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II
Los fundamentos antropológicos de la reciprocidad
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Los orígenes antropológicos de la reciprocidad
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Todas las tradiciones fundan la sociedad en la prohibición del incesto, la interdicción de lo "mismo". Pero cuando lo "diferente" se presenta bajo una forma radical, entonces ello es lo prohibido. Así, lo que se declina bajo el modo de la "diferencia absoluta", está tocado por la misma interdicción que la "identidad absoluta": tabú de las relaciones de los hombres con los extranjeros que serían tan diferentes que, por ello, serían indiferentes y podrían ser considerados como animales. Prohibir lo "mismo" o prohibir la "diferencia absoluta", puede comprenderse como dos aplicaciones de una ley más general: la prohibición de lo que se afirma como lógicamente no contradictorio. Y esta prohibición conduce a la relativización de lo diferente por lo mismo y de lo mismo por lo diferente, para engendrar una resultante contradictoria en sí misma que interesa inmediatamente al pensamiento: la energía psíquica... Los términos de "no contradictorio" y "contradictorio" indican aquí solamente la estructura lógica de aquello de lo que se trata, sin presumir de su contenido.
Es entonces cuando interviene la reciprocidad: cada asociado de una relación recíproca, actuando y padeciendo a la vez, accede a una situación en la que cada una de las dinámicas antagonistas (actuar y padecer), en sí misma no contradictoria, es relativizada por la otra, de tal manera que se metamorfosean la una y la otra, por lo menos en parte, en una energía reflejada en ella misma: una energía psíquica. Eso quiere decir que los reflejos, instintos, actividades de sentido... desde ahora ya no están orientados por una actividad biológica ciega, sin reflejados sobre sí mismos, sino en una conciencia de lo que son y su finalidad. Esta metamorfosis es, pues, el advenimiento de la conciencia de conciencia que las tradiciones llaman "revelación". Pero, sobre todo, la reciprocidad permite que la conciencia, que resulta de esta metamorfosis, pertenezca, simultáneamente, tanto a los unos como a los otros. El sentido es inmediatamente universal.
En las grandes narraciones de la historia de los seres humanos, las fuerzas físicas y biológicas de la naturaleza son llamadas ciegas, "caos de los orígenes", "tinieblas". De ese caos, surge la "luz". Y esta luz (espiritual) tiene una eficiencia específica (incluso si esta eficiencia no es, sin duda, más que el equivalente de la eficiencia de las energías antagonistas puestas en juego para darle nacimiento). Esta eficiencia es la "palabra" de la que, a veces, se dice que es de origen sobrenatural, ya que está librada de determinaciones de la naturaleza física y biológica. Por ella, la conciencia se nombra y nombra a la naturaleza. Inmediatamente, afronta las determinaciones de las fuerzas de la naturaleza, instintos o reflejos, que no participan de la reciprocidad. Y es por ello que la reciprocidad constituye un umbral entre la naturaleza y la cultura.
La estructuras elementales de la reciprocidad
Casi todas las actividades de los hombres están, pues, sometidas al principio de reciprocidad para tener sentido. Están confundidas en la misma matriz y se llaman prestaciones totales. Pero cuando la reciprocidad se especializa, cada una adquiere su propio sentido. Según Lévi-Strauss, es en términos de reciprocidad de alianza matrimonial y filiación que los hombres organizan sus primeras comunidades: las estructuras elementales del parentesco. Está prohibido casarse con consanguíneos (hermanos y hermanas); también les está prohibido a dos generaciones diferentes esposar al mismo cónyuge (los hijos a sus padres). La alianza matrimonial en las sociedades primitivas es, en general, una relación de reciprocidad binaria: se la llama "reciprocidad restringida". Puede, es cierto, transformarse en "reciprocidad generalizada" (llamada también ternaria, ya que tres prestaciones bastan para simbolizar este ciclo). La filiación es exclusivamente ternaria: los padres engendran hijos que engendrarán a su vez...
Para quienes se interesan por esas cuestiones, les reenvío a " El principio de lo contradictorio y las estructuras elementales de la reciprocidad"(1). Recordaré, simplemente, que se pueden clasificar las estructuras elementales del parentesco en dos grupos: reciprocidad binaria y reciprocidad ternaria. El grupo de la reciprocidad binaria tiene, a su vez, dos dimensiones: el frente a frente y el compartir. Por ternario, se entiende una relación en la que uno actúa sobre un asociado y se padece de otro asociado.
La cadena es, pues, ininterrumpida y se cierra ya sea en cadena o ya sea en círculo. Puede ser lineal , o bien, cuando un solo asociado sirve de intermediario a todos los otros, en forma de estrella: se la llama centralizada. Existen, en fin, estructuras intermediarias entre las estructuras elementales. Algunas de ellas son dadas conjuntamente desde el origen, como la filiación y la alianza, mientras que otras se excluyen, como la reciprocidad lineal llamada "horizontal" o "segmentaria", y la reciprocidad centralizada llamada incluso reciprocidad "vertical" o de "redistribución".
Cada una de esas estructuras elementales es la matriz de un sentimiento específico (por ejemplo, el frente a frente de la amistad o la reciprocidad ternaria de la responsabilidad). Hay que recontar, pues, las estructuras elementales, señalar el valor que cada una produce y comprender cómo las diferentes estructuras se articulan entre ellas para formar sistemas, a veces exclusivos los unos de los otros. El sentimiento de humanidad, engendrado a nivel de un sistema de reciprocidad, sería diferente de aquel creado por otro sistema. Si todos los valores son universales, la humanidad es plural de todas formas.
Las dos palabras
Cuando la reciprocidad permite una relativización de sí y de otro, que tiende hacia un estado intermedio equilibrado, el resultado es un sentimiento de pertenencia a una humanidad común. Cuando esta relativización es desequilibrada por uno de los polos que domina al otro, ese sentimiento refleja las características de... el polo opuesto. Por ejemplo, el donador (que pierde lo que dona) tendrá el sentimiento de adquirir el valor de humano (el prestigio), mientras que el donatario, que recibe, tendrá el sentimiento de perder la cara. De ahí viene, para él, el deseo de reconquistar el prestigio, que se traduce por la obligación de reciprocidad, la obligación de volver a dar.
Y bien, la palabra se expresa transformando la naturaleza de sus propios significantes. El cuerpo es el primer significante, que es inmediatamente grabado con cicatrices, tatuajes, adornos, los cuales, separados del cuerpo, se convertirán en máscaras. A lo que hemos llamado "revelación" sucede entonces la "significación", que se puede llamar, con las tradiciones religiosas, "encarnación", en sentido inverso de lo que se ha producido para engendrar la conciencia.
Existen entonces, lógicamente, dos palabras posibles para la conciencia: una que utiliza por significante lógico la diferencia y, la otra, la identidad. A la expresión por la diferencia, la antropología se refiere bajo el nombre de "principio de oposición" o también de "disyunción"; y la expresión por la identidad, bajo el nombre de "principio de unión" o también de "conjunción". Se trata, en efecto, de los fundamentos de dos palabras, que llamaré aquí palabra política y palabra religiosa.
La palabra de oposición, el honor y el prestigio
La primera oposición útil para expresar el sentimiento de humanidad es "amigo-enemigo". La reciprocidad puede entonces ser reproducida concientemente y de muchas maneras, según ella sea más o menos equilibrada o que dominen la amistad o la enemistad. Numerosas son las sociedades construidas a partir de esas tres formas de reciprocidad, llamadas, una "positiva": la reciprocidad de dones; la otra "negativa": la reciprocidad de venganza; la tercera "simétrica": las organizaciones dualistas en las sociedades primitivas son su primer ejemplo. La palabra de oposición distingue la concordia y la discordia. Todo don o venganza debe ser recíproco, so pena de ser inhumano. Sólo la reciprocidad, en efecto, permite metamorfosear el hecho de dar y el de recibir en un valor nuevo, del que da testimonio el "prestigio". Es lo mismo con la violencia, el asesinato o el robo. Si no se inscriben en la reciprocidad, no tienen ningún sentido: sólo la reciprocidad les de sentido, al crear el honor.
Esos dos sistemas de reciprocidad, llamados positivo y negativo, pueden relevarse directamente (un asesinato por un matrimonio, un don por un golpe) ya que son equivalentes desde el punto de vista de la estructura. Pero un término real de la relación puede ser reemplazado por un símbolo, la "compensación" (también se habla de una prenda para la reciprocidad negativa) y cuando los símbolos son idénticos, los dos sistemas pueden sustituirse el uno al otro. A partir de entonces, las sociedades dan, mayormente, preferencia a la reciprocidad positiva y envían la reciprocidad negativa a su periferia.
El prestigio y el honor ilustran el sentimiento de humanidad, creado por la reciprocidad de los dones o de venganza, pero polarizan, en su no-contradicción respectiva, la reproducción del ciclo. De ahí la dialéctica del don y la dialéctica de la venganza (3). Esas dos dialécticas pueden relativizarse y esta relativización conduce a una tercera forma de reciprocidad, la reciprocidad simétrica en el origen de los valores éticos. La reciprocidad simétrica tiene de remarcable el que no conduce a ninguna forma de dominación y no aparece, entonces, en ninguna relación de poder. No por ello es menos el fundamento de la sociedad humana.
La palabra de unión y lo sagrado
Si la palabra de oposición conduce a diferentes formas de organización, la palabra de unión, al contrario, conduce a una sola organización. Ella está en el origen de la religión y opone, al honor y al prestigio otra representación: lo "sagrado". Se pueden distinguir dos estructuras elementales de reciprocidad que dan nacimiento a la palabra de unión. El compartir, que produce la confianza, y la reciprocidad ternaria centralizada, en la cual los miembros de la comunidad están todos conectados entre sí por un solo intermediario, que se convierte en centro de la redistribución y autoridad suprema (por ejemplo, el rey Sihanuk en Camboya). El sentimiento de confianza mutua ya no tiene un frente a frente. Se convierte en "fe".. Cuando el centro se consagra a la redistribución de valores espirituales, la fe de los fieles se transforma en servidumbre personal (obediencia y sumisión). El jefe de una monarquía religiosa occidental, el soberano pontífice de la de la Iglesia católica apostólica y romana, recientemente añadió al símbolo de Nicea (el Credo de los cristianos) un artículo que testimonia de esta focalización extrema: " Además, me adhiero a una obediencia escrupulosa a las doctrinas que enuncian el Pontífice romano o el Colegio episcopal cuando ejercen su Magisterio auténtico si no tienen la intención de proclamarlos en un acto definitivo "(4).
Todas las sociedades tratan de conciliar la palabra de oposición con la palabra de unión, y se ve aparecer una tríada, la tríada del poder: el guerrero y el regente, de un lado, y el religioso, del otro; Aquiles, Agamenon y Calchas, que celebra Homero en la Ilíada; una tríada que asegura el esqueleto de nuestra civilización hasta el siglo XVII o que los historiadores describen bajo diversos tríadas, por ejemplo, el caballero, el trabajador, el sacerdote.
Un hombre que no participa de ningún sistema de reciprocidad o que no puede participar en él, ya no es considerado como humano. Los tres referentes el honor, el prestigio y lo sagrado- implican pues, negativamente, un cuarto referente: lo inhumano, que funda, en todos los antiguos regímenes, la esclavitud.
Si ninguna sociedad humana ignora las dos palabras, cada una confiere la precedencia tanto a la una como a la otra. En las sociedades amerindias de los Andes, el linaje masculino es responsable de la palabra de oposición, el linaje femenino de la palabra de unión. En la civilización europea, hasta el siglo X, la palabra política domina, y la palabra salida de la reciprocidad negativa domina la palabra salida de la reciprocidad positiva (los caballeros se convierten en señores y los trabajadores en siervos). En el siglo XI, la palabra religiosa toma la delantera. Los religiosos sacralizan a los reyes y enfeudan sus prerrogativas hasta validar sus alianzas matrimoniales.
Evidentemente, en cada orden: político o religioso, un debate interno opone la tentación de lo no-contradictorio a su relativización en contradictorio: poder y libertad, imaginario y simbólico, ley y génesis. La antinomia entre lo no-contradictorio, que pretende el poder, y la relativización de éste, para engendrar lo contradictorio, es inextinguible.
Ella no sólo es una cuestión que atañe a los orígenes, es también una constante que tiene que ver con el génesis; aquí se encuentra, al nivel de la palabra, un segundo círculo de relaciones humanas, en relación a aquel de las actividades de la vida, el círculo de lo real. La propiedad lucha con la reciprocidad, la selección con la elección, el poder con la libertad. Y cuando lo no-contradictorio domina, suena la hora de las ideologías asesinas que entregan a los judíos al infierno, los negros a la esclavitud, los indios al "servicio doméstico", a todos los "heréticos" a la tortura y la muerte. Para las dos palabras, la prueba es, en efecto, difícil, ya que deben dar cuenta, la una y la otra, del sentimiento de humanidad creado por la reciprocidad en el nivel de lo real (el primer círculo) y son, desde entonces, amenazadas con ser tomadas por la lógica no contradictoria de su significante (la unión o la oposición).
¿Pero por qué lo imaginario aprisiona lo simbólico? ¿Por qué el poder se hace de lo espiritual? ¿Por qué la reciprocidad simétrica no se impone, no se reproduce inmediatamente en el lenguaje, no conduce al mejor de los mundos?
El fetichismo del prestigio
Lewis Hyde (1979), en su interpretación del texto más célebre de la literatura antropológica (la enseñanza del sabio maorí Ranapiri a un antropólogo inglés de nombre Best) da una idea de él. Ranapiri quería contar a Best de qué naturaleza eran las relaciones del hombre maorí con la naturaleza. Ranapiri se refería a una relación entre los hombres, una situación de reciprocidad generalizada (la más común de todas las relaciones de reciprocidad): "Supongamos, dice Ranapiri, que tu me das un regalo y que yo lo transmito a un tercero, cuando a éste se le ocurra de dar por reciprocidad otro regalo, yo no podré guardarlo para mi, ya que podría morir por ello." Y bien, he aquí que Ranapiri imagina una relación de reciprocidad ternaria entre los cazadores, él mismo y la floresta (5). La floresta da pájaros al cazador, el cazador a Ranapiri que vuelve a dar un pájaro a la floresta con, además, lo que llama el mauri, una representación del prestigio (el hau) que genera el don. Es su posición intermediaria, entre la floresta y los cazadores, la que le asegura, a la vez, el ser donador y donatario (una situación por ello contradictoria) que produce en el sabio maorí un sentimiento de responsabilidad. Expresa un tal sentimiento de responsabilidad, confeccionando el mauri, símbolo del espíritu del don. Ranapiri devuelve el mauri a la floresta para que el ciclo de la caza se reproduzca a iniciativa suya. Crea entonces una quimera de reciprocidad de la que puede extraer un espíritu con el que encanta al mundo. Lewis Hyde observa que los maorí invitan a la floresta a esta matríz, pero también a los ríos, la tierra, el cielo, el universo, luego el más allá que él llama misterio y, en fin, a los espíritus. El objetivo de esta fuga en el misterio es, sin duda, el de evitar que la reciprocidad no pueda ser recuperada en beneficio de un primer donante, ya que inmediatamente se reduciría a lo que podría interpretarse como un don calculado por su interés, en suma: como intercambio.
Ahora bien, pero cuando se confunde el espíritu del don con el don mismo, que se haga del espíritu del don un primer donador, como si el mauri fuera el símbolo de un donador; esta reducción establece el valor de responsabilidad como una propiedad de ese cuarto participante del ciclo y, forzosamente, el contra-don significa otra propiedad. Conocemos esa relación entre propiedades: el intercambio. La reducción del valor, producido por el don a la naturaleza del donador, suprime la reciprocidad como matriz de este valor e instaura la propiedad.
