¿Se trata, entonces, para las comunidades de reciprocidad, de restaurar el capital-vida de cada una de ellas o de restaurar la relación de reciprocidad, matriz de valores humanos cuyo símbolo debe dar cuenta por encima de toda representación? ¿A qué se llama simbólico?

Verdier precisa como, según él, el acuerdo permite realizar el pasaje del asesinato al matrimonio: ”En ese sentido, el acuerdo equivale a un don de vida, al mismo título que la dote equivale a donar una mujer en lugar de otra. Cada homología entre “precio de la sangre” y “precio de la novia” explica que se puede designar por la misma palabra uno y otro depósito y que los mismos bienes puedan servir para el pago del “precio de la sangre” y el “precio de la la novia”.

¿Se debe la equivalencia del “precio de la sangre” y el “precio de la novia” a una misma identidad de referencia, la del capital-vida de la comunidad, o bien al contrario, es la última consecuencia de una homología entre dos sistemas de reciprocidad: reciprocidad positiva y reciprocidad negativa?

Cuando Verdier reduce la relación de reciprocidad a un intercambio entre dos imaginarios ya constituidos, supone resuelto el problema de la génesis del valor. El honor, la sangre, etc. son imaginarios que se convierten en propiedades del clan. Tales propiedades podrían ser reinvertidas en la reciprocidad de dones. Y si el objetivo de esas transacciones es la posesión de la plusvalía, tales inversiones se concebirán como depósitos a interés. Así, Mauss conciliaba el desinterés por las cosas materiales y el interés por los objetos de lujo o de arte. Pero para ser representados en un imaginario bajo forma de diademas, coronas, tesoros, pedrería u oro, los valores de estima, de amistad, de gracia, etc., que se subsumen bajo el término de honor o de prestigio, deben ser producidos previamente. No surgen del azar y, según nosotros, nacen del principio de reciprocidad. Consecuentemente, la posesión de sus símbolos en un imaginario particular está subordinada a la instauración o reinstauración de la reciprocidad que las da a luz. Si tales riquezas son reinvertidas en el ciclo de la reciprocidad, se debe plantear la pregunta por saber si el objetivo de esa reinversión es el de crear más ser social o de adquirir solamente sus representaciones en un ciclo de prestaciones que serían la inversa del ciclo que engendra el valor. Parece que para las comunidades “indígenas” la apropiación de los tesoros simbólicos no es legítima sino en la medida en que está ordenada según la reproducción de estructuras de reciprocidad de las que procede el valor. La tesaurización les parece, en efecto, como un desvío del flujo creador. Es lo que observaba Malinowski cuando comentaba el Uvalaku, la gran kula de los trobriandeses. En las islas Trobriand, se está feliz por recibir un presente simbólico de gran precio en homenaje a su generosidad, pero sólo a condición de desprenderse de él inmediatamente para engendrar más amistad. Y Malinowski había señalado perfectamente la contradicción del intercambio y de la reciprocidad cuando decía que los trobriandeses son tan deseosos de propiedad como los ingleses, pero con la condición, añadía, de comprender que poseer, para ellos, es donar.

Si se considera, al contrario, el valor como un capital innato de cada grupo, entonces es posible reducir la reciprocidad al intercambio. Hay que, hacer, sin embargo, un alto sobre la observación de Malinowski en relación a la superioridad del goce por la creación del ser sobre el goce de poseer sus imágenes. Pero si se hace un alto en la creación del ser social, se puede también hacerlo sobre cualquier otra creación, en particular en aquella que tiene lugar cuando los objetos que representan el renombre adquirido ya están invertidos en el don.

Se puede imaginar, así, que el objetivo final de toda empresa de reciprocidad es un intercambio en vista de la acumulación de valores simbólicos reificados en su propio imaginario. Pero desde ese momento, la contradicción que los autores quieren instituir entre el valor simbólico y el valor económico se hace incierta. Si esta contradicción se mantiene en el interior de un ciclo de reciprocidad positiva o bien en el interior de un ciclo de reciprocidad negativa, desaparece como se lo vió entre los dos sistemas: desde que, en el imaginario de un grupo, el valor está considerado como propiedad, el intercambio puede instaurarse con otro grupo que dispone de un imaginario equivalente. La cuestión es la de saber si las comunidades se comprometen en esta vía, lógicamente a su disposición, o la recusan por el gozo de crear su humanidad y siempre más humanidad, a través de la reciprocidad.

Para mantener la oposición, del valor de intercambio y del valor simbólico, debemos hacer intervenir una distinción entre imaginario y simbólico: lo imaginario se refiere a la manera en la que cada asociado se representa el ser social al que aspira; lo simbólico al ser social mismo tal como nace de una relación de reciprocidad, es decir, que los dones no adquieren un valor simbólico sino en la medida en que se inscriben en una relación de reciprocidad. El símbolo no se refiere a un hombre o a una mujer o a una vida. Se refiere a aquello de lo que el guerrero o la esposa no son sino los garantes: la relación, ella misma de reciprocidad, única matriz del ser. Aquí hay que reemplazar el capital-vida de cada uno de los grupos por su relación de reciprocidad que crea el ser social. Mauss tenía razón de llamar al mana un lazo entre las almas. De este lazo, que es el ser de lo que lo simbólico pretende dar cuenta, cuando es confundido con la identidad propia de uno u otro de los asociados, puede decirse que hay degradación de lo simbólico en lo imaginario, que preludia su degradación en lo económico.

El vocabulario de las comunidades de reciprocidad indica, frecuentemente, esta primacía de la relación sobre los términos que conjuga. Él mismo tiene valores simétricos contradictorios cuyo sentido está dado por el contexto. Nos parece que M. Panoff expresa bien esta referencia mayor a la relación misma cuando estudia el vocabulario de la venganza entre los maenge de Nueva Inglaterra.

“Si koli, empleado como verbo puede traducirse como “pagar” tanto como por “hacer pagar” es porque, lejos de toda preocupación económica, sólo se apunta a la ejecución de una obligación como operación decisiva. Y esta obligación es doble, evidentemente porque se supone que el maenge debe, a la vez, vengar las víctimas de su propio grupo e indeminizar a aquellas del grupo adverso (o de sufrir su contra violencia)”(118). (¡Doble y contradictorio!) Se señala también, a propósito de la palabra milali, que el autor traduce por deuda, que “el acreedor no justifica sus reclamaciones por referencia a la noción de propiedad, ni invocando una estratificación de la sociedad que lo situaría por encima del deudor y le permitiría exigir un tributo en cualidades, lo que estaría en armonía con la concepción igualitaria de los maenge y con su débil grado de individualismo en la posesión de objetos. Reconocerse deudor y comprometerse a reparar una lesión o a devolver su integridad física a otra, para ellos, son sinónimos. Puede concebirse, entonces, que no pueda haber una verdadera diferencia de naturaleza entre las tres situaciones siguientes: la del hombre, a quien se ha matado un hermano de clan, la del soltero, cuya novia prefiere esposar a otro hombre, y la del big man que organiza una fiesta a la cual sus rivales rehúsan asistir después de haber sido invitados”(119).

Lo que aquí está considerado como igual es la ruptura de relación, no los términos de las relaciones. Y las relaciones consideradas como rotas son relaciones de reciprocidad.


La liberación del Tercero Incluido de los imaginarios de la
venganza y de la alianza

La confrontación de la muerte y del asesinato es necesaria para que nazca el sentido entre las dos conciencias biológicas antitéticas de morir y de matar. Y bien, a partir de aquí aparece otra relativización. La relativización de la reciprocidad de venganza misma, que conduce a formas atenuadas de muerte y de asesinato. Esas formas atenuadas se oponen a formas más radicales, como si la reciprocidad se estrecharía alrededor de un Tercero Incluido superior al de la venganza.

El Tercero en cuestión entra en lucha, entonces, con los imaginarios en los cuales apareció. Esta lucha de lo simbólico contra lo imaginario puede ser ilustrada por el estudio de la sociedad de los gamo hecha por J. Bureau.

“Para los gamo la venganza, personal o clánica, sería antinómica con la organización política que sobrepasa las redes de relaciones elementales de parentesco, vecindad e, incluso, amistad, para fundarse en lazos contractuales entre territorios federados”(120) 

Hay, pues, un sobrepasamiento de las formas de reciprocidad primitiva por un contrato.
¿Qué significa ese lazo contractual más fuerte que la alianza, más fuerte que la venganza?

“Los alrededor de 500.000 gamo, nos dice J. Bureau, viven en una cuarentena de federaciones –deré- o países (de 5 a 30.000 almas) en un macizo montañoso del sudoeste etíope. Se nota una organización clánica patrilineal con una preponderancia de ancianos; “el mayor es el primer sacrificador para estar en comunicación con los espíritus, los ancestros y Dios; pero la sede territorial, que reagrupa a muchos clanes o partes de clanes, está bajo la autoridad de un jefe ritual, el ka’o, su primer sacrificador. En el interior de cada uno de los países, la autoridad suprema pertenece a los que están en asamblea”.

