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 Lo imaginario y lo simbolico

Lo imaginario y lo simbólico en la confrontación de los chamanes guaraní y los misioneros jesuitas según la relación de la Conquista Espiritual del Padre Antonio Ruiz de Montoya*

   

sommaire

   
 

La contradicción del imaginario y del simbólico

El imaginario de los guaraní

El rechazo de la reciprocidad

El origen sobrenatural de lo simbólico

Los adivinos de la muerte

El quid pro quo del intercambio y de la reciprocidad

La Madre de Dios y los Demonios

La idea objetiva y el sentimiento de lo sobrenatural

Conclusión

 

   
 

Pocos estudios tratan de la confrontación de los chamanes guaraní y los misioneros jesuitas a partir de los objetivos religiosos de la misión. Abordaremos la confrontación entre el imaginario guaraní y el imaginario jesuita, gracias a la relación del padre A. Ruiz de Montoya sj.  titulada

La Conquista Espiritual del Paraguay.

 

   
 

 La contradicción del imaginario y del simbólico

 Los jesuitas se opusieron a los pajé guaraní, que llamaban “hechiceros”. ¿Combatieron a los pajé porqué la palabra de los pajé se inscribía en el imaginario de la reciprocidad de venganza? Parece claro que hubiera existido, entre los guaranís, una connivencia más importante entre la palabra religiosa y el imaginario de la reciprocidad de venganza, que entre la palabra religiosa y el imaginario de la reciprocidad de los dones. Cae por su peso que la condena del imaginario de venganza implicaba la descalificación de las estructuras de reciprocidad de asesinato. Pero ¿celebraron los jesuitas, desde entonces, las estructuras de reciprocidad positiva entre los guaranís? ¿Comprendieron su rol en la génesis de los valores guaraníes?

 

El padre Antonio Ruiz de Montoya cuenta la siguiente anécdota:

Un indio llega a quejarse al chamán Taubici por el robo de caña de azúcar. Algunos días más tarde, una epidemia de disentería golpea a los culpables.  Su prestigio compitió con el del Padre (el Padre Simón). El enfrentamiento era entonces fatal. Tuvo lugar en la fiesta de Corpus Christi. Montoya prosigue:

«Con esto cobró tal reputación y fama que como llegase el día de Corpus Christi, el P. Simón amonestó a la gente para que nadie saliese del pueblo hasta pasada la fiesta. Este Taubici, por la misma razón, le dió por irse  del pueblo hacia su comunidad y, convocando gente para que le acompañase, determinó su idea. El padre avisóles a él y a los demás y, principalmente, a los que ya eran cristianos, que asistieran primero a la procesión y a la misa y que, después, se fuesen. No logró su objetivo y lleno de celo les dijo: Pues no queréis honrar a nuestro Criador y Señor y despreciáis mis amonestaciones, temed por cierto que allá donde fuereis se os castigará muy bien».

 

«Sucedió como lo dijo, porque (...) llegando a su poblado, que distaba del de San Ignacio 20 leguas, reconocieron indios que estaban en sus canoas en el río. Fuese Taubici a su encuentro, teniéndolos por amigos; ellos, luego que le reconocieron, le mataron en venganza de uno que él había matado (...) Volvieron sin su caudillo y bien enseñados con este castigo a no creer a los ministros del demonio y a creer a los de Dios, con que cobró el Evangelio mucho crédito» (Antonio Ruiz de Montoya, La Conquista espiritual del Paraguay (1639)1996, cap. IX, Asunción).

 

Montoya no vacila en hacer pedazos a los chamanes en su propio terreno, explotando la coincidencia de los hechos y de las palabras (la muerte de Taubici y la amenaza de castigo) ya que esta coincidencia es favorable a sus propósitos.

 

Pero enseguida somete el imaginario de los chamanes a la prueba de la realidad con la intención de probar su incompetencia: “ teníamos los padres en San Ignacio un principal cacique que había corrido varias fortunas en varias partes donde se bautizó y cazó; y finalmente, por su elocuencia se había hecho como señor de aquella gente (...) y para acreditarse más con los suyos se fingió sacerdote; vestíase en su retrete de un alba, y adornándose con una muceta de vistosas plumas y otros arreos, fingía decir misa; ponía sobre una mesa unos manteles y sobre ellos una torta de mandioca y un vaso pintado de vino de maíz, y hablando entre dientes hacía muchas ceremonias, mostraba la torta y el vino al modo de los sacerdotes, y al fin se lo comía y bebía todo, con que le veneraban sus vasallos como sacerdote” (Ibid. Cap. XI).