Es por haber interpretado el espíritu del don, producido por la reciprocidad, como el yo del donador (como su propiedad) que Marcel Mauss, el principal teórico francés que se inquietó por la reciprocidad de los dones, creyó que donando uno se daba a sí mismo. Sostiene enseguida que el don de sí no puede ser definitivo, que es en realidad inalienable, o que el retorno del símbolo a su hogar de origen se hace ineluctable, mientras esta ineluctabilidad sería el resorte del intercambio... Interpreta así el don como un simple préstamo y ve en la venganza la prueba de su interpretación: la venganza vendría a restaurar la integridad del donador cuando el préstamo no fuera restituido. Habla de intercambio arcaico y como todo le parece estar mezclado, alma y cosas, se puede sacar la idea del intercambio simbólico. Bastaría separar las cosas de su valor simbólico para que puedan intercambiarse según criterios objetivos. Extraviada en este impasse, la teoría de la reciprocidad ha quedado por largo tiempo inexplorada, en beneficio del intercambio
El fetichismo del honor
De la reciprocidad de venganza nace el sentimiento del honor, pero puede tener lugar la misma reversión fetichista, como para el prestigio en la reciprocidad de los dones: el honor se hace entonces un principio motor, el dios de la venganza. Es lo que propone el Viejo Testamento: "Como el Faraón se obstinaba en no dejarnos ir, Yahvé hizo morir a todos los recién nacidos en el país de Egipto, desde los primogénitos de los hombres hasta los primogénitos de los animales ". El espíritu de venganza se transforma en principio de la venganza. El "sacrificio" es desde entonces instaurado como ritual para alimentar al dios de la venganza: " he ahí porqué ofrezco en sacrificio a Yahvé a todo macho primogénito de los animales y que rescato a todo primogénito de mis hijos ".
El fetichismo de lo sagrado
Se puede considerar así el fetichismo en la palabra de unión; entonces la ofrenda se confunde con el asesinato. Faraón, por ejemplo, puede significar la palabra de unión convertida en totalitaria y la fuga de Egipto la relativización de la palabra de unión. Originalmente, el sacrificio recuerda la necesaria relativización de la naturaleza biológica y física para engendrar lo sagrado. Aquí significa la relativización de la palabra de unión bajo pena de que se vuelva totalitaria, para engendrar su más allá (la tierra prometida). Sin embargo, si se hipostasía lo sagrado en principio (Dios), entonces el sacrificio puede reemplazar la reciprocidad; dicho de otra forma, la matriz puede ser olvidada y el ritual tomado por la matriz: origen de las religiones. Siempre encontramos ese dilema entre lo que, muchas veces, hemos indicado bajo los términos de lo contradictorio y lo no-contradictorio, aquí más precisamente entre lo imaginario necesario para dar cuenta y proclamar lo bien fundado de los valores adquiridos, y lo simbólico que procede a la relativización de lo imaginario en el crisol de una nueva reciprocidad para engendrar un valor superior.
El problema del Mal y el fetichismo
La hipóstasis, por la no-reciprocidad del valor producido por la reciprocidad, señala entonces la reversión fetichista: ya no es la reciprocidad de asesinato la que engendra el honor, es la divinidad de venganza la que dicta el asesinato. No es la reciprocidad de los dones la que produce prestigio, sino el prestigio el que ordena el don. El ciclo de la reciprocidad es invertido en una relación inversa de la reciprocidad, una relación doblemente unilateral, un intercambio. No se produce ningún valor espiritual, aunque el valor espiritual es postulado. Inmediatamente, la libertad engendrada por la reciprocidad se convierte en servidumbre, por tanto en obediencia al gobierno que detenta la palabra.
En la tradición judía, el fetichismo es llamado "tentación". La tentación es una representación no contradictoria de lo sagrado. Y bien, esta concepción no contradictoria implica que toda relativización sea denunciada como el Mal. La reciprocidad no conoce el Mal, ya que es la no-reciprocidad la que inventa el Mal: la no-reciprocidad llama el Mal a todo lo que podría corromper su representación de lo sagrado como no contradictorio. ¡Paradoja! Lo que nos parecía ser el advenimiento de la conciencia es, desde entonces, llamado el Mal. En realidad el que inventa el Mal debe ser el Maligno. Siempre el mismo dilema: lo no contradictorio afronta lo contradictorio.
La contradicción de los sistemas de reciprocidad
Estemos atentos a la paradoja. Todo lo que se opone a la palabra de unión hecha totalitaria es declarado obra del Mal. Pero si uno se sitúa desde el punto de vista de la palabra de oposición, ocurre lo mismo: un indio guaraní del Paraguay, llamado por los misioneros Nesus (tal vez negación de Jesús), que defendía la reciprocidad generalizada segmentada contra la reciprocidad generalizada centralizada, respondió a Antonio Ruiz de Montoya, el fundador jesuita de las misiones guaraníes (1996): " Se pierde la libertad de discurrir por montes y valles cuando ustedes nos asignan a residencia en grandes ciudades ". El sometimiento de la voluntad y de la inteligencia, que se llama fe, característica de la reciprocidad centralizada (la iglesia de Montoya en el corazón del pueblo) le parece a Nesus una esclavitud. Pero, al decir de Montoya, el mismo Nesus se hacía esclavo del prestigio que le aseguraba la reciprocidad segmentada. Se refería, por cierto, al prestigio que apreciaba en el homenaje de las mujeres (poligamia en los guaraníes). Y Montoya le respondía que él era un hijo de Satán ya que se casaba en el pecado y la carne. Montoya reducía la reciprocidad de alianza y filiación a una ley de la naturaleza y cuestionaba, así, que su interlocutor fuese creador de un valor determinado. Tal enceguecimiento mutuo subraya hasta qué punto las dos palabras se excluyen: cada uno pretende ser el único capaz de dar cuenta de la verdad; lo que es proclamado como liberación por el uno, es declarado servidumbre por el otro, y recíprocamente.
El éxito de las sectas (confesionales o laicas) es el retorno del integrismo tanto en el cristianismo como el Islam- como el retorno de las ideologías nacionalistas o xenófobas indican la permanencia de ese fenómeno hoy en día. De una forma general, toda persona que actúa en nombre de valores constituidos está ante un problema difícil frente a la reciprocidad. Sus referencias, a menudo fetichizadas en un imaginario particular o arcaico, se oponen a la modernidad y deben afrontar la génesis de valores nuevos por las nuevas generaciones. La palabra que no se realiza en términos de reciprocidad, o que no reproduce la reciprocidad a su propio nivel: el del lenguaje, y que se reduce a la significación de valores constituidos, no es creadora de valores nuevos. En el peor de los casos, puede hacerse totalitaria.
El intercambio en los occidentales
Hemos dicho que hacer del espíritu del don un primer donador es típico del fetichismo. En un sistema religioso, ese primer donador se convierte en Dios, y es a Dios que le es debida toda gloria.. . Esta alienación alcanza su paroxismo en la Europa del norte a partir de siglo XVII. Dios acumula tal poder que el hombre se reduce al estado de naturaleza: se dice de él, incluso, "predestinado"... Todo lo que da cuenta de lo espiritual es efectivamente reservado a Dios.
Desde entonces, una economía reducida a las leyes naturales parece legítima para construir la ciudad terrestre. Es pues la hora del "intercambio", elegido desde ahora como referente. Realiza la igualdad de las cosas entre sí, una igualdad que se comprende como su complementariedad en vista de una eficacia superior. En suma, mide su utilidad. He ahí una nueva potencia que reemplaza el honor, el prestigio, lo sagrado: la "utilidad". Los capitalistas sostienen que su principio es universal, ya que objetivo, de cierta forma racional, si se reduce la razón al cálculo. Una noción de la razón y de lo universal específico de esta sociedad. Pero ya no hay matriz, ya no hay génesis. El espíritu ya no es alimentado y languidece.
Quien dice utilidad se aproxima, en efecto, al dilema entre lo contradictorio y lo no-contradictorio. ¿Se concibe la utilidad en beneficio de lo privado o de la sociedad entera? El intercambio es ciertamente neutro, pero define lo útil en términos de fuerzas y, por tanto, en los del mayor beneficio para el poder. Hace el juego de lo unidimensional contra lo relativo. No es el demonio, pero es su compañero. Si el intercambio, en efecto, puede ser llamado ciego, el interés al que se subordina, a su vez, no lo es, sea privado o colectivo. La sociedad está entonces obligada a inventar el "contrato social", para dominar el retorno a la violencia primitiva, contrato que implica la reciprocidad entre los hombres y que apunta al intercambio, de ahí su ambigüedad. La democracia política en la sociedad occidental es un correctivo necesario para el "libre-intercambio", pero supone individuos dotados de un ideal del bien predestinado. Por un lado, el intercambio libera de la sujeción al honor, al prestigio y a lo sagrado. Por el otro, lo mejor que pueda hacer el creyente para honrar lo divino es hacer funcionar la economía utilitarista lo mejor que se pueda. Puede decirse de Dios que es un espíritu puro. Esta paradoja ha sido bien vista por Max Weber: por un lado, una sujeción retrotraída a Dios que suprime todas las intermediaciones: príncipes y obispos, sujeción absoluta; por otra parte, la salida de la sujeción por el materialismo económico. La conjunción de la moral cristiana y del interés privado explica el triunfo del capitalismo en occidente que no puede, de todas formas, impedir las herejías mortales: racismo, fascismo, nacional socialismo. El peligro de la reducción del trabajo humano al trabajo de la máquina está allí: la fuerza bruta, el poder biológico, la discriminación social o racial, deportaciones y genocidios, en fin, la solución final para la conciencia revelada.
Conciencia objetiva y conciencia afectiva
Pero si el puritano no lo hubiera acaparado en el Norte, el jesuita en el Sur, el proceso de la acumulación material a partir del intercambio, ¿no se hubiera producido de todas maneras? ¿Y no se amplifica, hoy, a despecho de la declinación de la religión?
La palabra parece haber expresado, primero, el sentimiento de pertenencia a una humanidad común. "Henos aquí a los verdaderos hombres" es el nombre que se dan innumerables comunidades humanas. La humanidad parece haberse apasionado, primero, por la conciencia más bien afectiva. Su primera ambición fue en todas partes la de liberarse de la naturaleza y afirmarse por sus cantos, sus danzas y sus adornos. La preocupación por el conocimiento del mundo por sí mismo viene, parece, mucho más tarde y con la ciencia. Y bien, la experiencia afectiva, la conciencia, se vuelca hacia lo no-contradictorio. Como un navío en el mar que primero se dirige a alta mar y luego se gira hacia la costa.
Inmediatamente, es tentador tomar la dirección elegida por la conciencia, como la realidad de la cosa observada, y creer que toda cosa nombrada es no contradictoria; creer que la nominación de las cosas no hace sino reconocer la no contradicción de ellas. Lo que es un modo de conocimiento (la lógica de la no-contradicción) y de comunicación entre los hombres, un organon, es transferido al mundo: la luz, por ejemplo, es finalmente interpretada en el siglo XIX como un sistema de ondas (es decir, como la propagación de un campo exclusivamente continuo) y la materia, como un sistema de átomos (ladrillos elementales, exclusivamente discontinuos).
El golpe de h
La ciencia clásica trató pues de imaginar el mundo a partir de la idea de no-contradicción, y quiso excluir lo contradictorio de su campo. La lógica occidental está fundada, en efecto, en el principio de identidad, el principio de no contradicción y el principio del tercero excluido (6). Ese tercero que era, precedentemente, el objeto de todos los deseos, helo aquí desprestigiado en los siglos XVIII y XIX. La ciencia positivista, por tanto, fue un auxiliar precioso de la teoría utilitarista hasta una fecha precisa: 1900. ¡Un seísmo! Un físico, Max Planck, que no se animará a creer en su propio descubrimiento, muestra que la radiación es continua o discontinua según el procedimiento experimental con la cual se la aprehenda y que es, por tanto, contradictoria en sí misma (hn) [h es un valor discontinuo, n el valor continuo, contradictoriamente asociado]. La interacción, con el aparato de medición, actualiza una no-contradicción dada o la otra, pero a partir de una entidad indescifrable en términos de no-contradicción. Veinte años más tarde, toda energía, toda materia del universo será reconocida bajo la misma nueva perspectiva (por tanto cuántica, es decir, contradictoria). La física cuántica no pone fin a la aprehensión del mundo en términos de no-contradicción (ya que la interacción que engendra esos fenómenos es muy real) ni a la idea de que la fuerza sería una ley de la naturaleza física y biológica, tal vez ni siquiera a aquella de que pueda ser útil organizar cierta parte de la vida material según relaciones de fuerza. Pero la experiencia desmiente los postulados de la ciencia positivista del siglo XIX. Incluso si las nuevas ideas deben enfrentar una fuerte inercia de las ideas recibidas, lo contradictorio es desde ahora reconocido por todas partes en el corazón de lo que es no-contradictorio, y lo no contradictorio resulta ser uno u otro de los dos polos de lo contradictorio. De golpe, la ciencia cambia de actitud. Ya no está sometida a la no-contradicción lógica de los principios que organizaron la sociedad. Ya no piensa el mundo en términos solamente materiales; se inquieta por la dimensiones propias al hombre, pues ellas ya están inscritas en el corazón de la naturaleza. Queda francamente hostil a todo fetichismo, a todo imaginario, pero acepta que su alcance sobre el mundo se redoble con un alcance sobre el hombre y comprende la antinomia de ello. Respeta los valores éticos que hacen parte integrante de sus fundamentos al lado del conocimiento.
La reciprocidad simétrica en los tiempos modernos
Pero las cosas van más lejos. La metamorfosis del caos de los orígenes en energía espiritual (de las tinieblas en luz) es, dijimos, el advenimiento de la conciencia. Hemos interpretado el sacrificio original como la representación de esta consumación de las fuerzas físicas y biológicas de la naturaleza en el crisol de la reciprocidad para engendrar lo espiritual. Luego, la eficiencia de esta conciencia (el verbo) nombra las cosas, imponiéndoles una definición y un orden según una lógica de lo no-contradictorio, con el principio de oposición o el principio de unión. Y bien, a partir de Planck, esta intuición encontró la experiencia: los dinamismos con polaridad no contradictoria, y ese mismo contradictorio que puede engendrar lo no contradictorio (el vacío cuántico puede engendrar la materia y la energía). ¿Para hacer qué? ¿Crear información útil al despliegue de su propia dinámica , como dicen los neurobiólogos? Es posible, por lo menos, dominar tres sistemas de información: la información física, la información biológica (el código genético) y, pronto, si no la información cuántica, por lo menos su matriz, que pondrá al servicio de lo humano su propia materia psíquica. Es tal vez aquí que se presenta un nuevo umbral: lo psíquico, o lo cuántico que está en la fuente, no es reductible a lo que haya de "objetivo". Es "subjetivo" y la génesis de esta subjetividad es la apuesta de la humanidad. Liberada de toda traba física o biológica, esta energía psíquica es la conciencia del hombre. Y bien, participamos todos en la creación de la red mundial de esta información inmaterial, palabra dirigida a todos y disponible para todos de forma permanente y gratuita. Esta gratuidad de la palabra de cada uno a todos y de todos para cada uno, es la forma moderna de la reciprocidad simétrica, una reciprocidad liberada de los imaginarios que la aprisionaban en la propiedad y la sometían al poder. La reciprocidad se escapa del segundo círculo, el de lo imaginario, y se construye en un tercer círculo. Se convierte en la "noosfera" que había imaginado Teilhard de Chardin, halo único por el momento, entre todos los halos de los planetas, un halo de luz espiritual, anclado en los valores de la ética.
