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El mercado de reciprocidad negativa

   
     

   
 

sommaire

   
   

La extrapolación peligrosa de A. Smith

El origen del mercado

La tesis reduccionista de la reciprocidad como regla para el intercambio de Levi-Strauss

La competencia

   
   

   
   

La extrapolación peligrosa de A. Smith

Adam Smith dice:

“En casi todas las especies animales, cada individuo que llega a su crecimiento pleno es del todo independiente y, mientras queda en su estado natural, puede prescindir de la ayuda de toda criatura viviente. Pero el hombre casi continuamente tiene necesidad de sus semejantes y sería vano que esperara algo de su sola benevolencia. Estaría más seguro de tener éxito si se dirigiese a su interés personal y los persuadiera de que su propia ventaja les ordena hacer lo que él quiere de ellos. Es eso lo que hace el que propone a otro un negocio cualquiera; el sentido de su proposición es este: “Dadme lo que necesito y obtendreis de mí lo que vosotros mismos necesiteis”. La mayor parte de esos buenos oficios que son necesarios se obtienen de esta forma. No es la bondad del carnicero, del mercader o del cervecero que esperamos nuestra comida, sino del cuidado con que cuidan sus intereses. No nos dirigimos a su humanidad, sino a su egoísmo y nunca es de nuestras necesidades que hablamos, sino de sus ventajas”.

Ciertamente no tiene sentido discutir la opinión de A. Smith: describe su sociedad, la de la clase burguesa en la Inglaterra de su siglo.

Sin embargo, postula una continuidad entre los hechos observados y aquellos de los orígenes. Y, sin duda, a falta de información sobre el tema, extrapola:

“Como resulta que es, por tratado, trueque o compra, que obtenemos de los otros la mayor parte de los buenos oficios que nos son mutuamente necesarios, es esta misma disposición para traficar la que originalmente habría dado origen a la división del trabajo. Por ejemplo, en una tribu de cazadores o pastores, un individuo hace arcos y flechas con más celeridad y habilidad que otro. Trocará esos objetos con sus compañeros frecuentemente por ganado o caza, y no tardará en darse cuenta de que, por este medio, podrá procurarse más ganado o caza que si él mismo iría a cazar. Por cálculo de intereses, entonces, hace de los arcos y las flechas su principal ocupación y helo ahí convertido en una especie de armero. Otros es bueno para construir las pequeñas chozas o cabañas móviles; sus vecinos se acostumbran a emplearlo para este menester y a darle en recompensa ganado o caza, de manera que, al final, él encuentra que va en interés suyo dedicarse exclusivamente a esta necesidad y de hacerse de alguna forma carpintero y constructor. Un tercero se convierte de la misma forma en herrero o carbonero; un cuarto es el teñidor o el curtidor de pieles y de cueros que forman el principal vestido de los salvajes... ” (Adam Smith: Investigaciones sobre la naturaleza de las causas de la riqueza de las naciones).

Pero ¿en qué parte del mundo encontraría Adam Smith una comunidad de cazadores que truequen su arco? En todas partes, el arco vive y muere con el cazador o se transmite de padres a hijos o de tíos a sobrinos.

En ¿Tiene necesidad el África de un programa de ajuste estructural? (Editions Nouvelles du Sud (1991)), el sociólogo africano Daniel Etounga Manguelle, citando a Robert Dimi, dice cómo el arco obliga a su heredero al respeto de las costumbres de su primer dueño. Si el padre tenía la costumbre de cazar al alba o al crepúsculo, el hijo no podrá cazar a ninguna otra hora y deberá servirse del arco del padre toda su vida a despecho de otras técnicas que podría utilizar:

“La milenaria sabiduría africana, a imagen de la sabiduría boulou (sur del Camerún) es una sabiduría de la conservación de lo que hay, de la fijeza y de la in-usabilidad de las esencias. Es una sabiduría que excluye lo nuevo y lo inédito hasta tal punto que los mismos boulous, cuando uno hereda un arco, que está considerado como indisolublemente ligado a su antiguo propietario, ocurre que el uso de este arco no puede hacerse sino en las condiciones y circunstancias análogas en las cuales lo usaba su precedente dueño. Si el difunto iba de caza únicamente al caer la noche, el heredero debe hacer lo mismo” (Cfr. Robert Dimi, Sabiduría boulou y Filosofía, p. 47).

También Etounga-Manguelle considera la herencia del arco como un mecanismo anti económico en una economía de tipo occidental.

En otra economía, sobre todo en una economía de reciprocidad, el uso en cuestión esta dictado, sin embargo, por cierta performance: es al alba o al crepúsculo que cazar es más conveniente, y si el arco es preferido a otros instrumentos más eficaces, es porque le permite al cazador tener acceso a la presa allá donde otros crearían desigualdades, destruirían la reciprocidad o provocarían la extinción de las presas.

¿Le va mejor a Adam Smith con el ejemplo de los constructores y techadores de pequeñas chozas?

En su libro El gesto Ruanda, el antropólogo africano Edouard Gasarabwe dice:

“Sobre una colina de Ruanda, hace algunos años, antes de las divisiones étnicas y la cristianización, cada habitante podía contar con todos los otros: los trabajos de importancia, que amenazaban con durar mucho tiempo, unían a todos los hombres válidos para construir, incluso cultivar”.

“Se instala un rugo y se añade un umuhana a la colectividad. El umuhana se analiza de la siguiente manera:

umu: indicador de clase
ha: donar
na: “y”... partícula que expresa la reciprocidad al final de los verbos;
la asociación entre los términos independientes.

El umuhana, como dice su nombre, significa entonces el asociado, aquel con quien se intercambian dones”
.

Una reciprocidad de la que hay que tomar la medida: ella no liga a cada asociado al otro a cargo de desquite, sino a cada uno con todos los otros. Dejemos hablar al autor para expresar este matiz:

“La construcción –entre los ruandeses- es en verdad un pacto. Como los compañeros de guerra que se juran asistencia y fidelidad en todas las circunstancias, en casa como en el extranjero, intercambiando su sangre simbólicamente, los habitantes de una colina concluyen un pacto tácito para la cooperación del que acabamos de señalar los rasgos esenciales”.

Es justo definir una categoría que dé cuenta de esta fusión del espíritu del don de los unos y los otros. Esta forma de reciprocidad, es el compartir.

El ejemplo del techador de paja sirve entonces mucho mejor para la tesis “africana” que para la tesis “inglesa”.

Se podría continuar así, ya que el ser herrero en África es un estatuto que obliga a suministrar sistemáticamente la azada a todos los cultivadores de la ciudad, por ejemplo, entre los balantes.

Y, si se fuese más lejos, el ejemplo del curtido de la piel para el vestido contra el frío, también sería desafortunado para Adam Smith.

Se diría que el autor inglés fue a tomar sistemáticamente contra-ejemplos para construir un mito de origen que satisfaga su prejuicio: la idea de que todas las sociedades del mundo están construidas sobre el mismo principio: el interés privado.

