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Tres textos sobre Ruanda

   
         
  sommaire

Genocide en Ruanda : un análisis de las responsabilidades

El impasse genocidario

Etnocidio, economicidio y genocidio en Ruanda

   
         
   
Genocidio en Ruanda : un análisis de las responsabilidades.

Primera publicación en francès

La revue du M.A.U.S.S.

n° 14 second semestre 1999

La découverte/M.AUS.S

   
   

 

El crimen racista traduce la impotencia, el temor al otro, sobre todo cuando el otro, percibido como extranjero, se revela súbitamente idéntico a sí mismo o, la inversa, cuando el prójimo, el hermano, se revela tan diferente de uno mismo, que parece traicionar la causa común.

 

El pasaje del temor al otro a su exterminio sistemático requiere, sin embargo, un intermediario entre lo afectivo y lo lógico: la ideología, elaborada por intelectuales, como por ejemplo, en Francia, Alexis Carrel. La ideología racista pretende que los caracteres psicológicos de los hombres, sus facultades mentales, su conciencia, están determinadas por factores genéticos; igualmente, sostiene que esos mismos factores genéticos están ligados a caracteres somáticos que permitirían entonces reconocer a priori los caracteres psicológicos. A partir de lo cual, la ideología racista concluye: “Salvar a los débiles y los atrasados, darles la posibilidad de reproducirse, es producir la degeneración de la raza. La raza no puede ser mejorada si no es por el mayor desarrollo de los fuertes (1) ”.... y la eliminación de los débiles por aquellos que se estiman los fuertes (2).

 

Una ideología semejante no parece haber sido impuesta en Ruanda. La ausencia de criterios ideológicos incluso obliga, a los asesinos, a recurrir a la carta de identidad, otorgada por los belgas, para discernir o designar a las víctimas. ¿Sobre qué se funda entonces la determinación de los asesinos? ¿Se funda en motivaciones afectivas irracionales? Ciertas reacciones de miedo como la de cientos de miles de campesinos ante la ofensiva y las masacres del FPR (febrero de 1993) (3)  podrían hacerlo creer, pero esas reacciones han sido sometidas a una fría determinación lógica: el informe de African Rights precisa, en efecto, que las mujeres hutu mataron a sus recién nacidos clasificados tutsi, ya que “ellos eran futuros soldados del FPR”. Esas mujeres postulaban que, una vez adultos, sólo podrían actuar según una lógica idéntica a la suya: la liquidación de todos aquellos que no estarían clasificados como tutsi. Ellas reaccionaban a una determinación clasificatoria racional.

 Pero ¿por qué esta referencia a la venganza tradicional se generaliza en genocidio? ¿Por qué la violencia ya no tiene límites, no obedece a ninguna regla? La cuestión de la responsabilidad y de la culpabilidad se plantea a otro nivel que el de la oposición tradicional: “los que no son aliados son enemigos”.

 José Kagabo escribe en agosto de 19944 

 «Son los mismos que han matado a la familia de Munyambo y a la familia de Nturo: esos dos estaban identificados como “grandes Tutsi”, históricamente conocidos, y es por eso que fueron especialmente liquidados, inmediatamente. El slogan era: “Nosotros, conocemos las cosas del pasado. Antes (1959-1961) se “trabajaba”. Nosotros damos el “cómo” y ustedes arreglan el asunto de esos tutsi. Ahora a ustedes les toca “hacer el trabajo”, decían los jefes milicianos a los asesinos a sus órdenes» (5). 

 El genocidio no comienza, entonces, en abril de 1994, como lo dejan pensar las instrucciones  dadas al Tribunal Pénal Internacional, creado para juzgar a los culpables. Estaba previsto como un arma política por los hombres en el poder en los años 60 para guardar el poder en su ventaja (6).

Claude Lanzmann publicó en Les Temps Modernes el testimonio de José Kagabo, del que dice:

«Por sobre todo, invito a los lectores a leer o meditar las “Notas de viaje” de José Kagabo, texto de una inteligencia, de una honestidad y una profundidad conmovedoras, que recusa todos los eufemismos y afronta la más central de las cuestiones: “Hay que saber cómo se ha matado.”  Para poder salir de ello, escribe, será necesario que todos puedan hablar sobre este tema».

 Su testimonio habla, efectivamente, con una fuerza terrible, no solamente por los acontecimientos que describe, sino también por su comentario, por el texto mismo.

«La única pregunta que me parece plantearse, es la dificultad de repartir las culpas entre los grandes culpables y los pequeños culpables. Los grandes culpables –si uno queda en la lógica de los análisis occidentales de la racionalidad- son aquellos que han pensado el genocidio, lo han organizado, etc. Pero cuando se examina la forma en la que los pequeños culpables lo han ejecutado, entonces, ahí, ya no hay teoría de la gran o pequeña culpabilidad que se mantenga. Cuando pienso en Claver, a quien se ha arrastrado durante días por la calle, dándole golpes... me digo que en las órdenes dadas por los pensadores del genocidio no habían instrucciones de uso. La persona que ha pensado en hacer una barricada de su cuerpo desnudo y mutilado encontró eso sola, no se le dijo que lo haga. Si uno puso toda su inteligencia en la concepción, el otro consagró su genio en encontrar la forma de muerte que quería dar. (...) Conozco a una pareja de antiguos instructores protestantes. Según los estereotipos de Ruanda, son personas de condición más bien modesta. Tenían una hija que comenzaba en la facultad de medicina de Butare. Conozco al muchacho que la mató antes de matar a sus padres. Les dijo: “Parece que su hija estudia medicina...”. Dio la orden a sus milicianos: “Hay que abrirle el cráneo, hay que ver qué parece el cerebro de una chica tutsi que estudia medicina”, delante de los padres. Luego, mataron a los padres, cortando primero los pies de la mujer y poniéndolos bajo la nariz de su marido. “!Huele! ¡Huele la muerte!” le decían.” )... He  conocido a los padres (del asesino). Cuando dejé Ruanda, su padre que llegaba a los sesenta años y su madre habían vivido como  personas que no tenían problemas de identidad en relación a los tutsi, gente que ya no vivía en las colinas desde hace muchos años; eran puramente urbanos que no han conocido vacas, nunca tuvieron campos. La mujer hacía comercio, como en muchos otros hogares.De pronto, el hijo de esa gente se descubre de una crueldad extrema, en el nombre de una ideología a la que su existencia nunca estuvo asociada históricamente. Quiero decir que, habiendo elegido domicilio en la ciudad desde la época colonial, sus padres nunca estuvieron verdaderamente implicados en relaciones sociales hutu-tutsi».

 “Para mí, comenta José Kagabo, habría que clarificar eso, si se quiere evitar el riesgo de una criminalización colectiva”.

 ¿Cómo clarificar todo eso? José Kagabo dice que aparentemente nada puede explicar el comportamiento del asesino, “si uno se queda en la lógica de los análisis occidentales de la racionalidad.” Sus padres eran personas “que ya no vivían en las colinas desde hace muchos años, urbanos puros.” Si se traduce esta observación en términos tradicionales africanos, se podría decir: “personas que han perdido toda tradición de umuhana (7)”. El autor insiste: “urbanos puros, que nunca tuvieron vacas, nunca tuvieron campos.” En términos africanos, “personas que ya no tiene una relación de ubuhaké (8)”.

 El autor precisa que quiere significar la ruptura de las relaciones de reciprocidad tradicional: “Quiero decir que, habiendo elegido el domicilio en la ciudad desde la época colonial, esos padres nunca han estado verdaderamente implicados en relaciones sociales hutu-tutsi”. La oposición, entre la situación urbana asociada a la época colonial y las relaciones sociales hutu-tutsi, es clara. El texto indica, incluso, que las relaciones de intercambio sustituyen la relación de reciprocidad hutu-tutsi: “La mujer hacía comercio”.

 En las referencias occidentales, pues, todo era normal, nada dejaba presagiar un caos mental que “da cuenta del psicoanális” como dice el autor en la introducción de su testimonio. El racismo está ausente de la muy ordenada aculturación de los paisajes ruandeses que rompen con su tradición. ¿Provendría la ideología racista de la tradicional oposición hutu-tutsi? Pero ¿qué sucede con el texto de Kagabo si lo interpretamos sustituyendo la lógica occidental por una lógica africana?

 La crueldad extrema del asesino es introducida por un “de golpe”. Pero, precedentemente, Kagabo había dicho: “¿Cómo (de golpe o progresivamente) se ha revelado de una crueldad impensable hasta entonces? He conocido a sus padres”. El “de golpe” es pasaje al acto pero ¿no sanciona una potencialización “progresiva”? Ese “progresivamente” está inmediatamente asociado a la historia de los padres. La ideología en cuestión sería la de una contradicción irremediable tutsi-hutu. Es, por lo menos, lo que deja suponer la lógica occidental. Pero, cómo esta oposición pudo convertirse en la base discriminatoria para un genocidio, es algo que aún hay que precisar.

Tratemos de descifrar el texto de Kagabo sobre el asesinato mismo a pesar de la prueba. Primero, las palabras del asesino :  tienen dos sentidos: 1) lo que se representa el asesino, la expresión de crueldad. 2) Y lo que dice el inconsciente a través de su demencia. Lo que dice buscar, está en el cráneo. Lo que se ha vuelto loco en la cabeza de él, el caos mental, tiene su correspondencia, su imagen, en el cráneo de su víctima: “Hay que abrirle el cráneo, hay que ver qué parece el cerebro… “  ”Abrieron el cráneo de la muchacha, sacaron su cerebro, lo mostraron” . Él quiere ver lo que plantea un problema: “Hay que ver a qué se parece el cerebro” podría también decir : “quiero saber a qué se parece el cerebro de un hombre institutor o pastor...” A ese nivel de lectura, se podría pensar que de lo que se trata es de la aculturación, no necesariamente del impasse que tratamos de desvelar.

 Pero el asesino precisa: “de una chica tutsi que hace medicina.” Ordena la cuestión según la dualidad tutsi-hutu. Y bien, no se trata de una oposición que tendría una raíz tradicional (que pondría en juego una característica tutsi) sino de una oposición expresada por una imagen típicamente si no exclusivamente occidental: la “medicina”. Si el hecho de hacer medicina es invocado como una diferencia para cualificar la oposición hutu-tutsi ¿no es para recusar que se pueda establecer el genocidio en oposiciones complementarias hutu-tutsi? ¿No rehusaría el inconsciente prestar la ideología racista a la tradición? Se podría traducir: “la exclusión recíproca es, en los términos occidentales, que ello ocurra”. El término medicina es, él mismo, simbólico, puesto que el médico “cura” al enfermo como el occidental “trae la civilización”...  Que el discurso del inconsciente precise que la estudiante es una futura médica y no solamente una estudiante, o una universitaria, comunica otra fuerza increíble a ese testimonio: la medicina tiene un valor significante tanto como el cerebro: el crimen es una disección anatómica de la locura.

 ¿Dónde ubican la puesta en escena del crimen? ¿Cuál es el significado de esta disección? La respuesta es una frase lacónica, sin verbo, entre dos puntos como en un decorado de teatro: “Delante de los padres”. Es ahí que pasa el drama.

“Después, mataron a los padres, cortando primero los pies de la mujer y poniéndolos bajo la nariz del marido. “!Huele! Huele la muerte, le dijeron”.

El asesino está preso de pies a cabeza en la locura e informa la tragedia de la madre al padre. Se le hace comprender al padre que, de la hija a la madre, todo huele a muerte. El inconsciente del asesino dice: la génesis de la humanidad está podrida, todo huele la muerte.

 Una muerte que no ha encontrado expresión simbólica en el lenguaje del padre. “Lo que es reprimido en el orden simbólico, resurge en lo real”, dice Jacques Lacan. La crueldad es el retorno del lenguaje en lo real, cuando se crea un vacío en la conciencia o cuando ya no hay símbolo para decir la verdad o que el orden simbólico está en el impasse.

 Kagabo concluye: “Para mí, no hay más de genocidio popular que de genocidio hutu. Hubo un genocidio, cometido por una fracción de los hutu, y hay pobres imbéciles que cayeron dentro”.

 Pero nos da, inmediatamente, una idea de la forma en que se constituye la imbecilidad (imbecilidad que, tal vez, es el límite de la psicosis).

Cuenta, luego, la historia de un ruandés cuya hija tuvo un hijo sin haberse casado, lo que, según la tradición, debió haberle valido el ser “expuesta a bestias feroces en la selva”. “Pero como ya no había selva y de todas formas los blancos (la policía, la iglesia) habían suplantado la costumbre, había que inventar otro suplicio. Reventaron los ojos del bebé....”.

 Esta historia, comenta Kagabo, dice hasta qué punto la sociedad ruandesa “reprime lo real”. Nos ofrece así una clave: la represión de lo que llama real para los africanos. (Para él se trata del genocidio desde la independencia).

 “Cuando se leen los textos de los ruandeses de todo lado sobre las masacres, los diferentes ciclos se convierten en “los sucesos del 59”, “los sucesos del 73”. La violencia está ahí, se la vive pero no se la dice”.

Pero lo real, desde la independancia, es también que las referencias del mundo exterior sustituyen a las referencias tradicionales, es decir, que las expresiones tradicionales son reemplazadas por expresiones nuevas venidas del exterior, y las costumbres reemplazadas por obligaciones sobre las cuales los ruandeses no tienen ningún ascendente. (Como no había selva y que de todas formas los blancos habían suplantado las costumbres...). Esa represión es impuesta por los occidentales (la policía, la iglesia). Entonces lo que es reprimido por mucho tiempo retorna: se revientan los ojos del niño. ¡Cómo lo real podría demostrar con más violencia que lo reprimido es un enceguecimiento!

 “Reventaron los ojos del bebé para que no vea los campos, para que no vea las vacas” . Y más lejos: “ese tipo era un hutu de la ciudad: no tenía vacas, no tenía pastizales, ¡pero su nieto ilegítimo constituía una amenaza para el rebaño!”: Enceguece al hijo de su nieta como para anticipar una incursión enemiga, imaginando que, en una sociedad patrilineal, el niño descubrirá más tarde una paternidad enemiga, y reconocerá, para destruirlos, a las vacas y campos de su abuelo. Sin duda, hay ahí una explicación, una razón que el criminal invoca para justificar su acto. Nuevamente, es lo esencial de la tradición tutsi-hutu, la relación del ubuhaké lo que sale a la superficie.

