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Dominique Temple


TEORIA DE LA RECIPROCIDAD


Tomo I

Dominique Temple y Mireille Chabal

LA RECIPROCIDAD Y EL
NACIMIENTO DE LOS
VALORES HUMANOS

Edición al cuidado de
Javier Medina y Jacqueline Michaux

Padep

   
   

 
® Los derechos de esta obra pertenecen a Dominique Temple

© Esta edición, de mil ejemplares, ha sido cedida por Dominique Temple al Programa de Apoyo a la Gestión Pública Descentralizada y Lucha contra la Pobreza, Padep, de la Cooperación Técnica Alemana, GTZ, a condición de que fuera distribuida gratuitamente.

D.L. : 4 - 1 - 1639 - 03

Primera Edición: octubre 2003

Traducción: Juan Cristobal MacLean

Corrección de la traducción: Javier Medina y Jacqueline Michaux

Cotejo de citas: Edwín Mamani, Graciela Mamani, Corina Layme, Raquel Nava de TARI, Talleres abiertos sobre reciprocidad e interculturalidad; y Raúl Soruco.

Redacción final: Javier Medina

Foto tapa: Estela lítica encontrada en Challapata, Bolivia, y que simboliza, en el mundo andino, la Ley del Ayni; 700 años después de Cristo.

Diseño de cubierta: Liliana Paniagua y Cristina Methfessel

Diagración e impresión: Artes Gráficas Editorial "Garza Azul".

La Paz, Bolivia
   
 

sommaire


Introducción por Javier Medina 9


Prefacio
17

I. Marcel Mauss: el Tercero en la reciprocidad positiva
19

Introducción 19

Primera parte:
el don es lo contrario del intercambio

1. El alma y las cosas 23
2. El nombre del don 32
3. ¿El honor o el crédito? 35
4. El sacrificio 38
5. El don del nombre 40
6. La moneda de renombre 43


Segunda parte:
el Tercero y lo recíproco

1. El enigma de Ranapiri 49
2. El Tercero y la obligación de devolver 56
3. La estructura ternaria 61
4. Conclusión 65

II. La reciprocidad negativa en los jíbaro 71

Introducción 71


Primera parte:
la reciprocidad negativa

1. El alma arutam 75
2. La contradicción de la muerte real y de la vida imaginaria:
la obligación de morir 77
3. La contradicción de la vida real y de la muerte imaginaria:
la obligación del asesinato 79
4. La obligación de volver a morir y el ciclo de la reciprocidad 80
5. El kakarma 83
6. La dialéctica de la venganza 86
7. Del kakarma al mana 87
8. La palabra 89
9. Los espíritus 92
10. La reciprocidad de asesinato 93
11. La individuación del Tercero 94
12. El espíritu de venganza: el muisak 95
13. Las dos palabras 97
14. El robo de alma 98
15. Generalización de la reciprocidad de venganza 99
16. Los iwancï 100
17. Las fiestas tsantsa 101
18. De los guerreros a los chamanes 103
19. De lo real a lo simbólico 106


Segunda parte:
la reciprocidad de dones y la reciprocidad negativa

1. La invitación y la fiesta 109
2. La reciprocidad total de los amigri 110
3. La fuerza de lo contradictorio 111
4. La individuación en la reciprocidad simétrica y positiva 114
5. La reciprocidad en dominós y la ética 115
6. El rol de la demanda 117
7. La reciprocidad positiva de los no-amigri y de los chamanes 118
8. Nunui 119
Conclusión 128


III. La reciprocidad simétrica en la Grecia antigua
135

Introducción 135


Primera parte:
de la reciprocidad positiva a la reciprocidad simétrica
en la Ilíada y la Odisea

1. La Ilíada 139
2. La Odisea 148


Segunda parte:
la Ética a Nicómano: una teoría de la reciprocidad simétrica

1. La liberalidad 154
2. El crecimiento del valor 156
3. La magnanimidad 157
4. La justicia 158
5. La philia 161
6. Oposición entre la philia perfecta y las formas inferiores
de la philia y oposición de don e intercambio 163
7. La philia y el goce del bienaventurado 167
8. La conciencia ¿supone la reciprocidad? 169
9. La intimidad 172
10. La gracia 176


Tercera parte:
el intercambio en Aristóteles

1. Intercambio de equivalentes e intercambio por beneficio 181
2. La justicia en el intercambio 183
3. La reciprocidad proporcional 187
4. La chreia 189
5. La crítica de Marx 191
6. Reciprocidad simétrica y reciprocidad negativa 194
7. Puesta en evidencia del Tercero 195
8. La reciprocidad según Aristóteles 199
9. La economía humana 200

Conclusión general
202

Bibliografía
205

Primera publicación en francès

Dominique Temple et Mireille Chabal

La réciprocité et la naissance des valeurs humaines

L'Harmattan

1995


   
   
 
   
   

 

Introducción
   
   



El diseño galileano de la ciencia moderna expulsó los valores de su ámbito de competencia. La verdad es cuantificable y, por tanto, el lugar de la no contradicción: A es igual a A: el reinado del Principio de identidad. Por tanto, a fortiori, los valores también fueron desterrados de la ciencia económica del industrialismo y, a partir de entonces, la riqueza se destila del empobrecimiento de aquellas naciones que no extirparon los valores de su comprensión de la economía: de una economía humana y ecológica que teje relaciones intersubjetivas de afectividad no sólo con los otros sino también con la naturaleza. He ahí su vulnerabilidad, respecto de la modernidad europea, pero también su potencialidad respecto de la naciente oiko-nomía del siglo XXI.

El tema de los valores, por tanto, es la mejor entrada para repensar la economía y mirar de otro modo las estrategias de reducción de la pobreza, no solamente en países altamente endeudados. Es preciso ir más allá de la teoría del capital social que sigue enfeudada a una visión monoteísta de la economía y que a los bolivianos no nos añade ningún saber nuevo: ya sabemos que las economías indígenas son creadoras del lazo social y que se basan en una comprensión de la organización entendida como una red por la que circulan dones, palabras, sentimientos, rituales... Esta teoría del capital social vislumbra la alteridad: la creación del vínculo social: la creación del valor, pero le da horror aceptar su alteridad y polaridad y lo que hace es reducir y llevar la alteridad a su propio sistema, que cree único, y la adjetiva a su único significante: el Capital. Para la economía del industrialismo sólo hay Capital, adornado con innumerables adjetivos: físico, humano, social, cultural, simbólico...todos estos adjetivos no tienen otra función que evitar el que se profiera lo que Bataille llamó la parte maldita de la economía: la Reciprocidad. Lo que ésta teoría del capital social debiera decirnos más bien es cómo se crea el vínculo social, cómo nacen los valores en la humanidad, pero no lo hace. De ello, empero, trata este texto de Dominique Temple que presentamos para enriquecer el debate mundial sobre el tema y que rebasa ampliamente la discusión sobre las estrategias de reducción de la pobreza en las sociedades no occidentales del Tercer Mundo. Tiene que ver con la sobrevivencia de la humanidad como un todo en una Casa común planetaria.

Ahora bien, es preciso relativizar la fuerte tendencia fundamentalista, dogmática y metafísica de la economía contemporánea (los resultados no le dicen nada); es menester recordar que la ciencia económica tal como se la enseña, aprende y practica hoy en día no es eterna ni universal: tiene una historia. El modelo económico de la modernidad, en efecto, brota en el contexto de la civilización cristiana y, en concreto, en su visión del hombre. Uno de sus supuestos básicos fue formulado en una Escuela de pensamiento inspirada en San Agustín. Dice así: el pecado original hace del hombre un ser egoísta; una mezcla de ángel y demonio; el cuerpo es la sede del pecado y el alma es lo que nos semeja a Dios. Desde éste punto de vista, el altruismo y la solidaridad sólo son ideales éticos hacia los cuales, por supuesto, hay que tender, pero sería ingenuo querer construir una sociedad sobre esas bases. He aquí la narrativa económica moderna.

La traducción secular de este axioma teológico lo que hace es reemplazar la palabra «pecado» por la palabra «racional». De esta guisa, califica de «racional» a la búsqueda egoísta del lucro personal: lo que operativiza, justamente, el Principio económico de Intercambio y descalifica de «irracional» todo cálculo y comportamiento económico que tome en cuenta a los demás y a la naturaleza: lo que hace, justamente, el Principio económico de la Reciprocidad.

Al comienzo de la Edad moderna, la civilización cristiana muestra dos posiciones: una, influenciada por el pensamiento de Tomás de Aquino, que pone el acento en la comunidad; la otra: la Escuela de pensamiento calvinista, pone el acento en el individuo pecador. Pues bien, el pensamiento económico del industrialismo va a germinar y crecer sobre el individualismo del calvinismo protestante y va a reprimir e ignorar la otra polaridad: la comunidad, sobre la que se basan las economías indígenas en la actualidad.

Galileo, como se sabe, separó, en la ciencia, lo cualitativo de lo cuantitativo, restringiéndola al estudio de fenómenos que pudiesen ser medidos y cuantificados. Este, por cierto, exitoso programa científico, en términos de desarrollo tecnológico, nos ha dejado, como efecto de esta separación, una "Tierra devastada", como dice Eliot, un mundo mecánico e inerte en el que los valores, las cualidades, la conciencia, la espiritualidad han sido desterrados de la ciencia moderna. A partir de entonces, la humanidad occidental ha ido olvidándose de dónde surgen los valores humanos; un olvido del vínculo: de las relaciones, de la red, que tiene que ver con el "olvido del ser" de la metafísica occidental, que señalara Martín Heidegger. Pues bien, Dominique Temple nos lo vuelve a recordar: los valores humanos nacen, justamente, de la reciprocidad con el otro y con la naturaleza. Por consiguiente, nos las habemos con algo primordial y no con algo primitivo ("Utopía arcaica") y, por tanto, ya superado, como suelen pontificar los últimos modernos tercermundistas, cuando la modernidad ya ha pasado.

Ahora bien, esta separación dualista de las partes respecto del todo estaba latente, en el mito del Génesis, como una separación y distinción entre Creador y criatura, pero es, como hemos visto, con la ciencia galileo-newtoniana que esta distinción se introduce como la quintaesencia del método científico de la modernidad. Es decir, cuando el razonamiento crítico, el empirismo, el individualismo y el secularismo, se convierten en los valores dominantes de la época y empiezan a ofrecer las herramientas teóricas para conceptualizar esta nueva manera de producir, de trabajar y de consumir; vale decir, de vivir y morir bajo el reinado y la supremacía del Intercambio, a la cual empieza a supeditarse todo. En este contexto es que se produce una redefinición del hombre europeo como homo economicus.

Así, pues, la ciencia económica no fue ajena a este evolución general de la civilización occidental. En este sentido, el Principio económico del Intercambio, lo cuantitativo, fue fundado en el siglo XVII, por Sir William Petty, paisano y amigo de Newton y contemporáneo de Descartes. El método de Petty proviene, igualmente, del ámbito de la traducción: reemplaza palabras y argumentos por cifras, pesos y medidas. De este modo, propuso un conjunto de ideas que se convirtieron en los ingredientes indispensables de las teorías de Adam Smith y los economistas posteriores.
Veamos algunos rasgos típicos para tener una comprensión de cómo también la economía está ligada al paradigma científico de su época. Petty, por ejemplo, analizó los conceptos newtonianos de "cantidad" y "velocidad" para aplicarlos al dinero y a su circulación; conceptos que se debaten hasta el día de hoy en las escuelas monetaristas. Otro ejemplo. A John Locke se le ocurrió la idea de que los precios eran determinados "objetivamente" por la Ley de la oferta y la demanda; ley económica que fue elevada a una categoría idéntica a la de las leyes de la mecánica newtoniana. Así, la interpretación de las curvas de la oferta y la demanda se basan en el supuesto de que todos los participantes en el mercado "gravitan" automáticamente y "sin fricción" alguna hacia el precio de "equilibrio" determinado por el "punto de intersección" de ambas curvas. Esta ley encajaba, así mismo, con la nueva matemática de Newton: el cálculo diferencial; pues se consideró, en ese momento, que la economía se ocupa de las continuas variaciones de cantidades muy pequeñas y dicha técnica matemática procesaba estas magnitudes con gran eficacia.

Este encuentro de la naciente ciencia económica del industrialismo con la mecánica y la matemática newtoniana, fue la base para querer hacer de la economía una ciencia matemática exacta. El problema es que las variables utilizadas, en estos modelos matemáticos, no pueden ser cuantificados con rigor, sino que se definen a partir de supuestos que cada vez se alejan más de la realidad. Este es el talón de Aquiles del pensamiento económico del industrialismo: demasiados supuestos que los epígonos tercermundistas ya ni se cuestionan, pues funcionan en un imaginario absolutamente teológico ("el modelo no se discute" como "no se discute la infalibilidad papal").

Otro ejemplo. Adam Smith aceptó la idea de que los precios se determinen en "mercados libres" por los efectos supuestamente equilibradores de la oferta y la demanda. Para ello, Smith basó su teoría económica en los conceptos newtonianos de "equilibrio", en las "leyes de movimiento" y en el supuesto de la "objetividad científica". Imaginó que los "mecanismos de equilibrio" del mercado operarían casi "instantáneamente" y sin "fricción" alguna. Es decir, que productores y consumidores se reunirían en el mercado, con el mismo poder y la misma información, y que la "mano invisible" del mercado guiaría los intereses individuales y egoístas de cada uno de tal manera que el efecto final de ese encuentro en el mercado produciría el bien común. Pues bien, esta metáfora, tan ligada a los supuestos mecanicistas del cosmos newtoniano, se sigue utilizando hasta el día de hoy en que ya no vige ese paradigma científico.

Pero es más; en realidad, ni ahora ni antes, se cumplieron esos supuestos. Es muy difícil, en efecto, que se pueda dar una información perfecta y libre para todos los participantes en determinada transacción; es, así mismo difícil, que todos puedan llegar al mercado con la misma fuerza y capacidad para hacer los negocios. El mismo concepto de "mercado libre" es problemático. Todos sabemos que, en las sociedades industrializadas, gigantescas corporaciones controlan el suministro de mercancías; crean demandas artificiales mediante la publicidad y ejercen una influencia decisiva en las políticas nacionales. El poder económico y político de estos gigantes corporativos impregna todas y cada una de las facetas de la vida pública. Si es que alguna vez fueron posibles, los mercados libres, equilibrados por la oferta y la demanda, desaparecieron hace mucho tiempo.

John Maynard Keynes, contemporáneo de los físicos cuánticos, descartó el supuesto mecanicista del "observador objetivo". Esto le permitió pensar en una interacción deliberada entre el Estado y el Mercado, porque observó que el equilibrio económico de los Estados Nacionales del Industrialismo es, más bien, una excepción y no la regla. En efecto, si algo caracteriza a las economías nacionales es la fluctuación de los ciclos financieros. A fin de determinar la naturaleza de las intervenciones gubernamentales, Keynes desplazó su enfoque a variables macroeconómicas, como los ingresos nacionales, el volumen total de empleo etc. Al establecer relaciones simplificadas entre dichas variables logró mostrar que era posible efectuar cambios a corto plazo, sobre los que se podía influir con políticas bien precisas: acuñación de moneda, incremento o reducción de tasas de interés, aumento o disminución de los impuestos, aumento o disminución del precio de los carburantes, etc.

Ahora bien, como dice Hazel Henderson, el pensamiento económico actual es eminentemente esquizofrénico. Ha invertido casi por completo los postulados y axiomas de la teoría clásica, al punto que los propios economistas son los que crean los ciclos financieros; los consumidores se ven obligados a convertirse en inversores involuntarios y el mercado es dirigido visiblemente por las corporaciones multinacionales y los gobiernos de los diez países más industrializados. Y como si ésto no significase nada, los neoclásicos siguen invocando la "mano invisible".
El modelo keynesiano, pues, y con él todas las escuelas económicas de la modernidad, se han convertido en inadecuadas por la cantidad de factores que excluyen metodológicamente, por seguir el principio de simplificación y reducción del paradigma cognitivo del industrialismo; "externalidades" éstas que, sin embargo, son fundamentales para la comprensión de los hechos económicos globales y una efectiva lucha contra la pobreza en el mundo. Por el camino unidimensional del Intercambio no se resolverá el problema de la pobreza, como cada día que pasa nos es demostrado con más contundencia por los Estados fallidos y las economías inviables del Tercer Mundo.

El grave problema de la economía, que alientan todas las políticas públicas, tanto globales como locales, es que se sigue basando en el paradigma científico newtoniano. La economía no ha sido repensada en los parámetros del nuevo paradigma científico técnico: cuántico, ecológico, comunicacional. Pues bien, el mérito de este texto es que Temple piensa la economía desde esta atalaya; es decir, desde una visión multidisciplinaria que en la comunidad científica se viene discutiendo, curiosamente, desde 1924, el mismo año en que Marcel Mauss generalizó a todas las sociedades humanas el descubrimiento de Malinowski de la reciprocidad, el mismo año en que Louis de Broglie generalizó al universo físico el descubrimiento de Planck y Einstein: todo en la naturaleza se manifiesta de dos formas contradictorias, corpúsculo y onda, materia y luz; en economía: intercambio y reciprocidad; en sociedad: individualismo y comunitarismo; en religión: monoteísmo y animismo..., sin que sea posible establecer, como dice Temple, un puente, una continuidad, entre ambas polaridades pues la conexión misma deviene contradictoria en sí misma.