Karl Marx no se privaba de ironizar sobre esas fantásticas imaginaciones: “El cazador y el pescador individuales y aislados, por los que comienzan Adam Smith y Ricardo, hacen parte de las bastas ficciones del siglo XVIII”. “Se trata, en realidad, de una anticipación de la “sociedad burguesa”, dice desde la primera página de la Introducción a la economía política, “que se preparaba desde el siglo XVI y que, en el XVIII, marchaba a pasos de gigante hacia su madurez. En esta sociedad en la que reina la libre competencia, el individuo aparece despegado de los lazos naturales, etc., que hacian de él, en épocas anteriores, un elemento de un conglomerado humano determinado y delimitado. Para los profetas del siglo XVIII –Smith y Ricardo todavía se sitúan completamente en sus posiciones- este individuo del siglo XVIII –producto, por una parte, de la descomposición de las formas de sociedad feudales; por otra, de las nuevas formas de producción que se desarrollaron desde el siglo XVI- aparece como un ideal que habría existido en el pasado (subrayado por Marx). Ven en él no un resultado histórico, sino el punto de partida de la historia, ya que consideran a este individuo como algo natural, conforme a su concepción de la naturaleza humana, no como un producto de la historia, sino como un dato de la naturaleza. Esta ilusión ha sido, hasta ahora, compartida por toda la edad moderna”.

Lo sigue siendo. Incluso el redescubrimiento del antagonismo entre la economía de los melanesios y la economía anglosajona por Malinowski; incluso el descubrimiento del antagonismo de la economía de todas las sociedades del mundo y de la economía de la sociedad occidental por Mauss, a principios del siglo veinte, no pudieron modificarla. Lévi-Strauss mismo anula la perspectiva abierta por sus predecesores cuando trata de arrimar la reciprocidad a una relación de intercambio, ya se trate de las mujeres, reducidas entonces a un estado de objetos o se trate de las palabras las que, como valores, habrían sido cosas preciosas que las primeras comunidades habrían intercambiado con precaución y respeto hasta que la fuerza de la costumbre impuso su uso.

No imagina que el sentido de la palabra pueda resplandecer como el valor ético de una relación de reciprocidad y que se pueda constituir como el nuevo sujeto de los individuos, nuevo en relación al sujeto biológico, nuevo en tanto expresión propia de humanidad. Más grave aún, los teóricos no dejaron de tratar de interpretar la reciprocidad como un intercambio primitivo para fundamentar la especulación de los economistas occidentales sobre el origen. Mauss mismo se demandaba cuál era la regla de interés que explicaría que los intercambios se presenten bajo la forma de dones y contra dones. Del valor, que constataba que era lo que estaba en juego en el don y el contra don, hacía no el producto de la relación, sino una propiedad del donador, una experiencia que comprometía en el juego de los dones como una inversión de la que el donador esperaría un interés.

Karl Marx observaba, sin embargo: “No es sino en el siglo XVIII, en la “sociedad burguesa”, que las diferentes formas del conjunto social se presentan al individuo como un simple medio de realizar sus fines particulares, como una necesidad exterior. Pero la época que engendra este tipo de punto de vista, la del individuo aislado, es precisamente aquella en la que las relaciones sociales (que desde ese punto de vista revisten un carácter general) alcanzaron el mayor desarrollo que hayan conocido. El hombre es, en el sentido más literal, un “zoon politikon” (animal político), no solamente un animal social, sino un animal que no puede aislarse sino en la sociedad. La producción realizada fuera de la sociedad por el individuo aislado –hecho excepcional que puede a un civilizado transportado por azar a un lugar desierto y que ya posee en potencia las formas propias a la sociedad- es algo tan absurdo como lo sería el desarrolllo del lenguaje sin la presencia de individuos vivientes y que hablan juntos (subraya Marx). Inútil detenerse más en ello. No hay ninguna razón para abordar ese punto, si esa tontería, que tenía un sentido y una razón de ser en la gente del siglo XVIII, no hubiera sido reintroducida muy seriamente por Bastiat, Carey, Proudhon, etc., en plena economía política moderna”.

Pero ¿qué quiere decir “conjunto”? La pregunta queda abierta. ¡Conjunto, ciertamente, no quiere decir conjunto de individuos aislados! ¿Cuál es entonces la estructura o las estructuras que les permiten a los hombres estar juntos y hablar comprendiéndose mutuamente, ya que se trata primero de eso: de comprenderse? ¿Cuál es el origen de esta sociabilidad primordial, en la que cada uno que reconoce en el otro la humanidad a la cual aspira, se preocupa de crear las condiciones de existencia de los unos y los otros en la paz y la seguridad, gracias a lo que se llama el mercado? ¿Sería la aptitud para traficar e intercambiar como lo propone A. Smith? ¿O bien la capacidad humana para inventar una nueva relación en la naturaleza, la reciprocidad? ¿Cuál es el origen de los “mercados”: el intercambio entre intereses privados o la reciprocidad?.


   
   

El origen del mercado

   
    En una conferencia que hizo sensación en África, J.P. Guingané les da a los mercados un origen totalmente distinto al propuesto por A. Smith refiriéndose a la tradición de los mossi.

“En el Mogo, es decir en el país de los Mossi, no se sabe exactamente cuando se instituyó el primer mercado. Algunos lo hacen remontar al reino de Naaba Zombré, que reinó de 1681 a 1744, y cuya madre habría sido la iniciadora del primer mercado. Parecería que la gente venía a ver a su hijo porque éste daba audiencias y ella se apiadó de todos los que estaban sentados y que durante días y días no tenían nada que comer. Demandó autorización a su hijo para hacer galletas para que esa gente pueda comer. Y otros tuvieron, ciertamente, la idea hacer el Dolo, etc.... Y, finalmente, he ahí el primer mercado que se creó. Y la actual ciudad de Zignare parece haber sido el lugar en el que se instaló el primer mercado del país Moaga. Hasta tal punto que es eso lo que dió su nombre a la ciudad Zignare. Zignare quiere decir “lo nunca visto”. Y así, los otros mossi venían a ver qué se “vendía”, se “intercambiaba” galletas por otra cosa, decían “nunca se ha visto eso”. A fuerza de decir “nunca se ha visto” acabaron por dar el nombre de “nunca visto” al lugar. Asi, pues, Zignare, quiere decir “nunca visto”. Y es entonces el mercado, que habría creado la madre del rey, el que le dió su nombre”.

Aquí el principio del mercado está claramente enunciado: asegurar el don de los víveres. Primero es distribución, una distribución manifiestamente gratuita, sin compensación, un don: el don de la madre del rey a la gente que venía a las audiencias del hijo, ya que esperaban y tenían hambre. El alimento es dado al que puede ejercer el derecho de la demanda legítima. Pero esta demanda compromete al demandante a la reciprocidad: “Y otros tuvieron ciertamente la idea de hacer del dolo (masato) ..etc...”. El mercado es el lugar en el que todo el mundo alimenta a todo el mundo. Es la reciprocidad de los dones generalizada. Es la obligación moral la que preside a la generalización, y esta obligación es el resultado de la reciprocidad, la comprensión de los unos y los otros del sentido mismo del don. La norma social de la necesidad de alimento permite entonces definir un equivalente general entre las diversas producciones. En todos los mercados del mundo se compra y se vende e incqluso se intercambia, pero respetando un justo precio y no según “la oferta y la demanda” del mercado de libre intercambio o del mercado capitalista. El precio justo no depende aquí del más fuerte sino, al contrario, del más débil.

“!Lo nunca visto!” dice entonces la Tradición. ¡Sí! La naturaleza no conoce ni el don ni la reciprocidad. La naturaleza (la naturaleza física y biológica) produce abundantemente y tanto más abundantemente cuanto el riesgo de que todo se pierda es grande, pero ella no dona a nadie y tampoco conoce la demanda.