La actualidad de la reciprocidad
Todos los días, recibimos al otro, lo invitamos a compartir víveres, le ofrecemos hospitalidad y nuestra protección, de forma privada o colectiva (cobertura médica universal, retiro, asignaciones familiares, seguros sociales). Practicamos la reciprocidad en lo real ya que somos de lo real, y más de la mitad de nuestra actividad productora está destinada a esta reciprocidad; sin que lo sepamos, ya interpretamos todo según el paradigma dominante del intercambio. Tratamos de vivir socialmente y nos inquietamos por la destrucción del lazo social, sin saber lo que es el lazo social, una palabra vaga que recubre, de hecho, los valores producidos por la reciprocidad simétrica, el sentimiento de responsabilidad, el de libertad, el de justicia, el sentimiento de confianza (según las estructuras de reciprocidad en juego pero que ignoramos). Allá donde esas estructuras se rompen, somos concientes de que el lazo social se deshace; entonces unos se repliegan a la naturaleza, otros se meten en la mafia, otros en el ecstasy, otros en la religiosidad y otros en lo que llaman economías alternativas, paralelas, subterráneas, marginales, etc... todas precapitalistas. Pero esa retirada nos permite encontrar al otro en la proximidad, la solidaridad, la ciudadanía, sin saber ya cuál es el secreto de esas nociones y prácticas elementales. Excluidos del primer círculo, nos encontramos sin embargo en el segundo círculo, el de la palabra y de la comunicación. Pero, a falta de competencias sobre el sujeto, aquí también el paradigma del intercambio impone su ley. Se habla aún de intercambios, ¡e incluso de intercambio de competencias! Y la competencia misma se convierte en objeto de interés y a veces de intereses... ¡recíprocos! La reciprocidad de intereses, es el intercambio, es decir, lo contrario de la reciprocidad; más precisamente una reciprocidad vuelta contra sí misma. La confusión conduce siempre al mismo impasse y la desilusión se acrecienta. También hay que reflexionar y preguntarse lo que se quiere producir: ¿qué valores? ¿Valor de intercambio o valores éticos: justicia, responsabilidad, confianza, fe? Los hombres responden las más de las veces: ¡"Primero la libertad!" Es el primer valor que propone la Revolución. Y enseguida "la igualdad". Todas las estructuras de reciprocidad son generadoras de libertad, ya que todas ponen fin al determinismo de la naturaleza, pero sólo una forma particular de reciprocidad engendra la "justicia", la reciprocidad generalizada. Desde hace tiempo, los liberales se preguntan ¿cómo conciliar la libertad y la justicia? La libertad individual es su mayor preocupación. Hay que entender aquí la libertad por el repudio de toda sujeción, la sujeción al honor, al prestigio y lo sagrado. Nadie sensato, hoy en día, quisiera volver al tiempo de Carlos Quinto. ¿Pero cómo conciliar esta libertad con la justicia? John Rawls (1993), campeón del liberalismo contemporáneo, al término de una reflexión de varias decenas de años, concede que el individuo racional no puede ser llamado un individuo completo, y que ni siquiera puede alcanzar a los principios de justicia por sí solo. Aún le falta ser "razonable", dice, es decir, vivir en reciprocidad con el otro para adquirir lo que Charles Taylor (1997, 1998) describe como las capacidades que no pueden surgir sino de la participación de cada uno en una comunidad. Y bien, la comunidad universal, que se libera pues de todos los límites prácticos o imaginarios, se construye por una reciprocidad generalizada.
Otro debate igualmente importante, aunque actualmente esté en suspenso, es el de saber conciliar "igualdad" y "responsabilidad". Existen, en efecto, dos formas de reciprocidad generalizada, una que promueve la responsabilidad, la otra que promueve la confianza (y en su alienación, se ha visto, la sumisión). La dificultad nace de que son exclusivas la una de la otra. El desconocimiento de las matrices de esos dos valores fundamentales y de su exclusión mutua es el escollo en el que se estrelló la economía comunista.
¿Cómo resolver esos enigmas, sino dominando las estructuras de producción de los valores humanos más importantes? El reconocimiento de las estructuras de reciprocidad permite asociar la libertad, por una parte, la justicia por la otra. Es por ella, cuyo fruto es la "fraternidad", tercer valor de la divisa revolucionaria, que debiéramos haber comenzado, para evitar el enfrentamiento de la libertad y la igualdad y hacer la economía de la revolución de Octubre. Y ello no basta, ya que lo imaginario se libera, en efecto, de esos valores para sojuzgarlos. Hay que añadir entonces, al reconocimiento de las estructuras de reciprocidad, el tomar en cuenta los diferentes círculos (lo real, lo imaginario...) en los que ella se manifiesta.
NOTAS DE PIE DE PAGINAS
1 Veáse II, 8 en este mismo tomo. 2 Algo difícil de comprender inicialmente y que se comprende en cambio con la lógica de lo contradictorio. Ver S. Lupasco, Le principe d’Antagonisme et la logique de l’énergie, Hermann, 1952.
3 Remito al tomo I; La reciprocidad y el nacimiento de los valores humanos. 4 " Insuper religioso voluntatis et intellectus doctrinis adhaereo quas sive Romanus Pontifex sive Collegium episcoparum anuntiam cum Magisterium authenticum exercent etsi non definitivo actu easdem proclamare intendant ", Actas de la Santa Sede, l’Osservatore Romano, 25 de febrero 1989. 5 Con una diferencia: la relación entre los hombres es bilateral, se engendra la justicia además de la responsabilidad, mientras que la relación con la naturaleza es unilateral, engendrando sólo la responsabilidad. Pero esta diferencia no tiene incidencia sobre la demostración que apunta a distinguir la reciprocidad del intercambio. 6 El principio de identidad (A es A) implica la exclusión de lo contradictorio, pero es el segundo principio, llamado principio de contradicción, el que lo explicita: dos proposiciones contradictorias entre sí no pueden ser verdaderas juntas. Finalmente, el principio del tercero excluído precisa que lo que es excluido es lo que es en sí contradictorio: si todos los posibles son implicados en una u la otra de las proposiciones contradictorias entre sí, no existe una tercera proposición entre esos contradictorios. Las lógicas modernas implican innumerables valores pero todas suscriben igualmente la exclusión de lo que es en sí contradictorio. Lo que es contradictorio en sí es el n+1avo valor excluido de las lógicas a n valores. Era necesario, consecuentemente, concebir una lógica de lo contradictorio mismo, que es lo que propuso S. Lupasco (1951).
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El principio contradictorio
C. Lévi-Strauss sostiene que el principio dualista es un principio con el cual se ha podido reglamentar las condiciones de vida al servicio del ser del hombre. Este principio de organización social dependería de una facultad psicológica innata que permitiría al hombre concebir o representarse las cosas en términos de oposiciones complementarias (altobajo, esteoeste, negroblanco, etc.) Este principio de oposición sería el modo de actuación de la función simbólica y se referiría a algo subyacente que sería la estructura fundamental del inconsciente.
Según nuestra tesis, ésta última, es un equilibrio entre el reconocimiento del otro como igual, idéntico a sí mismo y, a la vez, diferente; es decir, un equilibrio contradictorio y simétrico entre los unos y los otros.
Evidentemente, la sola identidad de los hombres lograría una sociedad homogénea; la sola diferenciación conseguiría una multiplicación infinita de familias hostiles las unas a las otras. Sólo el equilibrio contradictorio entre identidad y diferencia mantiene las relaciones sociales como base de una conciencia mutua del ser humano como humanidad.
Este equilibrio contradictorio se expresa fundamentalmente por la relación exogámica donde la nueva pareja de cónyuges no llega a una fusión total; tampoco a una independencia total, por el hecho que cada uno sigue perteneciendo a su familia de origen, la cual mantiene distancia si no hostilidad frente a la familia del otro. Es el equilibrio entre estas dos fuerzas de sentidos contradictorios, oposición y unión, atracción y repulsión, el que establece un espacio-tiempo social en el que domina el sentimiento de pertenecer a un ser irreductible a cada uno, más rico que la individualidad de cada uno; un ser por tanto superior, indivisible y que consiste en la revelación del hombre a sí mismo como ser, como finalidad de ser, más como deseo de ser !
Esta revelación no pertenece a nadie sino a todos; pero tampoco de manera colectiva porque depende de una estructura muy especial. En este sentido es estructurado el inconciente primordial y la estructura del inconciente primordial es lo contradictorio.
Por este equilibrio contradictorio surge una conciencia del ser que es, en primer lugar, afectiva pero que en seguida se traduce en una forma más conceptual, en una representación; a nivel de esta representación interviene el principio de oposición con el cual Lévi-Strauss fundamenta el principio dualista. Pero, según nuestro punto de vista, la función simbólica del hombre no se reduce a esta traducción. La función simbólica no sería más que un reflejo, si no tuviera otro papel que este principio de oposición. En realidad, parece que tiene dos posibilidades; una, que es el principio de oposición; la otra que es el principio de unión; cada una siendo una traducción imperfecta de lo que quiere decir. Eso explica que la función simbólica no puede nunca decir todo lo que tiene que decir a través de una u otra de sus manifestaciones y, por tanto, tiene la necesidad de complementar su traducción por una otra. La representación no es un reflejo sino una traducción que pierde una parte de lo que se tiene que traducir lo cual es traducido por otra representación.
Se sigue de ello que no hay un solo principio de organización social: el principio dualista, sino dos (el segundo puede llamarse principio monista), los cuales compiten contre sí para generar sociedades complejas.
En algunas circunstancias, que no voy a profundizar aquí, los participantes de estas estructuras contradictorias tienen la alta sensación de que la revelación de su ser humano, se recibe de una fuerza que no les pertenece y que más bien se impone como un poder absoluto. Este ser que tiene el nombre del hombre, de la humanidad, parece venir de afuera. Su poder, referido al absoluto, no puede ser localizado en ninguna parte material y parece sobrenatural aunque de hecho es una presencia y potencia real indiscutible, la más indiscutible posible porque la afectividad, la sensación, está en el origen mismo de toda experiencia de lo real.
Por eso se puede distinguir su origen «aparente» de su «realización» misma y llamar a la primera con el nombre de Dios; a la segunda con el nombre del Hombre mismo. El nombre del Hombre entonces puede ser identificado al de Dios, por ejemplo, cuando se identifica con el del Padre o al de la Madre de los orígenes.
No hablo aquí del concepto de Dios que se desarrolló históricamente con definiciones muy particulares y específicas a cada civilización; hablo del sentimiento primordial del hombre como revelación de sí mismo, como ser y deseo de ser; lo que Lacan llama el Gran Otro y que representaría la primera identificación o, tal vez, personificación de la humanidad en una expresión simbólica de referencia universal.
Por tanto, la Ley fundamental de la sociedad escriba en organizarlo todo en función del equilibrio que la sustenta para reproducirse y crecer; estriba en el equilibrio entre alianza y hostilidad, entre identidad y diferencia, entre unión y oposición.
Las primeras cosas que la conciencia humana organiza alrededor de su propio ser son las condiciones materiales que pueden sustentar su existencia y desarrollo, es decir, las condiciones de vida cotidiana, la producción y distribución de los víveres. El orden que se impone por sí mismo entonces es el principio de reciprocidad.
Hay un equilibrio entre dar y coger, un equilibrio contradictorio reproducido por simetría entre los unos y los otras (sobre las bases de la reciprocidad de parentesco en general) que establece la conciencia del ser como conciencia de ser vivo, del ser generador de vida económica, social, material y espiritual.
El hombre hace la experiencia máxima de esta conciencia de ser generadora de la vida misma en prestaciones de reciprocidad, cuando ofrece al otro la totalidad de sus bienes porque dando todo, está en la situación de ser totalmente dependiente del otro. De este equilibrio contradictorio, ofrecer y necesitar todo, resulta un sentimiento de ser tan fuerte que se traduce por una afectividad máxima que puede ser amistad, confianza o alegría. En caso contrario, la inquietud o angustia, que presidía a la primera oferta como llamada a la reciprocidad, se convierte en odio o envidia.
Esta base ofrece entonces la oportunidad de dos evoluciones posibles. Si se llega a la abundancia económica se permite un equilibrio de fuerzas en el cual la simetría de los dones es más importante que la de las necesidades y se desarrolla una forma de reciprocidad dialéctica polarizada por el don, que podemos llamar reciprocidad positiva. Si, al contrario, la dependencia es más importante, cada uno viene a ser enemigo del otro por su necesidad de recibir (y por lo tanto coger) lo que va a traducirse por el ansia de arrebatar. La reciprocidad, empero, permanece porque cada uno reconoce que el otro también tiene que coger de manera simétrica y la reciprocidad da lugar a una forma de ser que vamos a llamar guerrera.
El sistema de rapto de mujeres era ya un sistema de reciprocidad negativa de parentesco.
Las sociedades campa y amuesha de la Amazonia peruana, por ejemplo, han conocido en el transcurso de su historia, sistemas de reciprocidad negativa. Las sociedades aymará y quechua han desarrollado sistemas muy complejos de reciprocidad positiva, pero también se recuerdan de la reciprocidad negativa en sus rituales y tradiciones.
Un mito maravilloso, de la tradición amuesha, cuenta el paso de la reciprocidad negativa a la reciprocidad positiva.
Se cuenta que en tiempos antiguos, los hombres eran hermanos-enemigos y que se mataban unos a otros en alternancia simétrica, es decir, que la sociedad estaba organizada por reciprocidad negativa con un sistema de venganza.
En eso la mujer de un guerrero muerto, que había sido vengado por sus hermanos, se va sobre las alas del pájaro de los sueños al tiempo mítico, donde se encuentra con su esposo que estaba festejando con sus victimadores, con la sangre fermentada de su heridas. De regreso a su comunidad, la mujer exhorta a sus hermanos a invitar a los enemigos y festejar con libaciones de chicha de yuca fermentada (masato). Este mito nos enseña que la dominación de la naturaleza, por la agricultura, permitió producir excedentes con los cuales se ha podido superar las condiciones de la reciprocidad negativa por las de la reciprocidad positiva.
Pero no nos quedemos en el tiempo del mito, porque se podría creer entonces que la reciprocidad es algo arcaico y característico de los orígenes de la humanidad y, por tanto, hoy superado, lo que no es verdad porque en cualquier relación humana se requiere la reciprocidad como fundamento permanente del ser humano.
En esta forma de reciprocidad, el don tiene que adaptarse a la necesidad del otro y no sobrepasarla; en este sentido, la reciprocidad es totalmente lo contrario del intercambio que se determina por la necesidad de sí mismo. Esta contradicción se desarrolla en los términos siguientes:
La reciprocidad simétrica genera el bien común y el intercambio el interés privado. Aquí se encuentra la base de dos formas de desarrollo antagónicas.
Por la reciprocidad, se desarrolla el reconocimiento del otro como sujeto humano y por tanto como parte de una humanidad en la cual rige el principio de solidaridad. Por el intercambio se prefiere el reconocimiento de las propias necesidades en lugar de las de los demás, por lo cual rige el principio de competencia.
Se puede decir que al buscar el interés privado, el objetivo del intercambio es esencialmente material: lo que puede satisfacer las necesidades biológicas del individuo; cuando por la reciprocidad se constituye el ser y, por tanto, produce valores éticos.
Los valores culturales, filosóficos, religiosos, morales se desarrollan en las sociedades de reciprocidad a partir de prestaciones materiales; en tanto que el mercantilismo económico genera un sistema que reduce los valores humanos a cosas materiales.
La reciprocidad está ordenada al ser, en tanto que el intercambio al haber. Aquí se puede contraponer el materialismo del intercambio a la eticidad de la reciprocidad.
Sin embargo, el simbolismo, que traduce las relaciones de reciprocidad de toda comunidad, está limitado por sus propias condiciones de vida. Aquí el don será el del pescador, allá el del cazador, acullá del agricultor, del tal manera que las condiciones ecológicas, que se reflejan en el imaginario del hombre, podrían ser como la cáscara del simbolismo, una cáscara que puede tener diversos aspectos. En efecto, son expresiones específicas de cada lugar y, por lo tanto, pueden ser contradictorias y llegar a ser barreras entre las diferentes sociedades. Si son demasiado diferentes pueden determinar incomprensiones entre ellas. En determinadas comunidades, el viento del Oeste es el símbolo de la abundancia, en otras de la miseria, de la sequía o de las inundaciones. Aquí las piedras rojas matan, allá salvan o dan vida.
El mismo hecho que permite que los conceptos fundamentales de la humanidad sean universales, aunque nazcan espontáneamente en todos los tiempos y en todas partes, el principio contradictorio explica también, por las fuerzas que moviliza y por su ubicación en situaciones diferentes, que este ser y sus representaciones se traducen en imágenes diferentes y a veces opuestas.
No diré nada de la reciprocidad positiva, como tampoco de su alienación, porque se ha tratado de ello en otra intervención. Se puede recordar que el nombre del hombre depende de la reciprocidad y que el renombre es proporcional a la redistribución, lo cual deviene lógicamente en poder. Al contrario, quien acumula pierde su renombre, su cara, su dignidad, cayendo en la esclavitud (en el sentido indio de la palabra: es decir, en lo infra-humano) si no llega a reproducir el don. Recordemos solamente que si cada uno puede participar en la creación del ser por el don, en la comunidad se crea una jerarquía del poder de prestigio que es una función de la capacidad de redistribución, llegando de esta forma a la formación de imperios de reciprocidad vertical de tipo piramidal.
Se puede recordar, en fin, que la alienación del don emerje desde el momento en el que los más poderosos convierten la reciprocidad de los otros en tributo o servidumbre.