Encontramos las grandes líneas de una organización clánica y la doble actualización del principio de oposición y del principio de unión. Los valores éticos producidos por la reciprocidad son codificados por la tradición: “El woga es un cuerpo de reglas en relación al cual todo acto puede ser calificado (…); es la referencia, escribe J. Bureau, de todas las acciones humanas (…) El woga no es inmutable, cambia con la sociedad, pero sus cambios son, en realidad, el hecho de hombres y mujeres que un consenso general reconoce que tienen un poder sobrenatural –tema- particularmente fuerte”(121). Sin duda ocurre lo mismo en la mayor parte de las comunidades de reciprocidad, pero la descripción de J. Bureau tiene el mérito de poner en el primer plan ese tema que compara al mana polinesio y le reconoce la fuerza real que orienta las inversiones humanas. A propósito de la justicia, por ejemplo, Bureau precisa que en las querellas menores los interesados se remiten a la saga:
“Para que un individuo sea saga basta que un consenso suficientemente vasto le reconozca el carácter de intercesor entre los hombres y las potencias sobrenaturales”(122). La fuerza específica del saga, de amenazar al individuo que se rehúsa a la ley, es su tema. Es entonces aquí el Tercero superior el que habla por el tercero, el tema por la saga. Y esta palabra basta normalmente, ya que el que está en falta y no se pliega a las conminaciones del saga se expone a sanciones sobrenaturales.

En caso de fracaso del saga, la justicia de las asambleas se convierte en el último recurso, por mucho que hayan sido utilizadas en la primera instancia… Pero basta que el acusado no reconozca sus faltas para que la asamblea, en caso de no haber pruebas, se remita el uso del juramento –chako- por el cual las partes se declaran en lo cierto –tsilo-: “Desde este instante el asunto está terminado, pero quien es un perjuro se expone a la muerte”(123).

Si se reconoce culpable al ofensor pero éste enfrenta a la asamblea, será objeto de una sanción suprema: el ostracismo (124). “Sus efectos son la interdicción, para los miembros del territorio alcanzado, de dar agua o fuego al excluido, bajo la pena de ser sometidos a ostracismo”(125). El exorcismo es una ruptura de comunicación, simbolizada por el rechazo del agua y el fuego.

Como ya hemos observado entre los beti, donde se llama ntsig ntol al sabio convertido en mediador, el mayor dirimidor de palabre, la palabra ya no es la proclamación del nombre de uno u otro de los asociados: vengador o donador, ni siquiera el nombre de la totalidad de la comunidad, el nombre del rey-sacerdote o de su espíritu protector o vengador. La palabra está liberada de las calificaciones de lo imaginario y de sus aparatos de poder. La palabra se refiere a una presencia “mística”, dice el autor, tanto en los juicios que pueden establecerse por el principio de oposición, como por los que se refieren a las actualizaciones del principio de unión. El poder mismo, como forma de coerción física, es olvidado. La palabra del tercero superior basta normalmente para reestablecer el lazo social. En caso de rechazo de la conciliación, la sociedad se remite al poder inmanente de lo sobrenatural. El tercero mismo se borra ante el Tercero, invocado en la filosofía de Ghiorghis (St. Georges) (126). La justicia es el poder de la palabra. La comunidad sólo interviene si está puesta en peligro por un culpable comprobado que se rehúsa a reconocer su culpabilidad. Interviene entonces a nivel de la estructura fundadora de lo sobrenatural. La exclusión es la supresión de la pertenencia a la matriz del Tercero mismo, a la comunidad de reciprocidad: es una excomunicación.

El Tercero habla, pues, entre los gamo, sin estar privatizado ni por una casta de sacerdotes ni por una clase de aristócratas. Bureau habla incluso de democracia directa: “La sociedad gamo no tiene organización política fuerte, ni aparato judicial especializado. Al contrario, los gamo se organizan en pequeñas federaciones bajo la autoridad de asambleas en las que el hombre adulto puede participar activamente”(127).

Los griegos de la Antigüedad también habían dado preeminencia a esta forma de reciprocidad sobre la reciprocidad positiva y negativa con el lazo contractual que fundaba la ciudad: al final de la Odisea, como Ulises reencuentra a los suyos pero también debe afrontarlos, Atenea se dirige a Zeus para liberar a la reciprocidad de sus imaginarios. Y Zeus le responde mediante la idea de un juramento… Esquilo, en la Euménides, hace oscilar la suerte de Edipo entre la venganza de las Erinias y la protección de Apolo hasta que Atenea inventa un tribunal de ciudadanos imparciales.

Así se comprende por qué los imaginarios parecen motores que están en sitio y lugar de las estructuras. Son el dicho del Tercero en la palabra, cuando el Tercero no está liberado aún de la empresa de los imaginarios iniciales o aún de sus significantes. El significante, ya sea tributario del principio de oposición o del principio de unión, retiene, en efecto, al Tercero en su propia lógica. Marx trató este problema bajo el nombre del fetichismo. Se podría reproducir la crítica del fetichismo del valor de cambio a propósito del fetichismo del renombre, ya sea éste el del donador o del guerrero o aún el del sacerdote. El renombre de los primeros representa el blasón o el escudo que los nobles fetichizan en la sangre de su linaje, el otro en la divinidad que fetichizan los sacerdotes. En uno y otro caso, el poder de lo imaginario se impone sobre el ser. La primera prueba de los orígenes para el hombre es la liberación de lo real, la segunda la de sus imaginarios. El ser naciente es como la cigarra de los campos. Ella sale de una crisálida debajo de la tierra, pero todavía tiene que dejar la tierra con sus propias alas.


Estructura y representación

¿Puede decidirse si la razón de las transacciones, en las comunidades interrogadas por Verdier, es la reciprocidad o el intercambio; y si de lo que se trata es de lo simbólico (tal como lo definimos nosotros) o de lo imaginario (el capital-vida)?

La mujer, “el mayor de los bienes”, según Lévi-Strauss, y que, según la antropología clásica occidental, serviría de moneda de intercambio ¿es una representación de capital-vida o el elemento de una estructura de reciprocidad?

Los ejemplos elegidos por Verdier mismo muestran que si los símbolos de venganza son idénticos a los de las alianzas matrimoniales, no pueden ser reemplazados por la mujer que, cuando entra en escena, inaugura una estructura nueva de reciprocidad de alianza. Es pues, la reciprocidad, y no el intercambio, la que es el objetivo de las comunidades.

Entre los beduinos de Jordania, desde que el muchacho nacido de una mujer dada en compensación por un asesinato está en edad de portar armas, “su madre lo viste con trajes de hombre, el cinto con un puñal y lo presenta a la asamblea de notables. Entonces se cumple su misión: de ghorra, sirviente, ella se convierte en horra, libre. Ella deja a su marido, quien ya no tiene poder sobre ella; si trata de retenerla, su padre o el jefe de su familia apelará a un garante (alguien que responda nombrado por el tomador, que debe velar durante su retorno a su parentesco agnático una vez cumplida su misión). Sin embargo, el esposo podría guardarla si obtuviera el acuerdo de sus suegros, a quienes tendría que pagarles, entonces, una dote”(128).

No es, pues, la mujer la que es dada en prenda, sino el guerrero que ella puede dar a luz por cuenta del adversario. De lo que se trata es de reconstruir la relación de reciprocidad resucitando un guerrero, un asesino entre el enemigo. Sin duda se considera al muchacho como un capital guerrero. Se reequilibran las potencialidades del asesinato. Pero la mujer será devuelta a su familia desde que haya dado a luz a un guerrero enemigo. En realidad se ofrecen dos vías para restaurar el potencial de la reciprocidad negativa: el préstamo de una mujer hasta que ella cree un guerrero, o el don de un muchacho que se convertirá en guerrero en el clan enemigo. Sin embargo, la mujer puede ser guardada por el esposo si éste obtiene el acuerdo de sus suegros y les aporta una dote. Esta segunda prestación no es la compensación de un asesinato. Cuando una relación matrimonial está atada entre las dos partes para suceder a la relación de asesinato, ella debe, en efecto, ser confirmada por la promesa de un matrimonio en el otro sentido, simbolizado por la dote.
Lo mismo ocurre entre los mondag. “En los mondag, el rey puede atribuir, en lugar de los bueyes del arreglo, una mujer a un hermano de la víctima; si ésta da a luz a un muchacho, se considera que la reparación fue hecha completamente; entonces el marido debe depositar una compensación matrimonial a sus suegros (129).