 

Según Montoya, este chamán presta una eficacia espiritual no a los valores, a los que se refieren las imágenes, sino a las imágenes y los rituales mismos. Como toma de los misioneros su idea de la omnipotencia divina, reconoce a los ornamentos y a los gestos de los misioneros una competencia sobre cualquier otra cosa (el dominio de las lluvias, del cielo, de la fertilidad de la tierra, de las enfermedades y de la muerte) mientras que los religiosos no conceden un poder semejante sino a una potencia espiritual separada de la naturaleza y, por tanto, libre de intervenir o no en la misma naturaleza. Los guaranís ven en el ritual de los misioneros una causa eficiente de todo acontecimiento y no sólo del comportamiento moral de los seres humanos. Los misioneros conceden a lo divino el poder de intervenir en la naturaleza a su gusto pero no el de determinar sistemáticamente todos los acontecimientos de la vida, de manera que la naturaleza pueda convertirse en el objeto de un conocimiento experimental y científico.

 

A partir de ahí, ya que los chamanes imaginan que toda la realidad obedece a principios espirituales, los misioneros pueden oponerles el conocimiento experimental para mostrar la inadecuación de sus previsiones respecto de la realidad.

 

«Llegamos a otro pueblo que gobernaba un honrado cacique, deseoso de oír las cosas de su salvación. Pretendió el demonio estorbarle sus deseos, y así incitó a un ministro suyo, gran predicador de mentiras, que andaba en misión de pueblo en pueblo engañando aquella pobre gente, predicándose que él era dios, Criador del cielo y tierra y hombres, que él daba las lluvias y las quitaba, hacía que los años fuesen fértiles, cuando no le enojaban: que si lo hacían, vedaba las aguas y volvía la tierra estéril, y otras boberías deste modo, con que atraía a sí no pocos necios. Este fue a visitar a aquel cacique llamado Maracaná, el cual previno tres deudos suyos para que se le atasen. Saltó el mago de su embarcación, y puesto en tierra empezó a predicar con grande arenga y en voz muy alta (usanza antigua de estas bestias). La materia fue la porfiada necedad con que se fingen dioses. Llegó a la casa del cacique, hizo sus acostumbrados comedimientos; preguntóle el cacique quién era y a qué venía. Yo, dice, soy el creador de las cosas, él que fertilizo los campos, y él que castiga a los que no me creen con varias molestas y enfermedades. Hizo señas el cacique a los tres mozos, que le ataron aunque no con mucha brevedad; porque por muy buen rato se defendió, diciéndoles que con su saliva los había de matar, y así les escupía en sus rostros. El buen cacique le decía: “Yo quiero probar si es verdad lo que tú dices, que das vida a otros, y lo veré si tú escapas de la muerte que ahora te tengo que dar”. Hízole llevar al río, y puesto en el raudal de él, atada una gran piedra al cuello lo hizo arrojar, donde el desventurado acabó su infeliz vida» (Ibid., cap. IX).

 

La narración está demasiado construida como para que se tome al pie de la letra la versión que Montoya da de la predicación del chamán. Pero es demasiado preciso como para no dejar fuertes presunciones sobre quien tuvo la intención de la trampa. La idea de una verificación experimental de una resurrección supuesta no cuadra con la costumbre guaraníe.

 

El texto confirma la oposición entre los caciques y los pajés, ante lo cual, parece que todos los golpes, incluidos las traiciones y los asesinatos, parecieran justificarse a los ojos de los misioneros. Igualmente, el hecho de que, el discurso prestado al chamán, sea una copia del discurso misionero, sugiere que la polémica entre estos últimos se ejerce en contra de las pretensiones religiosas del pajé.