 Pero ¿por qué el abuelo del bebé reprimía hasta ese punto la contradicción entre modernidad y tradición, que era entonces del todo evidente? ya que “estamos en los años 50”, como precisa Kagabo (9). Como para prevenir la pregunta, Kagabo había presentado así a este hombre “Un hombre atiborrado de galones y de medallas de viejos combatientes, cristiano, como ni Dios padre y el hijo reunidos no lo pudieron ser, siempre en la misa”. Es decir, como el porta estandarte de la aculturación civil y religiosa. Como había hecho para la historia de los padres y la narración del asesinato de la muchacha, José Kagabo  aproxima la descripción de la aculturación del padre (las medallas de los viejos combatientes, la misa) y la tradición hutu-tutsi más standard (los pastizales, las vacas). Son exactamente los mismos términos que vuelven en los dos textos: en el primero “urbanos puros, que nunca tuvieron campos ni vacas”. En el segundo “Ese tipo era un hutu de ciudad, no tenía vacas, no tenía pastizales” ¿quién diría que esos términos no son sintomáticos?

Bajo la cubierta de una violencia tradicional lógica, según la tradición, (la exposición de las hijas madres) el enceguecimiento significa la contradicción que debe vivir el niño. No pertenece más al sistema de reciprocidad  de los pastores con los agricultores, pero es partícipe de la competencia entre proprietarios rivales. Pero esta contradicción no es  reconocida, en el orden simbólico: es reprimida, negada por los occidentales, que afirman unilateral y absolutamente lo bien fundado de las normas religiosas, económicas y políticas. Esta contradicción reprimida vuelve súbitamente a la superficie en la que está eliminada de lo real a secas, en lo real, tal como lo llaman los psicoanalistas: eso revienta los ojos de verdad.

 No se termina de leer el texto de Kagabo. La redacción de la revista Les Temps Modernes ha respetado su escritura con finura. El texto habla con tal fuerza que somete la lengua francesa a la verdad que se encarga de decir : él dice “los padres reventaron los ojos del bebé para “no que vea las vacas,” para “no que vea los campos”. El enceguecimiento trata de la negación. Es el no el que es revelado por el enceguecimiento. «Ver las vacas» queda tan luminoso, tan presente como siempre. Está ahí, aún está ahí, ya que es un dato simbólico en sí, pero esta luz es enmascarada, escondida, reprimida. Es porque ver las vacas ya no es visible, legible, comprensible, que se le revientan los ojos. Es la interdicción de comprender lo que significa “ver” las vacas que se materializa, somatiza, por el enceguecimiento. Los abuelos expresaron en lo real lo que está reprimido en el orden simbólico: la contradicción de las referencias tradicionales y occidentales. Comprender la relación hutu-tutsi, aprehender la contradicción de esa relación social y de la relación social impuesta por los blancos, he ahí lo que fue ocultado.

 ¿Por qué Kagabo hace seguir la narración del asesinato de la muchacha estudiante de medicina por esta anécdota diciendo: “Cada vez que pienso en la violencia en Ruanda, recuerdo la historia de un tal Elías (el hombre que enceguece al niño)” si no es para aclararnos sobre el genocidio mismo?

 “Esta historia data de los años 50”. Y precisa entonces el contenido de ese mensaje: la represión. “Si la cuento, es para decir hasta qué punto (y a qué precio también) la sociedad ruandesa reprime lo real”. En el mismo momento en el que se pregunta: “Habrá que clarificar bien todo eso, si se quiere evitar el riesgo de una criminalización colectiva”, Kagabo se refiere a un crimen que revienta los ojos. Y bien, ese crimen tiene lugar en un contexto etnocidiario y economicidiario que él estigmatiza con expresiones características (10).

Es, pues, muchos decenios después que el impasse genocidiario, el impasse de una norma extranjera y de una norma autóctona contradictoria, el impasse del “poder-sin-reparto de la tradición unitaria y la oposición de grupos de intereses rivales”, que se llega a conocer.

 

Denunciada por E. Gasarabwe en 1978, no ha dejado de ser contada como un arma estratégica utilizada como amenaza de respuesta a toda agresion armada y a veces invocada como justificación de la rebelión armada desde hace cincuenta años. La continuación de los combates, por parte de unos, el asesinato del presidente ruandés por los otros, mientras que el proceso de paz estaba en curso a partir de los acuerdos de Arusha (agosto 1992) muestran que los responsables políticos acabaron por aceptar el paso de la amenaza al acto.

¿Qué parte tienen los occidentales, franceses y belgas, en esta lógica? Los autores interrogados por la revista Les Temps Modernes, basándose en observaciones sobre el terreno (11), abruman a Francia, de la que dicen que es “directamente cómplice, por segunda vez, en su historia, de un genocidio (12)”.

Desde nuestro punto de vista, el de un análisis teórico, la responsabilidad del impasse genocidiario incumbe, de una manera más amplia a todas las autoridades occidentales. Los occidentales saben desde siempre que las sociedades africanas están organizadas en sistemas comunitarios. La contradicción, de los principios económicos de la sociedad africana y de los principios de economía occidental, es reconocida por los políticos como por los religiosos, pero es ocultada a sabiendas,  y es sistemáticamente negada para no comprometer, en caso de no hacerlo, la expansión económica occidental.

No compartimos, pues, la opinión de Claudine Vidal: “No creemos, dice ella, que el análisis sociológico o antropológico pueda, de momento, hacer inteligible una perversión semejante del lazo social. Sólo se la puede constatar (13)”. Los análisis antropológicos y sociológicos, sobre todo los análisis africanos, revelaron claramente y, desde hace tiempo, que los occidentales conducen las poblaciones de Africa al caos y llevan adelante sus propios objetivos económicos sin vacilar ante ningún sacrificio.

E. Gasarabwe, al denunciar las causas del genocidio de 1963-64, estigmatiza el impasse genocidiario desde 1978 con lo que llama la democracia de los cadáveres. Recordaba que la reciprocidad en Ruanda (el ubuhaké) era el factor de integración de tres comunidades originarias de Ruanda y que no se podía destruirla si no se la reemplazaba. Sus análisis fueron publicados en Francia, en París (14); es más, en una colección de bolsillo y bajo la autoridad de Robert Jaulin, cuyo renombre indiscutible está asociado a la denuncia del etnocidio.

¿Responsabilidad colectiva, difusa de los occidentales? Sin duda, como lo era la de los franceses por su asentimiento de la política de Petain, bajo la Ocupación; pero una responsabilidad que se acrecienta y se precisa con la acumulación de competencias y de información en la cumbre de la jerarquía política. A este nivel, la crítica teórica está confirmada por el testimonio de aquellos que dan cuenta de pruebas de colaboración en el terreno (15).

Sin embargo es lógico que esos análisis provoquen una resistencia tremenda para retomar la expresión de Claudine Vidal, de parte de aquellos que defienden sus intereses y privilegios, ya que pone en cuestión el modelo de sociedad al que someten a los africanos de hoy. Es también lógico que susciten la resistencia de los marxistas, que no conciben progreso social sino a partir de la lucha de clases, acentúan la oposición y por ende su contradicción con la unión, cerrando así el impasse en el que las jóvenes generaciones africanas son cegadas.

   
   

El impasse genocidiario

Primera publicación en francès

en

La Revue du M.A.U.S.S. semestrielle

n° 10, 2e semestre 1997

(La Découverte/M.A.U.S.S.)

   
     

 

African Rights acaba de publicar un documento sobre el papel de las mujeres en el genocidio de Ruanda titulado “No tan inocentes”, cuya lectura provoca sentimientos de horror: ¿cómo las mujeres, tan a menudo interpeladas en todo el mundo como portavoces de la paz pueden transformarse en asesinas? ¿Cómo las mujeres, que tradicionalmente tienen el papel de asegurar la alianza por oposición a los hombres, a quienes se les da el papel de guerreros, pueden planificar el asesinato? ¿Cómo las madres, cómo las muchachas, habituadas a proteger y a criar a los niños, pudieron convertirse en matadoras de recién nacidos? Sin duda, hay que desenredar en la tragedia genocidiaria fenómenos diferentes, descubrir la manera en la que estos se ordenan para desembocar en esos extremos monstruosos.

La importancia de las mujeres

Numerosas expresiones del informe de African Rights son bastante precisas como para recibir una significación propia.

«Un número importante de mujeres y muchachas estuvieron implicadas en la masacre de maneras innumerables, infligiendo a otras mujeres, así como a niños, tratamientos extraordinariamente crueles».

 El genocidio no se reduce a un complot preparado, planificado, por una organización que se inspiraría en una ideología del tipo nazi. Un complot semejante está en realidad sumergido de hecho por una fuerza que parece, en un primer momento, espontánea y autóctona.

«La mayor parte de las víctimas fueron enterradas completamente desnudas a causa de los pillajes-fiestas de mujeres en el mismo lugar de las masacres (...). Muchas mujeres cuyos crímenes están detallados en este informe fueron a matar como a una partida de placer, acompañadas de sus niños».

Los autores emplean el término fiesta. La euforia se impone sobre la compasión por las víctimas. La fiesta comunica a todos el sentimiento de pertenecer a un ser común del que son eliminados aquellos que no participan de la unión sagrada. Incluso las muchachas y los niños de poca edad participan entonces de la fiesta genocidiaria. El genocidio  no es solamente un asesinato es, además, una comunión para sus ejecutantes.

Así como algunos jóvenes acompañaban a sus padres cuando iban a cazar y matar, muchachos y muchachas acompañaron a sus madres transformadas entonces en asesinas.

¡La madre está en su papel de dar el ejemplo. La infancia misma participa en el genocidio ya que quiere ser criada y educada ! Otras frases ponen en evidencia el papel preponderante de la madre como el origen, la matriz.

«Muchas mujeres eran participantes voluntarias. (...) Se lucieron en el papel de animadoras del genocidio, alentando a los matadores con sus cantos y alaridos».

El genocidio está ligado al prestigio de las madres:

 «La reputación de sus madres como curtidas matadoras acrecentaba el prestigio de los milicianos».

La iniciativa de las madres es una promoción para los jóvenes y se convierte a sus ojos en un heroísmo; la maternidad se convierte en el símbolo del asesinato.

 

Todas las descripciones que hacen intervenir esos caracteres –iniciativa, voluntad, maternidad, aprendizaje, fiesta, comunión e incluso inocencia- subrayan la importancia capital, en Ruanda, del principio de organización económica, política, social y religiosa que es el principio de unión.

 

El principio de unión

Dos formas de reciprocidad dominan la vida de los Grandes lagos: la reciprocidad horizontal que obedece al principio de oposición (1)  y la reciprocidad vertical (o centralizada) que obedece al principio de unión (2). El principio de unión engendra una totalidad que puede llamarse abierta ya que se despliega hacia el exterior, pero de la que también puede decirse cerrada, ya que por definición no puede reconocer otra entidad -que no sea ella misma- sino como extranjera.

Para mostrar la importancia capital de ese principio de unión, hay que leer y releer la obra de Edouard Gasarabwe, Le Geste Rwanda, 1978, UGE.

De la choza familiar al palacio mwami (rey), el principio de unión es el principio rector de toda la sociedad.

«En efecto, la choza reúne no solo a la familia primaria, la de la ascendencia y descendencia, sino también a todos los aliados y hermanos de estos últimos y sus mujeres. (...) La choza, en el corazón de los símbolos, reúne la realidad de un ser andrógino, padre y  madre a la vez, de la familia extendida que es el linaje. La choza se convierte en la escultura viviente del Hombre Total, acuclillado para ser fecundado y para dar nacimiento, figuración de la unidad primordial en la cual Matriz y Flujo seminal están reunidos. La choza aparece bajo el aspecto unitario del Hombre Viviente».

 El principio de unión organiza la Choza (3), pero organiza también las chozas entre sí y reúne, luego, diferentes linajes en una comunidad más importante, el muryango, y finalmente las mil colinas alrededor del altar del mwami. El mwami es el dispensador de la gracia y del prestigio que produce la economía de reciprocidad de toda la nación.

 Pero la choza no es solamente el símbolo del cuerpo humano, que se define por una comunidad de origen: la Matriz; ella también es el centro de las riquezas del mundo, que prolifera alrededor del hombre, fecundador de lo vegetal y lo animal.

 En la cumbre de la pirámide, el mwami preside al reparto de la redistribución a escala del Estado. Es el garante del lazo social, la expresión de la palabra común que testimonia de la espiritualidad de los miembros de una misma comunidad. Transmite, en efecto, el imana, la gracia divina, y es el servidor del tambor, símbolo del poder de la palabra. El principio de unión que organiza la vida política, militar, social, económica de Ruanda es también religioso. La fiesta y el sacrificio son característicos del principio de unión; la “vida” y la “fecundidad” sus mejores símbolos.

El mito ruandés de los orígenes dice que una mujer que no tenía hijos retiró el corazón de una vaca sacrificada, lo guardó nueve meses en una jarra llena de leche en la que dió a luz a un niño, Sabizeze, que se convirtió en la edad adulta en Gihanga. (En el origen, se encuentra entonces el sacrificio que engendra el espíritu. El mito asocia el don-sacrificio al don de la vida y a la gestación. La madre es el símbolo de lo que está en el principio de la génesis.) Se comprende, entonces, la importancia de la mujer-madre.

El héroe Gihanga esposa a su “media-hermana” (prima) : su “medio-hermano” parte más allá del río. El río simboliza la ruptura que hace de él un extranjero. Convertido en tal, esposa a la hija de Gihanga. Se convierte en el padre de Bega, lo que quiere decir “los de la otra orilla”. La relación matrimonial avuncular está precedida así por la afirmación muy clara del principio de exogamia. Si el principio de unión se reconoce en la madre, el principio de oposición, del que se sabe que a menudo es el principio dominante a partir del cual se organizaron las primeras sociedades humanas, aparece con los dos primos que se enfrentan de una y otra parte del río. Gihanga, maestro del tambor (símbolo de la palabra) y de las vacas sagradas (símbolo del sacrificio), tuvo dos herederos. Uno se convirtió en mwami, el otro en el arcipreste del reino, el mutsobe, asistido por un consejo de pares, los abiru (los hombres de la casa del mwami), el principal de los cuales, el mutege, tiene el mando de los tambores.