Hemos insistido sobre el principio de la reciprocidad como base del ser humano y sobre el hecho que su adaptación a las condiciones de la naturaleza, están enmarcadas dentro de un imaginario cultural específico.
Se deduce que la desaparición de las expresiones del imaginario propio de la comunidad no implica necesariamente la desagregación social sino, por lo menos en ciertos casos, que lo simbólico encuentra formas de expresión más amplias que superan el cuadro inicial.
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8.
Lo contradictorio y las estructuras elementales de la reciprocidad
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Primera publicación en francès por
La revue du M.A.U.S.S. semestrielle
Plus réel que le réel, le symbolisme,
n° 12, 2ème semestre 1998 pp. 234-243
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“El que actúa debe padecer”
Esquilo
El principio de antagonismo de Stéphane Lupasco y el
principio de lo contradictorio
La materia contiene en potencia los contrarios, dice Aristóteles en su Metafísica: «Así, tres son las causas, tres son los principios: dos constituyen una pareja de contrarios, de los cuales uno es definición y forma y el otro privación; el tercer principio es la materia». Esta materia primordial, indeterminada, fue devuelta al sitio de honor por la física cuántica. Los descubrimientos de Planck, Einstein, de Broglie, etc... revelan que la estructura fina del universo ni es continua ni discontinua, sino capaz de manifestarse como, ora continua ora discontinua, según la experimentación que la mide. Además, ningún fenómeno puede alcanzar una no contradicción absoluta. Está siempre ligado por un quantum de antagonismo a su contrario. Las relaciones de Heisenberg ilustran este límite. Bohr propuso que las medidas, por las cuales se puede dar cuenta de la naturaleza de las cosas, sean llamadas complementarias (principio de complementariedad de Bohr).
Stéphane Lupasco propuso otro principio, el principio de antagonismo: todo fenómeno que se actualiza va aparejado a un anti fenómeno que se potencializa. Entre las actualizaciones-potencializaciones antagonistas aparece una tercera polaridad, la de lo contradictorio.
En los acontecimientos contradictorios, en sí mismos, toda actualización es aniquilada. Toda materia o energía se borra. En su lugar nace lo que los físicos llaman la energía del vacío, el vacío cuántico. Igualmente, toda potencialización es aniquilada por su contrario.
Lupasco interpreta, desde entonces, la potencialización como una conciencia elemental. En lo contradictorio, las conciencias elementales se relativizan la una a la otra para ceder el sitio a una conciencia de conciencia. La energía del vacío puede ser ella misma tratada como una conciencia de conciencia primitiva.
El principio de lo contradictorio y la afectividad
Si las conciencias elementales se relativizan totalmente, lo que es en sí contradictorio no tiene horizonte, ni límites. ¿Qué estatuto acordar a ese momento contradictorio, sino aquel de la libertad, una libertad pura, ya que ha sido desposeída de toda finalidad fuera de sí misma? Esta libertad no es la libertad de hacer o no algo, sino una liberación de la conciencia de conciencia frente a las fuerzas de la naturaleza puestas en juego para hacerla nacer.
Esta libertad sería, sin duda, una experiencia de la nada si no se experimentara a sí misma como la afectividad. Y bien, una libertad tal, sin relación con nada que no sea ella misma, tiene necesariamente el carácter de lo absoluto.
Que lo «contradictorio» sea la matriz del absoluto, he ahí algo que es, generalmente, ignorado ya que la manifestación de un sentimiento puro de libertad se aparece a sí mismo como su propio origen. Llamaremos afectividad, conciencia afectiva, a la revelación de la conciencia, a sí misma.
La teoría de Stéphane Lupasco permite, pues, unir toda materia biológica y toda energía fisica cada una con una conciencia elemental, al mismo tiempo que nos permite, también, relacionar la conciencia de conciencia al universo y, en fin, situar la afectividad en el corazón de toda conciencia de conciencia.
Si el antagonismo se acrecienta a despecho de sus polaridades no contradictorias, esta conciencia de conciencia se despliega. Si una de las polaridades no contradictorias no se borra completamente, aparece como el horizonte de esta conciencia de conciencia que ella define unilateralmente. Llamaremos a una tal conciencia de conciencia una conciencia objetiva. Partiendo de esas premisas, buscamos conocer las matrices de reciprocidad de la conciencia y comprender cómo esta conciencia puede liberarse de las fuerzas que le dan nacimiento.
El principio de reciprocidad y el principio de lo contradictorio
Si la experiencia de lo contradictorio queda, como la de una confrontación de lo viviente con la muerte, la conciencia de conciencia que resulta es, inmediatamente, enfeudada al devenir de lo viviente en el cual nació. La conciencia afectiva se reduce a un sentimiento de la existencia, efímero y frágil. El animal que aprecia su perímetro de seguridad, inmóvil entre la perspectiva de la fuga y el reposo, el animal al acecho, tiene el sentimiento de una existencia libre de toda determinación, pero un sentimiento casi siempre inmediatamente sobrepasado por la actualización de la vida. Esta afectividad queda raramente en sí misma y, cuando ello se produce, se condensa sin poder desplegarse y se fija en la angustia.
Las conciencias objetivas son como inexistentes, ya que son inmediatamente suplantadas por las conciencias biológicas elementales. Para escapar a la obligación biológica sería necesario que lo contradictorio pueda desplegarse fuera de las estructuras biológicas. Es la ocasión que le ofrece la reciprocidad.
Desde que lo contradictorio nace de la reciprocidad, la afectividad es compartida. Es experimentada como un sentimiento de lo absoluto, pero superior al sentimiento de la existencia propia a cada uno. Ella se llamará humanidad. Al contrario del sentimiento de sí en el animal, el sentimiento de humanidad no es reductible a cada uno de nosotros, ya que está determinado por la existencia del otro.
En la naturaleza, el hecho de actuar y el de padecer están separados, el predador, por ejemplo, no es al mismo tiempo predador y presa. Pero la reciprocidad permite que, cada uno de los partícipes que ella une, sea, a la vez, agente y paciente, es decir, la sede de dos conciencias biológicas antagonistas, la del predador y la presa, la de alimentar y ser alimentado... Y desde que ellas están unidas por la reciprocidad, las conciencias objetivas aparejadas a los dinamismos de actuar y de padecer- están a su vez ligadas la una a la otra por el mismo antagonismo sin que éste sea enfeudado a la vida. Los mitos cuentan a menudo que los animales y las plantas fueron seres humanos que no supieron mantenerse en la matriz de la reciprocidad y que degeneraron bajo la empresa de lo que llamamos lo no-contradictorio, es decir, cada vez que las conciencias elementales se hicieron dominantes en relación a su antagonismo hasta el punto de ser inconscientes de ellas mismas.
El principio de reciprocidad y el sentido
Los estados intermedios entre las conciencias elementales y la revelación de la conciencia a sí misma, son conciencias de conciencias tales que una de las dos conciencias elementales en juego domina a la otra. De dos conciencias elementales antagonistas, la que domina aparece alrededor del sentimiento que nace de su antagonismo con la otra. La hemos llamado conciencia objetiva. Y bien, las conciencias de los partícipes de una relación de reciprocidad están unidas por la misma estructura contradictoria. Lo contradictorio se nos aparece, en el corazón de la conciencia de conciencia, como el hogar del sentido, mientras que la polaridad no contradictoria en la potencialización le da la objetividad. Pero éstas obedecen entonces a reglas estrictas.
Por ejemplo, en numerosas lenguas, lo activo y lo pasivo (matar y ser matado, dar y recibir, alimentar y ser alimentado) se expresan por el mismo término, llamado ambivalente. Ninguna confusión tiene lugar, mientras los interlocutores participan de una estructura de reciprocidad, cada uno en una situación inversa a la del otro. Fuera de tal contexto, un afijo es necesario para precisar la acción de cada uno. La palabra no tiene necesidad de él en tanto que recibe su sentido de una relación de reciprocidad a partir del antagonismo de las dos conciencias elementales del actuar y el padecer.
Otro ejemplo: ya que en la reciprocidad la objetividad, que nace en el horizonte del sentimiento de uno de los dos participantes, es la inversa de aquella que nace en el horizonte del sentimiento del otro, cada conciencia objetiva es lógicamente definida por lo que caracteriza la realidad del otro. Así, el sentimiento de sí es percibido por el donador como adquisición, el prestigio, mientras que aquel que adquiere el don lo percibe como pérdida: «pierde la cara».
Para cada uno de los participantes de la reciprocidad, la conciencia dominada se convierte a su vez en dominante cuando su posición se invierte, por ejemplo, cuando el donador se convierte en donatario. Las dos conciencias objetivas antagonistas se metamorfosean entonces la una en la otra cuando los participantes invierten su papel.
No se puede tener la conciencia de adquirir prestigio cuando se da sin tener, a su vez, la de perder la cara cuando se recibe, ya que la reciprocidad significa la alternancia o la simetría de la posición de cada uno.
Así se aclara la obligación que Mauss había remarcado para cada una de las prestaciones en relación con su opuesto: para el donador, la necesidad de recibir y, para el donatario, la obligación de donar. Esta obligación no es otra que la eficiencia de sentido que se impone a los dos participantes de la reciprocidad. Donar se concibe al mismo tiempo que recibir y recíprocamente. La obligación mayor de la reciprocidad, la obligación de devolver, es la obligación del sentido para las dos prestaciones de donar y recibir.
La metamorfosis y el sacrificio
El sentimiento puro de toda conciencia de conciencia requiere la metamorfosis completa de las conciencias elementales movilizadas por la reciprocidad, una metamorfosis que no es, sin embargo, destrucción: las conciencias elementales son llamadas a neutralizarse para dar vida al ser. Todo lo que entra en el ciclo de la reciprocidad se convierte en material de la conciencia humana, material de la revelación, mientras que lo que le queda exterior permanece como caos de los orígenes.
Esta transformación es descrita, en ciertas tradiciones, como la metamorfosis de las fuerzas ciegas de la noche primitiva en la luz del día, o como la transformación de una conciencia confusa en sabiduría.
La naturaleza que está comprometida en la relación de reciprocidad es llamada entonces humana, por ejemplo, la tierra nutricia como madre. A veces los animales mismos son postulados como humanos, ya que entran en el ciclo de la reciprocidad. Para los amerindios del norte los hombres-salmón, que viven en el océano, ofrecen cada año peces-salmones a los hombres de la tierra.
Que la metamorfosis sea la consumación de las fuerzas ciegas de la naturaleza en la aparición de la conciencia humana, es eso lo que pone en escena lo imaginario de los hombres con el sacrificio.
Los frutos, los animales, el niño mismo que no habla- el prisionero o el esclavo, significan la naturaleza que debe ser sacrificada para que nazca el espíritu. La eficiencia de este espíritu, la gracia, sustancia afectiva, neutra, presencia irreductiblemente otra, no puede venir de ninguna otra parte que del más allá de la naturaleza, por tanto: del misterio.
En muchos rituales, la llama y el humo representan la inmaterialidad del espíritu. La llama simboliza la afectividad, ya que produce una sensación de calor, aunque también simboliza la iluminación de conciencia de conciencia, ya que aclara. Las cenizas y el humo recuerdan las huellas de la naturaleza puesta en juego. Pero el es, también, un vapor que se convierte en el agua del cielo, asociada a la idea de una gracia que cae de lo alto, refrescante y fecunda. Captado en el aliento del hombre, puede ser comunicado a otro como significando la vida espiritual. En diversas sociedades de tradición oral, por ejemplo las sociedades de la Amazonia, el ritual impone al hombre-sacerdote que éste llene sus pulmones de humo y que lo transmita a los miembros de la comunidad (a veces a sonajeros-calabazas que sirven de tabernáculos). El sacerdote capta el espíritu en nombre de toda la comunidad reunida para el sacrificio, luego lo redistribuye en forma de palabras sagradas. La reciprocidad pone en juego las actividades de la vida. El cuerpo es sufrimiento del sacrificio. Pero es también en él que se produce la metamorfosis, la alegría de la revelación.
No es mortificado sólo para que se engendre el espíritu, es iluminado por él y se convierte en un significante, el significante primero del ser hablante. El cuerpo es transfigurado por la revelación.
La desnudez de los primeros hombres testimonia de ello; ella no es pobreza, sino transparencia ante la evidencia de lo sobrenatural. Y, muy pronto, los hombres subrayan sobre sus cuerpos los trazos de la vida espiritual: el adorno. El adorno es el rostro de gloria de la humanidad naciente y es ya una primera palabra.
Pero la reciprocidad no sólo es la matriz de la conciencia afectiva; es también la matriz de las conciencias objetivas y la palabra, a su vez, nombrará a cada una de las conciencias.
La reciprocidad bilateral
La conciencia humana es conciencia de ella misma y, por ello, es, para cada uno, conciencia de sí, aunque es simultáneamente para sí, la del otro, ya que nace de la confrontación de las conciencias elementales del uno y el otro. Tal advenimiento, que hemos llamado revelación, nadie lo experimenta antes del encuentro con el otro. Ya que nace entre el uno y el otro; no pertenece a nadie y es recibido como una pura gracia. Esta revelación anima al hombre como el rayo de sol lo calienta o la lluvia fecunda la tierra.
No obstante, ella encuentra inmediatamente un rostro en los rasgos del frente a frente. Cada uno es, para el otro, el espejo de su advenimiento. En la mirada del otro se ve, efectivamente, un sentimiento que uno mismo experimenta, pero que para ser común a sí y a al otro se nombrará de la misma forma para el uno y el otro. Así, para la conciencia, el otro no es solamente el mediador del sentimiento de humanidad, es también el espejo de la revelación. Desde que encuentra un rostro para acogerla y transmitirla, la afectividad de la revelación se transforma en amistad.
El compartir
Pero el encuentro con el otro, en el cara a cara singular, no es la única relación interactiva que pueda ser la sede de la revelación. Cada uno puede confrontar su individualidad a la identidad colectiva o confrontar la identidad colectiva que comparte con sus prójimos a la individualidad de los otros. Todos para uno, uno para todos, este frente a frente es el compartir, por ejemplo, el pacto de sangre de los guerreros que van a la guerra.
Ningún centro particular define la unidad de la comunidad, suscitada espontáneamente por la necesidad, por ejemplo, la de construir la casa de los jóvenes esposos u organizar una gran caza o una incursión guerrera. La persona más competente del momento se convierte en la referencia de todos. El centro es nómade y efímero. La comunidad no es una totalidad homogénea sino contradictoria, ya que cada uno ha de oponer su diferencia a la identidad colectiva. Por el compartir se engendra la confianza.
La reciprocidad ternaria unilateral
Desde los orígenes, se ve aparecer otra relación que es también una matriz de conciencia de conciencia: una estructura en la que cada uno está en una situación intermedia entre otros dos, por ejemplo, al recibir de un donador y donando a otro. Hacen falta por lo menos tres participantes para construir esta estructura.
Para cada participante, la situación parece idéntica a la de la reciprocidad del cara a cara. Las dos percepciones antagonistas del dar y recibir, para guardar el ejemplo de la reciprocidad de los dones, siempre dan nacimiento a un resultado contradictorio, hogar de la prueba afectiva del sentido de dar y recibir.
Precedentemente, el sentimiento venía al hombre, como desde un afuera, era revelado: el hombre era la sede de él, luego: portavoz.
En la reciprocidad ternaria, cada participante se encuentra siendo la sede de lo contradictorio sin un cara a cara con el otro, estando éste otro separado en dos participantes distintos y opuestos: un donador y un donatario, por ejemplo. Su donador le parece no contradictorio (exclusivamente donador), igualmente su donatario (ya que exclusivamente donatario). Ninguno de los dos puede hacer el papel de espejo para el sentimiento nacido de lo contradictorio. Esta vez, la estructura de reciprocidad obliga a la revelación a afirmarse sin la inmediata confirmación de la manifestación de otro.
La conciencia de sí no es, pues, la misma según la matriz que le da vida. En la reciprocidad binaria, nace de la inter-acción entre el uno y el otro; en la reciprocidad ternaria la conciencia humana aparece como un fenómeno de individuación del ser. El individuo está sumergido, ciertamente, en una relación de reciprocidad generalizada, pero lo que es contradictorio en sí se urde en él y no simultáneamente en él y el otro.
El ser que resulta de ello no puede experimentarse sino a partir de su propia manifestación, es decir, creándose como interioridad del individuo. No tiene, para reconocerse, sino el eco de su propia palabra. La palabra le parece, entonces, su propia fuente.