Temple se pregunta «¿No hay, por ventura, alguna relación entre ese vacío cuántico, situado entre las manifestaciones antagónicas de la energía y el Tercero, nacido de las estructuras contradictorias de la reciprocidad?». Lévy-Bruhl sospechará la analogía; Leenhardt la aludirá y el físico Niels Bohr, invitado en 1938 al Congreso Internacional de Antropología de Copenhague, lo ilustrará. Pero será Stéphane Lupasco el que convertirá esta parte del misterio en una cuestión central de la lógica actual. Muestra, en efecto, que una nueva teoría del conocimiento es necesaria y que esta teoría no debe situar la cuestión de la verdad en la no-contradicción, como se cree desde los griegos hasta hoy, sino, justamente, en lo contradictorio, como sostiene el nuevo paradigma científico técnico actual . He aquí el marco teórico para pensar la Economía (la complementariedad de los principios antagónicos del intercambio y la reciprocidad) en el siglo XXI.

Temple muestra cómo la estructura de reciprocidad se nos ha revelado como la matriz de lo que Lupasco teoriza como el "Tercero incluido". El Tercero nace de la reciprocidad, por lo menos de esa forma de reciprocidad que Aristóteles muestra simétrica, caracterizada por la mesotês, la medida justa, y la isotes, la buena distancia; Tercero que podría parecer metafísico si no fuera producido por la lógica misma de lo viviente: el consumo de la vida y de la muerte.

Temple desenmascara etnográficamente la fábula de Adam Smith que se inventa el cuento de un individuo movido solamente por su interés. Los primeros seres humanos, dizque, se habrían encontrado para repartirse entre sí cosas útiles. Pero he aquí, dice Temple, «que los valores de uso, que satisfacen los objetivos de la sobrevivencia, no pueden pretender transformar la mirada del salvaje en reflexión. El ser que deslumbra la mirada del hombre es algo más que la mera vida. Ahora bien, la única estructura natural, de la que nace una fuerza sobrenatural, es el cara a cara del hombre con el hombre. La reciprocidad entre los seres humanos engendra un valor, fuera de la naturaleza; el valor que Mauss no se atrevía a nombrar sino con un nombre misterioso tomado de los pueblos que viven en las antípodas de Europa: el mana. El ser humano, para ser, pone en juego su vida y su muerte en la reciprocidad. La reciprocidad es la cuna del ser social, de la conciencia y del lenguaje. Ningún interés egoísta lo llevó, en el curso de la historia, por sobre el deseo de engendrar más ser, por la reciprocidad, sino de una forma ilusoria. Los griegos, los jíbaro y los maoríes nos propusieron una teoría de la reciprocidad que hace de ella la matriz del Tercero: sentimiento de potencia de ser (en el caso de los jíbaro), de ser viviente (en los maorí) de ser justo (en los griegos) y cuya extensión es la gracia. Aquí comienza lo que no tiene medida y no puede ser ciencia». Aquí comienza la multi-disciplinariedad compleja de la ciencia-mística del siglo XXI.

Pensar la Economía como la complementariedad del principio de intercambio y el principio de reciprocidad, va a permitir a la humanidad del siglo XXI volver a introducir los valores en las políticas económicas públicas, tanto locales como globales. No podemos seguir poniendo parches a un modelo económico unidimensional que, encima, no funciona en las sociedades no occidentales del Tercer mundo, justamente porque ellas nunca cedieron a la tentación luciferina de desterrar los valores y la afectividad de las relaciones interhumanas y de sus relaciones con la naturaleza.

Quisiera agradecer a Dominique Temple que ha puesto a nuestra disposición sus textos para alimentar un debate no sólo local sino global, sobre cómo, no sólo reducir la pobreza, sino producir abundancia y calidad de vida para todos. Desearía agradecer, así mismo, a Gunter Meinert, Asesor Principal del Componente Qamaña: Reducción de la pobreza y Debate público, por haber hecho posible esta edición.


Javier Medina

La Paz, septiembre de 2003.

   
   

Prefacio
   
   

 

En Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss propone considerar el principio de reciprocidad como el umbral entre la naturaleza y la cultura. Le agradece a Mauss haber descubierto que todas las sociedades humanas han sido fundadas por la reciprocidad. Le reprocha, empero, el no haber reducido la reciprocidad al intercambio. El intercambio, en efecto, le parece necesario para sobrepasar la contradicción inherente a la función simbólica de «percibir las cosas simultáneamente en relación a sí mismo y al otro». (1).

¿Pero cómo nace esta percepción contradictoria? ¿No es necesario que una relación de reciprocidad primordial permita a cada uno redoblar su percepción inmediata con aquella de quien tiene enfrente, de tal forma que ambos se relativicen mutuamente y comprendan el sentido que cobija el otro?

La hipótesis de este libro es que doquiera aparezca el sentido, la reciprocidad es su sede.

Así mismo, se interrogará a las sociedades de tradición oral que preservan las estructuras de reciprocidad en las que se origina el lenguaje.
En las comunidades primordiales, el ser social, engendrado por las prestaciones totales, abarca ciertamente a toda la humanidad. Sin embargo, los términos de parentesco limitan a las comunidades y las aíslan a las unas de las otras, cada una en su imaginario. Y es el don, probablemente, el que permitió abrir el círculo del parentesco hacia el mundo exterior.

La ronda de los dones se alargó y las sociedades se conformaron como estados dispersos. En otras sociedades los seres humanos llevaron sus ofrendas al mismo altar, pero entonces su imaginario se constriñó bajo el yugo de uno solo.

Ahora bien, de tales obligaciones, justamente, el intercambio fue la liberación: ofreció la igualdad, la libertad; multiplicó la eficiencia técnica y científica; se convirtió en la forma de integración dominante de la sociedad occidental; luego, se impuso sobre la tierra entera. A partir de entonces, los economistas imaginaron una continuidad entre la reciprocidad, generadora de valores humanos, y la competencia de intereses. Creyeron que el interés de cada cual era la información requerida para que el mercado pudiese satisfacer las necesidades de todos y que el bien común podría edificarse sobre el egoísmo.

Parece, más bien, que es la competencia de intereses la que conduce a la humanidad hacia peligros mortales. Frente a este riesgo absoluto, la crítica de la economía política debe ir a la raíz de las cosas: ¿Es el interés el motor definitivo de la economía humana? ¿Es el intercambio la mejor relación que los seres humanos puedan establecer entre sí?

Es cierto que, en las sociedades tradicionales, la reciprocidad está totalmente replegada sobre sí misma y transformada en propiedad familiar, étnica o nacional. El ser social, cosificado por el imaginario, es sin embargo reivindicado por cada comunidad como su bien propio. Es confundido con la identidad de los donadores o de los guerreros. Orgullo clánico, tribalismo, purificación étnica, comunitarismo: muy rápidamente se le atribuye, pues, lo contrario de la reciprocidad.

Así, pues, hay que liberar a la reciprocidad de los imaginarios en los cuales es alienada y hay que instituirla como la matriz, sin más, de la humanidad.

Los seres humanos entrevieron esta liberación a través de una forma de reciprocidad inesperada. La tesis de Florestan Fernandes, sobre la reciprocidad de los asesinatos en los tupinambá (2), puso de manifiesto toda la importancia que tiene la reciprocidad de venganza en las sociedades primitivas. Pero del mismo modo como Malinowski (3), respecto de la reciprocidad de dones, Fernandes se contenta con una interpretación funcionalista: la venganza protegería la identidad del grupo. Nosotros sostendremos, por el contrario, que en la reciprocidad negativa lo que importa es la génesis del ser social entre los grupos. El hecho de que el ser social pueda nacer, tanto de la reciprocidad positiva como de la reciprocidad negativa y que las dos formas de reciprocidad sean equivalentes, conduce a la idea de que la reciprocidad es, por ella misma, la sede del ser. El ser, que vaya a nacer de la reciprocidad, deberá entonces ser buscado más allá de los imaginarios particulares del don y de la venganza.

Ya Homero, en la Ilíada y la Odisea, trata de liberar la reciprocidad de sus armarios de oro y púrpura. La Ética a Nicómano nos mostrará cómo en la Grecia antigua la reciprocidad perfecta, que llamamos simétrica, fue reconocida como la fuente de los valores políticos más altos: la justicia, la amistad y la gracia.

En todas las culturas antiguas, lo que fue revelado como ética fue vivido en el deslumbramiento de los mandamientos o bajo la amenaza del castigo. Pero, antes de seguir sufriendo una retahíla de experiencias de lo bueno y lo malo, impuesto por la tradición, la sociedad occidental se paró en seco y eligió el intercambio y, con ello, la libertad. Hoy, ella está descubriendo los límites de la competencia y del libre intercambio. Se interroga. Se preocupa en tener un conocimiento objetivo de las olvidadas estructuras de reciprocidad para controlar así la génesis del valor.

Así habremos dejado los jardines de la inocencia en los que crecían árboles llenos de flores, de miel y de frutos y habremos atravesado esta tierra quemada por la muerte, como el desierto etiope, para entrever un nuevo mundo en el que podamos plantar árboles de la vida y producir a gusto los valores humanos.

Algunos instantes antes de ser asesinado, Martin Luther King decía: ?Marchareis hacia la tierra prometida...?

   
   

I.

Maussiana

el Tercero en la reciprocidad positiva
   
   

 

 

Introducción

Bronislaw Malinowski redescubrió en 1922, en Los Argonautas del Pacífico, la economía del don. El año siguiente, Marcel Mauss (4) generaliza sus observaciones. Mauss cosecha los hechos en las sociedades de la antigüedad y en ciertas sociedades contemporáneas, que llama arcaicas. Y, he aquí, que esos hechos hablan. Destruyen la fábula del homo æ conomicus, donde los individuos no tienen otra inquietud que no sea la de procurarse los bienes que les son necesarios. En el alba de la era industrial, los primeros teóricos de la economía política habían imaginado que toda economía reposa sobre un mismo fundamento: el intercambio mercantil.

Adam Smith, por ejemplo, observaba cómo sus contemporáneos calculaban todo por interés y no vacilaba en generalizar su comportamiento a la humanidad entera. La división del trabajo se desprendería de una tendencia natural del hombre a traficar e intercambiar sólo en su propio interés.

«Por ejemplo, en una tribu de cazadores o pastores, un individuo hace arcos y flechas con más celeridad y destreza que otro. Trocará frecuentemente esos objetos con sus compañeros por ganado o caza y no tardará en darse cuenta de que, por este medio, podrá procurarse más ganado y caza que si él mismo fuera a cazar. Por cálculo de interés, entonces, convierte la fabricación de arcos y flechas en su principal ocupación (5) ».

Si Adam Smith hubiera podido observar una sociedad de cazadores de verdad, antes que construir un relato-ficción, habría constatado que el arco o la caza, incluso producidos en demasía por el trabajo del cazador, nunca es intercambiado sino siempre donado. El don está en el principio del reconocimiento del otro. Pero la génesis del ser social es, inmediatamente, la razón de una economía humana, ya que si hay que donar para ser, para donar hay que producir. La reciprocidad de dones no es, pues, una forma arcaica del intercambio; ella es otro principio de la economía y de la vida.

El Ensayo sobre el don establece la distinción entre el intercambio comercial, interesado, y el sistema de don, en el que reinan la nobleza y el honor. En el sistema de don, el desinterés del donante es la condición de su prestigio.

Sin embargo, los dones vuelven, son recíprocos, son necesariamente devueltos. La obligación de devolver parece desmentir la gratuidad de los dones. La gratuidad, por tanto, sería aparente, una ficción, una mentira social, la máscara de un intercambio interesado. Además, si se pierde prestigio al recibir, ese prestigio se convierte en tenencia. Las riquezas se tornan inmediatamente en simbólicas. Y si el intercambio económico no es visible en la adquisición de prestigio, es simplemente porque se encuentra mezclado con ella.

Así, pues, se mantiene la tesis del intercambio universal. Arcaico o diferenciado, el intercambio queda como el común denominador de las prestaciones sociales, económicas, espirituales o materiales. En el Ensayo, Mauss sitúa el intercambio-don como un punto de pasaje entre las prestaciones totales originarias y los intercambios modernos. Las comunidades semita, griega, latina, germánica, que están en el origen de la civilización occidental actual, ¿no estaban construidas sobre los mismos principios que las sociedades de don que se observan aún hoy en día? Así la historia testimoniaría la evolución del intercambio a partir de prestaciones primitivas donde la comunicación entre los hombres sería, a la vez, intercambio de cosas y comunión entre los seres, hasta las diferentes comunicaciones: espiritual, afectiva, material, de los tiempos modernos.

Se puede objetar a esta tesis que si sociedades fundadas sobre el intercambio comercial proceden históricamente de sociedades organizadas por la reciprocidad, ello no significaría necesariamente que el intercambio provenga del don. El intercambio y el don pudieron coexistir y afrontarse desde el origen y el intercambio sobreponerse, por ejemplo, en la sociedad occidental.

Pero la coherencia de su teoría no deja de ser decepcionante incluso para el propio Mauss. Él vuelve incesantemente sobre el vocabulario del intercambio y el interés; esas palabras típicamente europeas, dice, que se aplican tan mal a lo que se quiere decir. Y deja la palabra a los "indígenas", los verdaderos inventores de la reciprocidad, como lo reconocera Lévi-Strauss (6). Pero los "indígenas" hacen referencia a un motor de prestaciones económicas diferente al del interés; motor al que Mauss da un nombre polinesio: el mana. Lévi-Strauss dirá, en su introducción a la obra de Mauss, que el mana es símbolo puro, un significante flotante, pero dotado de una función semántica decisiva: la de ser una llave maestra; Mauss remarca, en otra parte, que juega el papel de la cópula en la proposición, como la palabra "ser".

Ahora bien, todas las actividades humanas, que se inscriben en la reciprocidad: matrimonios, dones, asesinatos, guerras, reciben inmediatamente un sentido. El mana, ese concepto vacío, ¿no expresa entonces la plenitud del sentido, dado de entrada al ser humano o, más bien, creado por él desde que entra en una relación recíproca? El mana es el valor de la reciprocidad, un Tercero entre los hombres, que no está ya ahí, si no para nacer, un fruto, un hijo, el Verbo que circula, que da a cada uno su nombre de ser humano y al universo su sentido. El don, para los kanak, es No. No es también la palabra de la que el Gran Hijo de la comunidad recibe la responsabilidad. Si el don establece un lazo entre donante y donatario, si es una palabra, es porque se inscribe en la reciprocidad. ¿Es aún posible reducir la reciprocidad al intercambio? ¿No se debería, acaso, volver a cuestionar la interpretación del Ensayo sobre el don, yendo, justamente, en la dirección que indica Mauss cuando cede la palabra a los kanak y a los maorí?

Entre todos los caminos, a veces contradictorios, que Mauss abrió, proponemos seguir el de una crítica radical al intercambio. Desde ya, la obra de Marx contiene una tal crítica, que apunta no solamente a la desigualdad del intercambio, sino también al intercambio mismo. En el intercambio comercial, en efecto, la relación entre los productores reviste "la forma fantástica de una relación de las cosas entre ellas": no hay, en el intercambio, más que cosas intercambiadas. Por el contrario, en la relación de reciprocidad, Marx descubre un Tercero indiviso, espiritual, puramente humano, que llama Humanidad, producido por la reciprocidad y que el intercambio destruye (7). Más tarde, los hechos reportados por los etnógrafos, Franz Boas, de la costa oeste de América del Norte, y Bronislaw Malinowski, de las islas del Pacífico, pondrán de manifiesto que la reciprocidad no es una utopía y que es practicada por innumerables comunidades. Sólo la sociedad occidental moderna la ha restringido a las esferas estrechas de la vida privada.

Incluso cuando el intercambio triunfa en la economía, la reciprocidad queda como el fundamento secreto de la relación social, de la justicia e incluso de otra economía. Mauss piensa que la moral y la economía del don aún animan nuestra civilización. "Tocamos la roca", dice:

« El sistema que proponemos denominar sistema de prestaciones totales, de clan a clan -aquel en el que los individuos y los grupos cambian todo entre ellos- constituye el más antiguo sistema económico y legal que se pueda imaginar y comprobar. Constituye el trasfondo sobre el que se ha creado la moral del don-cambio. Guardando las diferencias, es exactamente hacia ese tipo de sistema, hacia el que deberían moverse nuestras sociedades (8) ».

¿No es esta la visión que entusiasma a sus lectores? El principio de reciprocidad, fundamento de los valores éticos, ¿no es él la clave de la economía del futuro, de una economía del ser?

 

 
   

Primera parte:

el don es lo contrario del intercambio
   
   

 

1. El alma y las cosas

Según Mauss, probablemente nunca ha existido, en un pasado próxi)mo o remoto, «nada que se asemeje a lo que se llama economía natural»(9). Si los sociólogos o los economistas imaginan que las prestaciones de todas las sociedades humanas se construyen a partir del trueque, es en virtud de meros prejuicios. Las prestaciones primitivas toman la forma de dones de regalos ofrecidos generosamente. Tres obligaciones interdependientes las rigen: dar, recibir, devolver. «Nos encontraremos con gran cantidad de hechos relativos a la obligación de recibir, ya que el clan, la familia y el huésped no son libres de pedir hospitalidad, de no recibir los regalos que se les hacen, de no comerciar o de no contraer una alianza por medio de mujeres o de la sangre»(10). Y, por cierto, se está obligado a dar: «Tanto negarse a dar como olvidarse de invitar o negarse a aceptar, equivale a declarar la guerra, pues es negar la alianza y la comunión»(11).