Pero, aquí, el principio de oposición queda enfeudado al principio de unión. Subrayemos que la repartición del reino es imposible o, más bien, que está sometida al principio de unión: la función política del mwami se ejerce bajo el control del Consejo que nombra la reina-madre del mwami. Sólo el Consejo puede suprimir y reemplazar a la reina madre.

«La dependencia del soberano de colegio sagrado está subrayada por el acto mismo de la consagración: el príncipe presta juramento a los tambores, sentado en las rodillas del mutsobe, el cual está sentado sobre el trono. Pero el tambor está encima de los reyes».

Los africanos, en Ruanda, eligieron darle la primacía al principio de unión. Los occidentales, ciertamente, han eliminado a aquel que encarna el principio de unión, el mwami, servidor de los tambores, pero sin duda no los clanes maternales que dominan los tambores.

La mujer, se quedo entonces, y según la tradición, la que toma la iniciativa del principio de unión, ya que es su clan el que toca el tambor.

Y bien, “es la palabra del tambor, dice Gasarabwe, la que pronunciaba las grandes ejecuciones y los exilios de los grandes señores feudales rebeldes”.

 

El impasse

En la sociedad ruandesa, la reciprocidad según el principio de unión puede ser brevemente ilustrada por dos expresiones características, el umuhana y el ubuhaké.

El umuhana es la reciprocidad requerida cuando se funda una familia. Cuando se forma una joven pareja, la vecindad se moviliza para construir su casa. No se trata, pues, de un don a cargo de retorno, precisa Gasarabwe, sino de un acto que significa el tomar en cuenta al otro como si se tratara de la propia familia, un acto similar al pacto de sangre de los guerreros. Se va a construir la comunidad como se va a la guerra, para sí mismo tanto como para el otro, ya que este es parte de la totalidad de la que cada uno asume la existencia.

El ubukaké (literalmente la crecida de la vaca) es una forma de reciprocidad centralizada. Los criadores disponen de rebaños sagrados. Les dan a los cultivadores vacas que tienen el mismo uso. Estos guardan los bueyes pero restituyen los novillos al ganadero. Cuanto más vacas puede donar éste, más grande es su prestigio. Él mismo es deudor de un ganadero más poderoso, y así sucesivamente hasta el mwami que, supuestamente, posee todas las vacas del reino. “La ubuhaké (compleja institución socio-económica de la que la vaca es el soporte) determina las relaciones sociales entre los receptores de bovinos y los donadores”.

 Ya hace veinte años Gasarabwe advertía:

«El ubuhaké fue y se mantiene como el móvil de la revolución ruandesa, que se implicó en una lucha de “clanes” sin equivalente en el África negra. Ruanda no conoce estos días sino un problema social, que le sirve de alibi por todos aquellos que no pueden encararse de forma realista: la reabsorción del colonialismo interior que marca el fin brutal de los Batumi. El sentido de la tiranía de los reyes se ha invertido para degenerar en una sociedad del todo dedicada a la destrucción de su pasado, gracias a la desaparición física de todos aquellos que recuerdan que hubo ese pasado. El reino del presidente Kayibanda habrá estado marcado por un fanatismo sin equivalente en la historia de los reyes, que nunca habían llevado tan lejos la oposición entre las clases sociales y las razas, confundidas en un solo conjunto logístico».

Para imponer el intercambio libre, la administración colonial obtuvo en 1954 del mismo mwami que los dueños de las vacas puedan convertirse en propietarios de éstas, bajo la demanda de una de las partes, según la siguiente relación: un tercio para el donador y dos tercios para el donatario (cfr. Luc de Heusch, “Antropología de un genocidio: Ruanda”, Les Temps Modernes No. 579, diciembre de 1994). Se suprimieron así los lazos sociales, creados por la reciprocidad, y que aseguraban la unidad de la nación ruandesa. Se sustituyó una lógica concurrencial –y solamente entre dos clases “étnicas”- a la de la reciprocidad (el ubuhaké) que estaba articulada en diferentes niveles (casa, linaje, etc.), asegurando una diferenciación progresiva en la unidad ruandesa. En vez de ser solidarios, los ruandeses se volvieron competidores. Los hutu, tradicionalmente cultivadores, y los tutsi, tradicionalmente ganaderos, ya no estuvieron asociados por la complementariedad de sus servicios, sino opuestos según las reglas de la economía de librecambio de la oferta y la demanda. Las relaciones de alianza, selladas por la comprensión de los mismos valores, se convirtieron en enfrentamientos de intereses ciegos.

El liberalismo engendró entonces una oposición de clases (ricos y pobres) que fue pronto transformada en lucha de clases por los revolucionarios marxistas.

Se ha cuestionado mucho la instauración, por los belgas, de una carta de identidad que designaba dos clases sociales (hutu/tutsi) en términos étnicos. Esta división administrativa racializa en términos étnicos una complementariedad de servicios entre ganaderos y cultivadores, y encima la transforma en una relación de fuerzas entre intereses antagonistas. Las consecuencias de esta brutal intervención son desastrosas: ligada al libre intercambio, la democracia parlamentaria tuvo por efecto someter el principio de unión, al principio de oposición. Desde que sólo los partidos pueden pretender al poder, el principio de unión no puede ser invocado por cada uno de los partidos sino al interior de ellos mismos. Pero como la totalidad social, engendrada por el principio de unión, no conoce nada fuera de sí misma, todo partido, desde que accede al poder, no puede sino excluir radicalmente al vencido. El mito fundador de Ruanda lo dice bien: el reino no puede ser compartido.

La enfeudación de la unión a la oposición es contraria a toda la tradición ruandesa que, se recuerda, se fundaba sobre la enfeudación del principio de oposición al principio de unión.

 

La aculturación al servicio del impasse genocidiario

«Las mujeres más educadas fueron matadas por mujeres entre las que se encontraban mujeres igualmente educadas. (...) Los asesinatos del personal médico, enfermos y refugiados fueron facilitados por el hecho de que un importante número de doctores masculinos y femeninos y enfermeros/as sostenían a los matadores. Identificaban a sus colegas tutsis para los asesinos, les suministraban listas de pacientes tutsi».

El genocidio no hace intervenir, ni una revancha de las víctimas de la modernidad, ni un desprecio por aquellos que son aculturados por la tradición. No reposa en una oposición de personas instruidas, según los criterios occidentales, y personas instruidas, según otras referencias.

La “educación” de los que llevan el genocidio (ministros de la función pública, médicos, profesores) así como la “educación” de las víctimas, llama entonces la atención: ese criterio de educación no hace referencia al orden social africano. Es desconocido en la clasificación tradicional (familias, clanes, clases de edad y estatus).

El hecho de que el genocidio implica, sobre todo, a africanos llamados instruidos, en realidad aculturados, obliga a referirse a las categorías occidentales.

«Se vió a mujeres y muchachas en las barricadas, verificando las cartas de identidad, preludio de la masacre de miles de personas “incriminadas” por el solo hecho de que sus cartas tenían la mención “tutsi”. (...) Muchas mujeres institutrices, comprendidas enseñantes, funcionarias y enfermeras, hicieron listas de las personas a ser matadas que dieron entonces a los soldados, milicianos y oficiales locales, organizando los progroms».

El asesinato no está manifiestamente contenido por ningún límite tradicional, tal como la familia, el clan, el linaje; se expande tanto como lo autorizan los criterios clasificatorios instaurados por el colonizador, sobre todo la distinción de clases bajo etiquetaje étnico, y son mujeres aculturadas las que pueden utilizar esos criterios.

 «Las enseñantes participaron en el genocidio más que todas las otras profesiones (...) eligiendo a aquellos que había que matar. (...) Es imposible exagerar el papel jugado por los medios (...) Antes de abril del 94, numerosas mujeres trabajaban en los periódicos, consagrándose a atizar el odio entre comunidades (...) las mujeres instruidas tuvieron una responsabilidad especial en la gran implicación de las mujeres en las matanzas».

Uno no puede contentarse con concluir que la aculturación no ha impedido el genocidio. El informe de African Rights insiste en el hecho de que las principales iniciadoras del genocidio son mujeres que participaban al más alto nivel en las formas del poder occidental. “Algunas mujeres que ocupaban posiciones en la administración civil estuvieron entre las peores criminales”. El genocidio no es parte del monte. Se da, al contrario, allá donde la aculturación era más fuerte, en la enseñanza, en la función pública, en la prensa y los medios; allí se propagó más rápidamente.

 

Pero ¿por qué el genocidio?

Según los informes de African Rights, existiría una relación inmediata entre la relación matrimonial exogámica (entre hutu y tutsi) y la clasificación de las víctimas.

«Las personas que denunciaron no eran solamente oscuros refugiados sino los propios vecinos, amigos, colegas y a veces incluso su propia familia».

 En la designación de las víctimas o de los salvados, no entran el desprecio, la hostilidad, para unos, la amistad, por los otros, sino una discriminación lógica y predeterminada:

«Muchas mujeres reenviaron a las víctimas, escondidas por sus maridos».

 Se trata de parientes exogámicos. ¿Es decir que la relación matrimonial se transformó en vector del genocidio?

 «Madres y abuelas se rehusaron incluso a esconder a sus propios hijos y nietos tutsi. Los chicos tutsi, bebés incluidos, eran un riesgo, vistos como futuros soldados del RPF. Fueron matados por hombres y mujeres».

 

El matrimonio, cuando unía a hutus y tutsis, pues, se transformó en asesinato. Esta inversión de la alianza matrimonial en asesinato puede explicarse por el hecho de que el don y la venganza antes estaban regidos por el mismo principio de reciprocidad. El cambio de mediación (la mediación del don por la del asesinato) no llegaba a alcanzar a la sociedad misma desde el momento en que la reciprocidad se mantenía; lo que quiere decir, también, que en la sociedad tradicional el asesinato gratuito como tal no tenía sentido.

La dificultad está en comprender por qué la reciprocidad, que limita la venganza por una relación entre las muertes recibidas y dadas y que obedece a reglas, está sumergida por una violencia unilateral genocidiaria. Es, precisamente, la desaparición del principio de reciprocidad la que deja el asesinato librado a la barbarie, destruye el control de la violencia mediante valores éticos tales como el honor o la justicia, aunque estén éstos traducidos al imaginario de la violencia. En un sistema que ya no tiene sentido, el asesinato se hace ciego y pierde toda referencia. Está “libre” (como el intercambio) y es genocidiario.

Dos lógicas, las de los africanos y la de los occidentales, unen aquí sus efectos respectivos. Las mujeres obedecen a la tradición africana de la unión sagrada, pero en un contexto impuesto por los occidentales, en el que las estructuras de reciprocidad que organizan la tradición son destruidas y reemplazadas por un enfrentamiento entre clases étnicas. Tal es el impasse genocidiario al que están conducidos los pueblos de Ruanda y de Burundi. Éste resulta de la contradicción entre las matrices de humanidad africanas y las estructuras del sistema capitalista.

El genocidio no es “africano”; es una consecuencia de la imposición, a los sistemas de reciprocidad africanos, de una economía capitalista. Es la consecuencia de la interdicción de la democracia comunitaria, fundada en la reciprocidad y la responsabilidad de cada uno frente al otro; de una racialización de los individuos en competencia por sus intereses. La democracia representativa libera del imaginario tradicional y, con ello, suprime también las obligaciones de cada uno respecto a los valores sociales y morales creados por las estructuras de reciprocidad heredadas de la tradición y destruye, entonces, el principio de la integración mutua de las tres etnias originales en la unidad de la nación ruandesa.

Si se distinguen las diversas fuerzas en competencia, las causas del genocidio empiezan a aparecer. La fiesta, la unión, el papel preponderante de las mujeres-madres, la inocencia y la fe común a los jóvenes o los niños son características del principio de unión. No son determinantes del asesinato mismo, si contribuyen a darles una parte de su amplitud. El asesinato se convierte en colectivo, se convierte en genocidio, con la destrucción de los lazos de reciprocidad y la distinción de dos clases rivales definidas en términos étnicos para acceder al poder. No se trata, de un dato africano, sino de un dato impuesto a los africanos.

 

 Un recurso contra el genocidio: el imaná

El tribunal penal internacional para Ruanda, creado por la ONU, que ejerce en Arusha, en Tanzania, tiene por misión castigar a los autores del genocidio en Ruanda (el de 1994, pero sin referencia al de 1963-64, perpetrado bajo la presidencia de Kayibanda (ver De Heusch, op. cit.) Es, sin embargo, en esta época, 1959-64, que el genocidio de los tutsi fue imaginado por los políticos en el poder. Las competencias de ese tribunal fueron definidas de manera que no incluya a ningún testigo por hechos anteriores al mes de abril de 1994 y que no pueda iniciar persecuciones contra personas que no sean de nacionalidad ruandesa; una forma, para los occidentales que instituyeron este tribunal, de limitar el genocidio a sus ejecutores y de liberar de toda sanción a aquellos que podrían ser convencidos de ser los colaboradores, instigadores o principales interesados en el genocidio; suerte de confesión de su responsabilidad, ya que uno se pone al abrigo de la justicia amordazándola hasta que se es inocente.

Imaginemos un tribunal que instruye el proceso del etnocidio con toda libertad. Tendría que hacer comparecer a los responsables políticos determinados (4)  a la manipulación del principio de unión, ese principio de confianza religiosa que une las poblaciones a la autoridad nacional; a determinados responsables políticos que decidieron la exclusión de la parte opuesta en nombre del mismo principio de unión, en fin, a los responsables políticos que se han decidido utilizar esa pareja de fuerzas, en términos de violencia y a organizar el genocidio.

Al mismo tiempo que a los responsables políticos del genocidio, el tribunal tendría que juzgar a los adolescentes que mataron a machetazos a mujeres, niños, ancianos, parientes, amigos, con tal de que hayan sido designados como enemigos; a cientos de mujeres asesinas de algunos recién nacidos que hayan sido designados como tutsi; a muchachas que empaparon sus manos en la sangre de sus camaradas, desde que eran designadas como tutsi, con todos participando de una fe común que recuerda la de los católicos cuando las masacres de San Bartolomé, y las guerras de religión, llamadas santas por las iglesias, o el genocidio ordenado por Pol-Pot a un pueblo igualmente organizado por el principio de unión y sometido a divisiones que le fueron impuestas desde el exterior. Podría decirse que esos niños, adolescentes, mujeres, religiosos, madres culpables de genocidio, se convirtieron en asesinos locos, irresponsables al estar tomados por el impasse genocidiario.