Sin embargo, la revelación sólo se interioriza con la condición de que cada uno sea incluido en una relación con el otro que implica a todos los otros. El individuo no puede contravenir las obligaciones de dar y recibir so pena de que los otros no puedan ni dar ni recibir y dejen de ser la sede de conciencia de conciencia. La estructura que permite la individuación desaparecería inmediatamente. La autoproducción de sí esconde un secreto en el corazón de su interioridad: el secreto de la estructura generalizada, que se manifiesta como el respeto a todo otro. Un sentimiento tal es el de la responsabilidad. Cada uno se ha convertido, gracias a la relación ternaria, en responsable por todos.
La reciprocidad ternaria diacrónica
La tradición a menudo pone en primer plano una relación ternaria diacrónica entre los vivientes, el más anciano del linaje y los difuntos. En África, un deceso es la ocasión para celebrar las bodas de la vida y la muerte.
La exposición de un difunto, los ritos funerarios, orquestan ese movimiento privilegiado para tratar de prolongarlo. El más anciano por edad está invitado a convertirse en la sede de la confrontación de la vida y la muerte y, por ello, de la conciencia de conciencia, que se traduce por el sentimiento de la existencia humana. Es llamado la cabeza, la sede de la conciencia y el guardián de la ética. Es muy respetado y dispone de la mayor autoridad. Pero, como es la muerte la que, al relativizar la vida, lo hace acceder a esta conciencia suprema, y como la muerte está representada por los difuntos, se dice que recibe la vida espiritual de los ancestros.
La tradición subraya también el papel de la reciprocidad ternaria en la filiación. Toda mujer, por ejemplo, para ser aún hija de su madre mientras que ya es madre de su hija, es la sede de conciencias biológicas antagonistas y, consecuentemente, matriz de lo contradictorio. Pero los mitos acordan al significante materno un papel mayor en la génesis, sin duda porque lo contradictorio está ligado al nacimiento. Cuando la mujer da a luz, en efecto, a menudo atraviesa la muerte para dar la vida. La madre es el significante que la naturaleza privilegia, no para decir el origen de la conciencia, papel que parece más bien devuelto a los ancestros, sino para decir el nacimiento siempre recomenzado en la espontaneidad de la creación.
La reciprocidad ternaria bilateral
La estructura ternaria puede ser unilateral o bilateral. Cuando es bilateral, somete el sentimiento de responsabilidad a una nueva obligación. Por ejemplo, la de equilibrar los dones que vienen por un lado con los dones que van en sentido inverso.
El objetivo del donador, en la estructura de reciprocidad ternaria unilateral, es el de dar lo más posible, ya que cuanto más da tanto más engendra el lazo social. En la reciprocidad ternaria bilateral, el que se encuentra entre dos donadores debe reproducir el don del uno y el del otro de forma apropiada. Una preocupación tal es la de la justicia.
La reciprocidad centralizada
Pero también es posible que intervenga un intermediario no sólo entre dos otros, sino entre todos los miembros de una comunidad. En las sociedades de reciprocidad, en las que domina esta forma de reciprocidad ternaria centralizada, el intermediario se convierte, a la vez, en sacerdote, en tanto que mediador de la afectividad común, en rey, en tanto que responsable de la redistribución, y en juez supremo, ya que solo él puede tomar las decisiones que se imponen a todos.
Las competencias de los unos y los otros sufren, entonces, importantes transformaciones. Los donadores ya no tienen lazos directos entre sí, sino sólo lazos mediatizados por el centro de redistribución de la comunidad. El sentimiento, engendrado por una relación tal, es la gracia religiosa, para cada uno un lazo cuyo imaginario no le pertenece, al no ser nadie fuente de la palabra, aparte del que hace el papel de intermediario. Uno solo habla y dice la verdad por todos.
Aparecen nuevos valores. La confianza ya no es nómade ni espontánea, como en las sociedades en las que domina el compartir; aquí se convierte en obediencia.
Pero ninguna sociedad da la preeminencia a una forma de reciprocidad de forma exclusiva. La centralización de la redistribución, que podría conducir al despotismo, es temperada, generalmente, por un reparto de responsabilidades.
Conclusión
El sentimiento de libertad de la conciencia de conciencia pura se convierte en la amistad en el frente a frente, la confianza en el compartir, la responsabilidad, la justicia en las estructuras ternarias...
Cada estructura elemental de reciprocidad produce entonces un valor particular. El ser es irreductible a una sola esencia, ya que está ligado a sus condiciones de existencia: la amistad no se reduce a la justicia y la justicia puede ignorar el rostro del otro; la individuación del ser conduce a la responsabilidad en una relación de reciprocidad segmentada y a la obediencia en una relación centralizada.
Para vivir esos valores diferentes, hay que participar de sus matrices respectivas. Y lo que está en juego, en las instituciones políticas, es conciliar esas matrices en el mejor sistema posible.
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9
El nacimiento de la responsabilidad
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Desde Marcel Mauss, la antropología no dejó de confirmar que las comunidades humanas son (o fueron) fundadas por estructuras de reciprocidad. Mauss constata que las primeras relaciones sociales son “prestaciones totales”. Gentilezas, festines, rituales, servicios militares, mujeres, niños, danzas, fiestas, en los que todo está empotrado en la reciprocidad. El sentimiento de humanidad, lugar de esas prestaciones, es un sentimiento que parece sin embargo venir de fuera. Ya que nacido entre los unos y los otros, no pertenece, de hecho, a nadie.
La razón de la reciprocidad
La reciprocidad redobla la acción en el otro -quien es pasión para el otro- de la pasión que provoca la acción del otro. Ella es, pues, el medio gracias al cual una percepción unilateral se redobla con su percepción antagonista. De la relativización de esas dos percepciones nace una conciencia de conciencia que, en el equilibrio perfecto, se convierte en una conciencia de sí misma. Esta conciencia es contradictoria en sí, lo que le ha valido el nombre de Tercero incluido, que le dió Lupasco (1).
En el equilibrio perfecto de lo contradictorio, se convierte en un sentimiento puro, pero cuando lo contradictorio se desequilibra a favor de uno de los polos no-contradictorios, se perfila en el límite una conciencia objetiva.
Lo contradictorio deviene afectividad, en el corazón de la conciencia humana, mientras que lo no-contradictorio se traduce por la objetividad del conocimiento que aparece en su horizonte.
El tercero incluido nace entre los dos participantes que se hacen frente y se expresa por la palabra de cada uno de ellos. Cada uno es, pues, portavoz del Tercero. Sin embargo, cada cosa, implicada en una relación de reciprocidad, es tributaria de una realidad biológica diferente de la que está llamada a significar en tanto símbolo (2). Es necesario, por tanto, que el ser-que-nace-de-la-reciprocidad se desprenda de sus condiciones de origen; que las palabras lleven sus sentidos fuera de las situaciones en las que lo han recibido y que aprendan a significar entre ellas sin estar forzadas a traducirse en imágenes cuando no en actividades biológicas.
Como quiera que fuese, el sentido encuentra inmediatamente otro constreñimiento: para poder ser comprometido en la comunicación, por significantes no contradictorios, lo contradictorio debe pasar necesariamente por el yugo de una de sus dos polaridades no contradictorias.
Aparecen entonces dos modalidades de la función simbólica, en el origen de dos principios de organización social: el principio de unión, para las sociedades llamadas “de casa” y el principio de oposición, para las organizaciones dualistas; empleamos aquí la terminología de Lévi-Strauss (3).
Polanyi describió esas dos formas de integración social, la primera, bajo el nombre de redistribución, y la segunda, bajo el de reciprocidad. Pero redujo la redistribución a una forma centralizada de la reciprocidad (4).
En realidad hay que retraer la reciprocidad y la redistribución a las modalidades fundamentales de la función simbólica para que su distinción, como dos principios distintos de integración económica y social, se haga pertinente. La redistribución corresponde, desde entonces, al principio de casa, así llamado por Lévi-Strauss, que contiene lo que consideramos como una de las modalidades de la función simbólica: el principio de unión, mientras que la reciprocidad, en el sentido de Polanyi, responde a otra modalidad de la función simbólica, llamada por Lévi-Strauss principio de oposición.
Pero ¿existen otras estructuras, diferentes al cara a cara de la reciprocidad primordial, en las que el sentido pueda nacer y encarnarse en la palabra?
Sabemos que el frente a frente engendra lo contradictorio. Si hemos descubierto esta posibilidad en una nueva estructura, ésta podrá, quizá, decirnos cómo la sociedad puede pasar de un sistema en el que los valores se revelan imponiéndose a los individuos, a un sistema en el que los individuos son responsables de la génesis de esos valores.
Y bien, una nueva estructura pretende engendrar lo contradictorio espontáneamente en todas las sociedades de origen
La individuación del ser
En el cara a cara, el sentimiento de humanidad revela su presencia en el rostro del otro. Es en la mirada del otro que se ve aparecer el signo de la comprensión, el signo de una comunidad de sentido.
En una estructura de reciprocidad ternaria, cada socio no da más en un frente del que recibe, pero da a uno y recibe de otro. Como decíamos, dos percepciones antagonistas elementales son acopladas la una a la otra y la estructura ternaria permite, pues, como el cara a cara, el nacimiento del Tercero incluido.
Sin embargo, algo ha cambiado. El rostro, en el que se reflejaba el Tercero incluido, ha desaparecido. El sentido que nace para cada uno no tiene espejo. Cada uno es la fuente del sentimiento que da sentido a la una y la otra de sus percepciones antagonistas. Cada uno se convierte en el origen del ser social. La estructura ternaria es el soporte de la individuación del ser.
Estructura binaria
A>----------------------------> B
<-----------------------------<
Estructura ternaria
A>----------------->B---------------->C------------------ A
La responsabilidad
Lo contradictorio, que se traduce por un sentimiento en el corazón de toda conciencia de conciencia, no se impone ya desde el exterior, como cuando nace entre dos personajes iguales. Se construye de una afectividad pura, sin imagen ni espejo. Entonces, se comprende el secreto de una subjetividad absoluta del yo. El ser es subjetividad pura que ya no parece compartida. Es manifestación de sí para sí. Es revelación interior para cada personaje, libertad original y, por ello mismo, ignorancia de lo que procede a partir del otro.
Sin embargo, la individuación del ser supone la realización de una relación ternaria de reciprocidad. La individuación del sujeto no proviene de una multiplicación de alguna esencia afectiva; ella significa un yo personal frente al otro.
La libertad del yo no es independiente de sí frente a otras personas; ella es un hacerse cargo del otro por cada quien. El Otro es en yo: eso quiere decir que el sujeto es responsabilidad. La individuación del ser funda la libertad del yo como responsabilidad de todos los otros.
La borradura de la estructura no es su desaparición. La estructura sólo ha devenido invisible. La exterioridad del otro ha sido reemplazada por la interioridad del sí mismo, pero esta interioridad comporta la estructura de donde nace el Otro y se debe encontrarla entonces en lo que Michel Henry llama tan justamente la interioridad recíproca.
La justicia
Pero nada obliga al don a circular siempre en un sentido antes que en otro. Su generalización por sí misma implica a menudo una ida y vuelta. Entonces cada uno se convierte en la sede de dos movimientos inversos, y los dones de uno de esos participantes se confrontan con los dones del otro participante. Entre estos últimos reaparece una estructura de cara a cara, pero equilibrada y mediatizada por un tercero intermediario. Ese tercero intermediario ocupa el sitio central del Tercero, nacido de su cara a cara.
Ese tercero intermediario no es un soporte fáctico del Tercero incluido; es también realmente el Tercero, ya que consume y reproduce el don de cada uno, lo cataliza a través de su propia persona. Es el Tercero de la reciprocidad ternaria. A este título, es la encarnación del sentimiento de humanidad, del ser social de la relación bilateral de esos dos participantes, al mismo tiempo que el yo de la individuación.
Inmediatamente, aparece una forma de libertad que es otra cosa que el acceso al sentido o la responsabilidad de éste: la elección de sopesar el pro y el contra de toda decisión frente a otro. La orientación única de los dones conducía a cada uno a dar lo más posible para acrecentar su nombre en la jerarquía del ser social, ya que el ser social tenía entonces por rostro aquel del donador. No es lo mismo si los dones provienen de fuentes diferentes y deben confrontarse los unos a los otros por el tercero intermediario. No es lo mismo tener que dar a otro ya que uno ha recibido de él y equilibrar, como el fiel de la balanza, los dones de los unos y los otros. El sentimiento de responsabilidad se metamorfosea. La responsabilidad ya no es reconocimiento de humanidad o cuidado de las condiciones de existencia del otro, sino cuidado por la justa medida debida a cada uno. ¿Cómo hacer de forma que el don del uno sea devuelto al otro? El sentimiento de responsabilidad se convierte en el de la justicia.
Cada cual es sujeto de muchas maneras: en el ser, porque el sentido se anuda a la palabra: por tanto, como oráculo; pero también del ser ya que cada uno es la fuente del sentido mismo: por tanto, como responsable y, finalmente, como juez, en tanto centro intermediario de una relación de reciprocidad bilateral entre dos otros.
Se comprende la posición de aquellos que, con Paul Ricoeur, ven en la relación de la conciencia consigo misma (la ipseidad) una iniciación a la experiencia del otro y de aquellos que piensan que la alteridad no puede realizarse en sí, si no se tiene, primero, acceso al otro. La presencia del Otro en sí (la ipseidad) no puede producirse sino en las estructuras de la reciprocidad generalizada, mientras que en las estructuras de reciprocidad bilateral, el Otro siempre es un Afuera cuya revelación es netamente percibida como debida al otro. Es por ello que, en la primera de esas tesis, el ser del sujeto se instaura como la responsabilidad para con el otro; o, aún, como la justicia. Mientras que, en la segunda, la amistad, que es la manifestación del otro, ordena todos los valores según su preeminencia. En los dos casos la experiencia del sujeto es primero la de una falta (que se traduce como un deseo) ya que lo contradictorio no es nada comparable a lo que se presenta como realidad objetiva, sino un vacío. Y si nada de lo que habla preexiste en ninguna parte, su aparición es la soberana libertad del sujeto, es decir, que ordena esta cadena de significantes, cada uno de los cuales llama al otro para sobrepasar su incompletud.
Lo real, es cierto, puede entenderse en otro sentido. Cuando la función simbólica está impedida, cuando la palabra no puede decirse, los gestos primitivos vuelven brutalmente al primer plano de la escena.
El rol del intercambio
¿Sería el intercambio el medio por el cual los hombres se liberan de la inmovilidad de la tradición para asumir individualmente su soberanía como seres concientes? ¿Permitiría el intercambio un acceso privado al sentido?
¿Cómo el interés privado puede conciliarse con la responsabilidad de cada uno para con todos? Se escucha decir con frecuencia que el interés debe disociarse en dos: un interés inferior, que reenvía al deseo, incluso al cuidado de lo mismo: al egoísmo y un interés superior, el del hombre virtuoso, que se despliega mediante el sacrificio del interés inferior en beneficio del otro. Pero es difícil sostener la idea de que el ser humano sea virtuoso por naturaleza. Si, por el contrario, existe una estructura (o muchas) que engendra la responsabilidad, se comprende que el ser humano pueda hacerse responsable o no, según que participe o no lo haga.
Será necesario, sin duda, reconocerle al intercambio el mérito de reemplazar la reciprocidad cada vez que ella es prisionera de imaginarios arcaicos y de permitir a cada uno retomar la iniciativa de nuevas relaciones de reciprocidad. Es, tal vez, debido a que la conjunción de la reciprocidad y de la libertad parece emerger en la historia con el libre intercambio. Pero, en realidad, la emergencia de la responsabilidad es concomitante a la individuación del sujeto que requiere una estructura de reciprocidad generalizada, implicando al mismo tiempo el olvido de esta matriz.