Cada una de estas obligaciones crea un lazo de almas entre los actores del don. Dar instaura una alianza, un lazo espiritual, una comunión, pero recibir (y también tomar) permite igualmente unir al otro a sí, ligarlo. En nombre de ese lazo espiritual, hay, incluso, como un derecho de propiedad sobre el don de otro, por parte de aquel que toma o recibe. La cosa donada se convierte en el testimonio de ese lazo entre almas que se instaura entre ambas partes. Ella es la expresión de su ser común, pero está marcada por el sello de aquel que ha tomado la iniciativa de la relación; refleja, en efecto, el rostro del donante; es el emblema de su nombre. El retorno del don se explicaría por esta fuerza que estaría presente en la cosa donada: el lazo entre almas manifestado por el nombre inalienable del donante. De esta guisa, los taonga, objetos preciosos de los maorí, parecen animados por una fuerza de retorno a su origen:

« Los taonga están, al menos en la teoría del derecho y de la religión mahorí, estrechamente ligados a la persona, al clan y a la tierra; son el vehículo de su mana, de su fuerza mágica, religiosa y espiritual. En un proverbio recogido por sir G. Grey y C.O. Davis, se les ruega destruir al individuo que los ha aceptado. Por lo tanto, tienen en sí esa fuerza para el caso en que no se cumpla el derecho y sobre todo la obligación de devolverlos (12) ».

Mauss se aplica especialmente a hacer justicia a la obligación de devolver y se pregunta: «¿Qué fuerza tiene la cosa que se da, que obliga al donatario a devolverla?»(13). Las cosas se devolverían porque participarían del alma de quien las da. Por ejemplo, en Polinesia: «Se comprende clara y lógicamente que, dentro de este sistema de ideas, hay que dar a otro lo que en realidad es parte de su naturaleza y sustancia, ya que aceptar algo de alguien significa aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma.» (14). Si bien Mauss interpreta el don como un intercambio arcaico, no lo hace en el sentido utilitarista, donde el donante debería recuperar su bien, recuperar lo suyo, sino porque el donante quiere resguardar su mana, su nombre, su integridad espiritual. Y como, finalmente, la cosa termina siendo parte de la identidad del yo, el donatario debe respetar el interés del donante. Porque atañe al nombre, es que la cosa dada no es inerte y tiene tendencia a volver a su "hogar de origen" o «a producir, para el clan y el suelo del que ha venido, un equivalente que la reemplace».

Es más: los dones incluso matan. A los dones se les pide matar realmente; quedan cargados con una fuerza de venganza cuando no son devueltos. «Confieren un poder mágico y religioso sobre uno». El mana del donante, encerrado en la cosa misma, podría así transformarse en espíritu de venganza y matar al donatario, si éste no salda sus obligaciones de reciprocidad.

Se reprochó a Mauss haber atribuido un lugar demasiado importante al mana. De alguna manera, la tesis propuesta aquí defenderá la idea inversa: Mauss percibió justamente que la matriz del lazo de almas, del mana, se encontraba en la obligación de devolver. Pero su búsqueda se limitó a la sola reciprocidad de dones, y es tal vez por eso que no pudo llegar a una teoría de la reciprocidad.

Se debe, pues, retomar su análisis y, sin duda, proseguirlo en otra dirección que la elegida por los teóricos del intercambio.

En los orígenes, según Mauss, el don interesaría no solamente a las cosas, sino al ser:

« Por el momento lo que ha quedado claro es que para el derecho maorí, la obligación de derecho, obligación por las cosas, es una obligación entre almas, ya que la cosa tiene un alma, es alma. De lo que se deriva que ofrecer una cosa a alguien es ofrecer algo propio (15) ».

Que, para el alma primitiva, el ser y las cosas estén mezclados, es lo que ya sugiere la evocación de las prestaciones totales, al principio del Ensayo. De entrada, no son individuos los que "intercambian", sino comunidades, a través de sus jefes. «Lo que intercambian no son exclusivamente bienes o riquezas, muebles e inmuebles, cosas útiles económicamente; son sobre todo gentilezas, festines, ritos, servicios militares, mujeres, niños, danzas, ferias...» (16).

Parece reinar cierta confusión en esta circulación general de riquezas materiales y espirituales: «En el fondo, todo es una combinación donde se mezclan las cosas con las almas y al revés. Se mezclan las vidas y precisamente el cómo las personas y las cosas mezcladas salen, cada uno de su esfera, y vuelven mezclarse, es en lo que consiste el contrato y el cambio» (17).

Mauss no pretende tratar, en el Ensayo sobre el don, de esas prestaciones totales originarias en las que no solamente se da de todo, sino en las que se da todo. Anuncia, como su tema, lo que llama el "intercambio-don": un «sistema de regalos que se dan y se devuelven a plazos» (18). Pero se refiere a las prestaciones totales originarias para dar cuenta del sincretismo que, según él, persistiría en las comunidades organizadas por el don. Vuelve sin cesar al tema de la mezcla para comprender lo que hace mover los dones. Mientras que las sociedades modernas distinguen claramente derechos reales y derechos personales, lo material y lo espiritual, las sociedades primitivas, por su parte, los confundirían.

« Estas instituciones sirven para expresar un hecho, un régimen social, una determinada mentalidad: la de que todo, alimentos, mujeres, niños, bienes, talismanes, tierra, servicios, oficios sacerdotales y rangos son materia de transmisión y rendición. Todo va y viene como si existiera un cambio constante entre los clanes y los individuos de una materia espiritual que comprende las cosas y los hombres, repartidos entre las diversas categorías, sexos y generaciones (19) »

Si lo material y lo espiritual están mezclados, se puede concebir que la cosa donada lleva consigo algo del ser del donante que, al donar un objeto, se dona a sí mismo. Mauss piensa confirmar su tesis de la mezcla con la idea de símbolo. Los regalos, ¿no son un símbolo de sentimientos y, por tanto, el intercambio es un intercambio simbólico? La dimensión económica del don puede incluso borrarse completamente. Cita a Radcliffe-Brown a propósito de los andamanes: ocurre que cada familia dispone desde ya lo que la otra le puede ofrecer. La finalidad de los dones, explica Radcliffe-Brown, es entonces «ante todo moral». «El objetivo es producir un sentimiento de amistad entre las dos personas en juego, y si no se consigue este efecto, la operación resulta fallida»(20). Más que la idea de producción, Mauss retiene la de equivalencia entre el sentimiento y el regalo. El regalo expresa un sentimiento que ya existe. Si las cosas tienen entonces un alma, son del alma; su intercambio crea la unidad social. A propósito de ello, Mauss remite a uno de sus artículos precedentes en el cual mostraba que las manifestaciones afectivas de las comunidades humanas primitivas presentan los mismos caracteres que las prestaciones totales: son fenómenos sociales, "obligatorios y colectivos". Además, «...son más que simples manifestaciones, son signos, expresiones comprendidas, en pocas palabras: son un lenguaje. Esos gritos, son como frases y palabras. Hay que proferirlos, pero si hay que hacerlo, es porque todo el grupo los comprende (...). Es esencialmente una simbólica»(21). Uno ya no se asombrará por la indiferencia que muestran las comunidades, en ciertas circunstancias, hacia el valor utilitario de los objetos ofrecidos: ¡no tiene importancia en relación a su valor simbólico! Pero para dar cuenta de lo simbólico, ¿puede uno contentarse con atribuir a los primitivos y, por extensión, a los "indígenas", una confusión entre el alma y las cosas, y reducir el símbolo a una mezcla? Para Mauss, todo va y viene, porque, en el regalo, el sentido está oscuramente mezclado al objeto. Mas que suscitar afectividad el regalo la transporta consigo mismo. Se la recibe al recibir el objeto. Y Mauss multiplica los ejemplos: los taonga llevan consigo el mana del donante; al dar algo, uno se da a sí mismo.

Como para ilustrar esta idea, Maurice Leenhardt descubrió, en los kanak, una relación esencial entre el don, supuestamente más antiguo: el de los víveres, y el ser mismo del hombre:

« Esas primicias, esas ofrendas, que encerramos en nuestro lenguaje endurecido por términos de constreñimiento, obligación, tributo y prestación, el caledonio los designa, en su lengua, con una sola palabra, que se tradujo por don de amabilidad, êvië (...). El don al jefe es un don de amabilidad ya que donar, en Melanesia, no significa abandonar un objeto a fondo perdido. Donar es ofrecer algo de sí mismo; es cumplir el acto que establece la correspondencia con otro e incitarlo, a su vez, a ofrecer de sí mismo; donar es intercambiar (22) ».

Leenhardt observó, asimismo, en los houaïlou, una equivalencia inmediata entre don y palabra. Los houaïlou llaman No a la palabra. No es, pues, el contenido de toda idea, de todo conocimiento, de toda representación o discurso. Pero he aquí que la ofrenda es también "considerada como palabra" y se llama No.

« En toda ceremonia familiar, se prepara un pequeño montón de víveres, depositado cuidadosamente sobre hierbas rituales. Y cuando todo está listo y decorado, las personas se disponen en medio círculo; el orador avanza: estos víveres, dice, son nuestra palabra. Y explica su razón de ser. No ocurre de forma distinta con la ofrenda sacrificial (...). Así, el don lleva en sí mismo su significación y la declaración que lo acompaña en varios rituales es un acto suplementario (23) ».

Los dones son palabras, nombran el ser: son dones del ser. Parece definitivamente confirmado que «donar es ofrecer algo de sí mismo»: el mana polinesio es una riqueza espiritual que puede encarnarse en objetos. Se la da al dar el objeto. Recíprocamente: «aceptar algo de alguien significa aceptar algo de su esencia espiritual, de su alma» (24). Lo mismo ocurre con los objetos preciosos de los trobriandeses, los vaygu'a, puestos en circulación en la célebre kula. «Cada uno, o al menos los más apreciados y codiciados, tienen un mismo prestigio, tienen un nombre, una personalidad, una historia, incluso una leyenda. Tanto, que algunos individuos adquieren su nombre...» (25). Formidables competencias por merecer el homenaje de esos regalos animan toda la vida económica y social de los trobriandeses. El ser es designado, por el mismo "indígena", como objeto de don y Mauss tiene buenas razones para creer que la circulación del ser es idéntica a la circulación de las cosas.

Por consiguiente ¿hay que mantener la tesis de la mezcla? ¿Puede hablarse, acaso, de confusión entre el ser y las cosas, si se tiene en cuenta que los donantes se toman el cuidado de designar ciertos objetos como portadores de ser?. El mismo Mauss opera una distinción capital entre dos tipos de bienes:

 « Al menos los kwakiutl y los tsimshian dividen los bienes de propiedad igual que los romanos, los trobriandeses o los samoanos. Para ellos, existe por un lado, los objetos de consumo que se reparten (nota de Mauss: pueden ser también de venta) (no he encontrado rastro de intercambio de ellos) y, por otra parte, las cosas de valor de la familia, los talismanes, cobres blasonados, colchas de pieles o de telas bordadas. Estos últimos se transmiten con tanta solemnidad como se transmite la mujer en el matrimonio, los "privilegios" del yerno, o los nombres a la custodia de los niños y yernos (26) ».

Mauss reserva toda su atención a la segunda categoría: los objetos preciosos que son designados como representantes del nombre y que son transmitidos con la misma solemnidad que el nombre mismo. Pero ¿qué ocurre con los bienes ordinarios: los alimentos y los bienes de uso?

Sólo serían objetos de vulgar repartición. La repartición, pues, está excluida de la categoría maussiana del intercambio-don. Sin embargo, el repartir es una redistribución; por tanto, también esos bienes son donados. ¿No tendrían ellos, entonces, ninguna relación con el ser? Cualquiera que fuese la naturaleza de la cosa dada, objeto de repartición u objeto simbólico, ¿no sería una cualidad espiritual producida por el acto mismo de donar y que, por consiguiente, estaría relacionada con el sujeto del don? Las observaciones de Mauss muestran, abundantemente, que el don equivale, para su autor, a un acrecentamiento de la conciencia de ser, a un incremento de autoridad y de renombre.

Así, pues, donar ya no es ofrecer algo de sí mismo, sino adquirir algo de sí mismo. La materialidad y la espiritualidad no están, aquí, ligadas a un estatuto común de objeto; ellas se oponen en dos estatutos diferentes, pero están unidas por una relación de contradicción: lo espiritual aparece adquirido por el donante en tanto que lo material es adquirido por el donatario. Así, pues, acudir a la noción de intercambio no es necesario para explicar esos dones. Si todo don puede ser, a la vez, material y espiritual en razón de que es don material y adquisición espiritual, ya no tiene necesidad alguna de una contrapartida para ser justificado. Desde el momento que el otro acepta recibir, que la relación intrínseca entre el don de cosas materiales y el nombre que éste le vale al donante es reconocida, el don tiene su razón en sí mismo. Aparentemente, todo va y viene, lo material y lo espiritual, pero sus movimientos no son idénticos. Material y espiritual no pueden estar mezclados indistintamente como objetos de intercambio: están unidos por un lazo sistémico que encadena la suerte del uno a la suerte del otro. Ese lazo no es una mezcla, no es una aposición; es una conjunción de contradicción, un lazo lógico (27), indesatable, de contradicción, que une el Don y el Nombre. Decir que la adquisición de lo espiritual está unida a la alienación de lo material es, sin embargo, impropio ya que esta adquisición implica un acrecentamiento del ser y no del haber. No sólo que la noción de intercambio no es necesaria, sino que es errónea. El que da, por el hecho de dar, crea él mismo el valor de prestigio correspondiente. ¡Ni intercambia ni compra! El prestigio nace del don; se relaciona a aquel que toma la iniciativa: al donante, para constituir su propio nombre, su renombre, el valor del renombre.

Ahora bien, en las prestaciones totales, no hay intercambio general en el cual todo va y viene de la misma manera, en el cual se cede, se toman los honores y los títulos como se toma o cede la cerveza o la yuca. Por tanto, el don le vale al donante su ser, su prestigio, cualquiera que sea el sentimiento o la opinión del otro. Este no puede nada, debido a que aquel, al dar por ejemplo sus víveres, adquiere su nombre de humano; así como tampoco puede nada sobre el hecho de que, al aceptar recibir, pierde su prestigio.
«A los dones se les ruega destruir al individuo que los ha aceptado». Es posible interpretar literalmente este proverbio maorí, ya que el don es muerte para quien lo acepta. Se muere por no dar, por no redistribuir, por sólo recibir, ya que el don es vida para el que da. Al que recibe el don se le dice moribundo, ya que está en la situación dialéctica de la muerte con relación a la vida, de recibir y no de dar. Si dar es adquirir prestigio; recibir es perderlo, disminuir: morir en su ser. Es por ello que el donatario da, a su vez, para estar vivo, para tener mana. Tal es el principio de la dialéctica del don, principio que puede explicar enseguida por qué el don vuelve a su origen, simulando un intercambio de equivalentes. Es que nadie quiere perder su alma al solamente recibir. Si hay ser que se engendra a nivel del don, cada uno quiere participar del ser: quiere ser. Ese deseo no se hace patente sino con la competición de los dones: entonces los espejismos del prestigio se apoderan de los imaginarios; cada donante quiere imponer el crecimiento de su nombre. Pero, para que estas exasperaciones del don sean posibles, ¿no es necesario que la misma conjunción lógica del Don y del Nombre exista desde el origen de la función simbólica, en las formas más apacibles del don, antes que la pretendida mezcla del ser y las cosas?

Sin duda, la reciprocidad tiene un carácter más originario de lo que la dialéctica del nombre nos lo deja suponer. Tendremos, finalmente, que hacer justicia a Mauss por haber descubierto la relación primordial de la obligación de devolver y del lazo de almas. Pero ni la mezcla del sujeto y el objeto, ni el intercambio de estos objetos mezclados de almas, son categorías pertinentes para percibir la anterioridad fundamental de la reciprocidad sobre el don. Y, en la dialéctica del don, el lazo de almas se reduce a una conjunción lógica entre Don y Nombre.


2. El nombre del don

¿Qué fuerza vela por el retorno de los dones? Los hechos responden de forma luminosa: es la fuerza del nombre del ser humano; es la fuerza del prestigio ligado al acto del don. El don es el principio del rango, de la jerarquía, del prestigio. El Don es el Nombre. Inversamente, recibir es disminuir, perder su nombre, hacerse esclavo, morir. Se comprende, entonces, que cada cual quiera dar y que, para ser donante, esté impulsado no solamente a igualar los dones del otro, sino a incrementarlos. Este aumento puede conducir a una competencia comparable a la competencia que libran los sujetos del intercambio. Ambos son fuerzas motrices del crecimiento. Pero he aquí que la competencia, en la redistribución, tiene por objetivo el prestigio; la competencia, en la acumulación, tiene por objetivo la ganancia. Mauss evoca los paroxismos alcanzados por la competencia entre donantes, en las comunidades indias del noroeste americano. En el potlatch se da, pero también se tira, se despilfarra: se destruye. «En algunos casos ni siquiera se trata de dar y tomar sino de destruir, con el fin de que no parezca que se desea recibir, se queman cajas enteras de aceite de pez vela o de aceite de ballena; se queman casas y colchas; se rompen los mejores cobres que se hunden en el agua con el fin de aniquilar, de "aplanar" al rival» (28). El potlatch muestra que el prestigio no depende de la acumulación, sino de la prodigalidad. A la inversa de la economía de intercambio, en la que el gasto, incluso suntuario, está siempre ordenado hacia una acumulación; aquí el consumo, bajo forma de don, es tan imperativo que incluso cuando todos los deseos son satisfechos, el prosigue aún, se transforma en consumción, como por el placer de revelarnos la lógica del don. Así, pues, la estructura del ciclo económico está al desnudo: el renombre está fundamentalmente unido a la gratuidad del don, a su consumo y este consumo determina la producción.