La unión matrimonial no sólo sirve para reestablecer el equilibrio de reciprocidad entre homicidios, sino que, una vez restaurada la reciprocidad entre guerreros, la transforma en reciprocidad de alianza. La mujer es el instrumento de una estructura de reciprocidad positiva que sustituye a una estructura de reciprocidad negativa. Y la relación matrimonial, para ser una alianza, debe estar completada por prestaciones de dotes. Por otro lado, se ve que el asesinato puede tener un equivalente simbólico que le es propio (bueyes sacrificados o destinados al sacrificio). Esas prestaciones tienen por efecto el restaurar la reciprocidad guerrera en términos simbólicos antes de que ella sea reemplazada por una reciprocidad de alianza.

“Entre los moundang, la familia del homicida, antes de cumplir el arreglo, lleva a la orilla del río al “buey de la herida” para sacrificarlo; se recoge su sangre y los mayores, de cada uno de los dos clanes en disputa, hunden sus manos en ella. Si el sacrificio es aceptado por los espíritus ancestrales, la violencia ha terminado”(130). “Entre los georgianos de la montaña, los ritos de conciliación tienen lugar en el gran santuario del clan ofendido; los parientes del asesino vienen a sacrificar en él muchos animales, y cada clan bebe entonces la cerveza que el otro ha suministrado y consagrado”(131). La cerveza es, universalmente, símbolo de alianza, razón por la cual se puede ver en la sucesión del sacrificio sangriento y de la libación el pasaje de una estructura de reciprocidad negativa a una estructura de reciprocidad positiva. Pero el pasaje requiere, primero, el reequilibrio de la reciprocidad negativa. No son vidas las que se intercambia, aunque sean vidas simbólicas capitalizadas en el imaginario de los grupos, sino estructuras de reciprocidad que se restauran porque son las matrices del ser social, las matrices de los lazos de almas. Y las almas mismas no son imaginadas sino para atar entre ellas nuevas relaciones de reciprocidad.
Laburthe-Tolra confirma que entre los béti: “un daño exige reparación antes de la reanudación de los intercambios: en una pieza de Ayissi (Los inocentes, Yaoundé, S.D., pp. 25-26) la madre del héroe explica a su hijo cómo sería posible su matrimonio con una muchacha ndog mbang cuyos ancestros derrotaron y humillaron a los suyos: “Si batís a los ndong mbang, la sangre de vuestros ancestros está vengada, y el matrimonio con una ndong mbang, cautiva de guerra o esclava, se hace posible para tí”(132).

Todas esas operaciones de venganza, de compensación o transacción están ordenadas según el agrandamiento de la matriz del ser social, y si hay capitalización simbólica, como en el caso de las mujeres portadoras de futuros guerreros, este es inmediatamente invertido, para continuar con la metáfora económica, en la estructura de producción de lo simbólico. Es decir, que el imaginario está enfeudado a lo simbólico, el tener al ser y no a la inversa.

Si se podía intercambiar una mujer por un asesino, entonces el intercambio sería, sin duda, el de una parte del capital-vida por otra y se quedaría prisionero del imaginario propiamente dicho, con cada uno haciendo valer sus derechos. Si de lo que se trata es de la reciprocidad, en tanto que matriz de valor, es necesario que antes de pasar de un sistema al otro, el primero sea restaurado en su integridad, a fin de que el valor producido en ese sistema, el lazo de almas, como dice Mauss, no sea alterado. De ahí la distinción entre dos operaciones, la restauración de la reciprocidad negativa y el pasaje a la reciprocidad positiva. La primera prestación se efectúa en los términos de la reciprocidad negativa (un guerrero por un guerrero), la segunda reemplaza una estructura por otra.

Hasta aquí hemos considerado sociedades patrilineales, pero en las sociedades matrilineales el papel de la mujer no podría ser el mismo. Sería inútil dar a una mujer si simplemente quieren reproducirse las condiciones de reciprocidad negativa, ya que sus hijos no pertenecerán al clan enemigo sino a su propio clan. Las teorías del intercambio y de la reciprocidad se presentarán entonces de la siguiente forma: si hubiera intercambio de vidas, una mujer valdría siempre por un hombre y, en ese caso, se podría pagar el asesinato de un hombre con una mujer. Pero si esta mujer tuviese que reestablecer una relación de reciprocidad, no podría intervenir sino con el objeto de reemplazar una relación de venganza por una relación de alianza, y el don de la mujer significaría, exclusivamente, la reciprocidad en términos de reciprocidad positiva. Habrá entonces disociación entre las dos prestaciones. Para reestablecer la reciprocidad negativa habrá que proceder al don de un niño que será adoptado por el clan enemigo. En cambio, el don de una mujer significará la apertura de una nueva relación de alianza que se sustituiría a la relación de venganza … ¿Qué hay de ello?

Entre los maenge de Nueva Inglaterra, Michel Panoff observa que es el mismo objeto, el page, el que sirve al “pago del precio de sangre” y al “pago del precio de la novia”. Los page son objetos de calidad que tienen un nombre y una historia, como los mwali o los soulava de los trobriandeses. Tienen poder liberador cuando se trata de obtener un matrimonio o de indeminizar una vida humana.

“La regla era, dicen los informantes, que el sub clan pudiera evitar el talión en caso de homicidio, por la remisión de una muchacha a casarse en el grupo de la víctima. Las narraciones de intercambio hostiles muestran, en efecto, que los vengadores potenciales han renunciado muchas veces a la contra-violencia para aceptar a una mujer en vez de un page ”(133).

Se podría pensar entonces que una mujer equivaldría a una víctima, ya que valdría un page y que el page podría servir de moneda entre ellos. Pero he aquí cómo Panoff disipa esta impresión:

“Se dirá, tal vez, que al ser el page el medio de obtener una mujer para el matrimonio, los dos arreglos vienen, a fin de cuentas, a ser lo mismo. Sin embargo, lo que hay que ver, es que es imposible, en una sociedad matrilineal, repetir ese razonamiento para explicar que la obtención de una esposa suplementaria pueda indeminizar a un sub clan por la pérdida de uno de sus miembros. Cualquiera que sea el control ejercido por un grupo tal sobre las capacidades reproductivas de la mujer que recibe en matrimonio, los niños por nacer no pertenecerán, en efecto, al sub clan del marido y no podrán llenar los vacíos hechos en sus efectivos”. La mujer no sirve, pues, para reestablecer un potencial de reciprocidad negativa. “Probablemente es por ello que ciertas sociedades matrilineales de la Melanesia tenían la costumbre de ofrecer al clan de la víctima la elección entre el talión y la adopción irreversible de un niño o de un adolescente perteneciente al clan de los asesinos (Ivens 1927: 223). Los maengue hubieran podido recurrir a esta forma de compensación directa, la más directa que haya, pero no lo hicieron”(134).

Proponen, entonces, otra evolución: reemplazar la reciprocidad negativa por la reciprocidad positiva. Una mujer sustituye al page de la reciprocidad negativa. El ofensor sustituye una alianza a un page, símbolo de reciprocidad negativa. No es, pues, una vida humana la que el page simboliza, ya sea un hombre o una mujer, sino la mitad de una estructura de reciprocidad, positiva o negativa –juzgadas equivalentes en cuanto a su capacidad de engendrar el ser social para una comunidad dada- mientras la otra mitad es necesariamente ora un asesino, ora una esposa.


Venganza y alienación

¿Pero no puede el imaginario imponerse sobre lo simbólico? ¿No se aliena el valor de reciprocidad en el fetichismo de sus representaciones?

Un estudio de Charachidzé, que compara las sociedades europeas que testimonian de los cuatro diferentes tipos de vendetta, permite aportar una respuesta a la pregunta.

Entre los abkazanes, que ocupan la parte montañosa de la región cercana al Mar Negro de un lado al otro de la cadena del Cáucaso, la venganza se ha convertido en un fenómeno desmesurado: “El derecho abkazane multiplica a gusto las ocasiones que desencadenan una serie de asesinatos y contra asesinatos”(135) (136) 

Entre los tcherkesse que están establecidos en entre el mar de Azov y la cadena del Cáucaso, la estructura social es idéntica a la de los abkhazes (estructura clánica más jerarquía nobiliaria y vasálica) pero, “A la inversa de lo que pasa en Abkkazia, aquí el arreglo, que regula la mayor parte de los conflictos, suplanta casi enteramente el ejercicio de la violencia, sobre todo cuando los miembros de la aristocracia se encuentran implicados en ella”(137). “En sus menores detalles, el sistema estaba concebido y funcionaba en beneficio del príncipe”. Es decir, que el monto del arreglo era tan elevado que engendraba una deuda perpetua de las víctimas (138).

“Finalmente, por razones inversas, los abkhazes y los tcherkesses llegaban al mismo resultado: la vendetta, se hacía propiamente interminable (139) sea por exceso de violencia o por el abuso del arreglo”.