Notas de pie de pagina
1 Stéphane Lupasco, L’énergie et la matière psychique, Julliard, 1974. 2 Cuando Jean Marie Tjibaou, por ejemplo, dice: «entre nosotros, cuanto más se dona, más grande se es», pueden entenderse dos cosas: “cuanto más dona uno en la reciprocidad tanto más grande es el ser” o incluso: “cuanto más dona uno al otro tanta más prestigio tiene”. En ese último sentido, lo imaginario se impone a lo simbólico. 3 Claude Lévi-Strauss, Paroles données, Plon, 1984 4 Polanyi entiende por economía la producción y el consumo de bienes materiales, pero de esta economía se dice que está encastrada, ya que está sometida al constreñimiento de los valores simbólicos. La producción de bienes reificados y medibles debe tener en cuenta motivaciones subjetivas, étnicas, religiosas o ideológicas. Estos valores son movilizados, o bien por la iniciativa de cada uno y en esto consiste la reciprocidad - o bien son invocados por un centro de referencia para todos - y en esto consiste la redistribución. Polanyi no llega hasta reconocer en la reciprocidad y la redistribución las estructuras originales, las matrices de esos valores simbólicos. No se preocupa de la génesis de esos valores que son movilizados en la reciprocidad de los ciclos de la redistribución y la reciprocidad.
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Los fundamentos de la economía de reciprocidad
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5
Ensayo sobre la economía de las comunidades indígenas
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Publicado en francès en :
La Dialectique du Don
essai sur l'économie des communautés indigènes
Diffusion Inti
1983
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Publicado en castellano en
La Dialectica del Don
Ensayo sobre la economía de las comunidades indígenas
Hisbol, AUMM y R&C
La Paz Bolivia 1986
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En el prefacio a la edición francesa de la obra de Marshall Sahlins: Stone Age Economics, Pierre Clastres escribe: “ Nos enseña y nos recuerda que en las sociedades primitivas la economía no es una “máquina” de funcionamiento autónomo; es imposible separarla de la vida social, religiosa, ritual, etc. No sólo que el campo económico no determina el ser de la sociedad primitiva, sino que más bien la sociedad determina el lugar y los límites del campo de la economía. No sólo que la voluntad de subproducción es inherente al modo de producción doméstico. La sociedad primitiva no es el juguete pasivo del juego ciego de las fuerzas productivas; por el contrario, es la sociedad la que ejerce sin cesar un control riguroso y deliberado sobre su capacidad de producción. Lo social regula el juego económico y, en última instancia, la política es la que determina lo económico. Las sociedades primitivas son máquinas de antiproducción”.
¿Máquinas de antiproducción o máquinas de sobreconsumo?
Si bien esta introducción tiene el mérito de resumir claramente una tesis clásica, sin embargo se debe hacer justicia a Marshall Sahlins, pues afirmar que las fuerzas productivas de la sociedad de redistribución o de reciprocidad no tienden al desarrollo; es más, que la voluntad de subproducción es inherente al modo de producción doméstico, es una extrapolación un tanto rápida de sus ideas.
Mientras que Clastres designa a la sociedad primitiva como una máquina de antiproducción, Sahlins la describe como un sistema en el que la redistribución organiza la producción y ve en eso un principio de desarrollo «diametralmente opuesto al del sistema capitalista».
Las fuerzas de producción no tienen el monopolio del poder, y la dinámica del desarrollo puede ser determinada tanto por el consumo como por la producción: resultaría extremadamente difícil privilegiar, a través de la teoría, la fuerza propia del uno o de la otra. La crítica de la economía política constata que la producción es efectivamente determinante en los sistemas de intercambio y de competencia; pero no ocurre lo mismo en los sistemas de redistribución y reciprocidad, donde, por el contrario, el consumo es el que determina la producción. Más que máquinas de antiproducción, son máquinas si se quiere decir así- de sobreconsumo.
De este modo, el hecho que la producción pueda ser subproducción con relación a la demanda, no implica entonces que las fuerzas productivas no estén integradas dentro de una tendencia al desarrollo y que no participen en el crecimiento económico, según leyes determinadas.
Representación política y relaciones económicas en las sociedades de redistribución y reciprocidad
Por lo tanto, no es tal vez la sociedad la que ejerce un control «deliberado» sobre los sistemas de redistribución y reciprocidad, sobre su capacidad de producción, en virtud de alguna sabiduría misteriosa o sobreconciencia política, sino algunas leyes inherentes al crecimiento económico determinado por la redistribución. Si bien parece evidentemente verosímil que en ninguna parte la sociedad es «un juguete pasivo de las fuerzas productivas», a la inversa, en ninguna parte la sociedad parece capaz de determinar de manera «deliberada» el lugar y los límites del campo económico. Más que dejar imaginar una «voluntad» de «subproducción» arbitraria, los trabajos de Marshall Sahlins revelan una determinación de «sobreconsumo», y es, en última instancia, lo económico que «determinará» la «política», en la medida que la redistribución y la reciprocidad sean expresiones del consumo y de la producción comunitaria y, en razón de lo cual, categorías de la economía política.
Antes de Marx, la economía política de las sociedades occidentales se confundía en lo esencial con sus ideologías, e incluso con un fetichismo político-religioso. Se convirtió en ciencia particularmente cuando la crítica de Marx permitió separar el objeto del análisis de sus formas de representación. Para autorizar nuevas investigaciones basta con cuidar que el campo económico de las sociedades de redistribución no sea confundido a priori con el de los sistemas de intercambio y de concurrencia de nuestras sociedades.
Por cierto que las categorías económicas del sistema capitalista son totalmente inadecuadas para traducir la realidad de los sistemas de redistribución y reciprocidad, ya sean éstas categorías marxistas o no, ¡en particular las categorías del intercambio! Mas, pretender que las categorías marxistas fracasen ante el proceso de redistribución sería emitir un juicio de intención, puesto que no es su carácter marxista lo que se acusa, sino su pertenencia al sistema criticado por Marx, y esto también es reconocer que se privilegia las categorías no marxistas apropiadas para el mismo sistema, y de las cuales se espera que sean más eficaces.
Haría falta, en el fondo, hacer la crítica de la economía política de la reciprocidad y la redistribución, de la misma manera como Marx hizo la crítica de la economía política del intercambio y la concurrencia. Se revelaría sobre todo que si estas sociedades tienen caracteres religiosos, culturales, etc., muy diferentes a los de las sociedades organizadas según el intercambio y la concurrencia, estos caracteres no son menos esclarecedores de sus relaciones económicas.
La redistribución
“ El intercambio primitivo - y éste es uno de sus rasgos distintivos - está ligado, por regla general, más bien a la distribución de productos terminados en el seno del grupo y no, como el intercambio mercantil, a la adquisición de medios de producción ”.
Este rasgo característico permite a Sahlins interpretar el centro de un sistema de redistribución como el lugar privilegiado, donde convergen diferentes relaciones de reciprocidad, y en el que cada protagonista puede entonces depositar algunas de sus riquezas para obtener otras. Es así cómo la redistribución aparece como la realización de numerosas relaciones de reciprocidad.
Para Sahlins, el hecho de que la redistribución concierna esencialmente a los productos terminados, indica que la redistribución cumple una función primordial, que Malinowski había ya reconocido y que Sahlins menciona al citar a este autor: “ Creo que encontraríamos que las relaciones entre lo económico y la política son constantes por el mondo: en todas partes el jefe detenta el rol de banquero tribal: reúne los alimentos, los almacena, asegura su vigilancia y luego dispone de ellos para el provecho de la comunidad ”.
En cuanto “a las prácticas de ayuda mutua en la producción”, éstas no dependerían - según esta interpretación - más que del “contexto” de la redistribución. La producción se organizaría en interés de todos porque la redistribución instaura la unidad colectiva.
El hecho que la producción colectiva esté organizada por la redistribución, se explicará por una relación inmediata entre la redistribución y la producción; esta afiliación de la producción a la redistribución sólo sería una consecuencia de la “centricidad”, para emplear una expresión de Polanyi, instaurada en las relaciones de reciprocidad por la función de aglutinamiento que cumple la redistribución. Esto se debería a que la redistribución sería una forma de organización de las conductas de reciprocidad.
De este modo se nos remite a la reciprocidad, en la cual, según Sahlins, sólo intervienen relaciones de intercambios simétricos para los productos terminados, los valores de uso y los bienes de consumo.
Antes de analizar el concepto de reciprocidad propuesto por Polanyi, quisiéramos precisar el rol tan importante de la función de redistribución, que Malinowski designa con la expresión de «banquero». En efecto, el rol de banquero de un jefe indígena no excluye el de accionista (para quedarnos con la terminología de Malinowski). La observación de las sociedades indígenas muestra que el hombre, cuya producción es la más eficaz y que por lo tanto dispone de mayores posibilidades de redistribución, recibe la consideración de los beneficiarios. Dicho de otra manera, para ser banquero hace falta primero ser jefe y para ser jefe se debe redistribuir más que los demás.
Esta precisión nos deja entrever que la redistribución no puede definirse solamente como la organización de las relaciones de reciprocidad y que la función de banquero no da justa cuenta de lo que podríamos llamar la génesis de la redistribución. Esta génesis plantea un origen de la redistribución diferente a la génesis propuesta por la función de organización de las conductas de reciprocidad. El principio según el cual “se redistribuye colectivamente aquello que se produce colectivamente” ya no depende de la unidad introducida por una generalización y centralización de las relaciones de reciprocidad, sino que depende desde su origen del principio de redistribución. La redistribución conduce obligatoriamente a una reciprocidad productiva.
Origen de la reciprocidad
Examinaremos ahora la concepción de reciprocidad según Polanyi, a la que Sahlins nos remite.
La colecta de bienes no es considerada aquí como término de una cosecha, última expresión de una fase de producción, sino como la suma de transacciones bilaterales de socios, quienes se encontrarían en situaciones de reciprocidad si no compartiesen sus intereses. La reciprocidad, tal como la concibe Sahlins, es una relación de intercambio de dones entre personas que están frente a frente.
Por el contrario, podemos considerar que lo que crea una relación de reciprocidad entre los miembros de una sociedad es el don. Pero el don debe ser «producido», por poco que signifique, como una expresión de la conciencia. Su «reproducción» manifiesta su comprensión social, su significación social; reproducción que entonces se convierte en reciprocidad. Esta diferencia entre «reproducción» y «restitución» permite precisar que la re-producción del don está dirigida a un «tercero», así como el don se dirige al prójimo.
Tal es la razón de ser del don, que al sistematizarse permite la construcción de sociedades de reciprocidad. El movimiento de reproducción del don basta para explicar la génesis de los sistemas de reciprocidad sin que sea necesaria la intervención de la obligación de restitución.
Por consiguiente no hay, a priori, necesidad alguna de limitar la dinámica del don desde el origen, encerrándola dentro de lo que Polanyi llama dualidad del intercambio.
Al esquema de reciprocidad de Polanyi
Podemos oponer otra imagen para indicar que no hay don que no comprometa al prójimo en su comprensión y que no cree una relación social sino es reproducido.
Podríamos limitarnos a interpretar el don como una distribución que concierne al círculo de parentesco periférico, cuando el excedente de la producción no puede ser consumido dentro del marco doméstico. Nos reduciríamos a considerar el don como una sobreproducción traducida a redistribución.
Por último, en las sociedades de redistribución, el prestigio, ligado a la capacidad del don, mide la autoridad; la redistribución es la expresión del poder.
La reciprocidad, forma de organización de la redistribución
Recibir un don implica, socialmente, la reproducción de éste y el ciclo debe poder continuarse lógicamente de esta manera por la integración del prójimo al consumo.
Es evidente que la cadena así abierta se cierra tarde o temprano y forma un círculo de reciprocidad.
La reciprocidad se convierte, según nuestro punto de vista, en la obligación para cada uno de reproducir el don; una forma, pues, de “organización de la redistribución” o, aún, el derecho de todos a que cada uno reproduzca el don.
Polanyi, al que Sahlins se refiere, tuvo el mérito de sacar de las interpretaciones etnocéntricas tradicionales, la idea de la existencia de sociedades cuyo comercio no depende del intercambio mercantil. Se dedicó, sobre todo, a describir tres organizaciones fundadas por principios empíricos: el intercambio, la redistribución, la reciprocidad.
En este punto es posible ahora reducir la reciprocidad al don, a la redistribución, y puesto que la reciprocidad no es sino la reproducción del don, ya no existen tres principios, como proponía Polanyi, ni uno, como lo quisiera la economía política tradicional, sino dos: surge entonces «el antagonismo entre el don y el intercambio».
El movimiento recíproco, que involucra una simetría bilateral, podría existir si el círculo de las relaciones de reciprocidad se redujese a la relación de dos socios. Robinson y Viernes, por ejemplo, sobre una isla desierta; pero entonces se debe observar que cada don tiende a ser superior al precedente y que, a excepción de algunas sociedades «contradictorias», uno de los protagonistas se convertirá en el amo y el otro en el esclavo.
Podemos considerar también que la obligación de «restitución», sobre la que Polanyi pretendería fundar la reciprocidad, se opone a la dinámica del don, la inmoviliza desde su fuente, la priva de sentido.
En efecto, ¿cómo podríamos explicar que tal sistema económico, constituido a partir de esas relaciones de equilibrio simétrico, pueda trascender sus límites iniciales y proseguir su desarrollo, si en realidad la redistribución no tiene una propensión natural para sobrepasar estos estados de inercia; si la dinámica del crecimiento no está dada por el principio mismo de la economía: el don? Habría que introducir factores irracionales desde el punto de vista de la ciencia económica (culturales, ideológicos, religiosos, etc.).
La ideología de la redistribución
Marshall Sahlins prefiere recurrir a la ideología para explicar el «crecimiento» en las economías indígenas de redistribución.
“ En las formas de cacicazgos más evolucionados (...) podemos admitir que al hacer obra de beneficencia comunal y al organizar la actividad comunal, el jefe promueve un bien colectivo más allá de lo que grupos domésticos, tomados en forma aislada, pueden concebir y advertir. Instituye una economía pública que trasciende la suma de sus partes constitutivas, las unidades domésticas.
“ Pero ese bien colectivo se consigue a costa de las partes, a costa entonces de la casa. Los antropólogos atribuyen, demasiado a menudo y automáticamente, la emergencia del cacicazgo a la producción de excedentes ”.
“ En el curso del proceso histórico, la relación entre los dos fenómenos se presenta por lo menos como recíproca, y en el funcionamiento de la sociedad primitiva se observa más bien lo inverso: el ejercicio del poder es un generador constante de excedente doméstico y el desarrollo de las fuerzas de producción va a la par que el del orden jerárquico y el cacicazgo ”.
Sahlins deduce de ello una contradicción entre la igualdad presupuesta por la reciprocidad y la desigualdad que depende de la autoridad del jefe.
“ Pero desde el punto de vista estrictamente material, la relación no podría ser «recíproca» y «generosa» a la vez, ni el intercambio «equivalente» y «más que equivalente». Por consiguiente, es cuestión de ideología en tanto que el principio de la prodigalidad del jefe debe necesariamente hacer abstracción del flujo de bienes que circulan en sentido inverso, del pueblo hacia el jefe, asimilándolo, por ejemplo, a un tributo ”.
Vemos entonces que la interpretación de la redistribución en términos de reciprocidad y de ésta, en relaciones de igualdad (interpretación fundada sobre el a priori del intercambio) plantea un enigma: la desigualdad que la reciprocidad supone entre los bienes recibidos y redistribuidos. Si hay un intercambio, éste debe ser igualitario; pero hay desigualdad, entonces se debe explicar esta última por la intervención extraña de la ideología.
Si consideramos, por el contrario, que la redistribución es el origen de la reciprocidad (al menos de la reciprocidad productiva), la contradicción desaparece. Existe desigualdad desde el principio. No hay necesidad de explicar el poder, recurriendo a una ideología extraña. Sin embargo, la reciprocidad productiva conduce a la redistribución, puesto que se convierte en una participación en la redistribución: multiplica su eficiencia.
La ideología del poder, generadora de excedente, se convierte aquí en la traducción de las correlaciones de fuerzas conforme a las determinaciones económicas. La ideología de la redistribución se actualiza como expresión política del sistema.
Aunque observa en los cacicazgos evolucionados que la redistribución ordena los estatutos de producción, según sus imperativos, así como sitúa la redistribución en su origen, Sahlins carece del principio dialéctico que explica el crecimiento de estas sociedades, su evolución. Para explicar esta evolución se ve entonces obligado a recurrir a las ideologías, y esto lo lleva a oponer, bajo el término de modos de producción, sistemas económicos que, en realidad, son diferentes fases del mismo proceso de desarrollo engendrado por la dialéctica del don.
¿Existe el modo de producción doméstico?