Cuando Mauss interpreta el potlatch se aproxima mucho a las categorías del don. Reconoce que la nobleza es proporcional a la generosidad de la distribución. «Es, pues, un sistema de derecho y de economía en que se gastan y se transfieren constantemente riquezas considerables. Esta transferencia se puede denominar, si se quiere, cambio, comercio o venta, pero es un comercio noble, lleno de etiqueta y generosidad, ya que cuando se lleva a cabo con espíritu de ganancia inmediata, es objeto de un desprecio muy acentuado» (29). Con un lujo deslumbrante de ilustraciones, describe la gloria del nombre, acrecentándose con cada aumento del don: «En ningún otro lugar, el prestigio individual del jefe y de su clan está más ligado al gasto...» (30). «...Hay un jefe kwakiutl que dice: "Este es mi orgullo, los nombres, los orígenes de mi familia, mis antepasados han sido..." (y declina su nombre que es al mismo tiempo un título y un nombre común), "donantes de maxwa" (gran potlatch) » (31).


«El nombre de quien da el potlatch "toma peso" por el potlatch que da, y "pierde peso" si acepta uno..." (32). Insiste sobre la exasperación de la rivalidad por el prestigio: «(...) hasta dar lugar a una batalla y a la muerte de los jefes y notables que se enfrentan así; por otro lado, a la destrucción puramente suntuaria de las riquezas acumuladas con el objetivo de eclipsar al jefe rival que es también un asociado...» (33). No poder dar equivale a perder la cara: «El noble kwakiutl y haïda tiene exactamente la misma noción de "cara", rostro, que el letrado o el oficial chino. De uno de los grandes jefes míticos que no daba potlatch se decía que tenía la "cara podrida". Aquí la expresión es más exacta que en China, pues en el noroeste americano perder el prestigio es perder el alma y es de verdad la "cara", la máscara de baile, el derecho a encarnar un espíritu, de llevar un blasón, un tótem; es de verdad la persona lo que se pone en juego, la que se pierde con el potlatch, en el juego de los dones; del mismo modo que se puede perder en la guerra o por cometer una falta en el rito.» (34). Una nota sobre el potlatch de redención de cautivos precisa: «... ya que se hace no sólo para recuperar al cautivo, sino también para restaurar "el nombre" y la familia que le ha dejado hacerse esclavo, debe dar un potlatch» (35). En pocas palabras: no dar es morir, dar es revivir. «Haïyas... que pierde la "cara" al juego y muere. Sus hermanas y sobrinos se ponen de luto, dan un potlatch en revancha y resucita» (36). «... un viejo jefe no daba suficientes potlatch y los demás dejaron de invitarle y se murió. Sus sobrinos le hicieron una estatua, dieron una fiesta, diez fiestas en su nombre y revivió» (37).

Mauss está, pues, muy cerca de admitirlo y los hechos que reúne lo dicen: el don crea el nombre. Don y nombre están en una relación necesaria. Y, sin embargo, no se atreve a hacer del prestigio la razón del don. Constata que la nobleza es proporcional a la redistribución, pero no va hasta ligar, de forma intrínseca, el prestigio, el nombre del ser viviente o del ser humano, al acto del don. El prestigio es el imaginario del don pero, bajo este imaginario, le parece que debe esconderse una realidad más profunda que explica el retorno del don y el carácter obligatorio de éste bajo la apariencia de la gratuidad. Mauss llama intercambio a esta realidad escondida, ya que sería siempre motivada por el interés. Pero ¿qué interés? En las sociedades de don, las operaciones económicas se hacen "con otro espíritu" diferente del espíritu con el que se efectúa el intercambio comercial. La utilidad y el interés comercial no son la última razón de los "intercambios". «Hay un interés, pero éste es sólo análogo al que, se dice, hoy nos guía» (38). El interés del donante es un interés superior, no material, cierto, pero el prestigio, el rango, la autoridad, el honor, el mana se convierten en riqueza, en un bien objetivo, que se podrá muy bien alienar como un valor de intercambio. «Se diría que el jefe trobriandes o tsimshian actúan, marcando las diferencias, al modo del capitalista, que sabe deshacerse de su moneda en el momento adecuado, para volver a formar de nuevo, a continuación, su capital móvil» (39). De esta guisa parece, pues, que el interés queda como el móvil de todas las transacciones humanas.


3. ¿El honor o el crédito?

Incluso si no buscara más que el honor, el donante no dejaría de referirse a su identidad. El honor y lo útil responderían a la misma motivación del interés. Mauss desea mostrar, igualmente, que este interés muy general está en el origen de aquel que preside el intercambio económico. La mezcla de lo espiritual y lo material justificaría que, en el origen, el honor pudiera ser confundido con bienes materiales; que pudiera ser su equivalente. Al tomar por asalto los dones y sus aumentos para adquirir honor, los donantes no deberían entonces perder nada de sus inversiones, sino sólo disponer de ellas bajo una forma diferente. Es por ello que se puede aplicar, al deseo de prestigio, las fórmulas que utilizan los economistas para el interés material. De este modo, Mauss trata de reconciliar crédito y honor, prestigio y beneficio, comprometiéndose en un terreno en el que varios de sus sucesores se atascarán. Se puede, en efecto, imaginar que el donante intercambia dones contra prestigio, realiza su honor bajo la forma de bienes útiles, que el reconocimiento del receptor sea reconocimiento de deuda, etc. Mauss aprueba así la tesis de Boas: «Contratar deudas por un lado y pagarlas por el otro, eso es el potlatch» (40). Como quiera que fuese, se cuida de recusar su interpretación utilitarista: «No hay que caer en las exageraciones de los etnógrafos americanos (...) que, siguiendo a Boas, consideran el potlatch americano como una serie de ideas copiadas» (41). Mauss rinde homenaje a Boas que quería mostrar la racionalidad económica de las instituciones amerindias con un propósito político: defenderlas contra los prejuicios de los misioneros y contra la ley canadiense anti-potlatch. Boas no sabía demostrar esta racionalidad de otra forma que acercándola a las nociones occidentales de intercambio, capital, inversión, seguros de vida. Pero, no por ello reducía la economía amerindia a una economía materialista: defendía las fiestas, el potlatch, ya que implicaban también lo más fundamental de la cultura de esos pueblos: lo sagrado.

Mauss está animado por la misma pasión de hacer justicia a las sociedades abusivamente llamadas primitivas. Propone sólo corregir el vocabulario de Boas, reemplazar los términos "deuda, pago, etc.", por "presentes hechos y presentes devueltos". Pero ese respeto por una mayor exactitud no le impide creer, como a Davy, en La fe jurada, de 1922, que el potlatch constituye una forma de contrato y que los contratos de esas sociedades contienen en germen todos los principios de la economía política moderna. Sin embargo, observa que, en el potlatch, los dones son sacrificados por valer como nombre y ello de una manera a veces radical, ya que son destruidos por su propio donante, en forma de desafío, es cierto, pero con el objetivo manifiesto de establecer una jerarquía de rango y con la esperanza de que esta jerarquía será definitiva, es decir, que los dones no podrán ser devueltos. Aparece una contradicción, que Mauss reconocerá en la Conclusión del Ensayo. Si las destrucciones más locas de riqueza continúa pareciéndole interesadas, este interés se contabiliza solamente en términos de jerarquía, de poder, de gloria y cuando el jefe trobiandés o tsimshianés parece comportarse como un capitalista, su acumulación está finalmente orientada hacia el gasto: «Uno atesora pero para gastar, para "obligar", para tener "hombres ligados"» (42). En definitiva, el ganador en el juego de los dones no es el que acumula, sino el que da más. «Se devuelve con usura, pero para humillar al primer donante y no sólo para recompensarle de la pérdida que le causa un "consumo diferido" » (43).

« Lo ideal sería dar un potlatch y que éste no fuera devuelto (44) ».

Esto es lo que asombró a Bataille: «... un poder es adquirido por el hombre rico, pero (...) este poder está caracterizado como un poder de perder. Es solamente por la pérdida que la gloria y el honor le son ligados»(45). Como bien lo subrayó Lefort, ese ideal entra en contradicción con el de un interés que se situaría en el objeto dado y recibido: «Destruir, nos dice Mauss, es, dando, poner al otro en la imposibilidad de devolver. La idea es tanto más interesante cuanto que arruina retrospectivamente toda la teoría del don fundada sobre el ser de la cosa ofrecida y no, como aquí, sobre el acto» (46). La contradicción entre las categorías de prestigio y beneficio es estrepitosa. Son inconciliables. Si la conjunción entre don y nombre es un lazo irrecusable, lógico, entonces el prestigio del donante ya no pertenece a esta categoría, muy general, que confunde el interés material y el interés espiritual. Es el interés espiritual el que se opone al interés material. Los dos sistemas: de crédito, uno, y de honor, el otro, son sencillamente antagonistas.

Mauss, sin embargo, hará una última tentativa por conciliar el honor y el interés, proponiendo una interpretación del prestigio por lo menos paradójica: el prestigio sería una manifestación ostentatoria, la prueba de que se es el más poderoso por la propiedad. Cita a Turner, que describe las fiestas de nacimiento en Samoa:

 « Después de la fiesta de nacimiento, después de haber dado y devuelto los oloa y los tonga - en otras palabras: los bienes masculinos y femeninos- el marido y la mujer no eran más ricos que antes, pero tenían la satisfacción de haber visto lo que consideraban un gran honor, masas de bienes acumulados con ocasión del nacimiento de su hijo (47) ».

Si la riqueza es símbolo de prestigio y si amasarla es causa de satisfacción, el don sólo sería ostentación de riqueza, prueba de acumulación. Pero tal riqueza sólo fue adquirida a fuerza de redistribuciones generosas y Mauss no menciona, aquí, la contradicción entre esta generosidad, que simbolizan los oloa y los tonga, y su acumulación; ni esta otra contradicción entre el goce de los andamanes por ver un instante tales riquezas acumuladas en su honor y ésta, más grande aún, de poder redistribuirlas. Uno no destruiría sus riquezas, a no ser para mostrar que se tiene demasiadas y que no puede ya ni contarlas: «El jefe (...) sólo conserva su autoridad (...) si demuestra que está perseguido y favorecido por los espíritus y la fortuna, que está poseído por ella y que él la posee, y sólo puede demostrar esta fortuna, gastándola, distribuyéndola, humillando a los otros, poniéndola "a la sombra de su nombre" » (48). El don está decapitado. Su finalidad es incluso inversa. El don es la prueba paradójica de la acumulación y es ella la que funda el prestigio. ¡La acumulación está primero! El don se convierte en un artificio. Aquí nos parece que Mauss está llevado al contrasentido: el prestigio ya no es la expresión de la generosidad, el fruto del acto del don, es una consecuencia de la avaricia. Mientras más se tiene, más grande se es y el don sólo sirve para manifestar esta riqueza.

Según este punto de vista, queda por explicar cómo, en el potlatch y todas sus manifestaciones de carácter agonístico, el más prestigioso de los hombres queda como el gran donante. Si éste puede pretender a la gloria suprema (a veces a costa de su propia vida), es a condición de no toparse con un donante superior y, encima, la de darlo todo.

Mauss responde que aquí se trata de una ilusión. Si el donante supremo se arriesga a dar, sabiendo que ya no podrá convertir su prestigio en riqueza, si da aparentemente sin esperanza de devolución, es porque intenta, de este modo, erigirse como superior al común de los mortales. Ahora bien, aplastar a su rival, mostrar su riqueza, asentar su autoridad no es la manifestación de un goce propio del donante: es siempre una ficción, una mentira social. Ese prestigio tiene un objetivo escondido: designar a la contraparte privilegiada de un intercambio, cuya importancia es del todo diferente a la que proporciona el intercambio prosaico entre seres humanos: el intercambio con los dioses.


4. El sacrificio

El potlatch hace pensar en el sacrificio. Es sacrificio, dice Mauss. Al mismo tiempo que el donante manifiesta poder y desinterés, sacrifica a los espíritus y a los dioses. Pero bajo la apariencia de una ofrenda sin retorno, el intercambio prosigue, tanto más digno de interés cuanto que los espíritus, detentores del mana, lo serían también de los mismos bienes económicos. La teoría del intercambio no se hunde. El sacrificio es un intercambio con los dioses; esa ya es la tesis sostenida por Hubert y Mauss en 1899 en el Ensayo acerca de la naturaleza y la función del sacrificio. Y bien, este intercambio era comprendido de la forma más explícita, como un cálculo interesado: «Las dos partes presentes intercambian sus servicios y cada una encuentra su parte. Ya que también los dioses tienen necesidades profanas» (49).

En el capítulo del Ensayo sobre el don, dedicado al sacrificio, Mauss mantiene la idea de comprar a los dioses, ya que ellos «saben devolver el precio de las cosas» y «son ellos los auténticos propietarios de las cosas y los bienes de este mundo» (50). Mauss no parece asombrarse de que sociedades que desprecian el comercio o incluso lo ignoran, utilicen la noción de compra con los espíritus y los dioses (51).

Si el consumo de bienes es sacrificado a los dioses y si el sacrificio obtiene una ventajosa compensación, el objetivo del prestigio no es pues sino un medio para convertirse en el interlocutor privilegiado de los dioses, para obtener sus favores. Las palabras compra, venta, interés... ¿son imágenes, metáforas?. Se podría sostener que sí, recordando las numerosas reservas de Mauss sobre el vocabulario del intercambio. En varias ocasiones, en efecto, remarca que esas expresiones son impropias. Reconoce «la incertidumbre sobre el sentido de las palabras que mal traducimos por comprar, vender» (52). La noción de intercambio misma es "inexacta" (53). Esas puntualizaciones quedan, sin embargo, dispersas en las numerosas notas del Ensayo, casi entre paréntesis, nunca tematizadas pero que vuelven con insistencia. Reuniéndolas y poniéndolas en relación con el sacrificio, se puede imaginar que Mauss no concibe el intercambio con los dioses de la forma mercantil que su vocabulario deja entender.

De todas maneras, si se acepta la idea de que los hombres donan con la esperanza puesta en la generosidad de los dioses... ¿qué pensar de los dioses? ¿Donan para que se les retribuya a cambio, tan interesadamente como los humanos? y ¿puede imaginarse, en ese caso, que sean tan inocentes como hacen los hombres? ¿No dan, más bien, porque son verdaderos donantes? ¿No dan por ser o porque son? Los dioses dan por su prestigio y se encolerizan cuando su prestigio es ofendido. El ser es, para ellos, la razón del don que se trastoca en ira cuando el hombre la ignora. Los dioses, en efecto, se irritan por no ser honrados por los hombres. Se calma a los dioses apenas se reconoce su prestigio. En las islas Trobriand, según Malinowski, se conjura a un espíritu malhechor mediante el don de objetos preciosos que también sirven a la kula: «Este don actúa directamente sobre el espíritu de ese espíritu» (54). Al espíritu de este espíritu, al prestigio de los dioses, se le dirige un homenaje. Se honra a los dioses para apaciguar su cólera, para "comprar la paz". La contradicción entre el ser y el tener, un instante diferida por la interpretación del potlatch como un sacrificio a los dioses y la de éste como un intercambio, reaparece con el espíritu de los dioses y su cólera. Y queda irreductible.


5. El don del nombre

El nombre se traduce inmediatamente en actitudes, palabras o discursos, pinturas del rostro o del cuerpo... pero también en adornos tales como collares, brazaletes, anillos, pendientes, coronas. Esos reflejos de la gloria, esos espejos del nombre, tienen una importancia particular desde el momento en que se pueden separar del cuerpo, ya que pueden luego ser confiados a otra persona o incluso donados. La distinción hecha por Mauss entre dos tipos de riquezas y de dones se aclara: las unas engendran el nombre, las otras lo representan. Las segundas simbolizan la autoridad adquirida por la redistribución de las primeras. Tienen el renombre grabado, el prestigio esculpido, el alma atesorada. Los indígenas mismos, como se ha visto, hacen esta distinción. El conjunto de las cosas preciosas de la familia, en los kwakiutl o los tsimshian, constituye el caudal mágico. Guarda el nombre del clan y confiere a quienes lo heredan el renombre de los ancestros. Esta capacidad de los objetos preciosos para encarnar el valor del renombre adquirido por el don de los valores de uso, es, tal vez, la que condujo a Mauss a creer que los indígenas atribuían sistemáticamente un alma a las cosas. Observa sobre todo el transporte de objetos a los cuales se asociaron deliberadamente valores espirituales: tesoros, talismanes, blasones, esteras e ídolos sagrados que representan el alma. Pero sólo ciertas cosas son designadas para encarnar el renombre. Su significación es precisa: depende del estatuto del donante. No son, en todo caso, libres de circular al azar. En el origen, esos objetos ni siquiera pueden ser cedidos. «Es inexacto hablar en este caso de alienación (...) En el fondo, esas propiedades son cosas sacra y las familias sólo se deshacen de ellas con gran pena o a veces nunca» (55). Este atesoramiento de riquezas simbólicas evoca la acumulación propia al sistema del intercambio, sobre todo si los tesoros en cuestión son piedras preciosas u oro, y no solamente plumas de quetzal o de tucán; en cualquier caso, la acumulación sólo concierne aquí al renombre. Y este no podría adquirirse por intercambio, ya que no se aliena.