“Esos dos tipos de vendetta, si aún se le puede dar ese nombre, se oponen cada uno a su manera al sistema vindicatorio tal como lo practican los georgianos de la montaña (Pshav y Xevsur, alrededor del monte Kazbeg, y occidentales: savanes al sur del macizo del Elbruz) (…) En esos altos valles, casi inaccesibles, queda intocada, a mediados del siglo XX, una suerte de conservatorio natural de tipos de vida tradicionales con los modos de pensamiento que los acompañan”(140). “Mientras que para los abkhazes el asesinato deliberado está previsto por la ley como contra parte de un perjuicio cualquiera, en los georgianos, al contrario, sólo el contra asesinato que desencadena la vendetta, es considerado lícito: no se tiene el derecho de matar a menos que el asociado ya lo haya hecho”(141).

Por otra parte, el clan del asesino está obligado a cierto número de gestiones rituales de orden religioso, efectuadas desde el primer asesinato y prolongadas durante varios años y que dan cuenta del arreglo: ninguna mediación es posible en tanto que no haya pasado un año entero después del asesinato, pero enseguida comienza el ritual de la conciliación con dos tipos de ritos, los unos sacrificiales y los otros que inauguran relaciones de reciprocidad positiva.

La igualdad entre los clanes, lo previo de la muerte sufrida para justificar la venganza, el reestablecimiento del equilibrio de la reciprocidad negativa, antes de su relevo por la reciprocidad positiva, son otros tantos rasgos de una reciprocidad equilibrada originaria y que da a luz a dos evoluciones. Charachidzé prosigue, en efecto:

“Ese sistema de regulación extremadamente poderoso dió lugar a dos tipos de evoluciones que desembocan respectivamente en situaciones inversas la una de la otra. Una de ellas fue estudiada en nuestro trabajo sobre la feudalidad georgiana (…) Del siglo XI al XIII, los reyes y los príncipes instituyeron leyes que tenían en cuenta el derecho arcaico de costumbres pero sometiéndolo a una distorsión interesante: evacuaron toda compensación violenta del sistema de la vendetta, reteniendo sólo el principio del acuerdo”(142). “El segundo tipo de evolución se efectúo a la inversa del precedente: del sistema de la vendetta sólo subsistió el carácter violento y la obligación moral de matar en respuesta al menor perjuicio. Ese tipo de vendetta no ha sido estudiado todavía; es propio de los georgianos musulmanes”(143).

Las dos evoluciones antitéticas de los georgianos, ora la violencia que elimina la otra, ora el arreglo que la sojuzga definitivamente, llegan a los dos primeros tipos, los de los abkhazes y los tcherkesses. Estamos, pues, retrotraídos sólo a tres tipos de venganza. Las dos dialécticas están articuladas sobre un tronco común en el que ni la acumulación del honor ni la de la riqueza son la apuesta principal de las prestaciones humanas, sino el valor espiritual, como lo indican estas observaciones de Charachidzé: “El poder político y militar está en las manos de los sacerdotes sacrificadores elegidos por elección divina”(144). “El respeto del derecho consuetudinario se funda en la fuerza de obligatoriedad de la religión y la fe, que tratan, por decirlo así, del interior”(145). Esta acción del interior es la clave del sistema. Es del interior de la estructura sacrificial (la reciprocidad unificada por el principio de unión) que brota la fe, lazo social unificado. La fe indica el enceguecimiento de toda conciencia o representación singular en provecho de un lazo de almas únicas. Al sacerdote le es devuelto el papel de un tercero intermediario y le está reservada la función de dar ese carácter de unidad al Tercero, para el sacrificio ritual.

Si hay una reversión en la primacía entre lo imaginario y lo simbólico, como lo testimoniarían ciertas comunidades del Cáucaso, entonces se constituye un capital-vida imaginario que los clanes tratan de aumentar indefinidamente. La dialéctica, que ciertamente tiene efectos innovadores cuando está al servicio de la reciprocidad, también puede conducir a la alineación del ciclo en su polaridad: al donar en acto se adquiere prestigio en el imaginario, y cuanto más se dona más grande se es; al morir en acto se mata en lo imaginario, y cuantos más asesinatos se sufre, tanto más derecho se tiene al asesinato. ¿No se deben considerar tales evoluciones, sin embargo, como alineaciones o desvíos de la estructura fundamental?

Los georgianos de la montaña conservaron la estructura fundamental asegurando una constante conmutatividad entre los dos sistemas, la relativización del uno por el otro, incluso la neutralización del uno por el otro. Los abkhazes y therkesses despliegan dialécticas sin fin ni medida.

¿Pero es una de esas estructuras más arcaica que las otras dos? Ismael Kadaré tradujo en una magnífica novela, Avril Brisé, la desesperación de un hombre vencido por la fatalidad de deber su propio ser a dos tiros de fusil después de que vió brillar el amor puro como un relámpago por una entreabierta puerta que se cerraba (146)


Venganza y Génesis

Las diversas contribuciones que reúne Verdier abundan en las tesis clásicas del intercambio simbólico.

Si bien Verdier trató, como Mauss, de recusar el intercambio económico como paradigma de la venganza, se queda sin embargo con la venganza en las redes del intercambio (el intercambio simbólico) ya que imagina a propietarios de valores cuyo problema de génesis no se plantea.

Como Mauss y Lévi-Strauss, Verdier capitaliza lo simbólico en lo imaginario de los protagonistas de la reciprocidad y antes que revelar la estructura generadora de ese capital, supone que todo comienza con un intercambio. Incluso somete este intercambio al interés egoísta del grupo. Propone ver en la obligación de venganza en relación al exterior, y en la interdicción de la venganza, en relación con sus próximos, no solamente una manifestación de solidaridad entre los miembros del grupo sino una causa de ésta. Se une así a Fernándes que interpretaba la venganza como una fuerza de solidarización. Svenbro va incluso más lejos. La ventaja de esta solidarización sería tal que se estaría interesado en provocar la venganza. Matar al otro para que él mate en su territorio, tendría como resultado el reforzar la unidad del grupo. El intercambio de asesinatos sería un intercambio de solidarizaciones (147).

Pero la cuestión fundamental es la génesis de esos valores simbólicos. ¿Heredan los hombres un capital innato, como proponen Breteau y Zagnolli: “La venganza capitaliza el honor; ya sin afrenta a reparar, no se puede administrar la prueba de su verdadero valor, autentificar el honor que todo hombre dispone “por naturaleza” (capital fijo). Tener la ocasión de probar su honor permite pasar de lo latente a lo manifiesto, de la esencia a la existencia... ”(148); ¿o es que más bien engendran ese capital mediante la reciprocidad?

No obstante la reducción de la reciprocidad a un intercambio simbólico, Verdier considera el lugar de la adversidad como la sede de un reconocimiento social: “El grupo adverso es aquel en relación al cual uno se sitúa en un enfrentamiento recíproco: se podría buscar evitar el frente a frente, pero si uno injuria al otro, este último no puede renunciar a devolverle la injuria sin aceptar someterse y perder entonces la cara”. Ahí ya estaba, para Mauss, de lo que se trataba en el don y el contra-don. Aquel que rechaza el don, decía Mauss, pierde la cara, y es para reconquistar la cara perdida que se da un potlatch.

Hemos sostenido que en el sistema de los dones, la identidad no es anterior al don: el prestigio nace del don, es proporcional al don. El nombre es el rostro del don. Y bien, un sentido semejante del don no puede nacer, ser reconocido por el donador mismo sin que haya un donatario que pueda, a su vez, ser un donador. Donar no es perder. La relación del donador y el donatario no es sinónima de adquirir un rostro de humanidad para el donador, a menos que para el donatario ella sea sinónimo de perder esa cara. La relación adquirir un nombre-perder un nombre es simultánea del don para aquel que da y para aquel que recibe, ya que, para cada uno de los participantes, donar recibe su sentido de recibir y recibir de donar (149).

Una posibilidad tal no se ofrece sino por la estructura de intercambio sino por la estructura de reciprosidad que se convierte así en una condición del don mismo, como matriz de sentido. Puede defenderse la misma tesis mediante la reciprocidad negativa.

“Tanto como el cumplimiento de un deber, la venganza es el poder de preservar y restaurar su identidad y su integridad frente a un grupo adverso”, dice Verdier, pero así como no poder donar o volver a donar es perder la cara o reconocer la superioridad del otro, “no poder ejercer la venganza es reconocer la superioridad del adversario, perder su prestigio, si no su estatus, y lo mismo ocurre, paralelamente, para aquel que no acepta sufrirla”(150). Este paralelo entre obligaciones de dar, recibir y de devolver, por una parte, y, por otra, aceptar la muerte, devolverla y aceptarla de nuevo, muestra que el reconocimiento social no es reconocimiento de eso que cada uno es para sí mismo, sino del ser hombre frente al otro, cualquiera sea su calidad de donador o de asesino. El rostro al que cada uno trata de corresponder no es el que lleva y que no conoce, sino el que reconoce como el que debe ser el suyo y que aún no tiene: un rostro humano. El reconocimiento mutuo es el de un ser inter-grupal que ejerce una fascinación mayor sobre los hombres que el ser propio del grupo, hasta el punto de formar en el hombre el amor a la guerra, si la guerra es el medio utilizado para actualizar la reciprocidad. Los sistemas de don y de la venganza son similares ya que son sistemas de reciprocidad. El prestigio del don y el honor del guerrero tienen una esencia común ya que son producidos por estructuras de reciprocidad. La reciprocidad es la matriz del Tercero que Mauss llama lazo, ya sea ésta, reciprocidad de venganza o reciprocidad de alianza o reciprocidad de dones.