Este tribunal independiente convocaría a los responsables del genocidio en Ruanda y les preguntaría en nombre de qué principios de justicia destruyeron las referencia culturales de Ruanda. Convocaría a los responsables del economicidio en Ruanda y les preguntaría por qué reemplazaron la reciprocidad tradicional de la comunidad ruandesa, la umuhana, por la competencia; por qué destruyeron la ubuhaké y crearon dos clases étnicas. Inculparían a aquellos que imaginaron la posibilidad del genocidio como una solución política y a aquellos que financiaron y armaron un proceso político que sabían que conduciría al genocidio.

El impasse genocidiario es la contradicción del principio de unión, factor dominante de la integración recíproca de las comunidades ruandesas –que se puede comparar al principio de reparto o de comunión en vigor en las iglesias occidentales-, y del principio de competencia entre intereses particulares  o de grupos, traducidos aquí en términos étnicos, luego parlamentarios. La unidad producida por la reciprocidad tradicional está reprimida en el inconsciente colectivo por las normas occidentales, pero vuelve a la superficie cuando una de las partes accede al poder. Se expresa, inmediatamente, por la exclusión de quienes no están integrados a la unión nacional a falta de reciprocidad... Si los partidos deciden emplear la violencia,  el genocidio se convierte entonces en un arma estratégica.

Y bien, como si nada, como si no hubiera pasado nada, los mismos procesos de etnocidio y de economicidio, que prepararon el genocidio, se reproducen fuera de Ruanda. Todos los que pretenden el poder siempre están atrapados por este impasse lógico y nuevas masacres genocidas tienen lugar en Zaire o a puerta cerrada en Burundi.

¿Por qué no dar preeminencia a las formas modernas de la reciprocidad que engendran los valores humanos, sobre la competencia por el poder? ¿Por qué no dar una expresión moderna a las estructuras tradicionales de la ubuhaké y de la umuhana que permitieron la integración mutua de las comunidades ruandesas? Pero he aquí que la umuhana debería triunfar en beneficio de todos los africanos y no de algunos con la exclusión de otros. Entonces, la hospitalidad y la generosidad legendaria de las casas de Ruanda alimentarían nuevamente el poder del imaná.

«El techo de la nación ruandesa se llama igisenge: gu-seng-a, “ornamentar mediante un trabajo de fina cestería”,  pero  también  “orar”,  i-sen-esho, “lo  que  sirve  para orar”, i-seng-ero. “el lugar de la oración”. Y el domo del techo está prolongado por una pértiga, una antena, que dirige al imana la oración de la casa: ¡Seka! Cururuka!: ¡Sonríe! ¡levántate... o preséntate!» (E. Gasarabwe, op. cit.).

 

 

   
   
Etnocidio, economicidio y genocidio

en Ruanda

Publicado en francès en

Transdisciplines

N° 13-14

Sept-Dec 1995

   
     

Desde hace mil años, nos dice Edouard Gasarabwe (1), los tres pueblos que crearon Ruanda, los batutsi, los bahutu y los batwa, han trenzado lo que llaman una cuerda con tres hilos. Si la etnia se hubiera constituido originalmente por el principio de exclusión, que condujo al genocidio, evidentemente no quedaría sino una etnia de las tres, desde hace siglos. La guerra total, el genocidio racista, apareció en realidad con el fin de la colonización y no con las etnias. El término etnia, entendido como cultura, dió a luz al de etnocidio. El etnocidio denuncia la destrucción de las comunidades humanas, incluso cuando sus miembros no son ejecutados. Pero Edouard Gasarabwe llama etnia, no a la comunidad que se construye mediante lazos de reciprocidad en un imaginario dado, ni a la comunidad que se afirma por la unidad y la totalidad que la distingue de las otras, sino a la identidad que se pretende excluyente el otro, uno de los hilos de la cuerda de tres hilos cuando no reconoce a los otros. Tales identidades excluyentes nacen particularmente cada vez que la colonización destruye la reciprocidad inter étnica o simplemente la reciprocidad. Es entonces que se propaga el racismo (2).

Aceptemos, sin embargo, su definición. Ruanda, precisa, estaba unificada por un principio de convivencia de todos sus súbditos. Incluso si, en la entrada en escena de los occidentales, algunos reyes bahutu aún combatían por su autonomía, esos combates no cuestionaban el principio de unión mismo. Para los bahutu, como para los batutsi, la unidad del pueblo se expresaba mediante un consejo de jefes de clanes y por un rey, él mismo entronizado, a veces, por un jefe religioso. Labradores y pastores tendían hacia la misma organización política.

Por otra parte, los batutsi se establecieron con el asentimiento de los bahutu. No es inútil recordar cómo, en efecto, y según Gasarabwe, esta integración recíproca se efectuaba de forma política gracias a la complementariedad de los servicios que cada uno hacía al otro. Efectivamente el imana, la gracia divina, unía la sociedad en una sola totalidad espiritual, pero como es difícil ser libérrimo con otro si no se tiene en cuenta de lo que él necesita, los bienes materiales acompañaban casi siempre las circulación de los valores espirituales.

«Los batutsi, parece, entraron pacíficamente en el medio agrario. Sin duda tomaron el poder patriarcal de los clanes (de los bahutu) por medio de la vaca, útil de conciliación entre el pastor y el labrador: la vaca le gustaba a este último, se convertía en el cliente del primero según el esquema del ubuhaké» (3) 

El edificio social, político, económico tradicional ruandés reposa en el valor del prestigio. Es, sin duda, el don el que engendra el valor del prestigio. El don se enriquece con el contra don. Y el valor se acrecienta porque el don recibido sea vuelto a donar. La crecida del don acarrea el valor de prestigio. Esta crecida es la ubuhaké. Pero el valor de prestigio debe ser  reinvertido en nuevos dones y sacrificios (4)  para valerle al donador como un prestigio superior. Ya que el valor de prestigio se representaba por la tropa sagrada, los ruandeses anunciaban su rango por la importancia de su rebaño (5).

El ubuhaké es el principio, del que Gasarbwe dice que “fue y queda como el elemento móvil de la revolución ruandesa”. Ese término significa literalmente la crecida de la vaca. La crecida es asimilada a la fecundidad de la vida (llevar un ternero). Pero es, en su traducción espiritual, la fuerza del espíritu del don. La crecida es entonces doble: para el donatario: bienes materiales y, para el donador, prestigio e igualmente rango social.

Hay que insistir en la forma que toma, en Ruanda, la reciprocidad, esta estructura social que se encuentra en la base de todas las sociedades humanas. La reciprocidad de origen puede ser definida como una relación de cara a cara en la cual cada uno toma en consideración la situación del otro. Ella se generaliza si cada frente a frente se desdobla, con cada uno, por ejemplo, recibiendo de un donador y donando a otro, con el último que vuelva a dar al primero. Se crean así redes de reciprocidad de las que cada miembro es un tercero intermediario entre otros dos. Ese estatuto de tercero intermediario se acompaña de un sentimiento de responsabilidad y, cuando el don va en los dos sentidos, del sentimiento de equidad.

En Ruanda, como en casi toda África, coexisten dos tipos de reciprocidad generalizada: aquella en la que cada uno asume el rol de intermediario, la reciprocidad horizontal y la reciprocidad vertical, en la que todos los miembros de la comunidad reconocen un solo intermediario. Se habla también de un sistema de redistribución.

Los labradores preferían un sistema de reciprocidad en el que las dos formas, vertical y horizontal, eran más o menos de importancia similar. Los pastores  daban la preeminencia a la reciprocidad vertical. Esta última favorece sobre todo la potencia, así autoriza la jerarquía. El rango social se determina según se esté más o menos emparentado con el mwami (rey) o su linaje o el que se sea detentor de un cápital de prestigio más o menos grande. Pero una diferenciación semejante no debe ocultar el principio de organización subyacente.

La reciprocidad vertical

Es, pues, importante precisar esta noción, ya que es uno de los datos principales de las contradicciones que vive Ruanda. De la base de la sociedad, la choza familiar, hasta la cumbre del estado, es el mismo principio el que domina todas las prestaciones: la unión de todos alrededor de un solo centro.

«Sólo el centro de la choza paterna posee las virtudes que hacen “grandes” a los hombres» (6). 

«El asiento del jefe se mantiene permanentemente en el centro de la choza: se impone en ella por sus dimensiones, su madera patinada y la veneración que generalmente le rodea» (7). 

 

El asiento está situado bajo la vertical de la cumbre del techo de la choza, cuya cima es un nudo de paja prolongado por una pértiga que Gasarabwe compara bellamente a una antena espiritual.

 El asiento paterno está en el centro del ikirambi.

«El ikirambi es la parte central de la choza (...) La presentación completa de los ritos, que tienen lugar en el centro de la choza, exigiría de nuestra parte una descripción técnica de los usos “esotéricos” de la vida cotidiana y de la vida cultural, lo que quiere decir la elaboración de un tratado sobre la religión de un pueblo animista (...). pueblo, ya que la religión no es un asunto privado sino de grupo» (8). 

He ahí, pues, una organización centralizada por una palabra religiosa, en el sentido etimológico, palabra que une y que liga en una totalidad indivisa a los miembros de un grupo.

 «Cuando el ikirambi es el de la Choza-Palacio, se transforma en santuario secreto, un Sancta Sanctorum del reino animista. Todas las consagraciones importantes del Reino se cumplen en este lugar: la entronización del rey y de las insignias del poder, la aceptación de riquezas para las cuales hay que hacer un homenaje al cielo...» (9). 

 Los rituales ruandeses tienen lugar en el centro de la choza, bajo la autoridad de un solo responsable. Ese redistribuidor es el mediador de la gracia, de la amistad, de la vida, de la fecundidad y de la salud entre las generaciones. Pero también organiza las relaciones matrimoniales, de hospitalidad, las redistribuciones festivas y los sacrificios, etc., reuniendo la mayor cantidad posible de personas en la choza, concebida entonces como totalidad humana, como persona moral.

 «En efecto, la Choza reúne no sólo a la familia primaria, la de la ascendencia y descendencia, sino a todos los aliados y sus hermanos y las familias de las mujeres de estos últimos. (...) Los límites de la asociación privilegiada son la tribu y la raza» (10). 

Hemos partido de la gracia, nacida del don de los ancestros, captada por la antena, anudada en el templo de caña, encarnada en la palabra del jefe de linaje que sesiona en el centro del ikirambi de la choza. Alrededor de la choza, las diversas actividades económicas se ordenan en círculos concéntricos, cada uno delimitado por una empalizada. El conjunto del territorio se llama rugo. ¿Tiene ese término, rugo, dos sentidos como la choza, el de un hábitat y el de una familia?

«La elegancia de la exposición hubiera requerido una traducción estándar, como la de la etnología clásica: cercada. Atenerse a una adecuación semejante, sería comparable a traducir el francés “casa” por un término supuestamente equivalente, por ejemplo: abrigo. En esas condiciones, desdichado sería el estudiante de lenguas que quisiera comprender: la Casa de los Borbones... o, simplemente, la Casa Dupont».

«En efecto, a los ojos del habitante de la pequeña república, rugo hace resaltar algo muy distinto de la silueta de un cercado: el hombre adulto se define por su rugo» (11). 

Todo está dicho, en los mismos términos de Claude Lévi-Strauss. «El principio de casa, decía él, es un principio de organización social fundada en la totalidad de comprensión recíproca. Es un concepto ético, cómo se dice la Casa de los Habsburgo o la casa de Francia» (12).

La flecha es central, el asiento es el centro del ikirambi; el ikirambi es el centro de la choza; la choza es el centro del rugo y así “el arco de círculo es el canon mítico del rugo”(13).

«En fin, el Muryango reúne los “mazu” –Chozas- clanes cuya extensión va más lejos que la “Choza” en la misma “etnia” –raza- y más allá de la raza, a patrilinajes sin ninguna comunidad de linaje. Esta amalgama de razas así diferenciadas como los bahutu y los batutsi por su modo de vida anterior a la sedentarización de estos últimos, está para nosotros en el corazón de la formación de la nación ruandesa» (14). 

 ¿Pero cómo se realiza esta unidad?

«Hace algunos años, sobre una colina ruandesa, antes de las divisiones étnicas y la cristianización, cada habitante podía contar con todos los otros: los trabajos de importancia, que amenazaban con durar mucho tiempo, reunían a todos los hombres hábiles para construir, incluso cultivar».

«Un rugo se instala en una umuhana; se añade a la colectividad. La umuhana se analiza de la siguiente forma: umu: indicador de clase; ha: donar; na: “y”... partícula que expresa la reciprocidad al final de los verbos, la asociación entre los términos independientes.

 El muhana, como indica su nombre, significa entonces: el participante, el socio,  aquel con quien se intercambian los dones» (15). 

 Una reciprocidad de la que hay que tomar la medida: no la que liga a cada partícipe al otro a cuenta de revancha, sino la que liga a cada uno a todos los otros. Dejemos hablar al autor para expresar este matiz:

«La construcción –entre los ruandeses- es en verdad un pacto. Así como los compañeros de guerra se juran fidelidad y asistencia en todas las circunstancias, tanto en casa como en el extranjero, intercambiando simbólicamente su sangre, así también los habitantes de una colina concluyen un pacto tácito mediante la cooperación de la que acabamos de señalar algunos de sus rasgos esenciales» (16). 

«Los obreros mismos conciben este acto (la construcción de la choza) no como uno de generosidad y humanidad, sino como la prueba de su propia existencia por y para el grupo. Se va a “construir”, como se va a la guerra, sin sueldo...» (17). 

 Es justo definir una categoría que da cuenta de esta fusión en un todo único del espíritu del don de los unos y los otros. Esta forma de reciprocidad, es el compartir.

 Sólo nos falta un último centro a la dimensión de Ruanda: el centro de mil colinas...

Sólo nos falta una palabra única para toda Ruanda, que sea la expresión de esta confianza de cada uno en todos, palabra política pero también religiosa, ya que da cuenta de la vida espiritual. Esta palabra es la del mwami.