 

Se podría abundar sobre la deshonestidad jesuita, pero es más interesante comprender lo que Montoya busca en esta prueba de fuerza: ¿quiere oponer la no-separabilidad de lo  simbólico con la realidad en el imaginario guaraní, a la separación de lo espiritual y lo real en el imaginario occidental? La separación de lo simbólico, permite instaurar el valor, como soberano y autónomo. Esta autonomía, que se debe a que ninguna fuerza natural puede pretender determinarla, es subrayada por el título de omnipotencia; y esta soberanía, es decir la  idea de que su eficiencia no se debe a nada más que a sí misma, es subrayada por el título de Criador (1). Esta elección podría significar la desaparición de toda huella o indicio de la naturaleza; la negación radical de una génesis de lo espiritual, a partir de la naturaleza, se expresaría por la afirmación de su contrario: es la naturaleza la que es creada por Dios.

 

Sin embargo para los pajé guaranís la palabra también tiene su eficacia pero por sí misma. Traduce una fuerza espiritual, es cierto, pero esta fuerza espiritual es capaz de ordenar o explicar los acontecimientos físicos o biológicos tanto como espirituales. Entonces, levantar una cruz, símbolo de la resurrección, debe resucitar a los muertos. Montoya fuerza las cosas: la palabra del chamán, que pretende matar a otro, es reducida a su saliva. Si su saliva puede matar, entonces puede resucitar y si puede resucitar, entonces que se resucite a sí mismo... El cacique se apropia de una palabra que se quiere toda-poderosa y se atribuye el poder de hacer llover, mientras que el misionero atribuye ese poder a Dios. Para el misionero, la imagen da testimonio de lo espiritual, pero lo espiritual tiene una eficiencia propia, distinta a la de su representación. Por tanto, Montoya no opone un imaginario a otro imaginario, sino el imaginario a lo simbólico. Califica de demoníaca a la palabra de los guaranís y, de divina, a la palabra cristiana, desde el momento en que, el imaginario de los guaranís es prisionero de la realidad de este mundo, y el imaginario cristiano se relaciona con una esfera en la que los valores han sido abstraídos, separados, de toda contingencia natural.

 

Cuando los misioneros oponen lo simbólico al imaginario, hacen referencia a una contradicción radical: la contradicción entre la expresión del valor puro, absoluto, y toda imagen que la replegaría en la práctica de la vida biológica, animal o demoníaca. Es, entre el sentido puro y un sentido impuro, que se encuentra la contradicción; entre un símbolo desencarnado y el otro, descalificado como  mero reflejo de la carne, entre lo angélico y lo demoníaco.

 

La separación de lo espiritual de sus contingencias materiales, trae consigo la desaparición de las estructuras de reciprocidad que, para los guaranís, son las matrices de sus valores. La reciprocidad somete, en efecto, a todo acto que se dirige al otro, a una respuesta de la misma naturaleza. De este enfrentamiento resulta, para cada uno de los protagonistas, una doble situación: actuar y padecer, que produce una conciencia de conciencia que comunica su sentido a cada una de ellas. Fuera de la reciprocidad, los guaranís creen que todo es caos, la noche de los orígenes, el sin sentido. Los seres humanos se comprometen entonces físicamente con lo que puede estar ordenado según la reciprocidad, de manera que las relaciones importantes de la vida se conviertan entonces en hospitalidad, alianza, filiación... En seguida la palabra tiene un secreto por su propia reproducción : ordena la reproducción de la reciprocidad. El espíritu del don prescribe la reciprocidad de los dones y el espíritu de la venganza de reproducir el ciclo de venganza. Entonces todo acontecimiento ha de ser la expresión de una palabra conocida o desconocida y el mundo no es sino la materialización del poder de los espíritus.

 

Es verdad que el valor primero es una sensación, una conciencia afectiva que se manifiesta como algo en sí, absoluto, ciego a toda relatividad y, por consiguiente, ciego también a las estructuras de reciprocidad que testimonian tal relatividad. Ahora bien, si Montoya borra las estructuras de la reciprocidad, que metamorfoseaban la naturaleza, tiene que encontrar otra matriz del valor para su producción, una matriz que no tenga nada que ver con alguna relatividad, y que garantice su carácter absoluto. Viene entonces la idea del Criador. Por lo tanto, esta relatividad que promueve toda relación de reciprocidad como subyacente del sentimiento del absoluto, por ser lo contrario del absoluto, es el Mal.