Sin embargo, esos objetos portadores de ser o de renombre se transmitirán hereditariamente. Desde entonces, los objetos preciosos no sólo pueden representar el prestigio, sino comunicarlo a quienes lo reciben: «... circulan entre los hombres, sus hijas o yernos para pasar luego a los hijos cuando son iniciados de nuevo o se casan (...)» (56). Así, pues, esos objetos tienen un carácter sagrado: «El conjunto de esas cosas es siempre, en las tribus, de origen espiritual y de naturaleza espiritual» (57). Es por ello que la transferencia de estos objetos mágicos «... en cada nueva iniciación o matrimonio transforma al recipiendario en un individuo "sobrenatural"» (58) .

Esta transmisión de los símbolos del ser, por vía del parentesco, abre la perspectiva del don de esos bienes inalienables. A partir del momento en que el renombre se cristaliza en un objeto, puede ser distribuido. Y es así que se podrá recibir el renombre del tesoro en el cual éste se encarnó. Es, pues, cierto que los regalos que representan alianzas o títulos, van y vienen en el curso de las prestaciones totales, como las otras riquezas. Y es por ello que Mauss pudo creer que su acumulación podía ser signo de prestigio. Turner no se equivocaba al asociar la alegría, de los jóvenes padres samoanos, a la satisfacción de haber visto cantidades ingentes de bienes reunidos en ocasión del nacimiento de sus hijos.
Pero hay que remarcar que el don de esos objetos de prestigio, si es adquisición de renombre para el que los recibe, al donante le valen por un nuevo renombre: es el renombre del renombre. Para aquel que dona, el prestigio continúa produciéndose por el don. De este modo, el don de renombre inicia un segundo ciclo de la dialéctica del don. El que recibe esos objetos de prestigio no crece en la jerarquía, a no ser que vuelva a darlos, a su vez, al cabo de cierto tiempo. Si los guardara, perdería la cara; no podría siquiera prevalecer sobre el mana que esos objetos conservan para ellos mismos.

De hecho, Mauss utiliza dos nociones muy diferentes de riqueza: «La persona rica es una persona que tiene mana en Polinesia, "auctoritas" en Roma y que en estas tribus americanas es un "gran" hombre, walas» (59).

La riqueza, pues, es el mana. Pero ésta se adquiere redistribuyendo riquezas y objetos preciosos. Cuanto más riqueza se distribuya, más rico se es. Como ellas son el mana fetichizado, se adquiere el renombre al recibir esos objetos. Sin embargo, la razón del don se impone sobre la de la acumulación. Si esos símbolos del renombre, se guardan para sí más tiempo del que conviene, el efecto se invierte: se deja de ser prestigioso y se pierde la cara. «La riqueza existe para ser dada» (60).

Donar la riqueza confiere al donante mana. El imaginario agrega ese mana a un objeto que se convierte en un objeto precioso. Así, pues, el mana puede ser dado y, como fruto de ello, un nuevo valor será producido en beneficio del donante; el cual, a su vez, será representado en otro objeto simbólico.

¡Pero eso no es todo! El renombre recibido, como un homenaje, en los objetos preciosos es también un imperativo: el de honrar las obligaciones que ese título representa, es decir, la obligación de donar en consecuencia. Si el don de los valores de uso engendra el renombre para el donante, ahora, la adquisición del valor de renombre obliga al don de los valores de uso. El don crea el renombre, el renombre obliga al don. El segundo principio es tan esencial como el primero. Esta inversión es semejante a aquella que Marx describió para el sistema del intercambio. El intercambio de mercancías, en efecto, pone de manifiesto el valor de cambio; éste, cuando ha encontrado su expresión en una mercancía privilegiada, se vuelve, a su vez, por su circulación, el motor del intercambio de mercancías. De igual modo, el don engendra el renombre que, una vez fijado en esos objetos privilegiados, se convierte en fuerza motriz del don. Esta capacidad del renombre fetichizado, de mover la circulación de las riquezas, abre el camino a la aparición de una moneda.


6. La moneda de renombre

Para que los objetos preciosos se conviertan en moneda, no basta que representen el valor de renombre; es preciso que pierdan todo vínculo con su origen: que dejen de ser la efigie de su creador. Sólo entonces podrán circular libremente entre todos los asociados, como una expresión autónoma de su valor. La moneda entonces adquiere incluso su propia celebridad y, pronto, la transmitirá al ser humano en vez de recibirla de él (61).

La distribución de esas monedas le vale al donante un aumento de renombre en relación a aquel que representan, que llamará, a su vez, a un símbolo más elevado y que será nuevamente reintroducido en el ciclo del don. Pero si el mismo objeto precioso, en un segundo viaje, vuelve al mismo donante, él mismo representará el renombre superior adquirido en el ciclo precedente y duplicará su valor. Así se explica la propiedad más desconcertante de esta moneda, si se la compara con una moneda de intercambio: la de no representar un valor fijo, si no de aumentar de valor en cada una de las transacciones en las cuales se comprometa. Los cobres blasonados de las sociedades del noroeste americano pueden, a fuerza de potlatch, alcanzar valores de renombre sorprendentes, como el que nos describe Boas:

« El valor del cobre lesaxalayo era, hacia 1906-1910, 9.000 mantas de lana; valor, cuatro dólares cada una; 50 canoas, 6.000 mantas de botones, 260 pulseras de plata, 60 pulseras de oro, 70 pendientes de oro, 40 máquinas de coser, 25 fonógrafos, 50 máscaras y el heraldo decía: "Por el príncipe Lagwagila voy a dar todas estas pobres cosas" (62) ».

La suerte de esos cobres blasonados ilustra una fase intermedia de la génesis de la moneda de renombre. La expresión "moneda de renombre" proviene, por lo demás, de esos cobres. Hasta tal punto son simbólicos de la redistribución y del don gratuito que, a veces, son llamados "potlatch" o incluso "fuego". Representan, en efecto, el renombre del clan o de la familia del donante más grande del clan. Se convierten, pues, en los verdaderos detentadores del nombre. Por consiguiente, no sólo pueden ser transmitidos hereditariamente, sino dados; y, desde que están comprometidos en las competiciones del potlatch, su donante adquiere un renombre superior.

Mas ¿cómo encuentra éste su blasón y cómo este blasón puede estar marcado por el nuevo renombre? «Entre los kwakiutl se hacen trozos, rompiendo en cada potlatch una de las partes, dándose el honor de conquistar, en otro potlatch, cada uno de los trozos, uniéndolos todos hasta que formen el completo» (63). Así, pues, a fuerza de generosidad, se ha merecido el homenaje de los cobres distribuidos y se recupera también su blasón fragmentado, cuyas cicatrices configuran un nuevo rostro: el del renombre del renombre. Cada una de las cicatrices es el signo de un desafío superado, de un duelo victorioso, para adquirir el nombre; los remaches, la necesidad contraria de sellar lo que es del nombre. En fin, los grandes cobres atraen hacia sí pedazos de otros cobres o cobres más pequeños. Están dotados de una fuerza, inversa a la del don, que es una fuerza de atracción, de retorno de lo que acumula y no se aliena: «Viven y están dotados de un movimiento autónomo al que arrastran los demás cobres. Entre los kawkiutl, uno de ellos es denominado "atractor de cobres" y su fórmula relata cómo los demás cobres se reúnen en torno suyo, al mismo tiempo que el nombre de su propietario es "propiedad que corre hacia mí"»(64). La moneda, entonces, puede despegarse de su hogar de origen y la circulación de los fragmentos; los pequeños cobres de referencias perdidas, ya hacen pensar en la moneda de los trobriandeses.

En las islas Trobriand, para merecer el homenaje de los más bellos vaygu'a, hay que dar prueba de una generosidad sin par; dar toda su moneda y su riqueza e incluso más, es decir, prevalerse de un aumento de renombre al desplegar tesoros de seducción, de vanidad, de publicidad. Existe incluso un mercado (a condición de no reservar la noción de mercado sólo al mercado de intercambio) para esas monedas de renombre: el célebre kula; como existe, en el sistema del intercambio, un mercado y un comercio de dinero. Cada sociedad del archipiélago posee sus valores de renombre y sus propias monedas. Las dos principales, reservadas a las relaciones ínter tribales, son las mwali y las soulava; las mwali, bellos brazaletes tallados y pulidos en una concha y portados en las grandes ocasiones por sus propietarios o sus parientes; las soulava, collares trabajados por hábiles torneros de Sinaketa, en hermoso nácar de espóndil rojo (...) «tanto las unas como las otras se atesoran gozando sólo de su posesión» (65). Sin embargo, esta posesión «se entrega sólo con la condición de que sea usada por otro o de transmitirla a un tercero» (66). Recibir un vaygu'a no acarrea ninguna muerte, ni fracaso, sino que, por el contrario, significa ser honrado, ser reconocido por el otro como prestigioso; pero con la condición de volver a darlo, en un momento dado. Recibir para guardar, sería la muerte. Así, pues, del mismo modo que los comerciantes representan el valor de cambio en una moneda, así también los asociados de una economía de reciprocidad representan el valor de renombre en una moneda: una moneda de renombre. Sin embargo, la analogía se detiene ahí. Las monedas de renombre no son monedas de intercambio, aunque sean primitivas. En un sistema de reciprocidad, la "riqueza" es proporcional al don, no a la acumulación. El valor del renombre es inverso al valor de cambio. Una moneda de renombre no puede ser utilizada como forma de pago. Ella representa el prestigio adquirido por el don y obliga, a quien la recibe, a efectuar nuevas distribuciones.

Mauss adoptó la expresión "moneda de renombre" (67); pero propuso una definición discutible: una moneda de cambio primitiva (68). Se inclinó hacia la transición de un sistema monetario a otro, en la historia, y, sobre todo, en la historia romana. Como los arrhes de origen semítico y el wadium germánico, el nexum romano testimonia de viejos dones obligatorios, debidos a la reciprocidad. El nexum es el lazo entre donante y donatario. Está representado por una prenda, a menudo un lingote de bronce, que significa «este vaivén de las almas y de las cosas, que se confunden entre sí» (69). El lingote de bronce acompaña el presente. El que recibe el lingote, símbolo de la unión del lazo de almas entre asociados, lo devolverá a su propietario, en su momento, con el contra-don, no para liberarse de su lazo personal, sino para atestiguar que toma, a su vez, la iniciativa de una prestación del don, obligando de este modo al primer donante. Se libera de su condición de obligado, pero no se libra del lazo; sólo invierte su orientación. Es el primer donante el que, para retomar las expresiones de Mauss, se encuentra desde entonces comprado, ligado. El lingote de bronce, utilizado por el uno y por el otro, no pertenece a ninguno, es el símbolo del mana, del lazo entre las almas que emerge de la relación expresada en el acto del don. No es, pues, posible escapar a esta comunidad de alma (70). La prenda expresa el vínculo de forma simbólica. En tiempos más antiguos, las cosas mismas se confundían con el lazo de almas. Pero la distinción, entre la cosa y la prenda, se hizo necesaria cuando los mismos objetos fueron comprometidos en operaciones de trueque, por una parte, y de don, por otra. Si la cosa está acompañada de una prenda, la prestación se inscribe en una relación de don; si no, se inscribe en una relación de trueque. Parece que los romanos distinguieron intercambio y don, antes que confundirlos. La res misma es un símbolo del don. «La res ha tenido que ser, en sus orígenes, algo distinto de la cosa en bruto y tangible, del objeto simple y pasivo de transacción en que luego se ha transformado. Parece que la mejor etimología es la que la relaciona con la palabra del sánscrito, rah, ratih, don, regalo. Cosa agradable. La res fue, sobre todo, lo que daba satisfacción a otro» (71). Los antiguos romanos distinguían dos patrimonios: la familia y la pecunia; la familia englobaba las personas y las cosas. «La palabra familia comprende más que la res que forma parte de ella, hasta llegar a incluir también los víveres y los medios de vivir de esa familia» (72). De igual modo, distinguían las res mancipi y las res nec mancipi. Las res mancipi eran las cosas preciosas que sólo se podían alienar siguiendo las fórmulas de la mancipatio, de la toma (capere) en mano (manu). La donación solemne (mancipatio) crea un lazo de derecho, sometía al donatario al donante y lo comprometía a la fidelidad. La familia se deshacía con dificultad de las res mancipi. Estas distinciones, subraya Mauss, eran muy precisas en los antiguos romanos (73). En sentido inverso: «La distinción entre res mancipi y res nec mancipi desaparece en el derecho romano en el año 532 de nuestra era, por una abrogación expresa del derecho quiritario» (74). Mauss nota que, las primeras monedas romanas, son prendas. Cuando tenía lugar la donación de ganado entre familias romanas, el lingote que simbolizaba su lazo de almas, figuraba en una pieza de ganado (una vaca). El ganado era, en efecto, res familia. Que pueda utilizarse una prenda tal como moneda de intercambio, ¿indica una evolución acaso del don al intercambio? Para que haya intercambio y no don, es necesario que el lingote represente el objeto y ya no el lazo entre almas y que su utilización sea invertida: que sea dado en contraparte del ganado, y no como supernumeraria del ganado mismo. Pero es cierto que, si la moneda de renombre tiene por emblema una pieza de ganado, también puede servir como convención para representar esta pieza de ganado en un intercambio.

Mauss defiende el empleo de la noción de moneda, contra Malinowski. Este argüía: «El vaygu'a nunca es utilizado como agente de pago o como unidad de valor, mientras que esas son dos funciones esenciales de la moneda» (75). Malinowski tiene razón sobre el fondo: la moneda de renombre no debe ser confundida con una moneda de intercambio. Malinowski sacó a la luz que ellas son antagonistas. Sin embargo, el vaygu'a, e incluso las prendas, son monedas, a condición de que no se restrinja la economía a la economía de intercambio, el valor económico al valor de intercambio, la moneda a la moneda de intercambio. En un sistema de don, la moneda de renombre permite representar el valor. Ella hace posible la generalización del ciclo económico; es un instrumento del crecimiento.

 
   

Segunda parte


el Tercero y lo recíproco

   
   

 

1. El enigma de Ranapiri

Ahora se puede remarcar que el don de los taonga es un don del nombre. Esos objetos preciosos que, según el proverbio maorí, se les ruega destruir al individuo que los ha aceptado, tienen un valor mágico, el hau, el valor del nombre que llevan consigo en tanto que símbolos (76). El hau, valor espiritual añadido al objeto donado, no se aliena y forzará al donatario a devolver. Es el sabio maorí Tamati Ranapiri, quien explica la teoría del hau:

« Voy a hablaros del hau... El hau no es de ningún modo el viento que sopla. Imagínense que tienen un artículo determinado (taonga) y que me lo dan sin que se tase un precio. No llega a haber comercio. Pero este artículo yo se lo doy a un tercero, que después de pasado algún tiempo decide darme algo en pago (utu) y me hace un regalo (taonga). El taonga que él me da es el espíritu (hau) del taonga que yo recibí primero y que le di a él. Los taonga que yo recibo a causa de ese taonga (que usted me dio), he de devolvérselos, pues no sería justo (tika) por mi parte quedarme con esos taonga, sean apetecibles (rawa) o no (kino). He de devolverlos porque son el hau del taonga que recibí. Si conservara esos taonga podrían causarme daño e incluso la muerte. Así es el hau, el hau de la propiedad personal, el hau de los taonga, el hau del bosque. Kati ena (sobre este tema es suficiente) (77) ».

Ese texto capital, recogido en maorí por Best, ha dado lugar a una exégesis erudita. Notemos el término utu, que Mauss traduce como pago, pero que reconoce como una noción compleja. Biggs (78) traduce, como Best, por "dar algo en cambio". Los comentaristas actuales dan por equivalente de utu: "reciprocidad"(79). Tamati Ranapiri tiene entonces cuidado de encarar un ciclo de dones que hace intervenir a un tercero. «Asombrosamente claro, dice Mauss de ese texto, sólo tiene un punto oscuro: el de la intervención de una tercera persona» (80). Oscuridad, sí, ¡si se tratara de un intercambio! Pero para desechar toda idea de compensación entre los dones, el sabio maorí precisa que no existe ningún acuerdo entre los asociados sobre el valor de sus dones.

Además, Ranapiri considera que los taonga pueden ser deseables o desagradables, eliminando en esta hipótesis que la obligación de reciprocidad responde al interés del primer donante. La reciprocidad de los dones no es un intercambio. Si el donante compensara el don por un don equivalente, esta restitución sería, más que una descortesía, un rechazo del don, incluso tal vez una declaración de hostilidad. En ninguna civilización se confunde un don con una compra. Aquí, para evitar la muerte que significa recibir sin anular, sin embargo, el don del otro, el donatario reproduce el don pero dirigiéndose a un tercero. El tercero permite, primero, configurar un primer ciclo de economía de reciprocidad. El don pasa a un tercero y no regresa a sus orígenes sino tras una demora. En el curso de ésta, la riqueza recibida es consumida y reproducida. Si ella sólo fuese consumida, el donatario no se podría considerar, a su vez, un ser viviente. Cuando se trata de objetos simbólicos, como los taonga, se goza de su posesión, pero sólo se los posee para volver a darlos. Al contrario, si el don es reproducido, cada asociado se siente vivo, viviente; puede nombrarse como un ser humano. Si la reciprocidad es la reproducción del don, ella basta para explicar el movimiento de la riqueza. La idea de una compensación obligatoria no es necesaria para dar cuenta del retorno del don. El don, encuadrado en los límites de la sociedad, acaba por volver a pasar por sus orígenes, pero el movimiento de retorno no es por ello un intercambio indirecto. La misma fuerza del don explica la ida y vuelta. La multiplicación de los donantes no cambia en nada el principio del don; más bien, generaliza su efecto, lo extiende a una sociedad siempre más vasta.