«En la vida profana nada asimila el rugo al Estado; sin embargo, a partir de las consideraciones sobre el desenvolvimiento de numerosos ritos, se reconoce fácilmente el símbolo. Particularmente, cuando el rey se hace pontífice y conduce la liturgia, el rugo-Palacio se convierte en el altar de la Ruanda que gobierna».

«El rugo del rey es un palacio vegetal, parecido al de los súbditos  en cuanto al esquema y los materiales que lo componen. Pero, en el marco ritual, es el teatro de ceremonias que no pueden desenvolverse en ningún otro punto del país y, a tal título, tiene un peso particular. El carácter semi nómada del rey ruandés (...) se explica por la voluntad ritual de hacer del país entero el “rugo del soberano”. Las ceremonias de entronización se desarrollan, sin embargo, en el corazón del país, en el cerco principal, llamada bwani (en la realeza). (...) En el curso de los desplazamientos del soberano por las diferentes moradas secundarias, él dispensa su carácter sagrado por todos los horizontes del estado. Las moradas dispersas extienden la personalidad del monarca a la escala del país» (18). 

El mwami es el mediador entre el cielo y la tierra, con lo que, sobrepasando al hombre, no está menos llamado a la reciprocidad, o reconocido por él como principio de don o de generación. De esta relación de reciprocidad universal nace un principio divino, espíritu creador del Bien que une a todos los seres en la misma filiación o génesis. El hombre-rey-sacerdote es el testimonio de esta continuidad, de ese lazo, de esa potencia de ser que habla de generaciones en generaciones, del imana; es el redistribuidor de la gracia entre los ruandeses. Esta gracia, que funda la Choza, hace crecer el rugo; los reúne bajo la autoridad de una sola voluntad común; es representada en los rebaños que se convierten en una moneda espiritual, comprometida en los sacrificios y los duelos por honrar la memoria de los ancestros, en las alianzas matrimoniales o guerreras.

 

 La contradicción de sistemas

¿Es este valor espiritual de alguna utilidad para los occidentales?

En términos de libre intercambio, un tal valor de prestigio no tiene eficacia económica, a menos que sea transformado en su contrario, en valor de cambio y en capital (19). Para ello hay que reemplazar las representaciones comunitarias de los ruandeses por otras que puedan conciliarse con el sistema económico occidental. La destitución del mwami y la entronización de un príncipe cristiano por los belgas, ya simboliza esta sustitución de imaginario. Es el trabajo de largo aliento de la Iglesia católica el destruir las representaciones religiosas de los ruandesas, para instalar en su lugar las representaciones occidentales. ¿Podría haberse producido pacíficamente esta sustitución, como la integración de los tutsi y los hutu? (20)  ¿No son los valores religiosos cristianos y sus representaciones igualmente nacidos de estructuras de reciprocidad? Han evolucionado, sin embargo, en concierto con el modo de producción occidental para ser hoy compatibles con el libre intercambio, pero de sentido inverso al de los tiempos de los evangelios, hasta el punto de que la Iglesia católica, recientemente propuso incluso, a los africanos, adoptar el sistema capitalista (21).

La administración colonial, por su parte, entendía realizar la metamorfosis del don y del prestigio en propiedad privada y ganancia, es decir, revertir el orden económico ruandés de cabo a rabo (22). Lo que se llama democracia, fue la generalización de la idea de interés privado en vez y lugar de la ubuhaké.

Sin duda, podía encararse una revolución que habría permitido reemplazar la reciprocidad jerarquizada y desigual por una reciprocidad igualitaria, es decir, una democracia de ciudadanos responsables (más umuhana que ubuhake). Pero la democracia impuesta fue una inversión de la idea democrática africana: la libertad de los intereses privados.

Los europeos impusieron al pueblo de Ruanda, en vez y lugar de su sistema económico, el libre intercambio.

En caso de crisis, los ruandeses no pueden recurrir hoy a sus representaciones o a sus estructuras generadoras de valores humanos. Privados de sus referencias éticas, de su imana, y privados de las relaciones fundamentales que son su sede, la umuhana y ubuhaké, están en un “doble” impasse, un impasse “ciego”.

Al interior de su rugo (casa) respetan rituales precisos y todos esos rituales son rituales de dones y de reciprocidad que hacen del otro la preocupación de cada uno. Pero desde que tienen algo que ver con la Administración o el mundo exterior, deben actuar, al contrario, según sus intereses y considerar al otro como un competidor. Y bien, una tal contradicción no es reconocida. Este desconocimiento puede explicar la fragilidad de la conciencia colectiva. El pueblo ruandés está, sin duda, más fragil y vulnerable que nunca; su ser social está fragmentado y no da la apariencia de tener unidad nacional, a no ser porque es mantenido tal cual por fuerzas exteriores.

 A la hora de la descolonización, parece que dos contradicciones se cruzan: 1) la de la tradición africana, fundada en la reciprocidad del don, y la occidentalización, fundada en el interés privado; 2) la de la reciprocidad vertical y de la reciprocidad horizontal, contradicción transformada por la Administración, en dominación de la etnia tutsi sobre la etnia hutu, en el tiempo de la tutela colonial; luego, de la etnia hutu sobre la etnia tutsi con la democracia (23).

Quince años antes del genocidio de 1994, Gasarabwe había denunciado el carácter sistémico del genocidio en África en este doble impasse de occidentalización forzada de las sociedades africanas:

«Extendida al África negra, una democracia del tipo de la Ruanda desembocó en un osario, ya que cada etnia, para gozar de seguridad y de la expansión legítima, quería formar un Estado independiente» (24). 

Un acontecimiento simbólico violento (como el asesinato del jefe de Ruanda) bastó para hacer aparecer este impasse como insoportable, acarreando su rechazo por el sacrificio de un chivo expiatorio.

«El sentido de la tiranía de los reyes se invirtió para degenerar en una sociedad dirigida enteramente hacia la destrucción de su pasado, gracias a la desaparición física de todos aquellos que recuerdan que ese pasado existió» (25). 

 De todos los países africanos, Ruanda es uno de los que más desarrolló la reciprocidad vertical. Por este hecho es uno de los más vulnerables a la agresión occidental. Basta, en efecto, destruir la cabeza del sistema de redistribución, que también es el símbolo de todos los valores, para que la sociedad se sumerja en el caos. Es la misma tragedia que conocieron los imperios azteca, maya e inca hace cinco siglos en América central y del sur.

 

La justicia y el asesinato

Pese a todo, la locura que amenaza a una sociedad no se hace necesariamente asesina. Y bien, aquí se convierte en locura de asesinato y encima esta locura de asesinato no se vuelve contra los agresores, contra los cristianos o los capitalistas, sino que, al contrario, se vuelve contra los africanos, contra los prójimos que igualmente son víctimas de la agresión. Ella es, de alguna forma, suicidaria. No es el extranjero, el “blanco”, el que es odiado y destruido; los ruandesas designan a otros ruandeses como la etnia a ser destruida. ¿Cómo dar cuenta de un genocidio semejante en el que el racismo se vuelve más bien contra lo idéntico antes de hacerlo contra una “raza extranjera”?

 Es del estatuto del asesinato, de la guerra, de la venganza, de la violencia, del que hay que comprender la transformación reciente al interior de la sociedad ruandesa.

En las comunidades ruandesas, como en todas partes en el mundo, los hombres sometieron el asesinato y la venganza al principio de la reciprocidad, debido a que, fuera de la reciprocidad, la guerra y la venganza son innominadas, no tienen sentido y se propagan sin nunca poder ser dominadas.

Recientes estudios sobre la venganza (26), en los que se incluyen algunos estudios sobre las comunidades de los grandes lagos africanos (27), mostraron que, en las comunidades en las que domina la reciprocidad de dones, la justicia frente a una agresión no solamente es reparación del daño sino, sobre todo, la exigencia de que la víctima retome la iniciativa que era suya en una relación de reciprocidad y de la que fue expulsada por la violencia, es decir, que vuelva a ser parte activa en la creación del valor (28). Así, el hecho de que la víctima reencuentre la iniciativa en una relación de paridad con el otro, es suficiente para restaurar la comunidad. No se trata, para el mediador encargado de hacer justicia, de exigir una masacre por una masacre, un asesinato por un asesinato, sino de restaurar una relación de reciprocidad, la que puede no ser de guerra o asesinato: es decir, que un asesinato puede ser reemplazado por un matrimonio o un don.

¿Cuál era en Ruanda la instancia que operaba, en cada conflicto mayor, esta conversión de la reciprocidad negativa en reciprocidad positiva? Esta instancia, que transformaba todo asesinato en lo que se llama un acuerdo, era el rey-sacerdote, el mwami. Sólo él, como principio de unidad de Ruanda, podía tranzar y juzgar los delitos importantes (29). Pero suprimido él, el asesinato y la violencia ya no tienen mediación. El imana, la gracia divina, ya no puede descender en ninguna sede de justicia. Cada uno actúa en función de su interés. Y, en esta jungla, el que tiene miedo de los otros, toma la delantera. El razonamiento de Hobbes se convierte en realidad. Es cierto que es falso decir que el hombre nació como lobo del hombre. Nació hombre para el hombre; pero cuando se destruye el principio que lo hizo hombre, entonces se puede convertir en lobo para el hombre. La guerra de todos contra todos, la tesis del genocidio, no es un estado primitivo, es un estado inducido por la destrucción de la reciprocidad y el triunfo del interés.

La moral de las religiones importadas se revela frágil, ya que esas religiones están en connivencia con el sistema económico que destruye la reciprocidad y que provoca la locura asesina. La acción de los misioneros o de los humanitarios no deja, en realidad, de socavar las fuentes de la ética propia de los habitantes del país, para sustituirla por referencias específicas de una cavilación extranjera cuyos argumentos para hacerse garante de los derechos universales están lejos de ser decisivos.

En Ruanda, como la reciprocidad horizontal estaba sometida a la reciprocidad vertical, el rey-sacerdote era un juez soberano que reestablecía el equilibrio y la paridad de los términos de alianza. El mwami ordenaba el precio de la sangre para reafirmar el respeto de los valores supremos.

¿Qué puede ocurrir cuando los principios de la justicia y la organización tradicional de la justicia, en una sociedad como esa, son suprimidos? ¿Qué sentido pueden tener el asesinato y la venganza? El asesinato, la venganza y la guerra se convierten en la expresión ilimitada de lo inhumano. Es cierto que, entre tanto, otro sistema se sobreimponía al sistema africano, otra justicia (colonial) se ejercía, pero con la descolonización ¿quién podía mantener un código extranjero para reemplazar las realidades culturales ruandesas destruidas? (30)  Y ¿hay que apelar, hoy, a una nueva tutela internacional?

La autoridad del mwami ha sido revocada en provecho de un poder democrático de tipo capitalista (y actualmente una  dictadura). El poder por el poder se instaló a la cabeza del Estado, pero guardando la capacidad de mover a Ruanda a su antojo. La decapitación de la autoridad espiritual no quiere decir, en tanto que tal, que la costumbre de compartir haya sido abolida. Ella se mantiene como una nave desamparada. Así, ya que los ruandeses estaban unidos en una misma totalidad de naturaleza religiosa, todo acontecimiento nacional continuaría propagándose como una onda del centro hacia la periferia, con un radio de mil colinas a todas las colinas. Para explicar la difusión del asesinato o de la paz o de cualquier otro acontecimiento, basta el poder. Toda difusión es un acto colectivo e inmediato, ordenado por la categoría del compartir: es la consecuencia de un sistema lógico.

El genocidio ruandés es más sistémico que ideológico. Fue programado por los occidentales, aplicado por aquellos africanos que decidieron emboscarse en las estructuras de poder que las potencias occidentales les propusieron...

 

El alibi de los occidentales

¿Existe una organización nazi hutu que habría planificado el genocidio de los batutsi?

Aunque pueda dar créditos, esta tesis parece más bien una teoría débil. ¿No sería para esconder su parte de responsabilidad en la preparación de las condiciones del genocidio ruandés que los occidentales sostienen que el genocidio de los batutsi tuvo algo de las milicias nazis formadas según una ideología nazi? Esta tesis tiene, evidentemente, la ventaja de librarlos de todo compromiso, ya que parece, en un primer momento, insensato decir que los consejeros técnicos franceses formaban milicias no para combatir una guerrilla armada por otros sino con la clara conciencia de provocar un genocidio de tipo nazi. Permite, sobre todo, escamotear las ingerencias de la religión católica y del liberalismo económico, ingerencias etnocidas y economicidas, y absolver a dos padrinos del etnocidio, trasladando con pocas dificultades la responsabilidad del genocidio únicamente a los africanos.

Una observación semejante les parece injusta a aquellos que se consagran a lo humanitario, así como les pareció severo a los misioneros españoles el ser denunciados por Bartolomé de las Casas. Pero las buenas intenciones no valen como excusas: las raíces del racismo y del genocidio, son el etnocidio y el economicidio.

En cuanto a los africanos, que utilizan los alibi de los occidentales con fines de propaganda, nos parece que dejan de lado el etnocidio y el economicidio. Se condenan a lo peor, preparan las condiciones de las próximas masacres de las que serán unos las víctimas, otros los verdugos.

La utilización de la democracia, para rechazar la tradición de la que los batutsi eran los garantes, es sin duda un abismo de traición, ya que sin ética que le sea adaptada, la democracia, librada a la voluntad del poder, es inmediatamente sojuzgada por el racismo y el genocidio, y el recurso a la idea de democracia, para justificar las armas y la restauración de un poder que sea hutu o tutsi, sin referencias a la misma tradición, conduce a un régimen tan totalitario como el estalinista. La ideología de un poder semejante no puede prevalerse de ninguna superioridad sobre el racismo, que pretende denunciar, ya que el antirracismo no es más que la justificación de una dictadura racista de clase, en vez de serlo por la etnia. Así, el genocidio no es una propiedad genética de la etnia hutu...

Nuestra argumentación tiende a hacer recaer la responsabilidad del genocidio, y de otros crímenes contra la humanidad perpetrados por los unos o los otros en Ruanda, al liberalismo económico y al proselitismo católico, aunque ello está enmascarado por los occidentales, deseosos de no aparecer en primer plano y por africanos que se han comprometido en los roles que les atribuyen los occidentales o que ellos mismos se atribuyen, puesto que creen que el provenir de la humanidad pasa por la solución occidental (la democracia-osario de Gasarabwe), bajo el pretexto de que sus desgracias de hoy no serían sino sacrificios necesarios.