La humanidad sobrepasa las relaciones de fuerza entre los vivientes. Como observaba Peirce a principios del siglo pasado: “A dona B a C. Ello no consiste en que A tire B y que B golpee accidentalmente a C, como la pepa de dátil golpea al Djinn en el ojo. Si sólo fuera eso, no sería una relación triádica auténtica, sino solamente una relación diádica seguida de otra relación diádica. El movimiento de la cosa donada no es necesario. Donar es una transferencia del derecho de propiedad. Y bien, el derecho es un asunto de la ley, y la ley es un asunto de pensamiento y significación”. Ciertamente, ya no empleamos los términos de diádico o triádico en ese sentido, pero la idea está clara. La Ley es una tercera instancia entre fuerzas opuestas. Y la significación se refiere a la Ley. Don y Demanda exigen algo que no existe en la naturaleza: la comprensión mutua y ésta nace de la reciprocidad como Ley. Y es por ello que la reciprocidad es lo “nunca visto”, desde el comienzo del mundo! Aquí, lo “nunca visto” es la generalización de la reciprocidad, anteriormente confinada al interior de las relaciones de parentesco.

Pero es también una reciprocidad simétrica, es decir, en la que cada uno dona de tal manera que el otro también pueda donar, como para que el equilibrio sea perfecto; perfección necesaria para que el sentimiento de humanidad engendrado sea tan puro como posible: el de una conciencia libre cuya eficiencia sea un verbo creador. Es el equilibrio lo que es requerido, sea inmediatamente (un cabri por un cabri) sea mediatizado por un equivalente simbólico o una prenda, el equivalente de la reciprocidad, la moneda de reciprocidad, una moneda que establece un lazo entre los unos y los otros que permitirá que se pueda separar la prestación recíproca en prestaciones complementarias : vender y comprar, como dice J.P. Guigané, una reciprocidad que funda entonces una comunidad engrandecida por encima de las familias, los clanes y lenguajes... y que puede llamarse sociedad de mercado, pero entendamos bien: ¡de mercado de reciprocidad!

En la segunda narración de los orígenes a la que se refiere J.P. Guigané, se trata de los genios, espíritus divinos:

Otros piensan que el mercado ha existido en Ouagadougou mucho antes de la llegada y la estructuración del poder Moaga. Naaba Ndoubri, por ejemplo, que reinó de 1495 a 1518, de niño habría llegado a los mercados organizados por los habitantes de Dafazgo. Para aquellos que han venido a Ouaga, Dafazgo es el lugar donde se encuentra el espacio cultural Gambidi, y Dafazgo significa, literalmente, recaudador del mercado. Y cuando se pregunta a los viejos del barrio cómo llegaron allá, dicen que eran genios que descendían, de tiempo, en tiempo a través de un hilo para mirar a los hombres. Y, un día, mientras estaban mirando, un tipo malvado cortó el hilo. Los genios no pudieron volver a subir al cielo. Entonces fueron a ver al jefe del lugar y le dijeron: “¡y bien! somos sus huéspedes forzados ya que no podemos volver a subir”. Sólo tenían una cualidad: que comían mucho. Al cabo de 2 o 3 días, el jefe se cansó de alimentarlos y acabó por decirles: “vayan al mercado y saquen todo lo que quieran”. Es así que esa ciudad se convirtió en un barrio llamado Dafazgo. Y, tradicionalmente, si los jefes de Dafazgo se ponen a pillar los mercados, creo que eso va a crear un problema, pero el viejo jefe que viene a verme cada tanto, si va a algún sitio, se hace reconocer como jefe de Dafazgo; puede tomar entonces todo lo que quiera, nadie puede preguntarle nada. Todavía hoy tiene ese poder. Solo que, como no está obligado a reconocerlo, creo que debe tener miedo de que se lo pegue antes de que se reconozca su identidad. Pero tiene ese poder hasta hoy. Me ha explicado que instaló en Ouaga 150 mercados desde que está en el poder”.

¿Significan robar, pillar, tomar, exigir el don, imponer el don puro al huésped, recordarle el principio del don como obligación de reciprocidad o, por el contrario el rapto y el pillaje hacen alusión a otra dinámica de reciprocidad? Volveremos a hablar de ello.

Por el momento, interpretemos en el sentido regio: los espíritus, los genios, les vienen a decir a los hombres, perentoriamente: “!Somos vuestros huéspedes!” Al comienzo es la hospitalidad, el don, incluso si está precedido por la demanda, ya que aquí es demanda de hospitalidad, la demanda del don: Somos vuestros huéspedes, tenemos necesidad de ustedes, los forzamos a interpretar nuestra demanda como don. Los fundadores del mercado, del mercado de reciprocidad, recuerdan que, en el origen, el mercado es la hospitalidad, o que habiendo precedido la hospitalidad al mercado, el mercado debe ser la organización de la hospitalidad o aún de la reciprocidad. Es exactamente el sentido que la palabra hospitalidad tenía antes en la misma tradición occidental. Los pueblos indoeuropeos no se distinguen en ello de los otros pueblos de la tierra, más bien al contrario. En el mundo indoeuropeo, la hospitalidad significaba, según Benveniste, la reciprocidad, y las cosas iban aún más lejos, ya que el indoeuropeo conocía otro nombre para huésped, hoy conservado por el iranio. “Aryman es el Dios de la hospitalidad. En el Rig Veda como el Athharva, está especialmente asociado al matrimonio. (…) Se verá en la continuación de esta obra que arya es la designación común y recíproca por la cual los miembros de una comunidad se designaban a sí mismos”, escribe Benveniste. El nombre del hombre es el nombre de aquello mismo que nace de la reciprocidad: el dios de la alianza y de la filiación, para los ancestros de los mismos occidentales…

Cuando el rey está harto de redistribuir, invita a los genios a imponer a todo el mundo la hospitalidad de la que es el garante en el sistema de redistribución: la reciprocidad generalizada, no centralizada, es el mercado de reciprocidad. Y la obligación social, creada por la reciprocidad, se convierte en la responsabilidad para todos de alimentar a todos.

La leyenda sobre el origen del mercado de Ouagadougou opone entonces dos formas de distribución, la una centralizada: la Redistribución, y la otra el Mercado, el mercado de Reciprocidad. Las dos formas tienen el mismo paradigma del don y el mismo símbolo: la obligación de cada uno de alimentar al otro.

He ahí lo que nos recuerda eso que Lewis Hyde hizo evidente: el don es alimento (título de uno de los capítulos del maravilloso libro de Lewis Hyde: The Gift). Hyde dice que el don siempre debe ser consumido, utilizado, “comido”. En los cuentos tradicionales, el don es un bien que perece. Es por ello que, a menudo, se lo llama “alimento”, incluso cuando se trata de bienes que nunca perecen. Hyde multiplica los ejemplos: en las islas Trobriand, los donadores tiran a tierra los collares de conchas y los bronces (una forma de donar con desprecio, o desafiar al otro por no poder hacer lo mismo), diciendo: “He ahí una comida que nosotros no podemos comer”. En el noroeste americano, las tribus indias llaman al potlatch “gran alimento”. Marcel Mauss traduce el verbo potlatch por “alimentar” o “consumir”. Utilizado como nombre, un potlatch es un “alimentador” o “un lugar en el que uno se sacía”. Los potlatch comportaban bienes durables y el objetivo de la festividad era el de hacerlos perecer como si fueran alimentos. Las casas se quemaban, se rompían y tiraban al mar los objetos rituales. Una de las tribus con potlatch, los haida, llamaban a su fiesta el “asesinato de la riqueza”. Decir que el don es consumido, comido, significa a veces que es verdaderamente destruido, como en el ejemplo del potlatch, pero más precisamente que el don perece para la persona que lo distribuye. En África, el verbo francés ‘comer” significa hoy recibir un salario, recibir o perder dinero en el seno de la administración del Estado, ya que éste está asimilado a un poder de redistribución. En Camerún, se ha instalado un término que hace resaltar esta acepción de la economía política: la “política del vientre”.