Por ejemplo, Sahlins considera - y es esa su tesis principal - que un sistema doméstico, cuya producción estuviese determinada por el consumo interno, correspondería a un «modo de producción». Pero él priva a este sistema de la trascendencia del don, para encerrarlo dentro de las características y límites del consumo familiar, de manera que puede afirmar que la satisfacción de las necesidades domésticas confiere al sistema un carácter anti-excedentario; en términos económicos, tendría una estructura de subproducción.
“ Tal estructura - observa - conduce evidentemente al caos; y, por consiguiente, habría que trascender este caos recurriendo a las ideologías políticas: nacen así los cacicazgos que van a oponer a la dinámica negativa del modo de producción doméstico una tendencia contradictoria, un dinámica de productividad. Como hay que atribuir esta última contradicción a algún principio fundamental, Sahlins la atribuye a la contradicción «naturaleza-cultura »”.
El autor considera que la producción doméstica, confiada a sí misma, representa el «caos primitivo», cuyo miedo obliga a la trascendencia ideológica y al recurso a la autoridad política. La ideología sería el elemento «motriz» del ciclo y sería, en su origen, el temor a la muerte. En realidad, eso es volver a encontrar las primeras representaciones de la dialéctica del don, pero de una manera paradójica, ya que la ideología dominante que acompaña al don no es la del temor a la muerte, sino la conciencia de la vida.
¿Cómo podemos admitir que el sistema de producción y consumo doméstico esté limitado en forma natural por el consumo familiar y replegado sobre sí mismo, que su principio sea la subproducción, que se oponga a los principios del cacicazgo, o de cualquier otra organización política? Por el contrario, de la extensión de la redistribución doméstica pueden nacer estas formas políticas. Si hay una contradicción, ésta podría ser dialéctica, lo que implicaría reintegrar el sistema de producción doméstico dentro de un modo de producción, del cual no sería más que una fase de desarrollo. Según este punto de vista, una vez que esta forma de desarrollo la distribución familiar - es trascendida por otras más evolucionadas, se convierte en una traba para la redistribución generalizada y existe, efectivamente, contradicción entre las esferas de reciprocidad.
Parafraseando a Marx se puede decir: “ Todavía ayer, formas de desarrollo de la redistribución... esas condiciones se transforman en pesadas trabas ”.
Por cierto que el autor lo constata:
“ Toda evolución social del mundo primitivo tiende, al parecer, a sustraer a la economía doméstica del control de la estructura de parentesco y de las obligaciones de solidaridad, para sujetarla más estrechamente a la estructura política ”.
“ La influencia persistente de la economía doméstica imprime entonces su marca sobre la sociedad toda; una contradicción entre la infraestructura, por un lado, y, por otro lado, la superestructura de parentesco, que jamás se resuelve completamente ”.
Los hechos que Sahlins subraya están, pues, más próximos a las leyes generales que Marx desprende de otra sociedad, de la que Pierre Clastres hace suponer en su extraño prefacio.
Por consiguiente nos parece que si se admite que el desarrollo puede ser impulsado de dos maneras (ya sea por la redistribución, o bien por el intercambio) se observan dos determinismos opuestos, pero que tendrán en común lo siguiente: resolver sus contradicciones sin que sea necesario apelar a ideologías metafísicas. La ideología, en el sistema de redistribución y reciprocidad, correrá una suerte equivalente a la que le está reservada en el sistema de intercambio.
“ Pero hay también las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas, filosóficas; en suma: las forma ideológicas, dentro de las cuales los hombres toman conciencia del conflicto y lo empujan hasta el final ”.
En este sentido, lo que llamamos la reciprocidad de parentesco, por ejemplo, pronto aparecerá como la ideología que las fuerzas de redistribución deberán derribar para instaurar nuevas relaciones de reciprocidad, más extendidas y más generalizadas: ¡también hay «revoluciones» indígenas!.
El sistema de redistribución reciprocidad:
El principio de la redistribución
Cuando considera más en detalle los sistemas de redistribución, Marshall Sahlins observa que:
“La forma cotidiana, corriente, de redistribución consiste en comprar los alimentos en el seno de la familia, basada, al parecer, sobre el principio según el cual los productos de todo esfuerzo colectivo de aprovisionamiento deben ser mancomunados, sobre todo cuando esta cooperación implica una división del trabajo”.
Este principio es situado aquí como el origen del ciclo producción-consumo de la unidad familiar, y hay que reconocer que sería difícil de concebir una estructura más esencial.
“ Formulada de esta manera, añade Sahlins, la regla se aplica no sólo a la ayuda mutua dentro de la unidad familiar, sino también a tipos de cooperación más elaborada, implicando a grupos más amplios que la familia, reunidos con motivo de toda empresa que procure alimento; por ejemplo, la batida de bisonte en las llanuras del norte de los Estados Unidos, o las grandes pescas al trasmallo en las lagunas formadas en los atolones polinesios ”.
El principio de reciprocidad productiva
Hay que señalar las expresiones que conciernen a la producción: «solidaridad productiva», «esfuerzo colectivo», «ayuda mutua y cooperación»... todas estas fórmulas traducen prácticas que no podrían ser incluidas inmediatamente dentro de la noción de reciprocidad si restringiésemos dicha noción a la posesión mancomunada de los productos terminados.
No obstante el autor no excluye de esta solidaridad productiva la calidad de reciprocidad, desde el origen del ciclo: “ La redistribución supone un centro social hacia el que convergen los bienes para emanar, a partir de allí, hacia la periferia; y también límites sociales, dentro de los cuales la gente (o subgrupos) mantienen una relación de ayuda recíproca ”, (subrayado por nosotros).
Por otra parte, se tiene la costumbre de confundir todas las formas de ayuda social mutua con relaciones de reciprocidad.
Por lo tanto, proponemos llamar a este tipo de relaciones de ayuda mutua reciprocidad productiva. La reciprocidad se confunde con la reciprocidad productiva en los sistemas unificados, y ello desde la construcción de la familia; vemos entonces que estamos en presencia de un ciclo económico donde la colecta de bienes terminados es también la última fase de una producción dispuesta para el consumo del prójimo. Como la redistribución no podría en este caso poner en movimiento otros bienes que los producidos por tal comunidad de reciprocidad, esto implica que la reciprocidad productiva es la forma de la producción del sistema de redistribución.
Por su relación lógica con la redistribución, la reciprocidad se convierte en un derecho, según la expresión sugerida por Sahlins, un derecho a la redistribución. Redistribución y reciprocidad en tanto que poder y derecho, consumo y producción de una comunidad, tales son las bases lógicas de un desarrollo diametralmente opuesto al del sistema capitalista.
Hay que destacar que si bien las relaciones de la reciprocidad están organizadas y ordenadas por la redistribución, no por ello el concepto de reciprocidad desaparece. La obligación de reproducir el don contiene toda la esencia de nuestra concepción de la reciprocidad. Se observará entonces que la reciprocidad se confunde con toda forma de actividad productiva dispuesta, ya sea para el don, o bien para la redistribución; es decir, que es una extensión de lo que hemos llamado reciprocidad productiva.
Por lo tanto, la redistribución abarca el concepto de consumo colectivo, y la reciprocidad el de producción, cuando estas últimas categorías se presentan bajo su forma social dentro de un ciclo dominado por la redistribución.
Podemos considerar que la reciprocidad y la redistribución son dos formas de desarrollo de categorías fundamentales y dialécticas del ciclo económico, resguardadas de toda injerencia ideológica, metafísica, cultural, ritual, mágica, por las cuales, según los autores, son elevadas al cielo de lo imaginario.
El ciclo de la redistribución y de la reciprocidad
Resumamos la tesis clásica; la reciprocidad sería una forma de intercambio de bienes entre dos personas, una frente a la otra; una relación de simetría entre centros económicos distintos. La redistribución sería el funcionamiento de un conjunto de relaciones de un sistema centralizado donde los bienes convergen y luego divergen. Como consecuencia de esta unidad, la producción se organiza en forma colectiva.
Hemos subrayado que la producción colectiva podía contarse como reciprocidad productiva y que la articulación de la producción con la redistribución podía existir desde el origen de la familia. Aún hacía falta mostrar que el principio según el cual la redistribución organiza la reciprocidad colectiva, puede explicar el crecimiento del sistema de redistribución, así como el hecho de compartir las relaciones de intercambio. Hemos interpretado el don como una dinámica de consumo dirigida al prójimo y la reciprocidad como la reproducción del don; o lo que es el mismo: la reciprocidad como una forma de organización de la redistribución. En las sociedades unificadas por el predominio de un centro de redistribución la reciprocidad se reduce a la reciprocidad productiva. En el presente basta que la diferenciación y la complementariedad de los estatutos aumenten la productividad para que el excedente sea, a su vez, la causa de relaciones más extendidas de reciprocidad.
El mecanismo de la reproducción del ciclo de sobreconsumo, más universalmente reconocido por las sociedades de redistribución y de reciprocidad, es la fiesta. El excedente, la abundancia, no es almacenado o intercambiado en beneficio de la acumulación, base del poder en las sociedades de concurrencia y de intercambio, sino consumido: la invitación a las comunidades periféricas es la regla de oro en las sociedades de redistribución. La fiesta se convierte en una forma de reproducción ampliada del ciclo económico, generadora de relaciones de alianza, que son una generalización de las relaciones de reciprocidad, de parentesco. No puede uno resistirse a citar, después de Sahlins, un texto de Firth :
“ Quien quiera que participe en una ana (fiesta dada por el jefe tikopia) se encuentra comprometido dentro de formas de cooperación que van mucho más allá de sus intereses personales o familiares, puesto que engloban a la comunidad entera. Una fiesta tal reúne a los jefes y a sus parientes más próximos del clan, quienes, en otros términos, son fieros rivales, al acecho de las críticas y las maledicencias, pero que se reúnen aquí con grandes muestras de amistad (...) Por lo demás, una actividad a tal punto motivada sirve a un proyecto social más vasto, común a todos, en la medida en que todo el mundo, o casi, trabaja deliberadamente para promoverla. Por ejemplo, el hecho de asistir al ana y de contribuir a ella económicamente refuerza el sistema de poder de los tikopia ”.
El principio de redistribución tiende a movilizar las fuerzas productivas para engendrar riquezas que no pueden ser producidas únicamente por las comunidades de base; pero también para sostener los gastos de prestigio de la autoridad establecida, lo que se convierte en una forma de explotación características de estas sociedades de redistribución, y que anuncia la esclavitud.
Sin embargo, en tanto que la sociedad se beneficie de una distribución de riquezas superiores a las que son invertidas en el aumento del trabajo impuesto, esta última coacción puede ser socialmente aceptada.
La alienación del sistema de redistribución - reciprocidad
En el origen de un sistema de redistribución cada uno tiene el status que merece según las ventajas que brinda la naturaleza, de tal manera que el estatuto aparece bajo la luz agradable de la humanización, de la diferenciación social en beneficio de la comunidad.
El excedente económico se traduce por la extensión de las relaciones sociales, la que a su vez motiva nuevos deseos. Los estatutos se diferencian y se hacen precisos: ceramistas, tejedores, joyeros... en beneficio del ego colectivo, de la totalidad que expresa aquí lo esencial de la humanidad.
Más con la jerarquía de los estatutos aparece la alineación que conducirá, cuando una capacidad de redistribución puede ser ella misma redistribuida, a la esclavitud.
Una esclavitud de naturaleza diferente a la de la esclavitud occidental; más bien comparable a lo que representa, en nuestro sistema, el proletariado. En efecto, cuando el trabajador se convierte en mercancía puede ser considerado fuerza de trabajo y los detentores de los medios de producción pueden acumular la diferencia entre el uno y el otro, la plusvalía. En el sistema de redistribución, cuando la capacidad de redistribución de un hombre o de un pueblo puede ser redistribuida, el prestigio ligado a la primera distribución puede ser arrebatado por el autor de la segunda. Este prestigio confiscado es una transcripción de la plusvalía del sistema capitalista.
Esta forma de esclavitud no tiene entonces nada que ver con la esclavitud occidental, donde el esclavo no era un distribuidor redistribuido, un tallador de piedras, un creador de piraguas, un hábil comerciante. Mientras más rico o poderoso es el esclavo, más prestigio tiene su Inca. Para el occidental, mientras más reducido a una fuerza ciega y mecánica esté el esclavo, tanto mejor para su amo. El esclavo oriental es un subproletario, en tanto que el esclavo oriental es el equivalente de un proletario.
Pero hay esclavos subesclavos, asó como hay subproletarios. La reducción de la esclavitud puede ser tal que la capacidad de redistribución del esclavo puede, ella misma, ser sacrificada; así se conoce los sacrificios de esclavos, los potlatch de esclavos.
De este modo, el don es lo contrario del intercambio, y la reciprocidad lo contrario de la concurrencia. Por lo tanto, existen dos evoluciones económicas, antagónicas una de la otra, que manifiestan diferentes formas de integración social a partir de etapas primitivas, pero cuya unidimensionalidad dialéctica es también una causa de alienación.
Formas elementales de la reciprocidad
Intercambio y redistribución
“ La reciprocidad - declara Sahlins - es una categoría específica de intercambio, un continuum de formas. Y esto, singularmente en el contexto restringido de las transacciones materiales, definido por oposición a aquel donde juegan libremente el principio social o la norma moral del intercambio de dones (...) En un polo del continuum se situará la ayuda o la asistencia libremente otorgada (...) el don ?libre? de Malinowski, para el cual resulta indecente e incluso antisocial exigir una contraparte. En el otro polo, se situará la apropiación interesada, la obtención antagónica de la misma naturaleza, conforme al principio de la ley del ?talión?: es lo que Gouldner llama la ?reciprocidad negativa?; por lo tanto, dos posiciones extremas (...) y una serie de puntos intermedios, que ilustran no sólo las gradaciones en equilibrio material del intercambio, sino también y sobre todo las gradaciones en la escala de sociabilidad (...). El continuum de reciprocidad que proponemos es entonces definido por sus puntos extremos y medio; es decir tres formas caracterizadas: la reciprocidad generalizada, el polo de solidaridad máxima; la reciprocidad equilibrada, el punto medio; por último, la reciprocidad negativa, el punto de no sociabilidad máxima. La reciprocidad generalizada es el «don puro» de Malinowski, que Price califica de reciprocidad débil. La reciprocidad negativa es el tipo de intercambio más impersonal, en el sentido del «trueque», por ejemplo. Desde nuestro punto de vista, es el «intercambio económico» por excelencia: las dos partes se enfrentan con intereses distintos, cada uno tratando de aumentar al máximo sus beneficios a costa del otro ”.
Este esquema tiene el mérito de presentarnos el «intercambio económico» como antagónico del «don puro7 y, por otra parte, de asociar el «don puro» a la «solidaridad» o «participación colectiva», mientras que el «intercambio económico7 aparece aquí asociado a la «competencia».
Si se aborda el intercambio económico como lo hemos hecho para la redistribución; es decir, como momento de un ciclo económico, advertimos que el intercambio remite a la competencia, así como la reciprocidad productiva a la redistribución. Sin embargo, dentro de un sistema, la redistribución organiza la reciprocidad productiva (es decir el consumo, la producción), mientras que la concurrencia determina el intercambio en el otro sistema (o la producción, el consumo).
Los dos sistemas son, pues, incompatibles y el continuum no existe; existen dos sistemas económicos cuyo desarrollo es regido por leyes necesariamente contradictorias. Entonces, el antagonismo permite decir: no que el don es una generalización del intercambio, sino que el don es lo contrario del intercambio.
Redistribución y reciprocidad complementarias
En el caso en que las producciones puedan ser de naturaleza diferente, las distribuciones complementarias (A produce para A y B, y B produce para B y A) estas redistribuciones pueden ser, más que ninguna otra, confundidas con intercambios: a partir del momento en que se observa más de cerca a A y B, dos centros de reciprocidad y redistribución que interfieren para crear una esfera común en la que cada redistribución afecta a la totalidad y entonces permanece unitaria; se puede, pues, imaginar que cada redistribución es compensatoria de la otra e interpretar esta compensación como un intercambio.
Las sociedades, en las que la reciprocidad se diversifica en el seno de la misma esfera de redistribución, establecen un tipo de complementariedad del mismo género: tal es el estatuto que traduce esta diferenciación.