Acreditan la idea de que los genocidios, perpetrados por los occidentales mismos, son el precio a pagar por la democracia: la democracia del dinero, ciertamente, pero no de la democracia de los hombres, negación a priori de todo asesinato. La democracia no puede fundarse en la depuración étnica de serbios o croatas, ni en la masacre de los chechenios o los kurdos....o de los tutsis por los hutus.

Como quiera, la colaboración de las autoridades francesas en la preparación, si no en la ejecución del genocidio, es cada vez menos dudosa (31), como no hay duda sobre la de los consejeros belgas (32). También los europeos basaron su defensa sobre el postulado de que los genocidios en África serían inherentes a la civilización africana.

 

El rol de la iglesia católica

En una conferencia debate, preparada por la asociación SARA en Montpellier, el 18 de abril de 1995, Charles Albert Ryng, periodista, observaba que desde 1902 la iglesia católica introdujo una escisión en la unidad ruandesa. Los batutsi rechazan primero a los misioneros. Tal actitud forzó a los Padres Blancos a escolarizar a los niños ruandeses alejados de las responsabilidades políticas, es decir, a los bahutu. La distinción de dos grupos, como clases sociales, es desde ya inducida por los Padres Blancos. Ella va a precisarse por una actitud similar, pero esta vez a favor de los responsables políticos. Los batutsi, a cargo de la organización de Ruanda, percibieron, en efecto, la importancia de los acontecimientos y adivinaron el peligro. En 1907, el tío del Mwami le recomienda aceptar la formación de jóvenes batutsi por los religiosos católicos. La institución religiosa reacciona favorablemente y forma entonces a las elites ruandesas en una proporción de 80% tutsi. La teoría de los Padres Blancos es la del cardenal Lavigerie, según la cual “quien convierta a los jefes, tiene el país”.

 

Los Padres Blancos quieren dominar el poder y las escuelas. La iglesia respeta aparentemente la unidad de la organización ruandesa, pero sólo de manera formal, no por respetar su racionalidad, sino con el fin de difundir su doctrina. No buscan el encuentro de dos religiones, sino sustituir una por otra. En 1942, Ruanda es proclamada “Reino de Cristo Rey” por el cardenal Lavigerie. La iglesia vacía de contenido la organización vertical ruandesa para utilizarla como canal para su propia palabra. Y este cambio, transforma la responsabilidad religiosa de los batutsi en poder de policía, lo que también quiere decir que los bahutu se convierten en colonizados del interior. La distinción de dos clases sociales se convierte en la de una clase dominante y otra dominada, a las que se les atribuyen calificativos étnicos. Cuando piensa en dominar el desarrollo de las masas, la iglesia echará la cáscara vacía del poder tutsi. El poder tutsi será definido como un poder aristocrático. La segunda ala de la iglesia, llamada progresista, dará su apoyo a las reivindicaciones sociales de las masas bahutu... La iglesia cambia de actitud e informa de su solicitud por el campesinado hutu. Para Charles Ryng, este cambio, independientemente de los contenidos que lo motivan, fue una catástrofe, ya que sellará una oposición entre dos clases, según un modelo occidental, bajo la forma de dos grupos étnicos tutsi y hutu (33).

Una lógica de la exclusión

Esta división occidental tropieza con lo que era esencial a la conciencia ruandesa: el principio de unión. Esta contradicción, entre la división y la unión, desembocó en un impasse. Cada uno de los dos grupos no podría pretender a la unidad del todo, a no ser por la exclusión del otro. La lógica de la exclusión radical del otro, es así instaurada (34).

La lucha de clases que, en Ruanda, es una ficción revolucionaria, impuesta por los occidentales, tropieza con el principio de organización de la sociedad ruandesa, el principio de unión, que estructuraba a la sociedad ruandesa de la choza de origen (hutu o tutsi) al Estado ruandés. Charles Albert Ryng habla de un temblor de tierra que afecta a las familias ruandesas. El poder, dice, conduce desde ahora inevitablemente al predominio de una región, que favorece a los unos y excluye a los otros. La reciprocidad es, a partir de entonces, imposible y quien pretendiese poseer la clave de una solución, mentiría.

Ese desafío debe dirigirse a aquellos que crearon este impasse, por ambición política y proselitismo religioso.

Monseñor Perraudin, pieza maestra del progresismo cristiano, defiende en su Carta pastoral, de 1959, la justicia social, la abolición de faenas, la libertad de expresión, el derecho al sindicalismo, la propiedad privada, etc. Todo tipo de reformas democráticas a la francesa. Grégoire Kayibanda, un viejo seminarista convertido en secretario particular de monseñor Perraudin, forma el mismo año un gobierno provisional y la república es proclamada en 1961. Inmediatamente, cientos de miles de batutsi son asesinados o huyen. Pero esta tragedia es considerada por los progresistas como el precio a pagar por la democracia.

La desigualdad de la reciprocidad vertical sirvió de pretexto a los occidentales para inducir una rivalidad de clases, mientras que esta desigualdad podía ser corregida con más reciprocidad horizontal. Una tal rivalidad de clases, que no se sostenía en la realidad ruandesa, se refugió en la categoría propuesta por los occidentales: el etnicismo.

 

La responsabilidad del genocidio

En 1964, Kayibanda, convertido en presidente de Ruanda, escribió a los refugiados batutsi.

«Suponiendo imposible que toméis Kigali al asalto ¿cómo medís el caos del que seriáis las primeras víctimas? Lo decís entre vosotros, sería el fin total y precipitado de la raza tutsi».

El jefe de Estado lo sabe; los estrategas, los hombres políticos en Ruanda lo saben; el genocidio es una realidad sistémica. En 1994 el genocidio se convertirá en un dato estratégico.

 Théo Karabayinga y José Kagabo (35)  citan igualmente el manifiesto bahutu de 1975:

 «Y, si por azar (la Providencia nos guarde) interviniera otra fuerza que sepa oponer el número, ¡la amargura y la desesperación será para los diplomados batutsi. El elemento racial complicaría todo y ya no habría posibilidad de plantearse el problema: conflicto racial o conflicto social».

 Francois Rukeba, fundador del partido monarquista, advertía:

«Los ruandeses, privados de su madre patria, una vez determinados a volver, de buen o mal grado, harán un ataque que dispersará vuestras intervenciones militares y que se cerrará con la masacre general de los dos campos antagonistas» (36). 

La utilización de este dato sistémico, como fuerza estratégica, establece la responsabilidad directa del genocidio.

Como quiera, los franceses pueden ser denunciados como colaboradores del genocidio: la batutsi cesaron toda agresión armada desde 1976. En 1990, nadie todavía consideraba que el genocidio podría ser utilizado como elemento de lucha por el poder. El ejército de Ruanda cuenta con sólo 3.000 hombres. El FPR, que defiende los derechos e intereses de los refugiados batutsi, toma entonces la decisión de reconquistar el poder por las armas. Francia organiza la defensa del régimen formando un ejército de 40.000 hombres. Como lo ha subrayado Luc de Heusch (37), los franceses no podían ignorar que preparaban un genocidio racista. Pero la estrategia del genocidio ruandés no podía, con mayor razón, ser ignorada por los mismo responsables ruandeses y es con conocimiento de causa que algunos de ellos eligieron encarar el enfrentamiento armado. No es seguro que el FPR haya decidido contar el genocidio de sus propios conciudadanos, como el precio a pagar por tomar el poder!.

Si resulta que el genocidio fue deliberadamente provocado por los responsables africanos, en tanto que integrado en una estrategia de conquista del poder, se hace difícil no inscribir esta estrategia en los datos de un sistema estructurado por la colonización económica y política de Ruanda, ya que se cuenta con él como un dato estratégico en la lucha por el control del poder. ¿No significa la demisión de las potencias exteriores, ante ese cálculo, que los padrinos del genocidio eran concientes de sus actos?.

En todos los casos, ninguna de las partes es capaz de resolver esta contradicción, entre una bipartición de la sociedad ruandesa, según las normas occidentales, por una parte, y, por otra, el principio de unión que es el eje vertical de esta sociedad africana. Para haber tenido que abandonar su historia a potencias que promulgan una democracia anclada en el liberalismo económico y en su moral religiosa, y para no hacerse responsables de su país sino a condición de no cuestionar las concepciones occidentales, los ruandeses están condenados al osario democrático. No son los únicos. Tragedias idénticas se preparan, en otras numerosas regiones africanas,  con las mismas bases sistémicas.

 

De Ruanda a Burundi

 Desde la primera redacción de este texto, un número especial de Les Temps Modernes (Nº 583, julio-agosto 1995) aporta importantes  informaciones, testimonios y nuevos análisis, tras dos artículos fundamentales de Luc de Heusch, igualmente aparecidos en Les Temps Modernes (“Antropología del genocidio”, Nº  579, diciembre de 1994) y de Dominique Franche (“Genealogía del genocidio ruandés”, Nº 582, mayo-junio 1995).

Los autores están de acuerdo en decir que el racismo étnico es un fenómeno ligado a la colonización y no a la tradición africana. Concluyen, igualmente, en que las condiciones del genocidio, fueron preparadas por los occidentales.

El comentario de Michel Elias, sobre los acontecimientos en Burundi, nos permitirá mostrar cómo, a pesar de las situaciones diferentes, los africanos caen en la misma trampa.

El autor señala el principio de unión y el prestigio (38). Los enlaza inmediatamente a la reciprocidad vertical, que llama relaciones de clientela (39).

 Muestra que la desorganización del reino acarrea un repliegue identitario de los colonizados:

«El habitante de las colinas, desorientado por las nuevas reglas de funcionamiento social va, por sí mismo, a buscar en la etnia una identidad simple y estable» (40). 

 Explica cómo el etnismo puede ser adoptado por sus propias víctimas:

«¿Cómo, en efecto, habría podido soportar de otra forma el pasaje brutal de un sistema tradicional a la modernidad? » (41) 

«Antiguamente situado, con toda su familia ampliada, en pertenencias hereditarias complejas (linajes, etc) y comprometido también colectivamente en redes fundadas en lazos personales, se le pide de la noche a la mañana que comprenda que debe, en una “lógica del mercado”, elegir en tanto que individuo aislado entre partidos y programas para los que se le solicita su “adhesión” individual. El etnicismo se convierte, sin duda, en el último y oscuro común denominador del lazo social cuando las otras relaciones están destruidas» (42). 

La historia de Burundi parece tener que diseñarse a la inversa de la de Ruanda. En el momento de la independencia, el Mwami funda un gran partido, el UPRONA y, contrariamente a Ruanda, en el que el partido de la monarquía es barrido por la marea hutu, el UPRONA obtiene la adhesión del pueblo con una victoria indiscutible.

Se podía esperar entonces que la revolución y la tradición, aliadas, lograrían la descolonización. Esta victoria era la obra de Rwagasore, el hijo mayor del Mwami. No será sorprendente, por tanto, que sólo diez días después, el que simbolizaba, a la vez, el principio de unión de Burundi y la resistencia al blanco, haya sido asesinado. Entonces la historia de Burundi se convierte en la de Ruanda: la deriva hacia el enfrentamiento étnico.

«El asesinato de Rwagasore marca el origen de una deriva que conducirá, por una parte, a la división del UPRONA y, por otra, a los primeros enfrentamientos hutu/tutsi (...) En el futuro, en efecto, los policías hutu se dejarán seducir por la lógica de la solidaridad étnica. Por ser su etnia numéricamente mayoritaria, muchos sacan de ello un argumento para las aspiraciones al poder».

La continuación de la historia es la irreversible radicalización de los extremos en detrimento de los moderados. En Burundi, como en Ruanda, el poder, una vez vacío de contenido, se convierte en sitio de enfrentamientos necesariamente bipolarizados y radicalizados en las soluciones más eficaces, es decir, predeterminados por el racismo étnico.

«Se alcanzó un paroxismo, durante la masacre de las élites hutu de 1972, que perpetró más de 200.000 muertos (ciertas evaluaciones calculan 500.000 víctimas). Esta tragedia comienza con una insurrección hutu en el sur del país, el 29 de abril. A ese levantamiento localizado responde una “limpieza étnica” generalizada, operada por el ejército y la “Juventud Revolucionaria Rwagasore”, salida de UPRONA. Los hutu son conducidos en masa en camiones y desaparecen. Durante todo el mes de maya hasta mediados de junio, las matanzas continúan a puerta cerrada. Todas las elites hutu fueron eliminadas, desde el ministro a los institutores y escolares. Un tercio de los estudiantes (los hutus) de la universidad fueron matados; en el Ateneo de Bujumbura, desaparecieron trescientos alumnos, de los setecientos con que contaba el establecimiento. Todos los oficiales y soldados hutu fueron eliminados, 60% de los pastores protestantes, dieciocho sacerdotes y religiosos católicos. Los hutus instruidos que escaparon a la masacre se vieron forzados a la fuga. Ya no se encuentra ningún hutu que haya estudiado en Europa. La mayor parte fueron asesinados. Los escapados están en el exilio. En algunos días, se cumplió una masacre espantosa».

Si se cree a un documento oficial, dirigido en 1968 al presidente Micombero por su ministro de la información Martin Ndayahoze, esa masacre sólo es la realización de un plan de exterminio de las elites hutu preparado sobre todo por Arthemon Simbananiye, uno de los raros ministros hutu, de Micombero, debiendo él mismo tener que ser víctima del “plan Simbananiye”. Será asesinado en la matanza que había predicho».

La semejanza con el genocidio ruandés es tal que difícilmente se puede evitar la cuestión del carácter sistémico del genocidio. Es, sin duda, por lo que el presidente Mitterand hablaba de genocidios en plural, revelando por ello mismo que estaba bien informado de lo que se tramaba en Ruanda; el modelo del genocidio ya estaba en sus archivos.

Michel Elias, por su parte, evita emplear el término de genocidio, sin duda, por no autorizar éste la amalgama que podría invocarse para justificar la colaboración francesa con el genocidio ruandés (que, supuestamente, prevenía otro genocidio como el de Burundi).