El don es alimento para el que dona, pero desde entonces no puede si no ser consumido por el que lo recibe: es la obligación de recibir. El don no deja de ser consumido: es consumido por uno al ser consumido por el otro. Hyde toma un lindo ejemplo prestado de Wendy James, antropólogo inglés. Si en la tribu de los uduk del noreste africano… se ofrece una cabra, es imposible transmitir esta cabra en intercambio por otras cosas, pero también es imposible guardarla para sacarle leche. Todo cálculo de interés es una injuria al don. La cabra debe ser sacrificada para ser comida. Entonces, el que recibe la cabra debe dar una fiesta… en honor del donador. He ahí por qué el don alimenta.

Pero el don es alimento en otro sentido. Hyde dice que el don siempre debe ser consumido, utilizado, “comido”, pero que le da su nombre al donador. Y cita a Mauss, que nos recuerda que si alimentar se dice donar, donar también es nombrarse. Leenhardt observaba esta relación alimentar = donar = nombrarse de manera sorprendente. Entre los kanaks: “En toda ceremonia familiar, se prepara un pequeño montón de víveres, dispuesto cuidadosamente sobre hierbas rituales, y cuando todo está listo y decorado, la gente se dispone en un medio círculo y el orador se adelanta: esos víveres, dice, son nuestra palabra, y explica su razón de ser. No ocurre de otra forma con la ofrenda sacrificial. Así el don lleva en sí mismo su significación y la declaración que lo acompaña en varios rituales, es además un acto adicional” (Do kamo).

El don es nuestra palabra, por él se hace reconocer nuestra naturaleza humana, uno se hace reconocer como aliado, como pariente, como ser viviente y donador. El don es el nombre del hombre cuando de la reciprocidad de los dones brota una conciencia común con la que se nombra al ser hablante. El don está investido de un valor simbólico: el valor producido por la reciprocidad.

La reciprocidad es la matriz de la función simbólica. Y es ahí que se crea el valor. Con este valor se nombra a lo viviente, al alimentador, al donador y, desde entonces, la palabra-don produce la reciprocidad al dirigirse al otro: ella es una orden (la orden de los genios, la orden de volver a dar so pena de morir socialmente). El que recibe el don recibe, inmediatamente, la orden de participar en la reciprocidad; ese es el sentido del don (do ut des). Se comprende, entonces, que el demandador ¡demanda el don!. E, incluso en los mercados tradicionales occidentales, no es raro escuchar al comprador decirle al vendedor: “deme… un pan, por favor” y añadir antes de cualquier reparo del vendedor, que le fijará el precio: “Y dígame cuánto le debo!” La venta es demandada como un don y la demanda del don se acompaña por la obligación moral, inmediatamente reivindicada por el comprador, de pagar el precio justo. El comprador demanda el don para inscribirse en la estructura que socialmente lo autoriza a nombrarse con el nombre de hombre. Y, sin embargo, ahí estamos en los mercados de libre intercambio. Incluso, en esos contextos, los hombres y las mujeres se vuelven espontánea e inmediatamente a la relación primordial de reciprocidad. Así el don alimenta el sentimiento de humanidad.

En un mercado de reciprocidad, se hace entonces imposible donar sin exigir reciprocidad. Un don que pretendería imponerse unilateralmente, sin respetar el principio de reciprocidad, sería sentido como una ruptura de relación, o sentido como una agresión, una violación del principio moral, una violación de la obligación a la que aspira el comprador, una injuria en el sentido en el que la reciprocidad le dona al don mismo y consecuentemente al contra-don. Un semejante don, sin reciprocidad, privaría al otro del derecho de volver a donar y a participar del sentimiento común producido por la reciprocidad. Sería un insulto a su humanidad y una ruptura del flujo vital que es la reciprocidad en la creación de referencias éticas comunes. Y es el olvido de esta exigencia moral de la reciprocidad que hace creer que los dones recíprocos son intercambios e incluso que sólo pueden ser intercambiados. Y ya que los dones son necesariamente seguidos de contra-dones, el olvido de la obligación moral, que impone la reciprocidad con el don, acarrea la confusión con la idea de que los dones… ¡están interesados en el contra don!. En realidad los dones no dejan de ser donados como dones puros, aunque de manera obligatoriamente recíproca, so pena de ya no ser dones y transformarse en desafío o desprecio.

Si uno se encuentra en un sistema en el que predomina la reciprocidad centralizada, el don de todos alimenta el sentimiento común que entonces es único para todos. La ofrenda ritual, por otra parte a menudo una ofrenda de alimentos, representa el hecho de que el don alimenta el sentimiento de humanidad compartido por todos pero bajo un solo significante. La ofrenda alimenta el sentimiento que parece detentar este único significante y que, al ya no pertenecer propiamente a nadie, se llama entonces “Dios”. La efectividad parece recibida de más allá de cada uno y en una estructura centralizada parece venir del centro de la comunidad. El sentimiento creado por esta estructura centralizada es la gracia, a menudo considerada como alimento celestial… ¡He ahí por qué el don alimenta!

Esos diferentes sentidos de la palabra alimentar se relacionan con mismo principio: la obligación moral que Mauss puso en evidencia como el criterio de referencia de las economías de reciprocidad.

El alimento está ligado a la obligación de donar: la cosa donada perece como perece el alimento para el donador, pero alimenta su sentimiento de ser humano. El segundo sentido de alimentar está ligado a la obligación de recibir, ya que el donatario no puede derogarse al consumo del don, aunque esta obligación está ligada a la tercera obligación descrita por Mauss: la de volver a donar y para ello producir con qué volver a donar, con la reproducción del don que se convierte entonces en la obligación de un trabajo productor en el origen de la economía de reciprocidad.

Cuando de lo divino, las tres obligaciones están ordenadas según la producción de la vida espiritual.

Pero es importante reconocer que si el don reenvía a la producción del sentimiento de humanidad o de la gracia, él se expresa, concretamente, por la preocupación del cuerpo del otro y de sus condiciones de existencia. Cuando el Gran Hijo Kanak envía sus ñames al extranjero, diciendo: “ he aquí nuestra palabra”, es claro que la palabra es alimento espiritual, pero el ñame también es un símbolo que nos recuerda que se debe alimentar al huésped materialmente, protegerlo, calentarlo, abrigarlo, cuidarlo.

El hombre que ha dejado su hogar ya no está en condiciones de asegurar sus condiciones de existencia incluso si se presentó con la intención de instaurar una relación de reciprocidad en la que se crea el valor por la palabra y no para adquirir ñames. La relación material o económica está suspendida a la exigencia ética que implica el advenimiento de una nueva humanidad aunque es obligatoria. Es esta materialidad la que es incluso la fuente de la energía espiritual, la que nos recuerda los símbolos o rituales de la metamorfosis de los valores de uso en valor espiritual: la ofrenda y el sacrificio. He ahí por qué la reciprocidad es el advenimiento en la naturaleza de un umbral a partir del cual se descubre la espiritualidad y el horizonte de la cultura.

Las obligaciones descritas por Marcel Mauss son, desde entonces, el verdadero motor de la economía, y es la eficiencia misma del hecho de ser humano el que es mandamiento original.