Tal vez a partir de estas formas desarrolladas de redistribución y reciprocidad simétrica y complementaria, ciertas condiciones históricas han permitido que el intercambio exista. Así, en lugar de ser el origen del don, el intercambio resultaría de un accidente del don, puesto que la desigualdad es la regla entre unidades de redistribución y reciprocidad. En efecto, para engendrar la unidad, el don destruye la igualdad. Si no consigue engendrar la unidad, al menos impone la jerarquía; es decir, un equilibrio desigual.
El caso en el que dos partes pueden coexistir permaneciendo extrañas, gracias a una solución de estricta igualdad, entorpecen la economía del don y pueden ser el origen del intercambio.
Se podría concluir entonces diciendo que el sistema de Sahlins puede invertirse: en suma: el don sería el origen de relaciones de reciprocidad y redistribución entre esferas económicas distintas, donde una solución paradójica, la de las relaciones simétricas, permitiría la aparición de la lógica contradictoria del don, la del intercambio.
Pero parece más justo abandonar esta idea del continuum, puesto que si el intercambio es lo contrario del don, puede ser el origen de un sistema económico, así como el don el origen de otro sistema. Tal vez no sea necesario concebir la historia como un continuum unidimensional.
La confusión entre reciprocidad e intercambio, así como la confusión más radical entre intercambio y don reposan, sin duda, sobre la cuestión de las relaciones de reciprocidad y redistribución complementarias. En todo caso, es éste un punto en el cual es posible observar cómo la ideología occidental interviene para interpretar los hechos. Por ejemplo, Sahlins, al citar a Goldschmidt, dice: “ Cuando los enemigos se encuentran se llaman. Si la aldea manifiesta disposiciones amistosas, se acercan aún más y hacen despliegue de sus mercancías. Alguien lanza a su vez el artículo que ofrece en intercambio y se apodera del primer objeto. Se continúa así hasta agotar las mercancías de alguna de las partes. Aquellos que todavía tienen algo para intercambiar se burlan de los que ya no tienen nada y se felicitan mutuamente ”.
Sahlins concluye:
“ La reciprocidad simétrica es la disposición para dar alguna cosa de valor equivalente a lo que uno ha recibido: al parecer en eso radica su eficacia como contrato social ”.
Cómo no constatar que esta igualdad está destinada a agotarse para dejar que la desigualdad final determine un vencedor; vale decir, la construcción de una jerarquía social. Si hay un intercambio, éste está desprovisto de contenido hasta no dejar aparecer más que una correlación de fuerzas entre capacidades de redistribución. Está al menos sometido al juego de dos redistribuciones que compiten para sojuzgar al prójimo y es muy probable que dentro de la «equivalencia» de los bienes materiales que compiten, cada uno sea en realidad una sobrepuja sobre el precedente; por cierto que el equilibrio de poderes puede ser la ocasión de los tratados de paz, pero estos tratados definen entonces una frontera común, una esfera de reciprocidad colectiva y de obligaciones recíprocas, pueden ser incluso considerados como factores de producción.
Mientras que en un sistema unificado las relaciones desiguales de reciprocidad conducen a la jerarquía social, en un sistema donde ningún centro de redistribución goza de suficientes ventajas para someter a otro, donde por consiguiente la autoridad puede ser multiplicada indefinidamente, la igualdad puede favorecer las relaciones de alianza, pero sea lo que fuere, siempre la redistribución es la medida de la fuerza, del prestigio, del poder.
-Potlatch y Contradon
La competencia de dones, los torneos de redistribución son el origen del potlatch y del kula.
Según nuestra hipótesis, cada una dinámica de redistribución es la reactualización del don. Entonces hay una tendencia original de producir para una sobredistribución; e ir más allá del círculo de la reciprocidad doméstica es una necesidad lógica del sistema. Por lo tanto, basta con que varios centros de redistribución estén presentes para que, según la teoría, asistamos a un torneo de dones, una sobrepuja de redistribución, una competencia que, una vez que el consumo de todos está saturado, se prosigue como para dar cuenta del único mecanismo abstracto de la dialéctica del don: el potlatch, en el que se obtienen a veces demostraciones instructivas de la lógica de la redistribución. ¡El consumo puede transformarse en consumación!. Los dones ya no son distribuidos únicamente, sino, literalmente, consumidos por el fuego; lo que tiene la ventaja de aclarar crudamente el poder de la redistribución. Estos torneos de redistribución instauran jerarquías relativas por el hecho de ser producidas periódicamente en condiciones de alianzas diferentes.
-Kula y obligaciones
En el kula y el potlatch, cuando el don regresa a sus orígenes, debe, para seguir siendo un don, ser superior a lo que le hizo nacer. En realidad no hay don si no hay sobredistribución. Esto es una consecuencia de que las relaciones de reciprocidad no son indefinidas; necesariamente, en un momento dado u otro, se repliegan sobre ellas mismas; forman figuras circulares o reticulares. La lógica del don conduce entonces a una sobreproducción, puesto que el contradon es siempre superior al don, pero este sistema puede lógicamente invertirse, el donador principal puede ser invitado por el donatario (el que recibe el don) a reproducir su don, cuando éste último dirige al primero una invitación en forma de contradon. La obligación es la medida de una autonomía relativa y correctivamente un control de la reproducción del don, por parte de quien está en el poder; un control de la redistribución.
Reciprocidad negativa
Cuando el prójimo no puede ser contado positivamente como aliado, por lo menos puede ser incluido en la economía general como enemigo. Encuentran un estatuto dentro de la unidad de reciprocidad, un estatuto «negativo». Esta reciprocidad puede ser llamada «negativa».
Este principio permite explicar varias reglas de guerra muy hábilmente respetadas por las sociedades indígenas en el estado más disperso. Existen mitos según los cuales el primer trabajo de la tierra se convirtió en dos figuras del don: el don aceptado, que conduce a la paz y el don rechazado, que instituye la venganza. Que el hombre esté marcado por el sello de la fiesta o el de la venganza es la cuestión crítica de muchas sociedades en estado disperso.
Por consiguiente, ni aun la oposición de los centros económicos A y B constituyen una condición suficiente para el intercambio. El antagonismo entre intercambio y redistribución (o si se prefiere entre concurrencia y reciprocidad productiva) es a tal punto radical, que la forma negativa del uno no puede ser la forma positiva del otro. Intercambio y don son antinómicos, y donde reinen la redistribución y la reciprocidad, sean éstas positivas o negativas, la relación con el prójimo es fundamentalmente desigual.
Reciprocidad vertical y reciprocidad horizontal
No será posible enumerar todas las modalidades de la reciprocidad positiva, pero se puede observar dos grandes orientaciones evolutivas que podrían merecer el título de modos de producción.
En una interviene la redistribución centralizada y la jerarquía en la diferenciación de los estatutos; se podría llamar a este sistema: «reciprocidad vertical». En el otro interviene una redistribución dispersa y la reciprocidad obtenida podría ser llamada «horizontal». (Las expresiones de verticalidad y de horizontalidad están tomadas de M. Sahlins).
En realidad, horizontalidad y verticalidad están siempre asociadas y una u otra es dominante, según las esferas de la actividad económica; el conjunto de sus relaciones define la estructura de las sociedades de redistribución.
La circunstancia de subdesarrollo
La ley de Chayanov
Hemos visto que para postular el intercambio, como origen del ciclo, en el lugar y sitio de la dialéctica del don, Sahlins llega a considerar la producción y el consumo doméstico como un modo de producción caracterizado por la inercia. “Dicho de otra manera, el modo de producción doméstico encierra un principio de antiproducción; adaptado a la producción de bienes de subsistencia, tiene tendencia a inmovilizarse cuando llega a este punto (...) Nada, dentro de la estructura de la producción, la incita a trascenderse a sí misma. La sociedad toda reposa sobre este cerramiento económico y, por consiguiente, sobre una contradicción, ya que a menos que la economía doméstica sea forzada fuera de sus propias trincheras, la sociedad toda perece. Económicamente hablando, la sociedad primitiva está fundada sobre una antisociedad”...
El autor toma una fórmula de Chayanov, con la cual formula la ley del modo de producción doméstico: “En un sistema de producción doméstico del consumo, la intensidad del trabajo varía en razón inversa de la capacidad de trabajo relativa a la unidad de trabajo”.
Entre los argumentos que sostienen esta conclusión, nos parece apropiado observar que la capacidad de producción de las familias más favorecidas está limitada por la capacidad de producción de las familias menos favorecidas, puesto que: “Las normas consuetudinarias de buen vivir deben ser fijadas a un nivel susceptible de ser alcanzado por la mayoría, dejando subexplotados los poderes de la minoría más activa”; pero se puede dar la vuelta al argumento. Se puede sostener que la redistribución, al favorecer a las familias más desposeídas, impulsa su capacidad productiva y se puede inferir que el equilibrio se establecerá alrededor de una media entre las capacidades más elevadas y las más débiles, equilibrio que estaríamos tentados de considerar como óptimo en una perspectiva de crecimiento comunitario.
La ley del sistema de redistribución sería más bien: que la intensidad del trabajo es proporcional a la riqueza redistribuida (pero quedaría por precisar el concepto de riqueza, ya que la economía de redistribución entiende por ésta lo que nosotros llamamos calidad de la vida).
Sin embargo, si la sociedad está «condenada» a la inercia, la subexplotación de la producción confirmará la regla de Chayanov: en efecto, una organización económica que no pudiese desarrollar la redistribución, se replegaría efectivamente sobre ella misma y su tendencia consistiría en satisfacer el consumo establecido al menor costo. La intensidad del trabajo desminuiría.
Las brillantes variaciones de Sahlins sobre el tema de Chayanov muestran que los sistemas de redistribución llamados políticos tienen por efecto trascender la ley de Chayanov. Si la ley de Chayanov expresa lo contrario de la ley característica de la sociedad de redistribución, entonces entra en vigor en todas partes donde el sistema de redistribución, no puede desarrollarse. Ahora bien, en la situación actual, generalizada por el triunfo colonial de la economía occidental, todas las sociedades de redistribución han sido y son bloqueadas en su desarrollo, y este triunfo es un hecho lógico ya que la relación de los dos sistemas no es simétrica en cuanto a sus efectos respectivos.
El quid pro quo histórico
Su encuentro, por así llamarlo, se realiza únicamente en provecho del crecimiento del sistema mercantil de producción occidental.
En efecto, por la redistribución, el indígena «da más de lo que recibe» y se empeña en aumentar esta diferencia con la esperanza de someter al otro a las relaciones de reciprocidad o a su autoridad; es decir, a los objetivos de su sociedad, pero se dirige a un extraño que ignora todo acerca del principio de la redistribución y las obligaciones de reciprocidad. La finalidad de éste es la acumulación: por lo tanto, da lo menos posible para recibir lo más posible, y mientras menos da, más sus riquezas aparecen para el indígena marcadas por el sello de la rareza y el prestigio. La riqueza material se transfiere de este modo de una sociedad a la otra.
Este quid pro quo de dos sociedades antagónicas que se equivocan, cada una respecto de la otra, sobre el sentido de las categorías económicas, es el principal motor del subdesarrollo. Resulta que el subdesarrollo tiene por motor la contradicción de los sistemas de redistribución e intercambio, y no la naturaleza del modo de producción indígena.
El frente de civilización
Si el hecho que la producción indígena sea consumida a priori por la redistribución, se interpreta como una incapacidad de producir un excedente, las economías domésticas, e incluso todas las economías de redistribución, serán interpretadas como trabas al desarrollo y las economías que dependen de ella, como sociedades arcaicas, ¡lo que justificará los procedimientos de su integración a la economía occidental!.
En «sentido inverso», si se reconoce que el desarrollo indígena está condenado al subdesarrollo desde el momento en que se le quita su independencia política, este hecho cuestiona esas políticas de integración.
Para todos los pueblos que han heredado una estructura política colonial y estructuras indígenas, la contradicción de las teorías del desarrollo es una línea de frente revolucionario; y para aquellos cuya independencia política protege unas estructuras indígenas que pueden reorganizarse según su eje de desarrollo, la contradicción es remitida al careo de los dos sistemas, a las fronteras étnicas y nacionales, donde se convierte, a través del mundo, en una cadena de solidaridad que es un verdadero frente de civilización.
El proletariado indígena
Existe una diferencia fundamental entre el proletariado occidental y el proletariado indígena. El proletariado occidental ejerce una presión sobre el sistema económico que le obliga a aumentar al máximo su rentabilidad. Ya sea para obtener una redistribución más justa de la plusvalía y reconquistar el dominio del trabajo, el proletariado conduce al mejoramiento de las estructuras de la empresa. Es cierto que desde hace medio siglo la empresa ha descubierto que le interesa el aumento del poder de compra de las masas asalariadas y ella misma ha corrido con una parte de las reivindicaciones salariales; existe entonces una comunidad de interesas entre proletariado y burguesía en torno al buen funcionamiento de la empresa para fines de producción. Este aspecto falta en el proletariado indígena.
El indígena no adopta una actividad reivindicativa de derecho al trabajo; ni se interesa, con la mayor razón, en la plusvalía; no adopta una actitud de asalariado; permanece ajeno a la lucha de clases, en tanto que pertenezca a la sociedad indígena.
Dentro del ciclo económico de su sociedad de redistribución y reciprocidad, el tiempo liberado por la mejora de la productividad del trabajo puede ser utilizado socialmente en actividades de ocio. El lujo es para el indígena una categoría económica capital. La fiesta es sabiamente controlada y estructurada como dinámica esencial de la vida económica y social.
La fiesta, la abundancia, la invitación, son exigencias del desarrollo; la fiesta, el sobreconsumo, determina el nivel de la producción, incluso los estatutos de producción; pero la fiesta, el lujo indígena, aparece ante el colono como improductivo, como un exceso que paraliza el trabajo y la producción. También es interpretada como calamidad y condenada peyorativamente como libertinaje.
Ahora bien, es cierto que la desorganización de las estructuras sociales indígenas libera a los individuos, quienes deben alquilarse en el territorio ocupado, y cuyas exigencias, al no deber satisfacer las obligaciones sociales de reciprocidad, se reducen considerablemente, de tal manera que el salario puede disminuir con la desorganización de la sociedad de redistribución.
Así, los colonos vieron muy bien, empíricamente, que la desorganización de las comunidades indígenas conlleva una caída del precio del trabajo.
Por lo demás. Dentro del sistema mecantil, no se puede transformar útilmente al indígena en consumidor, como en el sistema occidental, ya que la elevación del nivel de la vida indígena no reactiva la producción. El indígena redistribuye y engendra estructuras de reciprocidad productiva autónomas, que entran en contradicción con el interés de las empresas alógenas. Hay algo como un desvío del poder de compra del consumo productivo y de la inversión productiva. Se trata de un proceso frecuente dejado de lado por los analistas del subdesarrollo.
El intercambio desigual no es sólo una forma de desarrollo del sistema capitalista, motivada por el desajuste de la movilidad de la mano de obra; hay otra razón: la condición de asalariado no tiene el mismo significado en los sistemas occidentales y marginales. La condición del asalariado indígena obliga al capitalismo periférico a aquello que aparece como una regresión, pero que en realidad es una adaptación.
El etnocidio, que es la condición de desarrollo capitalista, es también, la condición del subdesarrollo de los sistemas capitalistas periféricos.
Conclusión
La lucha por la independencia política preludia, sin embargo, el nuevo cuestionamiento del orden económico mundial y la realización de una nueva economía mundial de la redistribución. La definición de los Derechos Humanos puede servir como un primer esbozo para los objetivos de tal economía. Algunas partes importantes del mundo están ya protegidas por fronteras políticas que cada día tiene la ventaja de una nueva significación económica y protegen sistemas de redistribución renacientes, y vemos que el paso de una economía de intercambio mundial a una economía de redistribución se efectúa ante nuestros ojos sin que, sin embargo, sus mecanismos sean comprendidos perfectamente.
El frente de civilización no se altera menos seguido, ya que los principios de aquello que podría articular sus diferentes partes dentro de la unidad, son a menudo demasiado ignorados; es así como existen con frecuencia contradicciones secundarias entre las diversas esferas de reciprocidad, las que la historia de antaño había ordenado unas con otras para construir sus pirámides. Las luchas de las minorías étnicas lo atestiguan, pero en la medida en que éstas permiten a las actuales sociedades de redistribución congraciarse con sus orígenes y sus historias, permiten profundizar el Derecho dentro del sistema de la redistribución y tal vez son ya la revolución dentro de la revolución.
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