Pero en Burundi se trataba de un plan organizado, tanto más sistemático cuanto es dominado por una voluntad lúcida. “Una masacre a puertas cerradas”, dice el autor. La diferencia de estas puertas cerradas con la locura popular de Ruanda viene quizá de que los batutsi son minoritarios en Burundi como en Ruanda, y no pueden confiarse a la “fuerza de las masas”. Pero la lógica del genocidio, del “plan de limpieza étnica generalizada” es el mismo.

Cuando en 1993 los bahutu obtienen la mayoría en las elecciones, bajo presión internacional, esta mayoría está dirigida por un hombre de conciliación “atípico”, Melchior Ndadaye, que rehúsa la deriva etnicista. Se cree que Burundi tiene una segunda oportunidad histórica. Pero nada llega a modificar el carácter sistémico del “ciclo” (43). 

Ese movimiento cíclico que da tres o cuatro vueltas completas desde 1965, alternando fases de opresión silenciosa, revueltas súbitas, represiones feroces y éxodos, habría podido detenerse en 1993. La llegada al poder de un equipo atípico en relación a las convenciones político-étnicas del pasado, legitimado por elecciones libres y mensajero de una nueva visión de lo que se trataba en Burundi, habría podido acabar con el ciclo mortal. Pero salir de ese ciclo era, sin duda, hacer peligrar a aquellos que durante tanto tiempo habían asegurado su movimiento. Era necesario, para ellos, que Ndadaye muera» (44). 

 Pero ¿se puede salir de ese ciclo? El asesinato del mwami o de todo candidato “atípico” que pudiese restaurar el sistema africano ¿no estaba programado, desde los orígenes, por aquellos que se beneficiaban de la situación?

Los autores subrayan que la desaparición de la autoridad espiritual africana (basta para ello el asesinato del mwami o del presidente que juega su papel) acarrea una lucha por el poder favorable a quien utiliza las fuerzas más radicales.

La contradicción del principio de unión y el principio de oposición, introducida por el régimen parlamentario, es una contradicción mortal para los sistemas de reciprocidad centralizada del África.

Elias insiste en lo que llama “una historia repetitiva y amnésica” que parece indicar que los burundeses están en las fauces de una trampa de la que no conocen ni dominan los resortes. Así, su pronóstico no es más optimista que el que fue de Gasarabwe hace diez años.

 «Se pueden imaginar los destrozos del choque cultural que provocó la colonización en un universo que se había mantenido mentalmente estable hasta entonces: una sociedad piramidal en la que los clanes o linajes habían asegurado papeles tan jerárquicos como inmutables, donde las relaciones contractuales interpersonales tejían redes de protección y de servicio, donde el lenguaje servía más al misterio que a la comunicación. El universo burundés “descubierto” por el colonialismo fue “redescubierto”, es decir, destruido, deformado y reformulado. A su percepción deformadora, el europeo añadió otros modelos, basados en la competencia generalizada entre individuos, en la ideología de la igualdad de oportunidades y del proyecto individual, en los principios políticos de la mayoría y de la representación nacional» (45). 

El colonizador interpretó la jerarquía en clases, noble y plebeya; opuso esas clases arbitrarias en identidades étnicas tutsi y hutu; descalificó la autoridad religiosa autóctona y sus valores (¡el misterio! dice Elias) para sustituir la autoridad religiosa por la de las iglesias occidentales.

Encontramos las dos contradicciones detectadas en Ruanda: una entre la reciprocidad vertical y la reciprocidad horizontal, transformada en la oposición de una clase noble y otra popular; la otra, entre el principio de reciprocidad y el principio del libre intercambio. Esas dos contradicciones son la cruz sobre la cual se sacrificó al pueblo de Burundi y al pueblo de Ruanda.

Otros autores señalaron el carácter sistemático del genocidio, mostrando que el pueblo ruandés participó en el genocidio como si estuviera comprometido en una obligación social; la obligación social de asesinato, cuando el sistema de reciprocidad africano está desnaturalizado por la lógica del sistema occidental.

«Hemos interrogado, mirándolos a los ojos, a adolescentes de quince años que, con el machete en la mano, habían abatido sistemáticamente a todas las personas refugiadas en el recinto de un obispado (...) Vimos en esos ojos, el lugar del fracaso de cien años de pensamiento erróneo. Un pensamiento que consistió en aplicar allá (...) los sistemas de clasificación racial, teorizados en el curso del siglo XIX, y en apoyarse enseguida en ellos con el objeto de establecer el poder del colonizador y conservar de ese poder lo que podría ser tal después de la descolonización. Cuando se trató de apoyarse en los tutsi –primero- o en los hutu –luego- el universo mental fue el mismo: erigir clases sociales en etnias, fundar el futuro de un país en una divergencia racial, exacerbar lo que divide, rehusarse a apostar por aquello que une...» (46). 

 Sin embargo, no seguiremos a Eric Gillet en un punto, en el que su expresión es ambigua:“erigir clases sociales en etnias”. El hecho mismo de interpretar las sociedades africanas de Burundi y Ruanda, en clases sociales, nos parece el error de origen. Nada puede impedir, luego, que dichas clases no se fijen, se petrifiquen en bloques étnicos, justamente al ser arbitrarias sus definiciones. Lo que se bautiza como rico o como pobre, noble o tercer estado, según nuestros cánones históricos, no se deja reducir a esas categorías occidentales. Lo religioso, por ejemplo, no está separado, como en Europa, de lo político y la monarquía es, a la vez, autoridad política y religiosa. Cuando el contenido ético rodea a las estructuras formales occidentales, ese contenido es mutilado de su propia dinámica (la reciprocidad) para ser forzado por la dinámica de esas estructuras formales (la reciprocidad es transformada en la competencia de intereses).

 Tampoco seguimos a Eric Gillet cuando reclama una justicia occidental, para los autores ruandeses del genocidio:

«La obra de justicia, escribe, da su parte a cada uno. Restituye su dignidad a un hutu inocente y rompe por ahí mismo la maldición de una etnia culpable. Hace aparecer la diversidad que caracteriza esta etnia y crea, consecuentemente, nuevas condiciones de posibilidad de una libertad individual» (47). 

Esta individualización plantea problemas. Ser hutu es ser el centro de numerosas relaciones inter-subjetivas que son primeras en relación a la subjetividad, que alimentan la responsabilidad de cada uno por todos. El principio de responsabilidad no está suspendido a una metafísica o a una religión separada. La responsabilidad es compartida por todas las partes comprendidas en el pacto de humanidad. Sería fácil decir que un adolescente de quince años, que ha matado con el machete a sus parientes próximos por alianza, es culpable, y que el misionero que ha destruido sistemáticamente la noción de imana, es inocente.  ¿No sería ello haber quebrado los pactos que originan las personas; no sería haber roto todas las redes de reciprocidad para reducir a cada uno a su interés propio, la verdadera irresponsabilidad?.

Esta destrucción, es cierto, podría ser compensada por el aporte de otras referencia éticas, exteriores, misioneras, pero entonces hace falta el apoyo de la obligación, como lo proponía Lavigerie, para destruir y para imponer. Se vuelve a la lógica de la colonización.

A nuestro parecer, la justicia no debiera ser confiscada por los occidentales, sino que debería ser devuelta a los ruandeses, a los jefes de la Choza, a fin de que apelen a su tradición y reestablezcan los equilibrios sociales, allá donde fueron desechos mediante un sistemático drenaje de lo simbólico. Es, de prójimo en prójimo, que cada familia puede y debe reconstituir el drama, “contar los muertos”, con el objeto de reintroducirlos en la memoria colectiva y darles un sitio en la vida. Cada víctima debe ser reconocida y respetada como antes, ya que el olvido de una sola desequilibra a la comunidad entera. Lo que los antropólogos llaman arreglos, deben ser cumplidos bajo el control de los jefes de los muryango, de los jefes de las colinas y quizá también con los sacrificios expiatorios.

 ¿Hay una clave del futuro? Ella quizá está en esta pregunta de José Kagabo:

 «¿Es pensable, hoy, el Manifiesto de los bahutu? ¿Es pensable la Carta de los grandes Bagaragu del Ihwami? »(Se trata de dos textos publicados, en 1959, y que contienen las primeras manifestaciones escritas de posiciones políticas explícitamente fundadas en el etnicismo) (48). 

¿Pero no están desamparados, los africanos, ante la dimensión de esta tarea? Se trata, nada más ni nada menos, que de volver a cuestionar la lógica occidental que condujo a esos dos manifiestos, que antes consideraron fundacionales.

 ¿Es posible cuestionar no solamente la colonización sino la occidentalización?

 ¿Se puede decir que hay que reestablecer el principio de unión? (49) ¿Puede decirse que el Mwami debe ser restablecido en sus prerrogativas espirituales?

¿Puede decirse que la justicia ruandesa debe ser descentralizada y que hay que reconocer la legitimidad judicial de las responsabilidades tradicionales africanas?

¿Pueden asociarse los representantes de los muryango en una cámara alta que haga contrapeso a una asamblea elegida?

¿Se puede discernir la economía del beneficio de la economía del prestigio y crear interfases entre la una y la otra, precisando el campo de batalla de cada una de ellas?

 ¿Se puede rogar a las iglesias extranjeras que renuncien al economicidio y al etnocidio?

 

   
    Notas    
     

Genocidio en Ruanda. Una análisis de las responsabilidades

1 Alexis Carrel, citado en Roland Pfefferkorn,  “Fantasmes eugénistes d’hier et aujourd’hui”, Chimères, printemps-été 1996, no. 28

 2 “Es la calidad de los seres humanos la que es más importante que su cantidad”. Alexis Carrel propone entonces la eliminación física de los tares y el empleo del gas para los “criminales”. Alexis Carrel, El hombre, este desconocido, Paris, 1943, in Chimères, op. Cit.

3 “En febrero de 1993, una nueva ofensiva militar del FPR provoca el desplazamiento de ocho cientos mil personas (...)Esos campesinos hutus, que huyen del avance del FPR, están hambrientos por el desvío de la ayuda alimenticia” (desvíos realizados por el gobierno de Ruanda), Jean-Hervé Bradol, “Ruanda, abril-mayo 1994, límites y ambigüedades de la acción humanitaria, crisis políticas, masacres y éxodos masivos”, in Les Temps Modernes, No. 583, julio-agosto 1995.

4 Claude Lanzmann, “Présentation” in Les Temps Modernes, No. 583. Julio-agosto 1995.

5 José Kagabo, “Aprés le génocide, notes de voyage” in Les Temps Modernes, No. 583, julio-agosto 1995.

6 De 1961 a 1994 la colusión de autoridades políticas occidentales, con esos asesinos, nunca ha parado.

 7 Umuhana: forma de reciprocidad que puede llamarse compartir. Pacto de unión en el que cada uno dona para todos y todos para cada uno.

 8 La Ubuhaké, literalmente la “crecida de la vaca”, significa una forma de reciprocidad desigual y centralizada que los occidentales traducen de forma errónea por servidumbre.  El himno nacional republicano ruandés dice: “Repubulika yakuye ubuhake”, lo que Gasarabwe traduce: “La república ha abolido la servidumbre”. Se trata de un don de los pastores de bovinos a los agricultores que desean bovinos para el abono o la mantequilla. El don crea el prestigio del donador y diversas obligaciones para el donatario. Pero este está libre de aceptar o no el don.

 9 Es en abril de 1954 que la administración colonial obtiene de mwami la firma del decreto que permite abolir la Ubuhaké.

10 Con Robert Jaulin, definimos el término  como la sustitución impuesta desde el exterior de referencias culturales extranjeras a las referencias culturales autóctonas y, por economicidio, la sustitución de las estructuras de reciprocidad por las estructuras de producción para el intercambio cuando éstas, igualmente, son impuestas desde el exterior.

 11 Ver: Jean-Hervé Bradol, “Ruanda, abril-marzo 1994. Límites y ambigüedades de la acción humanitaria, crisis políticas, masacres y éxododos masivos”, in Les Temps Modernes, op. Cit.

 12 Ibid.

 13 Claudine Vidal, “Las políticas del odio”, in Les Temps Modernes, No. 583, julio-agosto 1995.

 14 Edouard Gasarabwe, Le Geste Rwanda, Union General d’Editions, 1978.

 15 Ver: Jean-Hervé Bradol, “Ruanda, abril-marzo 1994. Límites y ambigüedades de la acción humanitaria, crisis políticas, masacres y éxodos masivos”, in Les Temps Modernes, op. Cit.

El impasse genocidario

1 El principio de oposición está considerado como la primera manifestación de la oposición simbólica.

2 El principio de unión es una segunda modalidad de la función simbólica. Mientras que el principio de oposición está en el origen del pensamiento clasificatorio y científico, el principio de unión estaría en el origen del pensamiento religioso.

3 Con una mayúscula, la Choza significa la unidad o la totalidad de los habitantes de la choza, como se dice la Casa de los Borbones o la Casa Durand.

4 “Aquellos guardan la conciencia fría de sus objetivos. Así, el general Bizimungu, jefe de estado mayor de las Fuerzas Armadas ruandesas, pudo declarar cínicamente al informante especial de las naciones Unidas, en el mes de junio de 1994, que las autoridades ruandesas podrían apelar a la población para que ellas paren las exacciones, y que la población los escucharía, pero que la conclusión de un acuerdo de cese del fuego era una condición previa a tal llamado. (...) El general Bizimungu, concluye Eric Gillet, no podía hacer más abiertamente ¡la confesión de su culpabilidad y la de las autoridades ruandesas!” (Eric Gillet, “El genocidio ante la justicia”, Les Temps Modernes no. 583, julio-agosto 1995)

Etnocidio, ecoomicidio y genocidio en Ruanda

1 “En Ruanda, como en los países de los Grandes Lagos, viven tres pueblos en estrecha contigüidad desde hace por lo menos treinta generaciones. Evaluada actualmente en más de tres millones y medio de habitantes, la población ruandesa se distribuye en tres grupos morfológicamente diversificados, que hablan no obstante el mismo idioma y dotados por una larga historia común, de una cultura nacional específica y muy marcada. Las estadísticas oficiales recientes dan cuanta de 90% de bahutu, 7% de batutsi y 1% de batwa.

Los bahutu son descendientes de labradores que, en un tiempo que la historia escrita ignora, organizados en familias patriarcales, colonizaron el Masivo y abatieron la selva.