J.P. Guingané dice todavía: “A veces esta moral social se hace “interdicta”, como es el caso entre los lobi, entre los cuales ello ocurre con lo que se llama los cultivos amargos, los productos como el mijo, que constituyen la base de la supervivencia alimenticia, y cuya venta está prohibida. En el país lobi no se pueden vender productos básicos”. Esos productos están destinados a alimentar a la familia, los niños, el pueblo, y alimentar es donar. Los lobi están confrontados, desde la colonización, a prácticas comerciales que no responden a las normas de la reciprocidad positiva y de las que hablaremos pronto, mientras que la compra y venta se practican fuera de la comunidad lobi. Es entonces imposible vender en un mercado semejante, en el que se practican otras prestaciones que aquellas de reciprocidad positiva, con bienes que deben ser donados. El mijo es un alimento que no puede ser intercambiado…

Lo prohibido del que hablan los lobi dice de la génesis de la Ley pero bajo una forma negativa como la prohibición del incesto dice de la obligación de reciprocidad exogámica de manera negativa: tú no puedes producir para ti, así como no puedes esposar a tu hermana. Pero con mayor razón, no puedes intercambiar a tu hermana. Es posible aliarse de manera recíproca, como es posible distribuir de forma recíproca el ñame o el mijo, pero no es posible intercambiar el ñame o el mijo, así como es imposible intercambiar una hermana. Eso es porque la reciprocidad no tiene por finalidad la adquisición de una esposa o de mijo, sino la satisfacción del deso del otro para construir una humanidad común de referencia.

   
   

La tesis reduccionista de la reciprocidad como regla para el intercambio

   
     Lévi-Strauss, el teórico del intercambio, fue el primero en reconocer esta imposibilidad de intercambiar una hermana en su célebre controversia con Frazer, que se preguntaba por qué en las organizaciones dualistas uno no puede casarse con una prima paralela pero solamente con su prima cruzada. ¿No son idénticas? En tanto que objetos de consumo sexual, o como fuerzas de trabajo o matrices de fuerza de trabajo, en tanto que objetos de intercambio, cualquiera sea en definitiva el valor de cambio invocado a su respecto, si no su función social, ¿acaso no son iguales? ¿Por qué la prohibición concierne a las primas paralelas? Y Lévi-Strauss responde: sólo puede haber reciprocidad entre las familias que no son idénticas entre sí. Por ejemplo, en el régimen patrilineal, la hija del hermano de la madre es una extranjera, puesto que lleva el nombre de un padre extranjero, así como la hija de la hermana del padre: son primas cruzadas. La hija del hermano del padre lleva en cambio el mismo nombre y se la llama paralela. Entre dos nombres idénticos, no puede haber alteridad, por tanto reciprocidad, por tanto alianza matrimonial. Para que haya reciprocidad, primero debe haber alteridad, como lo recuerdan incansablemente todas las tradiciones. Y, sin embargo, Lévi-Strauss se detiene a medio camino. Reconoce como primera a la reciprocidad, pero como una regla para… ¡justificar intercambios pacíficos!

Lo que segùn él está prohibido sólo es el libre intercambio! Para Lévi-Strauss, la diferencia del otro no sería un requisito sino para poder intercambiar su producción con la del otro de forma recíproca: entonces propone considerar las alianzas matrimoniales como intercambios recíprocos entre los hombres. ¿Pero por qué esta reciprocidad? Lévi-Strauss salva la teoría del intercambio así: los hombres intercambiarían las mujeres de manera recíproca para establecer la paz entre ellos. En vez de ser el medio que relativiza la identidad de cada familia para abrir un espacio sin determinaciones, en el que pueda desplegarse una conciencia de conciencia libre de sí misma, libertad que se llama, para los unos y los otros, con el nombre de humanidad, la reciprocidad sólo sería una especie de regla psicológica que cada uno aplicaría al otro para asegurarse de un intercambio cuya contraparte satisfacería al otro participante o le garantizaría una satisfacción futura. Y, por supuesto, la condición más racional o más segura para que sea satisfecho es entonces la estricta igualdad de los intercambios o aún la identidad de la cosa intercambiada cuando los intercambios alternan en tiempos diferentes. Y bien, ¡he ahí lo que permite la regla de reciprocidad! “El intercambio recíproco de mujeres” sería así el paradigma del intercambio: “Ya que el matrimonio es intercambio, ya que el matrimonio es el arquetipo del intercambio, insiste Lévi-Strauss, el análisis del intercambio puede ayudar a comprender esta solidaridad que une el don y el contra-don, el matrimonio a los otros matrimonios”. Y el intercambio recíproco en cuestión estaría dictado entonces por el temor al otro y la necesidad de seguridad.

De Hobbes a Lévi-Strauss, es el temor al otro el que funda la teoría occidental del intercambio. Para todas las otras teorías –llamadas “indígenas” por Lévi-Strauss- los que funda la sociedad humana es la revelación de ser humano, de la que la reciprocidad es el principio.

Volvamos a los mercados: si el mercado respeta la prohibición del incesto de comida ¿no es él el nombre de la reciprocidad generalizada?

Pero si se olvida cómo se producen los valores humanos, las prestaciones materiales aparecerán encastradas en normas y representaciones que parecerán preestablecidas, encofradas en un imaginario que puede enmascarar las matrices originales…

La ignorancia deja cernirse una duda: si sus matrices son ignoradas, sólo se puede plantear la pregunta ¿”pero de dónde vienen esos valores, de dónde vienen esas normas” y qué significan esos altares o esos rituales, esos sacrificios y esas ofrendas?

Más grave aún, la ignorancia de las matrices autoriza a prestar a los valores el mismo origen que al imaginario en el cual se expresan, y a descalificarlas cuando esos imaginarios son sobrepasados por la modernidad.

¿No es entonces de la mayor urgencia el reconocer el origen de los mercados de reciprocidad, en vez de extrapolarlos a partir de observaciones destinadas a dar el primado a la teoría del intercambio? ¿No es tiempo de reconocer que es el hecho de ser humano el que es la forma y razón de los mercados de reciprocidad y no el interés privado?

Nada, en el origen, obliga al hombre a producir bienes materiales, ya que para su subsistencia está tan asegurado por la naturaleza como todo otro ser biológico. Todos los animales son carnosos. La única necesidad de producir, para el ser humano, es simbólica. La producción para sí fue, sin duda, golpeada en todas partes por la misma prohibición que el incesto. La producción material es así, desde el origen, una producción para el otro. El sentido de la economía es el de ser humana y, entonces, toda mercadería es una palabra y no a la inversa.

Si la reciprocidad es el medio de producción de sentimientos que no son la propiedad de nadie sino la humanidad de todos, y si tales sentimientos se expresan por representaciones colectivas, tales representaciones deben ser respetadas por todos, y es lógico que se acompañen de prescripciones e interdictos. Desde entonces, cada uno puede confiarse a la eficiencia de la palabra sin hacer intervenir las condiciones de su génesis. Sin duda esa es la razón por la que nadie se inquieta por esta génesis. Así, la Redistribución parece un principio: la expresión del Rey, y poco importa que su motivación esté engendrada por la reciprocidad centralizada. Y la reciprocidad llamada segmentada parece igualmente un principio, sin que sea necesario tomar en cuenta que valores de libertad, de responsabilidad y de justicia sean la razón de ello, y que cada uno de esos valores sea el fruto de una estructura de reciprocidad particular. ¿De dónde vienen entonces los valores invocados por cada uno o dichos por el Rey, si no se conoce su matriz? Hay que suponer un origen exterior a la reciprocidad misma: los genios, el parentesco divino del rey, o la cultura emergente de la historia o de las formas más organizadas de la vida.