Anexos:

(1) “Existen muchos protocolos de intercambio, uno de los cuales se funda en el principio del don de reciprocidad (A dona diez pesos a B, B donará diez pesos a A, y así sucesivamente. O bien A dona diez pesos, B duplica la puesta y “devuelve” veinte pesos, lo que obliga a A a volver a donar cuarenta pesos, etc.). Otro da cuenta del principio del potlatch : los protagonistas se libran una justa oblativa. Aquí la generosidad es afectada. Se trata, en realidad, de sobrepasar al otro y de hacer de tal suerte que éste no pueda devolver el don recibido. El vencedor es glorificado, el vencido humillado. Este último se esfuerza entonces por señalar el desafío para revertir la situación en provecho suyo y así sucesivamente. Una tercera fórmula pone a los sujetos en posición asimétrica: existe un donatario privilegiado hacia el cual suben o del que descienden los obsequios del donador. El beneficiario responde mediante presentes o servicios precisos. Según el principio del intercambio-don, el presente recibido obliga al beneficiario a ofrecer un don a cambio. Se trata, pues, de una verdadera obligación a la cual nadie puede sustraerse bajo pena de diferentes sanciones. Pero todo pago de la “deuda” oblativa acarrea un relanzamiento del proceso en sentido inverso. Esta práctica es uno de los motores de la economía local al ser descontados los bienes intercambiados de la producción, el consumo o las riquezas en circulación. Los dones se efectúan lo más a menudo bajo forma de bienes de importación o de moneda moderna, lo que supone un recurso general al mercado. Los promotores gubernamentales de planes de “desarrollo” denuncian esas prácticas, que consideran como una forma de “derroche” de las fuentes locales, tanto más absurdas cuanto cuestionan el futuro de una población enfrentada al grave problema de la desertificación y la sequía y que “prefiere” intercambio de riquezas antes que invertirlas en la protección del suelo y la mejora de una producción frecuentemente deficitaria”(Nicolas 1980b, p. 13).

Aunque utilizando dos veces el término intercambio, para el don y el intercambio, Nicolas subraya el antagonismo de las dos dialécticas del don y del intercambio: en el sistema del don, el prestigio es la razón de la sobreproducción y en el sistema del intercambio es el de la ganancia. El sistema dominante, occidental, juzga entonces como irracional al sistema africano... que, por su parte, no vacila a enfeundar el valor de cambio del mercado a su propia lógica del don y del prestigio. He ahí lo que testimonia, ora de una incompetencia recíproca sobre la lógica económica del otro, ora del recíproco desprecio por el valor del otro. No es, pues, inútil precisar el sentido del intercambio y de la reciprocidad. Está claro que, al nivel de las decisiones prácticas, por lo menos para esos responsables del desarrollo, el don es lo contrario del intercambio, incluso si reina la mayor confusión en su terminología.

Volvamos a las tres modalidades de la reciprocidad: la tercera, desigual según los criterios occidentales, testimonia de que el don, para ser eficaz, debe conformarse a la necesidad del otro, de donde viene la diferenciación de los estatutos y su jerarquía.
En la segunda, lo imaginario aprisiona en las mallas de su red a los valores simbólicos para crear una jerarquía o un orden. Pero la competencia por el prestigio no es, quizá, tanto competencia por el poder como puede parecerlo. Sobre este punto, las observaciones de Lewis Hyde (Hyde, 1973), muestran que en el interior del potlatch el prestigio podría quedar muy bien ordenado según la génesis de un ser superior, y el poder mismo quedaría tributario de la autoridad moral. La interpretación del potlatch como sistema de competencia por el poder parece resultar, según Hyde, de una transferencia occidental sobre las categorías indígenas.

La primera modalidad, en fin, reenvía ya sea a dos dones simultáneos o al hecho de que cada uno transmita el don recibido antes de que lo conserve, además de aumentar su propio don, creando, así, una abundancia generalizada. El autor sólo se interesa en el aspecto material de la abundancia producida por la economía del don. Y bien, esta abundancia sólo es el fruto secundario del don en reciprocidad. Su objetivo principal es el de producir más amistad y espiritualidad, mientras la producción material sólo es un medio para realizar este fin... El don crea la amistad, pero la amistad nacida de la reciprocidad es un potente motor de la inversión productiva. Se comprende que la energía empleada por el gobierno para limitar esta producción espiritual –pero con importantes consecuencias materiales- sea considerada por los sudaneses, a su vez, como particularmente pobre de espíritu... Para los sudaneses la reciprocidad no prefigura los intercambios, sino que, al contrario, se opone a la especulación y a los intercambios puramente materiales.

(2) Como Lévi-Strauss, Raymond Verdier, en Poder, justicia y venganza en los kabiyé (Togo), lleva la reciprocidad a un intercambio (un valor toma el lugar del otro) incluso cuando se trata de palabras y no solo de bienes.

“Esta correlación de derechos y deberes reposa en el principio del intercambio kilesim, que rige el conjunto de las relaciones de los miembros de la comunidad. Ya se trate de intercambiar palabras, bienes o mujeres, los asociados están ligados por una relación de obligación recíproca en la que cada uno, de su propia voluntad, debe devolver la contra parte de lo que recibe. El hecho de que un valor pase del uno al otro y tome el lugar de otro engendra un lazo de deuda kimiye. La palabra designa, a la vez, el hecho de prestar y de prestarse. Esta relación de prestar y prestarse, ligados por la cosa debida está en el origen de las relaciones de amistad y de alianza como a las de enemistad y hostilidad” (1980ª, p. 207). Pero nada impide traducir kimiye por reciprocidad. Se comprende inmediatamente que esta relación esté en el origen de las relaciones de amistad o de enemistad, lo que es imposible a partir de la noción de intercambio.

(3) Las observaciones de I. De Garine entre los massa y los moussey del Chad y de Camerún sostienen esta opinión (1980ª, p. 91-124).

Para C. H. Breteau y N. Zagnolli, que estudian La violencia en Calabria y en el noreste constantinence:
“El honor puede analizarse como un capital simbólico en la medida en que todo hombre posee por definición el honor y al mismo tiempo que el honor es susceptible de variar, se puede hablar de un capital fijo y de un capital variable, para continuar con la metáfora económica. (...). La venganza capitaliza el honor, ya que sin afrenta a reparar, no se puede administrar la prueba de su verdadero valor, autentificar el honor del que todo hombre dispone “por naturaleza” (capital fijo)”(1980ª, p. 47).

J. Chelhod, en Equilibrio y paridad en la venganza de sangre en los beduinos de Jordania, observa:
“En la sociedad beduina, el volumen del grupo está entre los elementos de los que insuflan orgullo. Habiendo perdido a uno de los suyos, el clan se siente disminuido y consecuentemente deshonrado. Para restablecer el orden perturbado por el crimen, le toca a uno de los suyos, en su caso, vengarlo, infligir una pérdida igual al grupo antagonista. En fin, la noción de equilibrio se dobla con otra: la de paridad; entre la persona que se venga y aquella en quien uno se venga, es necesario que haya equivalencia social y biológica” (1980ª, p. 129).

Según A. Itéanu, los ossetes del centro del Cáucaso preservan un capital de honor que se cuenta en vidas de hombres matados por el enemigo y vengados. En tanto que las víctimas no están vengadas, no son contadas en el capital-vida de la comunidad. El honor no puede ser restaurado sino por la venganza. Tomar una vida enemiga es, pues, restaurar una vida imaginaria en su propio universo mítico.

La identidad colectiva ideal estaría dada por un equilibrio entre los muertos de los que se tiene memoria ya que están vengados y los nacimientos cuyo advenimiento puede preverse: “¿A quién has matado para pedir la mano de mi hija?”

“El asesinato es la primera etapa, obligatoria, del destino del hombre... Está seguido por el matrimonio, que da el derecho a construir su propia habitación en el seno del fuego, de percibir una parte de los ingresos comunes, de participar en las decisiones colectivas y abre la vía a otra etapa que es el nacimiento de los hijos” (1980b, p. 72).!