Si bien la explicación de la reciprocidad, como reproducción del don, da cuenta del retorno del mismo, ella no toma en cuenta la obligación de devolver, es decir, el hecho de que el donatario no puede sentirse en paz hasta que el donante reciba, a su vez, el mismo don. La obligación de devolver no se deja reducir a la obligación del don. El retorno del don no es un efecto mecánico de la generalización del don. El sabio maorí no describe un movimiento de dones circular (ABCA), sino un movimiento de va y viene entre tres donantes (ABC, CBA). Existe una simetría entre los caminos del don de ida y el don de retorno que se debe a la obligación de devolver; una simetría bilateral que debe transparentarse bajo toda circulación de dones. Y bien, para significar que la reproducción del don es una obligación que no se confunde con el intercambio, hay que instaurar un movimiento circular y simétrico. Tamati Ranapiri concilia la simetría bilateral de la obligación de devolver y la simetría ternaria de la obligación del don, por el movimiento del va y viene que encadena a los tres donantes.

Pero ¿por qué es tan necesaria la obligación de devolver y la simetría bilateral? Para Mauss, la razón está en el intercambio y el tercero haría visible el hau, a manera de hacerlo independiente de los miembros del intercambio. La tercera persona daría cuerpo al espíritu mágico, gracias al cual el indígena se explica el movimiento de las cosas. Mauss no trata al tercero como una realidad del ciclo económico; no ve en él sino un artificio de jurista maorí para encarnar el hau. El tercer personaje está conceptualizado, como un medio didáctico, para introducir un Tercero misterioso. Causa imaginaria o real, he ahí una fuerza oculta, un Tercero de naturaleza diferente a la identidad de los miembros. Esta implicación del hau ha provocado las más vivas protestas. Lévi-Strauss condena toda alusión, bajo la cobertura del hau o del mana, a una fuerza óntica, a una instancia afectiva y mística, que animaría al don.

Además, Mauss confiere al hau y, por tanto, al donante del mismo, el poder de experimentar el interés del tercero, bajo la forma de un espíritu de venganza, para el caso en el que el don no fuese devuelto. Ahora bien, Firth ha discutido que el hau pueda convertirse en espíritu de venganza: si la falta de reciprocidad puede ser castigada con sanciones sobrenaturales, es mediante la hechicería (makutu) que, en general, hace intervenir los servicios de un sacerdote (tohunga) y, por tanto, es exagerado imaginar «...que un fragmento activo, separado de la personalidad del donante esté cargado de pulsiones vengativas y nostálgicas» (81). Según Firth, Mauss confundió diferentes tipos de hau: el hau de las personas, el de las tierras y los bosques, el de los taonga, perfectamente distintos para el pensamiento maorí (82). Sahlins precisa que la hechicería hace intervenir, contra el asociado desleal, a los objetos que le pertenecen, objetos que también tienen hau y, por tanto, no es necesariamente el hau de los bienes donados el que transmite la venganza. Si el hau de los objetos donados no puede expresar el interés del tercero, bajo la forma de la venganza, entonces la necesidad de devolver no está del todo explicada. Y el tercero, invocado por Ranapiri, sigue siendo misterioso.

Sahlins, a su vez, afronta el enigma del tercero. Cree, como Mauss, que la tercera persona del ciclo económico, evocado por Ranapiri, es un artificio para hacer visible algo: sólo discute que esta cosa sea el mana del donante.

« Suponer que Tamati Ranapiri quería decir que el don tiene un espíritu que constriñe al pago, es no hacer justicia a la inteligencia evidente del anciano señor. Para ilustrar la acción de un espíritu tal, sólo hay necesidad de dos personas: tu me das algo: tu espíritu (el hau) presente en esta cosa, me obliga a pagar en cambio. Es simple, la introducción de un tercero en discordia no puede sino complicar y oscurecer innecesariamente el asunto (83) ».


Su explicación es tan ingeniosa como la de Mauss y, en definitiva, se le parece mucho. El tercero sería un recurso didáctico que hace visible no al espíritu de venganza del donante sino al interés del capital:

« Por el simple hecho de que el don de un hombre no podría convertirse en capital de otro y que entonces los frutos del don deben retornar al donante inicial, sobreviene la necesidad de introducir un tercer asociado cuya intervención es necesaria, precisamente, para poner en evidencia este beneficio neto (84) ».

He aquí a Ranapiri convertido en un buen pedagogo de la economía capitalista. Ranapiri se cuidaría, incluso, de insistir sobre la base de la equivalencia en el momento de la primera transacción (no hacemos mercado a propósito de ella), para poner mejor en evidencia este interés y la productividad del don. El hau ya no sería espíritu sino ganancia. La explicación de Sahlins tiene una ventaja: pone en valor lo que llama, con una expresión feliz, la crecida del don. Pero esta crecida, la conceptualiza como el producto del capital, una vez que éste se invierte bajo la forma de préstamo.

La crecida del don puede explicarse, sin embargo, de una forma mucho más simple: ella es inherente a la reproducción del don. El supuesto interés del capital no es otro que el don del segundo donante, luego de un tercero y así sucesivamente. Cada don, para ser tal, debe ser, en efecto, superior al don recibido. Toda la esencia del don, en el contra-don, consiste en este aumento. El don no puede ser don, tanto en su movimiento de ida como en su movimiento de retorno, sino aumentado por el don añadido por cada donante al don recibido y simplemente reproducido. No hay, pues, ninguna necesidad de apelar al crédito para explicar el retorno del don, ni al préstamo, ni al interés, para dar cuenta de la crecida del don. La crecida no es otra cosa que el don aumentado, al don inicial de cada donante. De hecho, Sahlins interpreta la crecida del don como el interés de un capital para poder llevar la obligación de devolver a un intercambio interesado. Sin embargo, cita otro ejemplo que daba Ranapiri, en el prólogo al famoso texto sobre el hau de los taonga, que hace muy difícil su interpretación: la transmisión de la magia tabú. Sahlins la resume así:

« El tohunga da el sortilegio al aprendiz que, a su vez, lo ejerce sobre la víctima. Si logra sus fines, el valor del sortilegio aumenta y se dice entonces que los maleficios del alumno se han hecho muy "mana"; pero si el fracasa: perece. La víctima pertenece al tohunga como contra-valor de su enseñanza. Es más: el aprendiz reenvía su magia, pura potencia desde ahora, a su propietario inicial, al viejo tohunga; dicho con otras palabras: lo mata (85) ».

Aquí, el sentido literal está confundido con el sentido figurado; el sortilegio mata, como el don mata, a quien lo recibe sin reproducirlo. El sortilegio acrecienta su eficacia cuando se reproduce y es el último donatario el que es la víctima, aunque haya sido el primer donante.

Sahlins subraya que la reciprocidad pasa por la intervención de un tercer asociado y que el don se acrecienta cada vez que se reproduce. Pero como se mantiene tributario del concepto de intercambio, le falta encontrar un equivalente a la cosa donada y, por otra parte, encontrar una explicación para el tercero. Propone, entonces, esta solución: el tercer asociado: la víctima, es el contra-valor restituido al maestro por el aprendiz, en compensación por su enseñanza. Esta ingeniosa solución explicaría que los maoríes no admiten ninguna retribución material al profesor. Como explica el mismo Sahlins: «Según la concepción maorí, tal compensación tendría por efecto profanar el sortilegio, incluso mancillarlo y volverlo ineficaz, inútil y, ello, con una excepción: el que profesa la magia negra más tabú, éste recibe su salario: ¡una víctima humana!» (86). Firth, comenta el mismo Sahlins, se asombraba de la ausencia de retribución material en los maoríes. Best, por su parte, cuenta que la hipótesis de que el don pueda ser retribuido, hacía exclamar a Ranapiri: «¿Una retribución en natura, bajo la forma de bienes materiales? ¡Para qué! Hai aha!» (87).

El alumno no se redime menos de su deuda por la muerte de un pariente próximo, precisa Best. Este autor interpreta la víctima humana como un sacrificio a los dioses que «asegura la eficacia del sortilegio, al mismo tiempo que compensa el don». Sahlins sigue esta última idea cuando cree descubrir en la víctima humana el contra-valor escondido, o dicho de otra manera: el salario que el alumno entrega al maestro. Pero, como no es sobre un enemigo del maestro que el alumno prueba sus poderes, no pareciera esto una retribución, como dice Best. Además, en el caso de que el ciclo se reduzca a dos asociados, el contra-valor del don del maestro sería su propia muerte; un intercambio, del cual el interés, sería por lo menos paradójico. En realidad, ¿no le interesa acaso al maestro el que los sortilegios de su alumno se conviertan en mana? Es por ello que le puede pedir «sobre todo si es muy viejo», como precisa Ranapirique retorne sus sortilegios contra él mismo, en la medida que, lo que le importa, se cuenta menos en términos de intercambio que de prestigio. La muerte del maestro se convertiría así en la prueba de que el discípulo supo sacar partido de su propio don; de que adquirió un mana superior; en fin, de que el maestro tiene un digno sucesor suyo. No cabe duda, por otra parte, que el propio Sahlins experimente también un sentimiento semejante y que espere de sus alumnos que reproduzcan su competencia hasta, eventualmente, ¡"matarlo también a él"!
Sin embargo, aparte de la idea de compensación, Best hace intervenir otras dos nociones: el sacrificio y los dioses. El hau de los taonga es introducido por Ranapiri, en efecto, para aclarar un rito religioso: según este rito, los tohunga (sacerdotes) colocan el mauri en el bosque. (El mauri es la expresión física del hau del bosque). Inmediatamente, el bosque hace crecer los pájaros... Los cazadores los matan y deben dar parte de ellos a los sacerdotes que, a su vez, los sacrifican para que el bosque reencuentre su fertilidad. Sahlins estima importante comprender el texto sobre el hau de los taonga como una glosa explicativa de este rito religioso, pero en absoluto para descubrir una razón superior a la del intercambio, porque, a sus ojos, no hay la mínima duda de que el sacrificio a los dioses no es sino un intercambio de los más interesados. Ranapiri, según Sahlins, querría mostrar a Best que el sacrificio es un intercambio productivo. Para eso, compara el sacrificio a las prestaciones económicas ordinarias, tal como se practican entre los maorí; pero como esas prestaciones ordinarias no caen bajo el parámetro de las prestaciones occidentales, Sahlins propone proceder a la inversa: explicar esas prestaciones como un intercambio con los dioses, ya que de esta manera sería posible obtener una explicación del tercer personaje en el contexto de un verdadero intercambio. De esta forma, para Sahlins, «todo se aclara»: así como una parte de la caza debe volver a los sacerdotes y, por su intermediación, al mauri y al bosque, del mismo modo, el segundo taonga, en el ciclo profano, debe volver al primer donante porque él es el hau, el producto del primer don. El hau del bosque es su fecundidad... el hau del don es su beneficio. Pero, sin querer ser injustos con Sahlins, nos preguntamos: ¿qué viene a hacer el sacerdote al bosque? Para poner en evidencia la crecida del don y su productividad, bastaría decir: "Los cazadores depositan una ofrenda en el bosque y el bosque hace crecer los pájaros" (como, por otra parte, lo dicen los indígenas mismos, según una nota de Sahlins a propósito de una variante del mito maorí que no apela a los sacerdotes) 88. El tercero permanece misterioso y parece significar muy bien una realidad de otro orden que el interés de los asociados comprometidos en un ciclo de intercambio económico. Así, los sacerdotes adquieren una posición privilegiada de donantes iniciales sobre quienes recae todo el mérito de la crecida del don. Estos, que juegan el papel de terceros entre el bosque y los cazadores, se convierten en los sujetos principales del ciclo. Pero ser sacerdote, he ahí algo que pone de manifiesto la más alta dignidad en el ser. ¡No hemos salido del misterio!.

Sahlins reconocerá, en definitiva, que uno no puede quedarse en las connotaciones seculares del hau. Sin que quepa duda de ello, el hau de los hombres y el hau del bosque, tienen una dimensión espiritual. El hau del bosque está concebido por los maorí como un principio vital que tiene una naturaleza espiritual. El hau de los hombres es también un principio de vida espiritual. ¿Y el hau de los bienes? Para Sahlins, sólo sería su crecida material; pero acaba por admitir que el-Hau-en-tanto-que-espíritu no carece de relación con el-Hau-en-tanto-que-beneficio-material (89). Sahlins, finalmente, se repliega en una noción muy querida por Mauss, la de hecho social total: los maori no experimentarían la necesidad de distinguir entre lo material y lo espiritual, lo económico, lo social, lo político y lo religioso. Mauss, concluye Sahlins, «estaba posiblemente errado en cuanto concierne a las características espirituales del hau. Pero en otro sentido, más profundo, tenía razón. Kati ena» (90).

Pero, busquemos más precisión. ¿En qué sentido profundo Mauss tiene razón? ¿En la idea que los maorí mezclan todo, o en esa otra idea que la razón del don recíproco, es decir, la obligación de devolver es el mana?. Bajo el supuesto artificio pedagógico del tercero, Mauss reconoció aquello que la ideología maorí testimonia. El hau, aun si fuese el mombre del donador, el nombre del bosque... o hasta de la cosa dada, significa el ser maorí. Con la categoría del prestigio, los maorí dan cuenta de un valor ético. Por otro lado, Mauss y Sahlins adivinan la necesidad de reconocer una relación simétrica anterior al ciclo ternario. Mauss afirma a la vez la simetría de los dones y el mana. He ahí el enigma. La simetría, cuya importancia fundamental ha sido captada por toda la intuición de los investigadores ¿se reduce a la bipolaridad del intercambio?.


2. El tercero y la obligación de devolver

Para Mauss, el donante intercambia sus dones por dones o, incluso, por su prestigio. El recurso a la noción de intercambio le parece indispensable para explicar el retorno de los dones. Subraya que la obligación de devolver es primera en relación a las de dar y recibir. Y bien, esta obligación que debería traducirse por una simetría bilateral, hace intervenir, según los indígenas, a un tercero. Ahí hay un primer enigma. Él impone también un retraso, al menos en ciertas circunstancias, y la dificultad se redobla. ¿Por qué un retraso? El retraso, responde Mauss, permitiría, simplemente, que las condiciones objetivas del don sean reproducidas. «La noción de plazo se sobreentiende siempre cuando se trata de devolver una visita, de contratar matrimonios y alianzas, de establecer la paz, de ir a juegos o combates reglamentarios, de celebrar fiestas alternativas, de prestarse servicios rituales y de honor o de manifestarse recíproco "respeto" » (91). Sin embargo, en todas las sociedades de don, existe un tiempo preciso que respetar para el retorno del don: demasiado lento, puede ser comprendido como una falta de fidelidad; demasiado rápido, hace parecer el don de retorno a una restitución que anula el don del otro. El respeto del intervalo justo es el arte de vivir en sociedad. El retraso es más que un constreñimiento natural. Indica al menos que uno se rehúsa a encontrar equivalentes inmediatos que harían parecer los dones a intercambios. Significa probablemente más: que lo importante no es reemplazar una cosa por otra, sino situar a los donantes frente a frente. Para prestaciones que tienen un carácter constante, como los matrimonios, esta simetría se expresa en el espacio: los parentescos no fusionan sino que quedan a cierta distancia el uno del otro. También se expresa en el tiempo, bajo la forma de una alternancia, de una periodicidad. Inmediata o alterna, la simetría de los dones diseña las fronteras de una comunidad de ser, juzgada superior a la de los individuos, una comunidad de referencia para todos, en la que cada uno se reconoce mutuamente como más humano.

Si el intercambio sustituye una cosa por otra, no las instaura en una simetría permanente. La idea del intercambio no da cuenta del cambio abierto por la simetría de los dones, ese campo que es la sede del mana. ¿Habría ignorado Mauss esta simetría que coloca a los donantes frente a frente? ¿O bien habría usado la idea de intercambio para dar cuenta de ella? Como quiera que fuese, la noción de intercambio no satisface a Mauss tanto como parece, ya que da la palabra a los hechos, como si quisiera que ellos mismos nos aclararan el enigma. Estima, por otra parte, que los etnógrafos que mejor observaron la realidad e intentaron interpretarla en términos de intercambio: Boas y Malinowski, utilizan conceptos inadecuados y que, incluso él mismo, ha fracasado. Es a los melanesios a quienes confía el cuidado de expresar lo que esto quiera decir de más esencial y, sobre todo, el significado de la relación entre la simetría de los dones y el mana.

« Las ideas que nosotros deducimos, así como su expresión, las encontramos en los documentos que Leenhardt ha recogido sobre Nueva Caledonia. Comienza por describir el pilou-pilou y el sistema de fiestas, regalos y prestaciones de todo tipo, incluida la moneda, que no se puede dudar en calificar como potlach. Los dichos de derecho en los discursos solemnes del heraldo son típicos a este respecto. Así, por ejemplo, durante la ceremonia de presentación de los ñames para la fiesta, el heraldo dice: "si hay algún pilou ante el cual no hemos estado allí, entre los Wi..., etc., este ñame vendrá como en otra ocasión un ñame semejante partió de allí para venir entre nosotros". Es la misma cosa la que retorna. Más adelante, en el mismo discurso, es el espíritu de los antepasados quien permite que "desciendan sobre sus descendientes vivos el efecto de su acción y de sus fuerzas". "El resultado del acto que ellos realizaron aparecerá hoy, pues todas las generaciones están presentes en su boca". He aquí otra forma, no menos expresiva, de representar la obligación de derecho: "Nuestras fiestas son como el movimiento de la aguja que sirve para unir las partes de un teclado de paja, con el fin de formar un solo techo, una sola palabra". Retornan las mismas cosas, es el mismo hilo el que une (92) ».