La reciprocidad, entonces, está desconectada de esos valores y privada de razón. Desde ese momento, el análisis teórico no llega a disociar la reciprocidad del intercambio: en efecto, al separar la reciprocidad de los valores que ella produce, no encuentra más que prestaciones imposibles de diferenciar de los intercambios recíprocos. Hay que darle otra razón a esas prestaciones llamadas intercambios recíprocos y no puede ser, por tanto, sino la razón del intercambio: el interés. En el mejor de los casos se reconocerá que el don transforma al otro en asociado y confiere al producto dado en la virtud simbólica de testimoniar de la bondad para desarmar al adversario y llevarlo a la conciliación, pero tal efecto estará ordenado por el intercambio. Y si se reconoce, aún, un rol a la reciprocidad, será la función de autorizar la comprensión, siempre y cuando esté ordenada según el éxito de los intercambios y la satisfacción de los intereses de los unos y los otros. Parece, luego, racional medir la eficacia de las inversiones de los unos y los otros en términos de rentabilidad. Los economistas, pero también los antropólogos, están llevados a pensar que los valores éticos, sobre todo cuando están expresados en imaginarios particulares o tradicionales, son obstáculos a la génesis de precios objetivos y al desarrollo de la economía de libre intercambio, ya que desequilibran, por sus exigencias, la confrontación rigurosa de la oferta y la demanda.

En realidad, en los mercados, la demanda no se reduce a la demanda tal como es concebida en el sistema capitalista, es decir la demanda interesada, por ello es una demanda más amplia: la demanda de que el otro se considere como un donador, lo que supone, para aquel que demanda, la obligación de dar a su vez, es decir, la obligación de reciprocidad. El donatario que demanda sabe entonces que pagará la cosa demandada a su precio justo, ya que en ello se le va su humanidad. Y es, justamente, a la humanidad del panadero, al contrario de lo que cree A. Smith, que uno se dirige cuando le pide pan, ya que se supone pagarle bien y que uno exija de sí mismo dar a su vez lo que uno debe. La costumbre lo dice claramente: “déme un pan, por favor, y dígame cuánto le debo”. Ya se trate de reciprocidad, o de que el consumidor rechace el intercambio estricto, o de que trate de reestablecer una relación de reciprocidad en un sistema de intercambio, o de que disfrace el intercambio por reciprocidad para no parecer inhumano, se trata siempre de crear por lo menos un poco de humanidad. La demanda se inscribe desde entonces en otro contexto diferente que la sola competencia de intereses privados. La demanda satisface una necesidad, cierto, pero ella se inscribe muy a menudo en la reciprocidad, para ser humana.

Así se comprende que ir al mercado, para satisfacer una demanda motivada por la necesidad, es una gestión que se inscribe en una relación de reciprocidad en la que el precio, es decir, el equilibrio, se obtiene no por una relación de fuerzas, sino por la preocupación de vivir el sentimiento de ser humano. Es lo que observaba Aristóteles: “… todos o casi todos aspiran a lo bello pero también a lo útil. Es que es bueno hacer el bien sin espíritu de retorno, pero es útil recibirlo” (Ética a Nicómaco, VII, 15, intercambio 62 b 34) (VIII, XIII, 8).

   
   

La competencia

   
     

Hemos discutido acerca del mercado desde la perspectiva de los dones recíprocos, pero no hemos discutido sobre el mercado, desde la perspectiva de la competencia. En un sistema de reciprocidad de dones, sin duda, más valdría hablar de emulación antes que de competencia, ya que ésta es un resorte esencial de la máquina productiva capitalista. En el sistema de reciprocidad del que hemos hablado hasta ahora, la emulación está ordenada según el bien común. Cuando los hombres descubren las condiciones de su libertad, no paran, en efecto, de reproducirlas y luchan entre sí para ser los primeros en esta producción. Ganan autoridad moral y prestigio social.

Si embargo, la cuestión de la competencia no está zanjada con la emulación, ya que el hombre no está siempre en situación de ser competitivo para ser el mayor donador. Aún es necesario que tenga los medios de producir y, por tanto, de donar. No se puede, entonces, pasar por alto la cuestión de la rareza que invoca la teoría liberal para justificar la fábula de la guerra de todos contra todos (es necesario, en efecto, que algo sea raro para que sea codiciado por unos y otros). Así, los partidarios de esta tesis presumen que, desde el origen, algunas cosas eran raras en relación a la demanda, de donde la codicia de unos y otros y una violencia generalizada a la cual el intercambio hubiera puesto fin.

Pero ello es ignorar, sin embargo, que en todas las sociedades humanas la violencia también fue dominada por la reciprocidad. La parte agredida constataba fácilmente que disponía de un equivalente virtual del bien perdido, un sentimiento de venganza del que también podía constatar fácilmente que desaparecía una vez que la venganza se cumplía. Y bien, la reciprocidad permite a dos adversarios reconocerse como dos detentores de una conciencia que es tanto la del agresor como la del agredido, y la cuestión viene de elegir entre este reconocimiento de un valor común, nacido de la confrontación entre dos violencias dominadas, y el no reconocimiento de este valor, con la guerra sin otro objetivo que el de aniquilar al enemigo para conservar el domino de los bienes. En la reciprocidad, que relativiza la violencia de cada uno por la del otro, aparece un sentimiento común, como en la reciprocidad de los dones, que permitirá a cada uno llamarse, para el otro como para sí mismo, un “hombre prestigioso”. Los hombres, en todas partes, eligieron inscribir la violencia en la reciprocidad. El que domina la violencia por la reciprocidad es incluso reconocido como un héroe, es decir, libre de todo tributo a la naturaleza primitiva. Son incontables las comunidades humanas que se refieren a un héroe fundador de ese tipo.

Para empezar reinaba el cazador, que afrontaba la naturaleza bajo el modo de la predación. El cazador ignoraba la acumulación o la propiedad. En cambio, no ignoraba la reciprocidad bajo una forma precisa: el compartir. Se dice a menudo que el cazador no puede consumir su presa. La dona a los otros mientras que recibe una parte de la caza de ellos. Ese tabú sobre su propia caza indica que el hombre se llama hombre por la institución de la reciprocidad, contra la ley de la naturaleza, ya que las bestias consumen su propia presa. ¡Siempre la misma antinomia entre la reciprocidad y el interés privado! Esa es una de las grandes lecciones del cazador: ¡la de la prohibición del incesto de comida, al nivel de los alimentos, a nivel de los víveres!

Pero ya el cazador interpelaba la naturaleza como partícipe de la reciprocidad negativa. En América, en el Brasil, los ena wene nawe, nos cuenta B. Melià, imaginaban que antes los peces devoraban a uno de los suyos, a su primer hijo bien amado, y que así fueron habilitados para la venganza… desde esos tiempos, cada año, construyen sobre un río afluente del Amazonas un gran dique, atravesado por agujeros, en los que disponen las redes. Cuando los peces vuelven de desovar, quedan atrapados en las redes. Una venganza de todos modos relativa, ya que cuando la pesca es suficiente, se destruye el dique y se destruyen las redes... Se hacen secar a los peces pescados. Entonces el ritual es admirable: cada pescador da un pez con una mano a un pescador y con la otra mano a otro pescador hasta que todos los pescadores hayan dado un pez a cada pescador y recibido un pez de cada pescador. Los niños llevan los peces dados por su padre y vuelven con los peces ofrecidos por los otros pescadores.