Al comentar el trabajo de Itéanu, Verdier escribe:
“Entre los ossetes, la cuestión ritual planteada por el suegro a su futuro yerno (...) pone en evidencia a, la vez, la obligación del asesinato y su función integradora en la sociedad (particularmente en tanto que es la condición del matrimonio). Se entiende toda la significación y el rol de la venganza: se trata, sobre todo, de proteger el capital-vida del grupo” (1980ª, p.19).

¡A menos que se trate de engendrar guerreros y de que el matrimonio no esté enfeundado a la venganza! El argumento de Verdier es reversible: cualquiera que no se defina en función de la reciprocidad de venganza será excluido del grupo social. La cohesión, la alianza, el parentesco y sobre todo el matrimonio y la procreación se encontrarían entonces enfeudados a la reciprocidad negativa o servirían, aún, para el equilibrio en vista de una relativización de los imaginarios de la violencia y de la alianza (Ver más lejos: La liberación del Tercero).

(4) Esta tesis se apoya, sobre todo, en las observaciones de I. De Garine:

“El ejercicio de la venganza define un dominio intermedio, entre la homología debida al parentesco o la comensalidad próxima, las cuales excluyen, teóricamente, la venganza sangrienta, y aquella en que los enemigos son tan heterogéneos que se sitúan más allá de un círculo en el que se busca la responsabilidad. No se ejercitará venganza frente a una bandera baguirmiana o de un establecimiento foulbé, en el que es tan normal que manifiesten su brutalidad frente a los no islamizados, como es natural para un gato matar ratones o para una hiena alimentarse de perros.

Inversamente, es inverosímil ejercer una venganza sangrienta con individuos con los cuales uno se encuentra emparentado, tanto en línea paterna –los jaftusiona- como en línea materna -los dosianu-. Esas dos categorías constituyen la golla (los parientes) de un individuo y no se puede hacer derramar su sangre. Les están ligados por la exogamia, la comunidad de prestaciones matrimoniales, las ceremonias funerarias y, justamente, la alianza total en casos de conflicto grave (...). La distinción es más clara entre los massa que entre los moussey, ya que disponen de dos técnicas para reglar sus conflictos: el combate con palo (zugulla), que está autorizado entre miembros de un mismo clan y no entraña sanción grave, pero da lugar a una simple reparación; el combate a la azagaya (kawina), con la muerte por el fierro (mat kawayna), que derrama la sangre y engendra la venganza y el ejercicio del talión sobre la parentela entera del asesino. Más exactamente, el uso del fierro contra un pariente parece un crimen inexplicable”.

Pero antes de que el matrimonio haya transformado al otro en pariente, éste es el enemigo potencial antes que el pariente potencial; la adversidad es lo mismo que la alteridad, ella no está dada como la suerte de quien no es el elegido de la alianza, ella es un requisito previo, como lo es el equilibrio entre exogamia y endogamia verdadera para definir la posibilidad de alianza.

“La ambigüedad de las relaciones con los aliados es constante. Los suegros, no-parientes por definición, ya que se puede esposar a una de sus hijas son, de alguna forma, en la generación de Ego, “enemigos domesticados”. En la siguiente generación, se han convertido en tiernos parientes maternales con los cuales las rivalidades y los conflictos de autoridad no podrían producirse, mientras que constituyen la trama de relaciones entre parientes paternales. Como lo explicitan los jefes de tierras, en ocasión de sus invocaciones públicas, bolla: “Somos hijos de tal ancestro. A los habitantes de tales ciudades y barrios, no los esposamos, tienen el mismo ancestro. Pero a los otros clanes vecinos ¡les hacemos la guerra y los esposamos! ”(1980ª, pp. 100-101).

   
     

NOTAS DE PIE DE PAGINA

La Venganza

1 J. Svenbro, “Vengeance et société en Grece archaïque. A propos de la fin de l´Odysée”, La Vengeance, III, op. cit.
2 F. Fernandes, A funcao social da guerra na sociedade tupinamba, Libaría pioneira editora da Universidade de Sao Paulo, 1970.
3 A. Itéanu, “Violence et mariage chez les Ossetes”, La Vengeance, II, op.cit.
4 G. Nicolas, “La question de la vengeance au sein d´une sociéte soudanaise”, La Vengeance, II, op.cit.
5 Aristóteles, Etica a Nicómaco (V, 8, 1132 b 33) (V, 6-7).