La reciprocidad de los dones está del todo ordenada para producir una sola palabra. Su fruto es el ser de la humanidad; el Verbo, dice Leenhardt; el Gran Hijo, dicen los kanak. La ofrenda misma es palabra de donde nacen las generaciones de hombres auténticos; la reciprocidad está en las fuentes del génesis: "todas las generaciones han aparecido en su boca...". Ese "techo", esa palabra única, es uno de los lazos de almas del que cada asociado participa por sus dones. Este lazo está tejido por los dones que van y vuelven. Se traduce por la obligación de dar, recibir y devolver.

Se entiende que el lazo creado para dar y el lazo creado para recibir, son el mismo lazo cuando se remarca que esas operaciones están encadenadas por la obligación de dar y recibir. Para cada quien, el lazo de almas es, primero, el vínculo entre el hecho de ser donante y el hecho de ser donatario. El que recibe se obliga a devolver y el que da, a su vez, a recibir. Mauss tuvo la intuición de que era necesario empezar por la obligación de devolver. Ella es la primera, ya que une el uno al otro, al dar y al recibir, permitiendo que se revelen mutuamente. Donar toma su sentido de dar, sólo por el hecho de recibir; recibir por el hecho de dar.

Mauss percibió la primacía de la obligación de devolver, pero no extrajo de esa observación el principio de reciprocidad. Su insistencia en declararla irreductible a los dos términos permite, sin embargo, invocar una estructura más fundamental que enlaza entre ellas todo tipo de actividades: matrimonios, asesinatos, dones...: la reciprocidad. En las prestaciones totales, todo es simbólico, dice Mauss, y todo es recíproco.

Lévi-Strauss, sin embargo, le reprochará no haber postulado claramente el intercambio en el corazón de la función simbólica, y de no haber aceptado la tesis del intercambio sino a regañadientes, sin abandonar la distinción de las tres obligaciones de devolver, dar y recibir. Mauss reconstruiría el intercambio a partir de categorías que dan derecho a otro motor económico diferente al del intercambio: el cimiento afectivo del mana (93). Es porque los melanesios, como Mauss, no llegarían a percibir el intercambio subyacente a las obligaciones de dar y recibir, que imaginarían el mana como algo que los interconectaría entre sí. Pero los melanesios comprendieron que si las obligaciones de dar y recibir están ligadas, es por una estructura que les confiere sentido, una estructura que no es el intercambio sino la reciprocidad. La reciprocidad es la matriz del lenguaje: lenguaje del parentesco, lenguaje del don, lenguaje de la palabra. Por la reciprocidad, toda acción cara a cara se redobla por la pasión que engendra. Apenas los términos de la acción y de la pasión se hacen simultáneos, la conciencia es, a la vez, conciencia de algo y de su contrario. La reciprocidad instaura entonces la conciencia como reconocimiento mutuo de un término por otro. La conciencia de dar y de recibir, como toda otra conciencia, nace de la relativización de dos expresiones antagónicas. El don toma de los sistemas biológicos sus referencias naturales, como alimentar, ser alimentado. Pero los términos, que no eran sino complementarios en la naturaleza, se hacen contradictorios gracias a la estructura de reciprocidad. El equilibrio contradictorio, que procede de la relativización mutua de esos dos términos antagónicos, es el Tercero incluido, donde se funda la función simbólica. El equilibrio de dos términos es la sede donde nace el mana; dicho de otra forma: el sentido de toda conciencia. La sensación de ese mana aparece y se desvanece en función del equilibrio o del desequilibrio de la reciprocidad. Y bien, cada uno puede equilibrar la acción por la pasión, en la medida que reciba la acción recíproca del otro. Para ello, empero, es necesario que se instaure antes un cara a cara. La reciprocidad es anterior a la aparición de la conciencia individual.

La anterioridad del equilibrio de la reciprocidad, sobre la posibilidad de experimentar el mana, sugiere que éste depende de un afuera (94). El mana proviene, en efecto, de una matriz indivisa; es lo que adviene de otra parte: su revelación está bajo el yugo de condiciones, en relación a las cuales, cada uno está desprovisto de todo poder. El Otro es primero. El Otro, al cual cada uno aspira, es frágil y vulnerable, ya que nadie puede ser su solo autor. La fragilidad del Otro atestigua, a cada instante, de la anterioridad de la reciprocidad sobre la afirmación del individuo. El otro es más que un testigo, de lo que cada uno experimenta; es tanto como uno mismo: la condición del Otro. Y como el uno ve brillar al Otro en la mirada del otro, tiene la impresión de que sólo se lo debe al otro. De ahí, quizá, la idea de que el don podría ser un intercambio: una adquisición de prestigio, de ser. Pero una idea de esta naturaleza supone el ser, como entidad constituida, como ser de cosas, y no como un ser por devenir, un ser por nacer. Tal idea bloquea la estructura de reciprocidad generadora del Otro. No hablamos aquí del ser, como el ser de las cosas, sino como el sentimiento que está en el corazón de toda revelación, como el surgimiento de una realidad sobrenatural: la afectividad propia de una conciencia humana que se impone a la evidencia. El ser es aquí lo que adviene.

Hay que insistir sobre el hecho de que, en las prestaciones totales, lo que está en juego en la reciprocidad, no es redoblar lo idéntico o asociar términos complementarios, sino poner en contradicción lo idéntico y lo diferente, lo propio y lo extraño, lo conocido y lo desconocido, el pariente y el enemigo, el dar y el tomar. El mana, como Tercero incluido, no es sólo imprevisible, ignorado por el uno y el otro, sino, sobre todo, lo que excede todo conocimiento posible. Es por ello que Lévi-Strauss pudo llamarlo un significante vacío, susceptible de recibir todos los contenidos, y Mauss, por el contrario, pudo darle el sentido pleno de la afectividad e incluso del ser, en la fuente de toda palabra. El producto de la reciprocidad de las fuerzas contradictorias, en efecto, no es una síntesis, sino la aniquilación recíproca de conciencias elementales antagónicas; el vacío que revela la presencia de lo que es radicalmente otro en relación al mundo: el más allá de todo; el Otro, pues, es lo sobrenatural que todo lo aclara, que otorga significación a todo.

El mana está en toda prestación total, unánimemente repartido entre los unos y los otros, como un lazo de almas, como un parentesco sobrenatural, ya que es el fruto de la reciprocidad que mantiene juntos a los miembros de la comunidad; aunque es también lo propio de cada actividad, el sentido que se liga a la relatividad de los términos antagónicos de toda prestación particular, desde el momento que están unidos por la reciprocidad. El mana no es, pues, un sentido que se comunicaría indiferentemente a toda cosa, incluso si pudiese ser invocado por defecto. Cada relación recibe su propio sentido de su inscripción en una estructura de reciprocidad que, a su vez, confiere a sus autores un estatuto que alimenta su imaginario.


3. La estructura ternaria

Mauss juntó las piezas maestras de una nueva teoría: el don, la obligación de devolver, el prestigio y el tercero: esa palabra maestra de la que declaró que era la única oscuridad de la teoría indígena. Se mantiene inamovible en la idea de que el ciclo de los dones se reduce a la obligación de devolver. Ahora bien, esta obligación supone una estructura fundamental de simetría entre los dones.

Mauss recuerda que la enseñanza del maestro maorí Tamati Ranapiri, a la cual se refiere, hace intervenir tres personajes y crea la paradoja de un ciclo ternario allá donde se esperaba una simetría bilateral. Para resolver esta dificultad, Mauss interpreta la respuesta de Tamati Ranapiri como una manera de reestablecer la simetría ausente y, a partir de ahí, el tercer personaje sólo es un artificio para hacer visible el hau. Este tercero encarna la representación que los maorí se hacen de las cosas. Hemos respondido que Ranapiri propone la estructura ternaria para apartar la interpretación del retorno del don como un intercambio. ¿Se puede ir más lejos y proponer una interpretación más profunda que permita conciliar la simetría bilateral, el hau como Tercero, y el tercer personaje, sin reducir a éste al rango de un artificio didáctico? La estructura ternaria, ¿no sería, como propone Mauss, sino un artificio para hacer visible el mana? ¿O bien el hombre inventó esta estructura para ser él mismo el Tercero? ¿Cuál es la diferencia entre estructura binaria y ternaria?

Según nuestra tesis, en la estructura binaria, el hau o mana nace indiviso de la paridad con el otro. Entre los asociados, él es inaprensible. El Tercero es el producto de la estructura misma de la reciprocidad. Pero he aquí que el mana, de las primeras estructuras de reciprocidad, es menos un cimiento afectivo que un sentimiento original de ser. Y el ser habla; es la palabra de la que cada uno es sólo un portavoz: "...para no hacer sino un solo techo, una sola palabra". De este modo, el ser humano es invitado a ubicarse en una red preestablecida en la que tiene lugar la revelación. Recibe el sentimiento de ser: el mana e, incluso, la palabra de este campo estructurado, por la reciprocidad, entre él y su otro.
Mientras que, en la estructura binaria, la palabra traduce un sentimiento que le parece venir de fuera e incluso del otro, en la estructura ternaria el donatario, en vez de establecer una relación cara a cara con su contraparte al volverle a dar, rompe este cara a cara o, más bien, suspende la relación y el Tercero queda entonces como virtual. Se dirige entonces hacia otro partenaire con el cual cumple la reciprocidad. Pero tampoco crea un nuevo cara a cara con este nuevo asociado. Ahora bien, en el movimiento de reversión del primer asociado hacia el segundo, él, el tercero intermediario - quien se vuelve donante siendo antes donatario -, es la sede de una conciencia de conciencia, como antes en la estructura binaria, ya que da y recibe simultáneamente, al tiempo que queda como la sede de lo contradictorio: del Tercero incluido. La estructura ternaria produce, pues, el nacimiento de lo contradictorio en cada uno, como antes en la estructura binaria, aunque esta vez focaliza su fuente en la iniciativa propia de cada uno, ya que el equilibrio de dar y recibir depende, a partir de ahí, de su competencia y su decisión. La subjetividad aparece entonces como Yo. El tercero intermediario donante y donatario es el Tercero. Es el Tercero en carne y hueso. El Tercero es interiorizado. Es eso lo que se puede llamar la individuación del ser. Por cierto, cada asociado reproduce la misma estructura; cada uno es la sede del Tercero. La estructura ternaria permite a cada uno ser una matriz singular del mana. El ser humano no es sólo el portavoz del Tercero que se le revela en función de un equilibrio exterior: el oráculo del cara a cara. El ser humano se ha hecho responsable del Otro. Le compete estar en el sitio en el que todo otro sabe que es recibido en tanto ser humano. Como narran los mitos aztecas o incas, el extranjero, el desconocido, enemigo o amigo antes mismo de haber aparecido, es esperado. Es esperado como los colonos occidentales que llegaron a las costas de las Américas. La estructura ternaria es generadora de una individuación del Tercero que se traduce como sentimiento de responsabilidad.

Y bien, puede ocurrir que el don parezca no recíproco. Mas, si el ser humano es capaz de dar sin ninguna obligación de que el otro vuelva a darle, es porque él pertenece a la estructura ternaria. Es "el hombre recíproco". Más exactamente, la apertura de la reciprocidad bilateral a la simetría ternaria borra el rostro del otro que refleja al Tercero. Cada uno debe encontrar, en otra parte, un rostro para la humanidad que ve en el otro y no lo ve aparecer sino a través de su iniciativa de dar y recibir. Esta iluminación interior es la fuente del prestigio. Entonces, el don le vale al donante su primera imagen de gloria, el primer nombre de su ser. Desde entonces la estructura ternaria permite la individuación del ser y de la responsabilidad, pero ella también está llena de peligros: es una amenaza. El ser humano enfrenta el primer drama de sus orígenes: el Tercero debe expresarse bajo el yugo del imaginario particular del donante. Debe soportar el peso del significante que lo designa.

Mauss no se equivocaba, pues, al ver en el mana una fuerza espiritual que planeaba sobre los donantes y donatarios, al mismo tiempo que lo atribuía a cada donante. Como, muy rápidamente, el que tiene la iniciativa del don se lo apropia, bajo la forma de prestigio, el lazo de almas hace sitio a la primacía del donante y entonces el imaginario del don se convierte en su nombre. De ahora en adelante, la gloria del nombre será proporcional al don. Y si bien Mauss no renunció del todo a tratar el prestigio, como un objeto adquirido por el donante o como un tener que él podría realizar bajo la forma de ventajas materiales, es que el mana se confunde con su representación. Sólo en ese sentido, Mauss se dejó mistificar por la ideología indígena: el donante no distingue el mana de su imaginario y, por tanto, de su interés superior, desde el momento que lo captura para su beneficio, para hacer de él su prestigio y su poder.

Mauss trataba de descubrir el secreto del mana en un sistema ternario. ¿Cómo habría podido no confundir el mana con el nombre del donante, si es la estructura ternaria la que asegura la transición de un Tercero indiviso, producido por el cara a cara con el Tercero individualizado?

La estructura ternaria asigna al ser humano la responsabilidad, pero también la iniciativa en el ciclo de reciprocidad. El mana del tohunga es una fuente de vida. El tohunga es el ser humano elevado a la dignidad individual de creador. El tercer personaje no es, pues, un artificio pedagógico; es uno de los tres pilares de una estructura ternaria, sin la cual el ser humano no podría llegar a ser un sujeto responsable del mana: el mana pertenecería a los dioses; el ser humano no podría ser tohunga. El tohunga de los maorí es el Tercero de la reciprocidad, convertido en hombre responsable, que no podría aceptar que la palabra fuese sometida a la motivación de un interés privado, pagado en especie o en natura, ¡aï aha!, porque ella es la trascendencia del hombre sobre la naturaleza. En el ciclo de Ranapiri, cada uno está vivo porque participa en la reciprocidad de los dones. En sentido inverso, no dar o no volver a dar, es morir. Esta individuación del Tercero no es exclusiva del otro, ya que cada uno está unido a dos asociados que, a su vez, se convierten en seres vivientes. En la estructura social de los kanak, Leenhardt hace de ella el Verbo, sin duda porque percibió que el mana no es solamente un estado de gracia que se comunica a todo lo que participa de la reciprocidad. La estructura ternaria aporta a este estado de gracia un punto de partida, un origen que lo dinamiza. El Verbo es el eje motor que regula alrededor suyo las condiciones de la vida. Es más que el hogar del sentido: organiza la significación. Es un principio operador. A partir de ahora, cuando el receptor retoma la iniciativa del don es, en el pleno sentido del término, el ser viviente.

Sin embargo, la estructura invocada por Ranapiri no es del tipo ABC, sino del tipo ABC, CBA. Es, a la vez, binaria y ternaria. Tal vez sea una figura de mediación entre los dos, pero quizá algo más: una estructura fundamental, una tercera estructura que se podría llamar estructura trinitaria, para distinguirla de la estructura ternaria simple ABCA. El tercero intermediario ocupa el centro de una estructura binaria. El tercero intermediario de una estructura ternaria (el tohunga en el ciclo del bosque), hace visible al Tercero indiviso de una relación simétrica entre sus dos asociados (ya que cada uno de ellos da, cuando el otro recibe y recibe, cuando el otro da). Ranapiri mismo, en el ciclo del hau, encarna así su mana indiviso, el mana nacido de su cara a cara. El es el mana indiviso de los otros dos. El tercero intermediario, entre aquel de quien recibe y aquel a quien le da, es el centro de su comprensión mutua, que debe ordenar la gracia a la medida de los dones de los unos y los otros; es el fiel de la balanza, el sentimiento de justicia. El espíritu del don no es ciego; no es la alegría de volver a dar y otorgar sentido por la gloria, a través de un devolver que se dirigiría a la multitud, sino que está orientado por la palabra de lo justo que lo asigna donde se debe. Ranapiri no dice que teme vuestra venganza, sino que es justo, que os devuelva el regalo que le ha sido obsequiado en reciprocidad de aquel que le habíais dado. El sentimiento que lo habita es la justicia. La cosa es todavía más clara cuando la reciprocidad está centralizada. El Tercero de la reciprocidad puede situarse, en efecto, en el centro de la comunidad de donantes y de donatarios, cara a cara. Un solo personaje ocupa entonces el sitio del tercero intermediario entre todos los asociados.

El Gran Hijo de la comunidad kanak, hacia quien afluyen los dones, es más que un cesto de palabras, responsable del sentido o de la iniciativa de la reciprocidad; él es el que redistribuye según la justicia.