Esta pesca, que dura dos meses, moviliza la mitad del pueblo, y cuando esta mitad vuelve a casa, sus miembros se disfrazan con máscaras de follaje. Así se convierten en espíritus de la floresta o espíritus de venganza, ya que vuelven de una guerra con los peces, regida por la reciprocidad negativa. La otra mitad del pueblo se figura que es asaltada, saca las lanzas y simula aceptar un combate, pero los asaltantes muestran los peces secos y los ofrecen, mientras los otros deponen las lanzas y van a buscar calabazas llenas de vino de mandioca.

Con la naturaleza, la predación fue convertida en reciprocidad negativa: los hombres no toman los peces, sino porque un pez comió uno de los suyos, pero enseguida esta reciprocidad negativa se convierte en reciprocidad positiva cuando los pescadores, disfrazados de espíritus de venganza retornan al pueblo y ofrecen los peces. Inmediatamente, la reciprocidad positiva reemplaza a la reciprocidad negativa.

Ese ritual da sentido a lo real, ya que los peces acumulados servirán de alimento hasta el próximo año, con cada familia ofreciendo dicho alimento a todas las otras, cada una a su vez. En esta comunidad no es posible comer de su propia producción de forma egoísta: ya que eso, eso es el incesto de alimentos.

Tomo esta alusión a las tradiciones de los ena wene nawé para disipar el error muy frecuente que consiste en confundir el intercambio y la reciprocidad. Con cada uno que ha recibido un pez del otro y habiéndole dado a su vez un pez, se podría decir: he ahí el principio del intercambio que los ena wene nawé aprenden, y poco importa que sea con pez por pez o pez por mandioca. Recordemos, pues, el principio del intercambio: está regido por la codicia de lo que el otro posee. Pero si el otro sólo posee algo idéntico a lo que uno posee, el hecho de que lo posea añade a ésto un carácter esencial: es de él. Y es de esta posesión de la que se puede estar celoso.

Nada autoriza esta interpretación, en el ritual: los pescados están escondidos bajo las máscaras de follaje, las calabazas de cerveza están bajo los techos de malocas e incluso los hombres están disfrazados de espíritus de la floresta.

Lévi-Strauss fundó el intercambio en estos celos, al observar ese mecanismo en los niños que, en un estado precoz, dicen “todo es mío”. Y el antropólogo concluyó: “Lo que es desesperadamente deseado, sólo lo es porque alguien lo posee”. Luego, siempre según Lévi-Strauss, ante la resistencia del otro, el niño aprendería a satisfacerse con una igualdad que lo conduciría a alcanzar su turno mediante la siguiente reflexión: “si no puedo ser supremo, debemos ser iguales”. En otros términos, prosigue Lévi-Strauss, “La igualdad es el más pequeño común denominador de todos esos deseos y de todos esos temores contradictorios”. El intercambio se convertiría entonces en el principio según el cual se puede obtener algo del otro evitando el enfrentamiento. La necesidad de seguridad (engendrada por el temor) sería la razón por la cual cada individuo consentiría al intercambio con otro. En esta perspectiva, ninguna creación tiene valor humano.

A ello podemos oponer que el niño que dice “todo es mío” dice pronto, y muy pronto: “¡Tomá!” y así aprende a donar para ver lo que produce donar. Y bien, el niño se desinteresa del objeto que dona para repetir incansablemente el gesto de donar hasta vaciar vuestros cajones de todos los cubiertos y vuestros armarios de sus vajillas porque siente que en el acto de donar y recibir hay más que en el objeto dado. ¿Qué es este más? Es eso lo que nos importa, pues es por lo menos el sentimiento de integrarse a un orden de relaciones que pertenecen a la socialización del que sus padres testimonian por la palabra, ya que en el seno de esta reiteración de donar y recibir aparece inmediatamente el campo de la palabra que nombra el sí mismo y el otro mediante las dos primeras personas del verbo dar (¡ te doy!) luego nombra las cosas que están comprometidas en el don.

Las cosas donadas son percibidas por los sentidos que recibirán, al ser donadas y recibidas, un sentido nuevo en relación a su uso y que es de orden simbólico. Esta relación de reciprocidad es, pues, la matriz del lenguaje. No es nada, y allá no estamos en una relación de intercambio, sino en una relación diferente, si no antinómica, a la del intercambio, y que hay que llamar de otra forma, so pena de confusiones interminables…

El ritual de los ena wene nawe es incluso explícito al respecto. Son los niños los encargados de llevar los pescados de los unos a los otros. Son así introducidos en el campo de la reciprocidad. Pero la respuesta social, a la que están invitados a participar, no es, como lo pretende Lévi-Strauss, el deseo de poseer (“el deseo de poseer es primero y sobre todo una respuesta social. Y este respuesta debe ser comprendida en términos de poder o más bien de impotencia”, dice Lévi-Strauss, que explica que los celos responden “a una necesidad primitiva: la necesidad de seguridad”.)

Nada de ello: el niño tiene seguridad cerca de su padre y cada vez que recibe un pez, recibe también una designación de aquel a quien debe darlo, lo contrario de apropiárselo y, si aprende a donar, es para aprender a hablar.

Uno puede interrogarse, entonces, sobre aquello en que se convierte la reciprocidad de venganza cuando está situada en el nivel del lenguaje y sus circunstancias ya no son la vida entera de los unos y los otros, sino solamente sus riquezas materiales o simbólicas… Es aquí que interviene entonces lo que llamo el mercado de reciprocidad negativa.

En todo los mercados, o casi, se observan competiciones que parecen asemejarse a la concurrencia, ya que están ordenadas a partir de la adquisición de bienes. En algunos mercados tiene lugar, después del regateo entre compradores y vendedores que no parecen preocuparse por la necesidad del otro, sino por la propia, el que cada uno trata de obtener del otro las condiciones más favorables aunque, a veces, llega a ser solamente un juego lo es una forma de reciprocidad negativa sublimado. Entonces no se puede invocar la preocupación por el interés del otro como el motor de la transacción. Parece que sería el interés propio el que motiva las discusiones. Es necesario, pues, considerar lo que está en juego en esas discusiones.

Observo, primero, que los precios expuestos en los mercados de reciprocidad negativa son diferentes que los precios de venta reales, y que el comprador compara el precio anunciado con el precio que paga después de la palabre. Y bien, en los mercados capitalistas, la oferta y la demanda inducen a la comparación de precios expuestos de manera que la elección tiende inmediatamente hacia la solución más apropiada para el comprador. ¿Cómo comprender esta diferencia?

B. Melià lo examinó en América.

En Paraguay, constata, los amerindios guaraníes practicaban antes la reciprocidad positiva pero también la reciprocidad negativa, la reciprocidad de venganza.

Y bien, hoy en día, la palabra tepy significa pago y venganza.

Los ejemplos que ilustran la semántica del término giran alrededor de los sentidos de rescate y liberación. Transferida a la Tradición cristiana, la palabra tomará una significación como la siguiente, traducida por Montoya:”Nande Jára guguy pype ñande repy” = “Nuestro señor nos compra, nos salva, nos libera con su sangre”. Esta venganza es el pago de un precio y es el precio en sí: “ahepy enói” = “dale su precio”; “Hepy miry” = “tiene un pequeño precio”. La misma palabra significa igualmente venta. De ella se sacan los ejemplos ya inscritos en el contexto colonial (…) Por el hecho de que el guaraní paraguayo, lengua indígena que hoy es la expresión de una sociedad no indígena que desde hace siglos adoptó la economía de mercado, el término tepy ha llegado a significar precio y mercadería, “Hepy eteri”= “es muy caro, tiene mucho precio”, que, llevado al significado antiguo, vendría a significar “su venganza es muy grande”.