La Reciprocidad Negativa


1 Hobbes, (1651) 1971, pp. 121-133.
2 Mauss, 1973, p. 277.
3 Lévi-Strauss, 1983, pp. 83-84.
4 Lévi-Strauss, 1984, p.93.
5 Lévi-Strauss, 1984, p.112
6 Lévi-Strauss, (1947) 1967, p. 98.
7 Nicolas, 1980.
8 Nicolas, 1980, pp 24-25.
9 Nicolas, ibid.
10 Nicolas, ibid.
11 Lévi-Strauss, 1950, p. XL.
12 Ibid., p. XLVI.
13 Ibid., p. XLIX.
14 Lupasco, 1973.
15 Verdier, 1984a, p. 151.
16 Melià, comunicación personal.
17 Verdier, La Vengeance, vol I, 1980, vol II, 1980, vol III, 1984, vol IV, 1984.
18 Verdier, 1980a, p. 19.
19 Svenbro, 1984a.
20 Svenbro, 1984a p. 55.
21 “Observemos, primero, que el deber de venganza afuera es la contrapartida de la interdicción de venganza adentro; deber e interdicto expresan las dos caras, externa e interna de la solidaridad. Uno puede vengarse en aquellos a quienes, justamente, se tiene el deber de vengar. La venganza no debe romper la unidad del grupo que está llamada a promover y preservar en relación con el exterior. Bajo pena de estallido, el grupo no puede sino prohibir la venganza en su seno”. “Esta solidaridad característica de los grupos vindicatorios responde a una doble exigencia: la obligación de venganza en el plan exterior, el interdicto de la venganza en el plan interior, obligación e interdicto son las dos caras, interna y externa, de la solidaridad; son el anverso y el reverso de un mismo principio que define a la vez el espacio más acá del cual no se puede vengar(se) y aquel más allá del cual se tiene el deber de vengar(se). La regla es doble, positiva afuera, negativa adentro, obligación e interdicto hacen pareja.” Verdier, ibid., p. 35.
22 Harner, 1972.
23 Ibid.
24 “Cada vez que se trataba de concluir un matrimonio afuera, las dos mitades olvidaban su división y colaboraban, con cada una de ellas trabajando en el éxito de las empresas de la otra y poniendo todos sus bienes en común; en cambio, ellas no dejaban de compartir, para intercambiar enseguida y entre sí sus papeles respectivos, cuando el matrimonio había tenido lugar en el interior del pueblo. Se ve desprenderse así, en un plano puramente empírico, las nociones de oposición y de correlación cuya pareja fundamental define el principio dualista, que no es, él mismo, sino una modalidad del principio de reciprocidad.” Lévi-Strauss (1947), 1967, p.97.
25 “Así como tampoco la mitad, la mujer que tiene de ella su estado civil, no tiene carácter específico o individual –ancestro totémico u origen de la sangre que circula en sus venas- que la haga objetivamente impropia al comercio con los hombres que llevan el mismo nombre. La única razón es que ella es (una) misma, mientras que debe convertirse en otra. Y apenas convertida en otra (por su atribución a los hombres de la mitad opuesta), se encuentra apta para actuar, frente a frente con los hombres de su mitad, el mismo papel que antes fuera el suyo ante sus asociados. En las fiestas de alimentos, los presentes que se intercambian pueden ser los mismos; en el traje de kopara, las mujeres entregadas en intercambio pueden ser las mismas que las que se ofertaron primitivamente. Los unos y los otros sólo necesitan el signo de alteridad que es la consecuencia de una cierta posición en una estructura y no un carácter innato.” Lévi-Strauss (1947), 1967, p. 133.
26 Iténau, 1980.
27 Iténau, 1980b p. 73.
28 Iténau, 1980ª p. 15.
29 Verdier, 1980ª p. 25.
30 “El sistema vindicatorio circunscribe un cierto espacio social al interior del cual se ejerce la venganza y más allá del cual ella cede el sitio a la hostilidad y la guerra: como hay un lugar en el que la venganza está prohibida, a causa de la distancia demasiado cercana de los asociados, hay otro lugar en el que ella deja de actuar a consecuencia de la demasiada distancia social entre ellos. Mientras que, en el primer caso, la identidad de los asociados se opone a la venganza, en el segundo su diferencia conduce de la venganza a la guerra. Dicho de otra forma, la venganza se inscribe en un espacio social intermedio entre aquel en el que la proximidad de los asociados lo prohíbe y aquel en el que su alejamiento sustituye la guerra a la venganza.” Verdier, 1980a p. 24.
31 Verdier, 1984ª, p. 151.
32 Lévi-Strauss (1947), 1967, p. 80.
33 Lupasco, 1951.
34 Boileau, 1995.
35 Temple, Chabal, tomo I, Teoría de la reciprocidad.
36 R. Verdier, op. cit, 1, p. 30.
37 Verdier, op. cit., 1, p. 35.
38 Ibid, p. 19.
39 Verdier, op. cit, 1, p. 30.
40 El autor no da indicaciones sobre las condiciones que él subsume bajo “poder político”. Varias tesis podrían invocarse. La de Sahlins, por ejemplo, que propone la idea de un modo de producción doméstico en el cual el interés colectivo de una familia extendida justificaría el don generalizado entre sus miembros, con el mismo don que se opondría a que los intereses individuales no se conviertan en el motor de una producción competitiva. Las familias se aletargarían en el ocio y no se despertarían sino al ser amenazadas por otras familias del mismo tipo, que querrían apropiarse de su territorio. Otra tesis quisiera que el equilibrio de una comunidad y del medio en un contexto dado alcance un umbral de rentabilidad óptimo a partir del cual sería más económico para la comunidad dividirse antes que agrandarse.
41 Verdier, op cit. 1, p. 30
42 Sahlins, (1972) 1976
43 Ver: tomo I de Teoría de la reciprocidad.
44 Verdier, op. cit. 1, p. 18.
45 Verdier, op. cit. 1, p. 35.
46 Verdier, op. cit. 1, 14
47 Verdier, op. cit. 1, p. 16 Para Verdier, “el vocabulario de la venganza va en el sentido de esta interpretación. Pone en evidencia el hecho de que se trata de algo debido por lo que uno de los asociados debe responder y el otro exigir.” Verdier, op. cit. 1, p. 17. La deuda no puede ser siempre esta obligación, ella puede significar, al contrario, la obligación hecha a la fuerza de ser y quedar uno como donador a fin de que el lazo social no pueda ser roto. En ese caso, la deuda no está hecha para ser pagada sino, más bien, para no serlo.
48 “Ese capital-vida, conjunto de personas y bienes, de fuerzas y valores, de creencias y de ritos, que fundan la unidad y la cohesión del grupo, está figurado por dos símbolos, la sangre, símbolo de unión y de continuidad del linaje y las generaciones, el honor, símbolo de la identidad y de la diferencia que permite a la vez el reconocer al otro y exigir que respete a uno.” Verdier op. cit. 1, p. 19. Esta distinción entre sangre y honor podría introducir la tesis de Fernades según la cual es necesario imaginar dos entidades sobrenaturales, la unidad mística del grupo, y el empíreo de las víctimas que esperan que los vivos se venguen. Dos entidades que ordenan dos tipos de comunicación, la una comunión religiosa entre los vivos y los muertos, la otra diálogo mágico entre los difuntos y sus vengadores, con los primeros que comunican su poder a los segundos para que destruyan el obstáculo que les impedía volver al seno de su comunidad. Fernandes, 1970.
49 Verdier interpreta el sacrificio como un intercambio con los Dioses, y a partir de ahí, el intercambio, desaparecido de entre los hombres, es reencontrado. Los Dioses aparecen para donar un punto de apoyo a la noción de intercambio.
50 Verdier, op. cit. 1, pp. 20-21
51 Adler, , op. cit. 1, p. 76.
52 Adler, , op. cit. 1, p. 76
53 Adler op. cit. 1, p 80.
54 Adler, ibid.
55 “Los moundang del Chad constituyen una sociedad organizada en clanes y regida por un sistema político que se puede definir como una realeza sagrada. El rey de Leré es, a la vez, un jefe político cuya autoridad legítima está fundada en el nacimiento (es el descendiente en línea directa del fundador legendario de la dinastía) y un detentor de funciones rituales y de poderes mágicos que son consecutivos a su entronización y a su sacralización. Esos dos atributos no se suman para hacer surgir una especie de soberanía total y absoluta pero son como dos polos opuestos entre los cuales existe una tensión que no termina sino con su muerte y, antaño, el regicidio ritual. La soberanía del rey de Leré es, en verdad, doblemente dividida: dividida en el interior de su persona, como se acaba de decir, y, por otra parte, entre él y los clanes. Estos participan en el gobierno del reino por medio de un consejo de Ancianos que los moundang llaman zah-lu-seri, ‘Los Grandes de la Tierra de Leré’. El consejo, cuyos miembros llevan el título de zah-sae (excelente), representa a la vez una instancia religiosa que tiene a su cargo los rituales más importantes del calendario agrario, las ceremonias de entronización y los funerales reales y una especie de jurisdicción oculta que dispone de poder para hacer y deshacer a los reyes.” Adler, op. cit, p. 76.
56 Adler, op. cit. 1, p. 78
57 Adler, op. cit. 1, p. 86.
58 Adler, op. cit. 1, p. 86
59 Adler, op. cit. 1, p. 89
60 Tcherkezoff, op. cit. 2, pp. 41-42
61 Tcherkezoff, op. cit. 2, p. 44.
62 Tcherkezoff, op. cit. 2, p. 22.
63 Verdier, op. cit. 1, p. 22.
64 Cuando Mauss constataba que en el potlatch el ultimo donador dona en vano, ya que nadie sabría responderle, imaginaba para satisfacer la idea de que el don es un intercambio, que el donador adquiere un prestigio insuperable sólo para ser designado como interlocutor privilegiado de los Dioses. El sacrificio, dice Mauss, es un don a los espíritus de los ancestros y a los Dioses de los que se espera un retorno de las mayores de las larguezas.
65 Lévi-Strauss, 1984.
66 Cuando la autoridad del rey se jerarquiza, ella se delega, en efecto, de forma continua del centro de la comunidad hacia la periferia, debilitándose progresivamente para desaparecer en los límites de la comunidad. Ella se expresa ora por el parentesco, ora por la riqueza simbólica. En ese caso se constata que el mismo símbolo, a menudo ganado, vale, a la vez, por las relaciones de reciprocidad positiva o las relaciones de reciprocidad negativa. Esta equivalencia no se debe a una ley cualquiera de intercambio, sino al principio de unión que impone una referencia única para operaciones antitéticas. De ahí, probablemente, la equivalencia entre lo que se llama el precio de la sangre y el precio de la novia. El honor representado por el ganado es el fruto de las relaciones sociales.
67 Iténau, op. cit. 2, pp. 63-64.
68 Iténau, op. cit. 2, p. 64.