La estructura ternaria, en fin, no es solamente mediadora de la individuación del mana; ella es el soporte de su universalización, ya que todos los asociados del ciclo de reciprocidad están simultáneamente investidos de la misma autoridad y de la misma competencia, ya sea esta dicha por cada uno para cada uno o por uno solo para todos. No es porque tendría miedo de los otros, lobo para el hombre en la guerra de todos contra todos, que Tamati Ranapiri teme la muerte. El hechicero, al que le da la palabra, demanda incluso la muerte para experimentar que el sortilegio que ha dado a su discípulo se ha convertido en más mana que el suyo propio. ¿Cómo no podría burlarse de una muerte semejante? Tamati Ranapiri no dice: "Debo devolver el objeto que he recibido, sino tendré que sufrir vuestra cólera". Ninguna inquietud proveniente del otro aparece en su réplica; ninguna violencia se perfila en el horizonte. Tamati Ranapiri habla de su responsabilidad y, como el hechicero, su alter ego en la reciprocidad negativa, está preocupado por su ser. La muerte que teme es la desaparición del sentido. Es responsable de devolver para que el don sea la expresión de la amistad y de la justicia, ya que sin esta obligación de reciprocidad, que le incumbe, no habría ser social, ni vida social, ni sentido de la vida. Moriría, por no ser el sujeto del ser, por no ser el Tercero, por no ser el hombre recíproco. El mana es una vía de conocimiento; es el sentido que va del uno al otro. Tamati Ranapiri dice que vuestro regalo tiene un hau. El sentido se recibe del que devuelve (ese taonga que me da es el hau del taonga que he recibido de vosotros y que le he dado a él). Sin duda, Ranapiri explicó a Best que, en los orígenes, los hombres se supieron reconocer como responsables, gracias a esta reciprocidad ternaria que, en el ejemplo, aplica al bosque. El iniciador de esta humanización de la naturaleza es el tohunga, el primero en encarnar el Tercero y el responsable del ciclo; es él quien da al bosque su título de humanidad (el mauri) y, hela ahí, entonces, como fuente de los dones, madre de los pájaros.


4. Conclusión

Mauss se funda en una conclusión maestra: los dones van y vuelven siempre. Poco importa su valor, poco importa su naturaleza; pueden ser idénticos o no; lo importante es que recorren caminos diversos o simétricos, ya sean mutuos, ya se reproduzcan como en espejo; y esta reflexión es el resorte oculto de sus movimientos, incluso cuando son aparentemente libres y gratuitos. La teoría maorí lo obliga a introducir, entre los miembros de las comunidades de reciprocidad, un Tercero de naturaleza ontológica, el mana, el hau en los maorí, inmediatamente denunciado, atacado, ridiculizado por sus críticos: este tercero es una falsedad, una ilusión, un recurso arbitrario, afectivo, sobrenatural, místico... fuera del alcance de la ciencia. Mauss mismo lo considera como una expresión primitiva. Pero cuando Mauss trata de agrandar la noción de intercambio ¿no ocurre que también debe objetivar las cosas, sea el honor o el mana, para pensarlos científicamente? ¿No tiene acaso la ciencia de su tiempo la gran preocupación de fundamentar la objetividad de sus conocimientos? ¿Podía la ciencia otorgarle derecho a ese Tercero enigmático, a ese Tercero incluido, que su lógica de no-contradicción excluía, ya que él es lo contradictorio e imposible?

Sin embargo, en la época en que Mauss escribía el Ensayo sobre el Don, la ciencia ya estaba en condiciones de sobrepasar el positivismo del siglo XIX. El psicoanálisis había descubierto el inconsciente; la fenomenología proponía fundar una nueva ciencia sobre la subjetividad; la revolución cuántica estaba en marcha. Los físicos descubrían que la lógica de identidad sólo conviene a la macrofísica. Por doquier aparece un Tercero incluido que los investigadores no cesan, primero, de querer reducir y que, luego, reconocen como irreductible.

Mauss, sin embargo, no renuncia a lo que hoy nos parece como profético. Manifiesta, en varias ocasiones, su despecho porque las palabras, los conceptos occidentales, no le sirven para expresar la importancia de lo que presiente. A veces, parece capitular. ¡Entonces, el hombre primitivo da sólo aparentemente!. Todo es ilusión... el don no es sino el incentivo de la ganancia, máscara del más egoísta de los intereses privados, a veces en nombre del ser, pero es el donante el que tiene el nombre del ser y todo vuelve a lo mismo... Todos los bienes deben volver al primer donante, cuyo mana amenaza a aquellos que son tocados por esos dones. Los dones matan... Y, según Boas, el prestigio es un símbolo de un tener, el resguardo de una promesa material. Se podría acumular bienes, ser rico, pero he aquí que es más sabio convertir esas riquezas en monedas de renombre que, a su vez, se pueden invertir y hacer fructificar. En todas partes y siempre, la riqueza se acumula bajo la apariencia del prestigio; la riqueza reina. Los mismos reyes no son sino hábiles banqueros.

Sin embargo, en la cumbre del poder, los donantes supremos renuncian a los intereses materiales: queman sus haberes para merecer aún más gloria. El honor se conquista a despecho de la riqueza. La contradicción entre el ser y el tener es irreductible. Es más: allá donde los hombres ya no tienen nada, se da todo; se da incluso hasta la vida... para ser. Las prestaciones primitivas se hacen con un espíritu diferente al nuestro. Lo que prima sobre el interés, es el honor, el valor de ser. Este otro espíritu hace estragos en la interpretación de Boas: le da la vuelta, la niega de cabo a rabo. En todo tiempo y lugar, el goce del honor se impone sobre el goce de los bienes materiales. De golpe, todo se da la vuelta. El prestigio esconde otra cosa que el tener. Esconde al ser. El prestigio es la magnificencia del ser. Y el tener mismo, en las sociedades de don, no es sino un adorno del ser... Entonces, bajo los emblemas, los escudos, los tesoros, los talismanes, las representaciones religiosas, las monedas de renombre, por doquier reina el mana, la fuerza del ser. Mauss intenta aún salvar la noción de intercambio; intenta aplicarla al prestigio e incluso al ser, sin que su significación sea modificada en profundidad. Todo se intercambiaría, no sólo las cosas usuales, sino también el espíritu, el alma, la afectividad; todo sería materia de rendición. Y esta idea parece ratificada por la observación de las comunidades que parecen más primitivas, en las que las prestaciones llamadas totales interesan a todo, al ser y a las cosas mezcladas. Al intercambiar objetos, se intercambiarían también afectividades. Partiendo del intercambio económico, en el que reina el interés material, Mauss extiende la noción de intercambio a la función simbólica, a través de la confusión de sentimientos y cosas del alma primitiva. Las transacciones económicas, las expresiones culturales, las manifestaciones políticas, las estructuras de parentesco, las prestaciones totales, todo puede ser simbólico. Pero entonces no se puede evitar el otorgarle el derecho al Tercero, sin el cual ningún lenguaje podría existir; la palabra se manifiesta, el don es una palabra, pero la palabra no se aliena cuando se dice, se comunica pero no se intercambia. Bajo las máscaras, los juegos, el lujo, los desfiles, las oraciones, las justas y los combates rituales, los sacrificios, engaños, cuentos, mitos y magias, el reino del intercambio se deshace y el muy brillante Ensayo se detiene donde la función simbólica proyecta sobre el inmenso inconsciente, apenas descubierto, su débil y parpadeante haz como un faro sobre la oscuridad del mar. Lo esencial de sus descubrimientos, Mauss lo hace decir a los "indígenas". La reciprocidad de los dones es como la aguja que teje el techo del mundo. El Tercero es un lazo de almas. La reciprocidad es su matriz, el principio de su génesis. De ella nace el sentido, el mana y el nombre del hombre: el Gran Hijo, de los kanak, o el tohunga, de los maorí; el nombre del Padre, de los cristianos; el Ñande Ru, de los guaraní; el Yahve, de los hebreos; el Yompor, de los amuescha; el Nguenechen, de los mapuche.

Sin embargo, incluso cuando anuncia que nuestras sociedades deberán, al término de su experiencia con el intercambio, redescubrir lo primordial... Mauss no osa repudiar los a priori antropológicos del siglo XIX: en el momento en el que los biólogos proponían la gran idea de la evolución y mostraban que las especies vivientes evolucionaban a partir de formas simples hacia formas complejas; los sociólogos imaginaban, en efecto, que la humanidad se diferenciaría a partir de hordas homogéneas, gracias a la división del trabajo y el intercambio. En el Ensayo sobre el Don, Mauss aún acepta la enseñanza de Durkheim que postulaba, en el origen, la identidad de los sentimientos colectivos. No comenzará a poner en duda "el amorfismo de las sociedades primitivas" sino años más tarde:

« Hay que ver qué hay de organizado en los segmentos sociales y cómo la organización interna de esos segmentos, más la organización general de esos segmentos entre ellos, constituye la vida general de la sociedad (95) ».

Gracias a un trabajo de Radcliffe-Brown, sobre las comunidades australianas, tomará conciencia de que la unidad, la cohesión de esas comunidades, no es debida a la identidad de los individuos, ni a la homogeneidad de sus comportamientos: 7Esta curiosa cohesión se realiza por adherencia y oposición (...)»

«He ahí cómo debemos representarnos las cohesiones sociales desde el origen: mezclas de amorfismos y polimorfismos» (96). Mauss habla solamente de una mezcla entre las atracciones y las repulsiones, sin ver en el equilibrio de esas fuerzas contradictorias una estructura fundamental. No propondrá una nueva teoría. ¡Es demasiado tarde! Pero deseará que sus sucesores la construyan sobre esas premisas. En algunas líneas, traza un programa: no solamente el de la reciprocidad directa sino también el de la reciprocidad indirecta, que serán tratados por Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco, bajo el nombre de intercambio restringido e intercambio generalizado. Mauss ve el origen natural de la estructura de reciprocidad en las condiciones del parentesco original (la exogamia y la filiación). «La separación por sexos, por generaciones y por clanes, llega a hacer de un grupo A, el asociado de un grupo B, pero estos dos grupos A y B, dicho de otra forma, las fratrías, están justamente divididas por sexos y generaciones. Las oposiciones cruzan las cohesiones» (97). En fin, llama nuestra atención sobre un momento de reciprocidad, cuya modestia no debe esconder su relación con lo primordial: «Se tiene un ejemplo (de reciprocidad) en la vida de familia actual, sin tener que remontarse a las familias del tipo de los grupos político-domésticos. Viven, los unos con los otros, en un estado, a la vez, comunitario e individualista de reciprocidades diversas, de mutuos favores dados, algunos sin espíritu de competencia, otros con recompensa obligatoria, los otros, en fin, con sentido rigurosamente único, ya que se debe hacer por el hijo lo que se habría deseado que el propio padre hiciera con uno» (98). Esta conciencia del deber, de la Deuda universal, ¿no resulta de la estructura de la reciprocidad? Una estructura de reciprocidad, es cierto, muy particular, en la que las oposiciones cruzan las cohesiones y, sin duda, las equilibran; una reciprocidad primordial en la que las simetrías son dobles: de atracción y repulsión, de identidad y de diferencia. Este equilibrio contradictorio, ¿no es la clave para retornar a las fuentes de lo social?


Notas de pie de página

1 Lévi-Strauss, 1950, p. XLVI

2 F. Fernandez, A funçao social de guerra na sociedade tupinambá, Biblioteca Pionera de Ciéncias Sociais, São Paulo, 1970.

3 B. Malinowski, Argonauts of the Western Pacific, New York Inc, 1920.

4 " Ensayo sobre el don. Forma y razón del intercambio en las sociedades arcaicas " en: Sociología y antropología, Madrid, Ed. Tecnos, 1991 (ed. original en francés: 1923-1924). Véase, asimismo, la " Introduction à l'oeuvre de Marcel Mauss " de C. Lévi-Strauss, en la colección Quadrige, PUF, 1989.

5 A. Smith, 1976, p. 49
6 Op. cit. p. XXXII.
7 K. Marx, 1972, p. 33-34.
8 Op. cit. p. 250.
9 Mauss, 1950, p. 150.
10 Ibid., p. 162.
11 Ibid., p. 162-163

12 Ibid., p. 157 - 158.
13 Ibid., p. 148.
14 Ibid., p. 161.
15 Ibid., p. 160 - 161.
16 Ibid., p. 151.
17 Ibid., p. 173.
18 Ibid., p. 199.
19 Ibid., p. 163 - 164.
20 Radclife-Brown, citado por Mauss, op. cit. p. 172.
21 Mauss, 1968-69b, p. 88
22 Leenhardt, (1947), 1985, p. 193-194.
23 Ibid., p. 215.
24 Mauss, 1950, p. 161.
25 Ibid., p. 181.
26 Ibid., p. 214 - 215.
27 Esta conjunción de contradicción de lo material y de lo espiritual corresponde a los conceptos de actualización y potencialización, de la lógica de lo contradictorio, de Stéphane Lupasco (1951).
28 Ibid., p. 201-202.
29 Ibid. p. 201.
30 Ibid., p. 200.
31 Ibid., p. 206, nota 2.
32 Ibid., p. 206, nota 4.
33 Ibid., p. 152.
34 Ibid., p. 206-207.
35 Ibid., p. 207, nota 3.
36 Ibid., p. 200, nota 4.
37 Ibid., p. 206, nota 5.
38 Ibid., p. 271.
39 lbid. p. 269.
40 Ibid, p. 198, nota 2.
41 Ibid., p. 155, nota 3.
42 Ibid., p. 271.
43 Ibid.
44 Ibid., p. 212, nota 2.
45 Bataille, 1967, p. 34.
46 Lefort, 1951, p. 1413.
47 Mauss, 1950, p. 1.
48 Ibid., p. 205-206.
49 Mauss, 1968-69 a I, p. 305.
50 Mauss, 1950, p. 167.
51 Ibid., p. 168.
52 Ibid., p. 193, nota 3.
53 "Parece incluso que la palabra "cambio" y "venta" no existe en el idioma kwakiutl. No he podido encontrar la palabra venta dentro de los varios glosarios que Boas tiene acerca de la venta de un cobre. Esta subasta no es una venta, es una especie de apuesta, de batalla de generosidad...» (p. 202, nota 3). « Se debe a una razón puramente didáctica y para hacerse comprender de los europeos, por lo que Malinowski incluye el Kula dentro de los "cambios ceremoniales con pago" (de vuelta). Tanto la palabra pago como la palabra cambio son igualmente europeas» (p. 176, nota 4).
54 Ibid., p. 168.
55 Ibid., p. 216.
56 Ibid., p. 217, nota 5.
57 Ibid., p. 217.
58 Ibid., p. 218, nota 1.
59 Ibid., p. 203, nota 3.
60 Ibid., p. 245.
61 «Los vaygu'a no son cosas indiferentes, no son simples monedas. Cada uno, al menos los más preciados y codiciados, tienen un mismo prestigio, tienen un nombre, una personalidad, una historia incluso una leyenda. Tanto que algunos individuos adquieren su nombre» (Ibid., p. 181)
62 Ibid., p. 223, nota 3.
63 Ibid., p.223, nota 3.
64 Ibid., p. 224.
65 Ibid., p. 178-179.
66 Ibid., p. 180.
67 Ibid., p. 205, nota 5.
68 Ibid., p. 178.
69 Ibid., p. 230.
70 Ibid., p. 231, nota 5.
71 Ibid., p. 233.
72 Ibid., p. 232.
73. «Sobre la distinción familia pecuniaque (..;), contrariamente a lo que opina Girard, creemos que fue en sus orígenes, en la antigüedad, cuando quedó marcada una distinción muy precisa» (Ibid p. 232, nota 4).
74 Ibid., p. 223, nota 1.
75 Malinowski, 1922, p. 449; 1989, p. 582.
76 «La palabra hau significa lo mismo que la latina spiritus, tanto el viento como el alma y más concretamente en algunos casos, el alma y poder de las cosas inanimadas y de los vegetales. La palabra mana se reserva para los hombres y los espíritus, aplicándose a las cosas con menos frecuencia que en melanesia» (Mauss, 1950., p. 158, nota 4).
77 Ibid., p. 158-159.
78 Sahlins, 1976, p. 203.
79 Gathercole, 1978, en: Mac Cormack, 1982.
80 Mauss, 1950, p. 159.
81 Firth, en: Sahlins, op. cit., p. 207.
82 Mauss ¿los confundió realmente? Si uno se limita a su análisis del hau maorí, esta crítica se justifica. Pero si uno se refiere a su estudio del nexum latino o del wadium germánico que son, como el hau, un lazo de almas, se ve que insiste sobre su multiplicidad: distingue el wadium de la cosa dada, lo que se manifiesta en la ceremonia, lo que está directamente simbolizado en la prenda. Sin embargo, si el lazo de almas se expresa de manera múltiple, sólo tiene una esencia, y en el análisis del hau, Mauss se apega a esta esencia.
83 Sahlins, op. cit., p. 21. No es seguro que Sahlins haga justicia a Mauss. Para Mauss, el don volverá a su origen, cualesquiera sean sus peregrinaciones; el tercero significa entonces la imposibilidad de que el don pueda perderse si no fuera tributario del hau. El tercero se hace entonces necesario para representar la inalienabilidad del hau.
84 Ibid., p. 212.
85 Ibid., p. 217
86 Sahlins, op. cit., p. 216.
87 De acuerdo a Sahlins, ibid.
88 Ibid., p. 210, nota 2.
89 Ibid., p. 218.
90 Ibid., p. 220.
91 Mauss, 1950, p. 199.
92 Ibid., p. 174.
93 Lévi-Strauss, 1950, p. XLVI.
94 Es por ello que el mana de cada uno de los asociados de la reciprocidad es también un sentimiento de mana indiviso, ya que el mana no se les da a ellos sino a partir de su relación recíproca.
95 Mauss, (1931), 1968-69 b, p. 135.
96 Ibid., p. 139
97 Ibid., p.141.
98 Ibid., p. 140.

 
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