Los batutsi son descendientes de inmigrantes posteriores a las grandes colonizaciones de los labradores. Se piensa que alcanzaron Ruanda a principios del inicio de nuestro milenio llevando delante de sí un imponente hato de ganado bovino. Su integración al medio de los labradores se hizo progresivamente en detrimento de sus huéspedes, a medida que el poder político se desarrollaba en el sentido de una monarquía patriarcal, réplica del poder familiar de los labradores, enriquecida por la tradición militar y centralista de los pastores.

Los batwa son descendientes de silvícolas, conocidos en toda el África ecuatorial como los “primeros habitantes”. En Ruanda, los batwa no aceptaron la colonización agraria de los bahutu vencedores. Se replegaron por todas partes al límite de los bosques progresivamente entregados a las llamas y la desforestación. Un número reducido, sin embargo, comerció con los distintos dueños de las tierras, vendiendo productos de cerámica y piezas de caza. El mestizaje es en nuestros días aún menos extendido que el que tuvo lugar entre los agricultores y los pastores”. Edouard Gesarabwe, Le geste Rwanda, 1978, Union Générale  d’Editions, p. 24.

2 “Los matrimonios interétnicos se operaban generalmente al interior de la etnia. Pero las excepciones a este uso fueron relativamente numerosas, teniendo en cuenta la escala mostrada por las fisonomías intermedias entre los prototipos “hamita y bantu” definidos por la antropología física. Pero esta mezcla, importante a nuestro parecer, no tuvo ningún efecto psicológico en el crecimiento de la conciencia étnica que, en vísperas de la descolonización, alcanzó el extremo límite del racismo, incluso en los individuos más “europeizados”, a saber, el clero”. Ibid., p. 29.

3 Ibid., p. 40.

4 El sacrificio es tomado aquí como un don de todos para todos; un don que vale su nombre al grupo entero y que asegura un lazo social único entre todos. El sacrificio le permite a cada uno participar en la humanidad del grupo. El que las vacas puedan medir el sacrificio, hace de ellas una moneda sacrificial (pero no por ello una moneda de cambio. No se intercambia nada por las vacas). El don de una vaca establece un lazo social. Por ejemplo, el don de las vacas es utilizado en el matrimonio como manifestación del poder del marido. De las vacas depende que los jóvenes puedan contraer matrimonios de los que nacerán los retoños del linaje “que permitirá al ascendente acceder al rango de ancestro en vez de convertirse en un espíritu condenado a errar al exterior de la jefatura”. Ibid., p. 45.

5 “Los grandes feudales podían ser servidores de otros feudales. Los bahutu, “nuevos nobles” por la riqueza en tierras y bovinos, se convertían en “castellanos”. En lo más bajo de la escala, situación de la mayor parte de los agricultores y de los batutusi desposeídos de rebaños, se encontraba el pueblo ávido de poseer y listo a comprometerse bajo la simple promesa del don de un “bovino”. Ibid., p. 43.

6 Ibid., p. 376.

7 Ibid., p. 377.

8 Ibid., p. 368-375.

9 Ibid., p. 379.

10 Ibid., p.302.

11 Ibid., p. 195.

12 Claude Lévi-Strauss, Paroles données, París, Plon, 1984.

13 Gasarabwe., op. cit., p. 240.

14 Ibid., p. 316.

15 Ibid., p. 316.

16 Ibid., p. 2.

17 Ibid., p. 243.

18 Ibid., p. 218-219.

19 “Se dice a menudo que la vaca ruandesa no tiene ningún valor económico. Una apreciación tal (...) en ningún caso puede ser la de un campesino, menos aún la de un criador de la antigua sociedad africana. La vaca confiere no solamente prestigio social a los “feudales”, sino también abono y mantequilla al agricultor. Quien dice abono, dice sementeras que verdean todo el año... quien dice mantequilla, dice fin a esas grietas, esas rajaduras que castigan los talones deshidratados por la polvareda de los senderos rojizos del África. Hablamos del valor nutritivo de la leche incluso en pequeña cantidad, sobre todo para los niños”. Ibid., p. 40-41.

20 La reciprocidad vertical engendra, en efecto, un sentimiento unificado de la gracia. Pero queda una dificultad. En los animistas, las estructuras generadoras de la gracia siempre están en vigor. Así el Imana es inmanencia. No está separado de la naturaleza humana. El Imana no es un dios metafísico. Cierto, se objetará que la ruptura metafísica puede ser tratada como un progreso de la conciencia religiosa: puede significar, por ejemplo, la pureza de lo sobrenatural, su liberación de sus condiciones imaginarias y la escritura, que asegura esta separación, puede ser considerada como una protección, pero como parte esta protección desactiva las estructuras sociales del origen de la gracia y somete a la palabra naciente a la palabra escrita, enfeuda la revelación a lo revelado. Puede así resultar una oposición (negativa ella) entre lo espiritual estéreo y la naturaleza desencantada. En suma, las religiones occidentales son primero teologías, discursos sobre la revelación; las religiones africanas son teogénesis, revelaciones en acto y sin cesar reactualizadas por la reproducción de las estructuras de reciprocidad. La violencia con la que las iglesias cristianas destruyen las religiones animistas ¿no se deberá a la obsesión porque las comunidades africanas disponen de las estructuras de la gracia?

21 Juan Pablo II, Centesimus annus. Respondiendo a la pregunta: “Es un modelo que hay que proponer a los pueblos del tercer mundo”.

Si, bajo el nombre de capitalismo, se designa un sistema económico que reconoce el rol fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la responsabilidad que ella implica en los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector económico, la respuesta es seguramente positiva, incluso si tal vez fuese más apropiado hablar de economía de empresa o de economía de mercado o simplemente de economía libre”.

22 “Cuando en 1954, ante la demanda de Maquet, yo rodaba en Ruanda una película que ilustraba su libro, el contrato de clientela pastoral –la ubuhaké- existía desde siempre. Pero el rey (Mwami), bajo la presión de la administración colonial, firmó el primero de abril de este año un decreto que, sin abolirla, tendía a asegurar su progresiva desaparición: el ganado de posesión del cliente podía ser repartido definitivamente por la demanda de una de las partes, según la siguiente relación: un tercio para el patrón, dos tercios para el cliente”. Luc de Heusch, “Antropología de un genocidio: Ruanda”, Les Temps Modernes, no. 579, diciembre, 1994.

23 “De los principados anteriores a los batutsi sólo quedan leyendas dispersas (...) Familias de pastores infiltraron el mundo agrícola hasta el día en que una de ellas, la de los “banyiginya” capturó los tambores, los emblemas del poder, para imponer los suyos. La monarquía batutsi, como dicen los historiadores, había nacido.

Algunos bahutu, labradores, resistieron a la fascinación de la vaca y aún combatían a la monarquía munyignya, la unificadora de las colinas ruandesas, cuando entraron los europeos”. Gasarabwe, op. cit., p. 36.

Bélgica, heredera de Leopoldo II, practicó, como los alemanes, el principio de gobierno indirecto: mantuvo la autoridad política indígena más respetada, lo que tuvo como efecto reforzar el poder policial de los Banyiginya.

En 1931, el poder colonial sacó definitivamente a los bahuntu del derecho de regard%  en la concesión de las tierras y “pastizales francos” –ibikingri-, exilo al último monarca “independiente” munuiginya, entronizó a un príncipe cristiano para convertir a Ruanda al humanismo europeo y cristiano».

24 Ibid., p. 309.

25 Ibid., p. 315

26 La vengeance, 4 vol., Editions Cujas, Paris 1980-1984.

27 Serge Tcherkezoff, “Vengeance et hierarchie ou comment un roi doit être nourri.” La vengeance, op. cit. 2.

28 Gérarde Courtois, “Le sens et la valeur de la vengeance chez Aristote et Séneque”. en La vengeance, op. cit. p. 4.

29 La fuerza vertical del rey era relativizada por diferentes rituales de los que Luc de Heush da una idea. Op. cit., p. 14.

30 Algunos africanos aún proponen otra solución occidental, marxista colectivista, conducida por guerrillas homicidas... Pero en todo el mundo tales empresas fracasan. La solución terrorista o militar sólo engendra una dictadura materialista que anula, más violentamente aún que las expresiones colonialistas precedentes, la estructuras de reciprocidad, el derecho de donar y la responsabilidad de cada uno respecto al otro en provecho de colectivizaciones o planificaciones arbitrarias. El pueblo, privado de sus resortes, es inmediatamente reducido a la impotencia y la pobreza. Cuando las dictaduras militares agotan los recursos de la economía de guerra, cada uno se da cuenta de que tales liquidaciones sistemáticas de las fuentes de la cultura popular han tendido el lecho del capitalismo y del nacionalismo. Los pueblos desamparados y desarmados están abandonados a los fanatismos de los nacionalismos e integrismos.

31 Hoy los testimonios afluyen. El gobierno francés ayudó concientemente, de 1990 a 1993, al gobierno ruandés que liquidó durante este período a más de diez mil batutsis. A propósito de la cobertura dada por Alain Juppé, de las implicaciones francesas, Eric Gillet escribe: “Rara vez el lenguaje habrá enmascarado tanto como aquí la hipocresía de nuestros responsables políticos. Rara vez habrá  estado tan crudamente al servicio de la mentira y la duplicidad” (Les Temps Modernes No. 583, p. 230. Los “intereses superiores de Francia” del gobierno Balladur, como la “lógica industrial” del gobierno de Fabius, en el caso de la venta de sangre contaminada, enceguecieron a esos dirigentes políticos. Así, ni siquiera comprenden que son culpables de haber preparado un genocidio así como no lo comprendía Petain. Los Tiempos Modernos no. 583 publica esta hipótesis de J.F. Bayard: El empeño de Mitterrand en sostener a Habyarimana se debería a que éste era un intermediario en la venta de tecnologías nucleares al África del Sur. En el mismo número de la revista, Eric Gillet recuerda que el Tribunal Internacional para Ruanda, creado por el Consejo de Seguridad, el 8 de noviembre de 1994, está habilitado para juzgar: “a cualquiera que hubiera (...), de todas formas, ayudado a alentar, planificar y preparar o ejecutar el crimen (...) sin que la calidad oficial de un acusado, sea como jefe de estado o de gobierno, sea como alto funcionario, lo exonere de su responsabilidad penal o sea un motivo de disminución de pena·. Eric Gillet establece una connivencia directa entre los responsables de la operación turquesa y los responsables del genocidio, con los franceses protegiendo las radios ruandesas que cubrían el genocidio. Por su parte, F. Boucher Saulnier concluye, igualmente, en la complicidad del genocidio, que se extiende al Consejo de Seguridad de la ONU: “La masacre se hizo en tiempo real, en pleno día y en presencia de todos los protagonistas implicados. El teléfono funcionó en Kigali durante toda la duración del genocidio. Los llamados de socorro llegaban así directamente o indirectamente al cuartel general de la ONU. De la acera de enfrente se veía cumplirse la masacre. Se sabía el nombre y la dirección de las personas amenazadas. Incluso se las podía escuchar morir en línea.” Se comprende que los occidentales, y en primera fila de ellos Mitterrand, Balladur y Juppé, los tres perfectamente informados y solidarios por haber jugado la carta política del gobierno ruandés mientras que el genocidio se realizaba, tengan mala conciencia.

32 Ver el testimonio de Luc de Heusch, op. cit., pp. 10.12

33 ¿Cómo explicar ese súbito vuelco de la alianza política de las autoridades coloniales y de los tutsi? Jean Paul Harroy, el nuevo gobernador de Ruanda-Urundi, inicia, desde su llegada al país en 1956, una política de democratización inspirada en los modelos electorales occidentales (...) Pero es la intervención de la iglesia católica la que consumaría la ruptura con los tutsi...” Luc de Heusch, op. cit., p. 7.

34 Aún puede verse las huellas del seísmo político, al interior de la iglesia, en la oposición de los partidarios del cardenal Lavigerie y los partidarios de la revolución democrática.

35 Théo Karabayinga, José Kagabo, “Les réfugiés, de l’ exil au retour armé », Les Temps  Modernes, no. 583, julio-agosto 1995, p. 65.

36 Ibid. p. 71, Carta del 24.12.1976.

37 Luc de Heusch, “Ruanda. Las responsabilidades de un genocidio”, Le Débat, no. 84, marzo abril 1995, p. 24-23. Los recientes artículos publicados por Les Temps Modernes (op. cit.), confirman una colaboración de hecho entre las autoridades francesas y los autores del genocidio.

38 “Así, en Burundi, el colonizador se asombra y maravilla por encontrar un reino centralizado, políticamente organizado, culturalmente unificado, cuadriculado por sistemas complejos de autoorganización, bajo la férula de jefes prestigiosos. Reconoce la existencia de todo eso pero, al mismo tiempo, las rechaza, ya que realmente no puede comprenderlas ni aceptarlas”. Michel Elias, “Burundi: una nación petrificada en sus miedos”, Les Temps Modernes, op. cit., p. 35-36.

39 “La dimensión más dinámica de las relaciones interpersonales, que se establecen a través de las relaciones de clientela (Ubugabire), fue descuidada. Es de esta incomprensión fundamental que el colonizador iba a extraer una política de administración caracterizada por el hecho de que los términos hutu y tutsi adquieran una significación política que no tenían antes”. Ibid., p. 36.

40 Ibid., p. 37

41 Nosotros diremos: de un sistema de reciprocidad a un sistema de libre.

42 Ibid., p. 37

43 “En la noche del 20 al 21 de octubre de 1993, se desencadena un golpe de Estado (...) El presidente será asesinado a bayonetazos a las 9:30 de la mañana en el campo de paracaidistas. Al mismo tiempo, eran igualmente asesinados el presidente de la Asamblea Nacional, el vicepresidente de la misma, el administrador general de la Seguridad Nacional”. Ibid., p. 54.

44 De tal manera que también todos podían sucederle. Ibid., p. 66.

45 Ibid., pp. 60-61.

46 E. Gillet, “Le génocide devant la justice”. Ibid., p. 234.

47 Ibid., p. 269.

48 Publicada por F. Nkundabegenzi, Rwanda Politique, 1958-1960, CRISP, Bruselas, 1962.

49 ¡Esta solución existe en la misma Europa! En Inglaterra, la monarquía conservó la suprema autoridad religiosa.