69 En los mogoles estudiados por Roberte Hamayon, “Son los dos mismos principios los que operan aquí y allá, para estructurar la sociedad: la de la paridad estatutaria de los grupos, que establece entre ellos relaciones recíprocas; el de la jerarquía que ordena, tanto a los individuos en el seno de los linajes en función de la edad y del sexo, como a los linajes entre sí en el seno de los clanes, en virtud de la mayóría del fundador del linaje.” Hamayo, op. cit. 2, p. 133.
70 Kovalevsky Maxime, Coutume contemporaine et loi ancienne. Droit coutumier Ossetian, de Larose, 1893, citado por Iténau, op. cit. 2, p. 67
71 Citado por Iténau, op. cit. 2, p. 67
72 (Kov., p. 256) citado por Iténau, op. cit. 2, p. 67
73 Labuthe-Tolra, op. cit 1, p. 158
74 Labuthe-Tolra, op. cit 1, p. 165
75 Malamoud, op. cit. 3, p. 39
76 Lemaire, op. cit 3, p. 13-133
77 Verdier, op. cit 1, p. 22
78 Verdier 1, op. cit. p. 35.
79 “Esta respuesta sacrificial al crimen al interior de la comunidad contrapesa la reacción vindicatoria afuera; la una y la otra apuntan a restaurar la unidad e integridad del grupo: aquí se devolvía la ofensa contra el ofensor, allá se reparan los efectos destructores del crimen cometido por uno de los suyos.” Verdier, op. cit. 1, p. 23.
80 Laburthe-Tolra, op. cit. 1, pp. 159-160.
81 Veremos, igualmente, que el pasaje entre la reciprocidad positiva y negativa puede efectuarse en los dos sentidos como lo indica la enfeudación de la relación matrimonial a la generación de un hombre en edad de portar las armas, y la supremacía en muchas relaciones inter grupales de la reciprocidad negativa para agrandar el ser social, sobre la reciprocidad positiva. La forma de pasaje de la reciprocidad positiva a la reciprocidad negativa implica la traición que no estudiaremos aquí pero que encuentra en la literatura etnológica una miríada de ejemplos.
Y se podría interpretar el “A quién has matado para pretender a mi hija” que los jefes de las familias ossetes dirigen a los pretendientes como una identificación del yerno al suegro, es decir a un asesino. En ese caso, no es según el capital-vida que está ordenado el asesinato, ya que la fecundidad de la muchacha está enfeudada a la procreación del futuro homicida del que tiene necesidad la reciprocidad negativa para engendrar el honor del guerrero. (Cfr. anexo ·)
82 “El linaje se absuelve de sacrificios (sustitutos de los sacrificios humanos) respecto a los Invisibles, ya que ya no puede darse a sí mismo compensaciones efectivas. A falta de suministrar esas reparaciones, los vivientes del linaje conocerán solidariamente una serie de desdichas (... ) concebidas como un justo castigo de parte de los Invisibles, hasta que el mvog concernido reconozca su deuda y se dedique a saldarla. El sacrificio aparece entonces aquí como una forma ad intra de la venganza, la expresión de la conducta vindicatoria que satisfacerá el sentido de la justicia atribuido a los muertos (figuras sacralizadas de los vivos). Laburthe- Tolra, op. cit. 1, p. 159-160.
83 Laburthe- Tolra, op. cit. 1, p. 161
84 Malamoud, op. cit. 3, p. 40.
85 Verdier, op.cit. 1, p. 240.
86 Verdier, op. cit. 1, p. 206
87 Laburthe- Tolra, op. cit. 1, p. 164
88 Charachidzé, op. cit. 2, p. 86
89 Chelhod, op. cit. 1, p. 130.
90 Charachidzé, op. cit. 2, p. 94.
91 Ese juez sería necesario desde que las prestaciones ya no serían simétricas (un matrimonio por un matrimonio) y que se contarían, por ejemplo, en cabezas de ganado o en tesoros. La pérdida de la simetría se explicaría por la aparición de la jerarquía en los grupos. La jerarquía se instala, en efecto, en los dos sistemas de unión y de oposición. En el sistema de oposición depende del número de ciclos de reciprocidad. Cada grupo es tanto más renombrado, temido y respetado, cuanto más ha sufrido y vengado asesinatos. La jerarquía se instala igualmente en el sistema de unión entre el centro y la periferia de la comunidad. Si el centro es también el eje del árbol genealógico, la descendencia directa del origen, delegará su poder por vía de parentesco. Si el ganado es su riqueza simbólica, la parte de cada uno del ganado podrá así medir su rango. Se ve entonces aparecer la contabilidad y la mesura. Se saca de ahí la idea de que hay que ajustar a la calidad de su interlocutor las prestaciones dotales y las promesas de sufrir un asesinato a cambio. La hija de un príncipe no es la equivalente de un esclavo. Sin embargo, el código de una jerarquía semejante debería ser reconocido inmediatamente por todos, y no se ve que el tercero mediador pueda convertirse en una institución. Así como es posible que se instale una compatibilidad entre adversarios que pueda hacer desviar la venganza en un sistema comercial, así también es posible reducir lo simbólico al imaginario y entonces el intercambio simbólico podrá servir de recurso para normalizar las relaciones humanas en el interés de los imaginarios constituidos en el seno de cada grupo.
92 Bretenau y Zagnoli, op. cit. 1, p. 51.
93 Laburthe - Tolra, op. cit. 2, p. 162.
94 Tcherkezoff, op. cit. 2, p. 47 y sgts.
95 Tcherkezoff, op. cit. 2, p. 41.
96 Tcherkezoff, op. cit. 2, p. 41-42.
97 Verdier op. cit. 1, p. 29.
98 Breteau y Zangoli, op. cit. 1, p. 50.
99 Laburthe-Tolra, op. cit. 1, p. 165
100 Laburthe-Tolra, op. cit. 1, p. 164
101 “Este reconocimiento del grupo adverso en la relación vindicatoria está en la base de la ritualización de la venganza (...) y tiende (...) a ligar a los asociados en un esquema de reciprocidad que abre la vía a la reconciliación y a la paz. Ciertas sociedades han llevado el proceso de ritualización hasta el punto de eliminar del sistema de vendetta toda compensación violenta no reteniendo sino el principio del acuerdo: la ofensa es entonces un delito que acarrea el “precio de la sangre” excluyendo la violencia (Cfr el ejemplo de los georgianos de las planicies, en la comunicación de G. Charachdzé).” Verdier, op. cit. 1, p. 25.
102 Verdier, op. cit. 1, p. 26.
103 Verdier, op. cit. 1, p. 26
104 “Así, entre los georgianos de la montaña, desde el primer día de la vendetta y paralelamente a la caza del asesino, el clan del asesino debe cumplir ciertas gestiones rituales; está sujeto a ciertos interdictos (...), debe hacer ofrendas a los parientes del muerto y sacrificar animales al santuario local para el beneficio de la colectividad entera. Todos esos ritos son de rigor y preceden, sin hacerla obligatoria, la conciliación que no podrá tener lugar sino al final de un año entero después del asesinato.” Verdier, op. cit. 1, p. 27.
105 Verdier , op. cit. 2, p. 27.
106 Iténau, op. cit. 12 p. 69.
107 Iténau, op. cit. 12 p. 80.
108 Iténau, op. cit. 12 p. 80.
109 Iténau, op. cit. 12 p. 80.
110 Por otra parte, allá donde la reciprocidad positiva resulta ser inoperante o ineficaz, la reciprocidad negativa aparecerá siempre como recurso, ya que más vale aceptar el imaginario de la violencia antes que no ser nada. Cuando se le rehúsa la reciprocidad positiva a un pueblo, el hecho de que este prefiera, al precio del sufrimiento, refugiarse en la reciprocidad negativa, la guerrilla o el “terrorismo”, significa que la reciprocidad negativa ofrece una calidad de ser superior a la que ofrece la paz sin participación en la reciprocidad positiva, la paz de los esclavos. Los hombres no viven para la paz, sino para ser, y ello no importa a qué precio. Otros ejemplos confirman que existen dos soluciones al problema planteado por la venganza: o bien la promesa de una futura venganza, un derecho de venganza, o bien la transposición de la reciprocidad negativa en reciprocidad positiva.
111 En el curso de la relación de leche igualitaria, el padre es anulado por los rituales en los que se ridiculiza su autoridad. , Iténau, op. cit. 12 p. 81.
112 Iténau, op. cit. 12 p. 81.
113 Verdier,, op. cit. 12 p. 27.
114 Verdier, op. cit. 12 p. 28.
115 Verdier, op. cit. 12 p. 28.
116 Verdier, op. cit. 12 p. 28.
117 Verdier, op. cit. 12 p. 28-29.
118 Panoff, op. cit. 2, 12 p. 146.
119 Panoff, op. cit. 2, 12 p. 147.
120 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 214.
121 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 216
122 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 216
123 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 221
124 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 221
125 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 221
126 Bureau, op. cit. 1, 12 p. 218.
127 Bureau, op. cit. 1, p. 213.
128 Chelhod, op. cit. 1, p. 135
129 Verdier, op. cit. 1, p. 29
130 Verdier, op. cit. 1, p. 30
131 Verdier, op. cit. 1, p. 30
132 Laburthe-Tolra, op. cit. 2, p. 136
133 Panoff, op. cit. 2, p. 157
134 Panoff, op. cit. 1, p. 158
135 Charachidzé, op. cit. 2, p. 85.
136 “Subrayemos bien que cada uno de esos prejuicios (lista no exhaustiva) no da lugar, como en otras partes es el caso, a una compensación en relación con su carácter e importancia, sino a un asesinato, que él mismo engancha el proceso de la venganza sangrienta. El proceso no se apaga con el tiempo, el derecho consuetudinario no prevee ningún retraso que acarree la extinción de la obligación. Es lo que expresa un dicho abkhaze: “la sangre no envejece’”, op. cit. 2. 85.
137 Charachidzé, op. cit. 2, p. 92.
138 “Dos unidades de cuenta estaban en uso: la “cabeza” (shxa), ella misma dividida en 60 a 80 bueyes (c y). El baremo se establecía así, a fines del s. XVII: muerte de un príncipe = cien cabezas. Charachidzé, op. cit. 2, p. 90.
139 Charachidzé, op. cit. 2, p. 92.
140 Charachidzé, op. cit. 2, p. 92.
141 Charachidzé, op. cit. 2, p. 94.
142 Charachidzé, op. cit. 2, p. 98.
143 Charachidzé, op. cit. 2, p. 98.
144 Charachidzé, op. cit. 2, p. 93.
145 Charachidzé, op. cit. 2, p. 93.
146 I. Kadare, Avril Brisé.
147 Svenbro, op. cit. 3, p. 47-63.
148 Breteau y Zagnolli, op. cit. 1, p. 49.
149 La palabra es requerida para autorizar la venganza cuando ella es significativa de valor: el asesino debe ser nombrado o nombrarse. Los nombres van a constituir, entonces entre dos sistemas de reciprocidad. De ahí el carácter a menudo colectivo de los enfrentamientos de reciprocidad. Se pertenece a un sistema clasificatorio, a un parentesco, etc. Pero el Tercero no deja de emanciparse de lo imaginario para alcanzar la transparencia.
150 Verdier, 1, p. 30.