 

De entrada, Montoya anuncia que opone la inteligencia simbólica al Mal. Cuando hacía alusión a su vocación, la fundamentaba con este sueño: El vió,

 «...un grandísimo campo de gentiles y algunos hombres que con armas en las manos corrían tras ellos, y dándoles alcance los aporreaban con palos, herían y maltrataban, y cogiendo y cautivando muchos, los ponían en muy grandes trabajos. Vio juntamente unos varones más resplandecientes que el sol, adornados de unas vestiduras cándidas. Conoció ser de la Compañía de Jesús, no por el color, sino por cierta inteligencia que le ilustraba el entendimiento. El blancor (me dijo él mismo, como al más conjunto que en amistad tuvo siendo secular) que significaban cosas bien misteriosas, las cuales habré yo de dejar, por no salir del hilo de mi narración. Aquellos varones procuraban con todo conato arredrar a aquellos que parecían demonios, que todo hacía una representación del juicio final, como comúnmente lo pintan; a los ángeles defendiendo las ánimas, y a los demonios ofendiéndolas. Vio que hacían oficio de ángeles los de la Compañía, con cuya vista se encendió en un ardiente deseo de serles compañero en tan honroso empleo» (Ibid., cap. IV).

 

Montoya no opone dos imaginarios entre sí, el uno del bien, blanco, el otro del mal, negro. Lo dice expresamente, el bien es  “no por el color sino por cierta inteligencia que les ilustraba el entendimiento”. Se reserva precisar las cosas que significan esta blancura inmaculada.

 

Cuando Montoya evoca entonces cierta inteligencia de sus compañeros, es la virtud de lo simbólico que opone, tanto a su impotencia (los colonos españoles) como al imaginario de los guaranís.

 

Montoya también explotará esta imagen de los demonios para aquellos de los guaranís que practican la reciprocidad de venganza. Pero, es más, dividirá a los gentiles en aquellos que se convierten y que se hacen como los ángeles y los otros que rechazan someterse y que se llamarán demonios.

 

   
 

El imaginario de los guaranís

 El imaginario de los guaranís es tributario de las estructuras de reciprocidad de parentesco que rigen su sociedad. El matrimonio no es un asunto de gusto o de placer, como parece creerlo Montoya, sino que depende de una regla que prohíbe los matrimonios de los primos paralelos y favorece los matrimonios entre familias sin ningún lazo de parentesco. Los jefes guaranís multiplican las alianzas para crear el ser social más grande posible y de ahí la poligamia, que se convierte en  signo de éxito social.

 

Montoya reconoce la importancia de la prohibición del incesto: “...que tuvieron muy gran respeto en esta parte a las madres y hermanas, ni por pensamiento tratan de eso como cosa nefanda; y aún después de cristianos, en siendo parientes en cualquier grado aunque dispensables o lícito, sin dispensación no la admiten por mujer, diciendo que es su sangre”.

 

Algunas líneas antes, Montoya daba una razón de la poligamia en la que ningún antropólogo parece haber pensado. Estos últimos la ven tanto en el uso de la fuerza de trabajo femenina como en la preocupación por adquirir una fuerza de reproducción, otros aún como un capital simbólico y otros, en fin, como el medio de multiplicar los lazos sociales (2). Montoya observa que la palabra fascina a los guaranís hasta el punto de que ella es el criterio de la jerarquía social. Las relaciones de parentesco se someten al prestigio de la palabra y los guaranís dan sus hijas a aquellos de entre ellos que son hombres de la palabra, los maestros de la palabra. La filiación es igualmente tributaria del prestigio de la palabra: “Muchos se ennoblecen con la elocuencia en el hablar (tanto estiman su lengua y, con razón, porque es digna de alabanza y de celebrarse entre las de fama). Con ella agravan gente y vasallos, con que quedan ennoblecidos ellos y sus descendientes. A estos sirven los plebeyos de hacerles rozas, sembrar y coger las mieses, hacerles casas y darles sus hijas cuando ellos las apetecen, en que tienen libertad gentílica” (Ibid., cap. X).

 

   
   

El rechazo de la reciprocidad

 Montoya ha planteado bien el problema: la poligamia subraya el hecho que en los guaranís la palabra nace de la reciprocidad. El enfrentamiento con los guaranís se ubicará sobre este punto. Montoya toma la decisión de organizar la misión sobre el precedente de la monogamia y de sustituir a la relación de alianza de parentesco por el sacramento. La condición de entrada en las reducciones jesuíticas será, en efecto, el repudio de todas las concubinas salvo una, que debe recibir el sacramento por parte del sacerdote mismo.