Si el tepy como venganza se aplica igualmente a pago, a precio y a venta, es porque hay una analogía fundamental en el campo de lo que hoy llamamos la economía. El que se venga es como aquel que pone un precio, el que vuelve a comprar, y el que libera a través de un pago. Quien paga un precio acepta la venganza del otro, pero está dispuesto a pagarse, a su vez, su propia venganza”
.

La observación de Melià permite aprehender el comercio, la demanda, la oferta e incluso la acumulación de forma completamente diferente de aquella cuya economía política la considera desde la costumbre adoptada más bien en las sociedades capitalistas.

El acto de venta y el de compra aparecen, en efecto, como una relación de tomar (la compra) y de ceder (la venta) –donde la demanda precede a la oferta- como una agresión inmediatamente redoblada por la venganza de aquel que cede: esta venganza es el precio.

El que sufre la primera injuria dispone de un “alma de venganza” y puede instaurar el rescate. De ahí la queja eventual de aquel que está sometido a este rescate cuando éste es considerado muy alto. Al pagar el precio, en efecto, se convierte, a su vez, en agredido y adquiere, a su vez, un “alma de venganza” que le permite reivindicar el tomar ventaja y de ahí la discusión, que tiende entonces al equilibrio de la reciprocidad, hacia la reciprocidad equilibrada. ¿Pero no se está aquí en lo que llamábamos la palabre, el regateo, es decir, el juego de una demanda y de una oferta entre dos interlocutores?

El precio final aparece entonces como el valor creado por la relación de reciprocidad negativa. Se convierte en el símbolo de esta relación. La palabre me parece ser la interlocución por la cual se trasciende la reciprocidad negativa en lo real (rapto y contra-rapto), para instituir la reciprocidad en el lenguaje.

La reciprocidad negativa instituye un lazo privilegiado entre el comprador y el vendedor que obliga al vendedor, a su vez, a ser el comprador de su comprador.

La relación de reciprocidad acopla entonces a cada comprador a su vendedor, y la variación del precio pagado en relación al precio anunciado, conduce a construir un precio aceptado (y la desigualdad, si la hay, será a su vez revertida, como dice Melià, cuando el comprador se convierta en vendedor: la relación de reciprocidad negativa implica, en efecto, que cuando el vendedor se convierta en comprador de una mercancía, de que su comprador es su depositario, se dirige, preferencialmente a él bajo pena de falta moral). La discusión tiene por objeto una palabra que expresa el sentimiento nacido de la reciprocidad entre el vendedor y el comprador.

Más precisamente, la reciprocidad negativa engendra un sentimiento mutuo que sitúa a los protagonistas como sede de una palabra que busca su verdad (el precio justo). Se imagina entonces cómo está tejido el mercado de la reciprocidad negativa: mercado de relaciones personalizadas, creadoras de valores éticos y no tributario de la ley del más fuerte.

La reciprocidad negativa induce a una teoría del precio, ya que desde que se instaura entre el comprador y el vendedor, lo que tiene lugar, en su discusión, tiende a un equilibrio en el que el interés está sometido a un valor reconocido por los dos participantes como el sentido mismo de la transacción. La transacción puede tener por objeto la satisfacción de las necesidades de uno u otro de los asociados, la satisfacción de uno será sentida como una obligación moral por uno y otro asociado. Basta imaginar que cada asociado compra y vende a un asociado diferente para encontrar la estructura del mercado que ya hemos encontrado, con la reciprocidad positiva de tipo ternario, lo que implica que la discusión sea pública, condición realizada en los mercados. En el mercado de reciprocidad negativa, es la reciprocidad la que crea el precio justo.

En un imaginario común, la transacción de reciprocidad negativa determina un precio para una mercadería M, pero es el mismo procedimiento el que determina el precio de cada mercadería, de suerte que se pueden igualar las mercaderías entre sí: M = A = M’. En un procedimiento semejante, la moneda deber ser considerada como un instrumento de medida, como una unidad de cuenta. El interés privado no prima sobre la obligación de reconocer la necesidad del otro como la razón social de la transacción y es la razón, la razón práctica diría el filósofo, la que dicta finalmente su conclusión a la discusión, incluso si esta solución tiene en cuenta la superioridad de uno u otro o del imaginario al que cada uno recurre y que pueden no ser necesariamente compatibles entre sí, ya que, en ese caso, la reciprocidad invertirá las posiciones en otra transacción en la que el vendedor será el comprador y el vendedor el comprador.

Pero basta imaginar que cada partenaire compre y venda a un partenaire diferente para reencontrar la estructura del mercado que ya hemos ncontrado con la reciporcidad de tipo ternario. El mercado, decía Guingané, es el lugar en donde nace y se alimenta la palabra: y por lo tanto el precio justo, que se obtiene en una relación de reciprocidad, binaria o ternaria, positiva o negativa, entre el comprador y el vendedor.

Si queremos escribir en términos marxistas la ley del mercado de reciprocidad negativa, tenemos que formularla así: el comerciante que compra una mercadería la revende con un precio de venganza, (A-M-A’), pero cuando comprará de su comprador la mercadería de ese, aceptará el precio de ese, A” (su venganza). Para ese último, la fórmula es entonces: A’-M’-A’’. Pues hay que tomar en cuenta la reciprocidad subrayada por Meliá: “Quien paga un precio acepta la venganza del otro, pero está dipuesto a cobrar a su vez su propia venganza...”. La diferencia A’-A tiene que ser igual a la diferencia A” - A', de tal manera que la fórmula del mercado de reciprocidad sea una relación de igualdad: A-M-A’/A’-M'-A”.

Vemos, sin embargo, que basta romper la reciprocidad e instaurar una frontera de propiedad, para que la formula (A-M-A’/A'-M'-A”) pueda ser cortada en dos (A-M-A’) (A'-M'-A”). Y cada una de estas fórmulas siendo independiente de la otra, devien entonces aquella del Capital (A-M-A’), La competencia capitalista se substituye enseguida a la reciprocidad negativa.

¿Qué significa esta ruptura? Significa el fin de la reciprocidad y en consecuencia la suspensión de la génesis del valor, cuya matriz es la reciprocidad, y de su expresión en el precio justo. Pero, en cambio, inicia la libertad de cada uno hacia los demeas y le permite imaginar el crecimiento de su beneficio en su solo interés, aun en desmedro del interés ajeno: el provecho.

Si la relación de compra y venta es reciproca, se debe hablar de reciprocidad negativa. Este comercio no me parece reductible a aquel de la economía capitalista, ni tampoco al librecambio. Insisto en esta diferencia porque los investigadores que reconocen que el intercambio no puede provenir de la reciprocidad de dones podrán imaginar que el intercambio proviene de la reciprocidad negativa. En mi opinión, esta idea es tan falsa como la idea de hacer proceder el intercambio de la reciprocidad de dones. Pues no es lo mismo contar como botín para acrecentar su capital los raptos o robos perpetrados hacia otros, que contar las venganzas de tales raptos o robos cuando están destinado a establecer o restablecer el sentimiento de ser reconocido por el otro como concurente de reciprocidad o como miembro de una misma comunidad.

Las redes mercantiles de reciprocidad negativa tiene otra finalidad que la sola acumulación de las riquezas. Primero establecen valores humanos, tal como lo hacen los mercados de reciprocidad positiva. Y se emeran luego en transformar la reciprocidad negativa practicada con el exterior en reciprocidad positiva dentro de la comunidad. ¡Son ena newe nawé! Por lo cual podemos hablar de “pueblos comerciantes”...

   
   

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