 

El desafío de Montoya es entonces doble: el repudio de la poligamia y la instauración del sacramento del matrimonio.

 

¿Cómo disociar el imaginario, tributario de lo real (del demonio, por tanto) de lo simbólico, tributario del valor puro (el de los ángeles)?

 

Montoya nos muestra cómo espera desunir el imaginario guaraní, llamado demonio, de lo simbólico, citando un cacique (Miguel Artiguay) tres veces para especificar bien su profesión de fe : tres veces, ¡es mucho para un texto tan conciso como lo es el relato de la Conquista!

 

Una primera vez: “Los demonios nos han traído a estos hombres, pues quieren con nuevas doctrinas sacarnos del antiguo y buen modo de vivir de nuestros pasados, los cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas y libertad de escogerlas a su gusto, y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola. No es razón que esto pase adelante, sino que los desterremos de nuestras tierras sino les quitemos la vida” (Ibid, cap. XI).

 

La segunda: “Vosotros no sois sacerdotes enviados de Dios para nuestro remedio, sino demonios del infierno, enviados por su príncipe para nuestra perdición. ¿Qué doctrina nos habéis traído? ¿Qué descanso y contento? Nuestros antepasados vivieron con libertad, teniendo a su favor las mujeres que querían, sin que nadie les fuese a la mano, con que vivieron y pasaron su vida con alegría y vosotros queréis destruir las tradiciones suyas, y ponernos una tan pesada carga como atarnos con una mujer”.

 

Después de este apóstrofe, los misioneros trataron de dominar a lo que llaman un lobo, pero éste se defiende y logra huir. Amotina a los suyos, diciéndoles, según el Padre:

 

«Hermanos e hijos míos no es tiempo de sufrir tantos males y calamidades como nos vienen por éstos que llamamos Padres; enciérranos en una casa  (iglesia había de decir) y allí nos dan voces y nos dicen al revés de lo que nuestros antepasados hicieron y nos enseñaron, ellos tuvieron muchas mujeres, y estos nos las quitan y quieren que nos contenemos con una. No está bien esto, busquemos el remedio de estos males» (Ibid., cap. XII).

 

Las motivaciones de Miguel Artiguay son bien percibidas por Montoya. Por una parte, la libertad y la responsabilidad, por otra parte, la alianza y la poligamia. Pero le faltó rehacerse en tres ocasiones para responder a la argumentación de su adversario. Sólo en la tercera, Montoya reconoce que Artiguay opone el principio religioso (debió haber dicho iglesia, conviene Montoya) a la palabra de los Ancianos y a la reciprocidad (alianza y filiación = padres e hijos). En las dos precedentes citas, la oposición se atenía a la libertad y a la responsabilidad inherente a esta última, perdida con la predicación de los curas.

 

Montoya insiste, pues, tres veces y cada vez más netamente en la contradicción de la forma de la palabra (política contra religiosa) pero también del contenido de la palabra (“nos dicen lo contrario”) que trata sobre el único asunto de la poligamia. Es claro, para Artiguay, que si la poligamia ya no significa el prestigio de la palabra (“Nuestros antepasados vivieron con libertad, teniendo a su favor las mujeres que querían...”) ello sólo puede significar que la alianza y la filiación ya no son las matrices fundamentales de la sociedad.

 

   
 

El origen sobrenatural de lo simbólico

 Montoya no puede pretender, aquí, que no se había dado cuenta de la importancia de los fundamentos de la sociedad guaraníe, ya que precedentemente reconoció que la poligamia estaba ordenada según la mayor gloria de la palabra, así como la filiación.

 

Pero si quiere destruir la estructura de base de la sociedad guaraníe, es que puede proponer algo superior.

 

Se lo ha dicho, se trata de liberar el imaginario de sus obligaciones, en relación con lo real, para hacer de ello el testimonio de los valores espirituales puros y dar a la autoridad de éstos una eficacia sin competencia. Hay que demostrar, por tanto, el poder de los valores espirituales puros.

 

Por eso, Montoya cuenta esta historia edificante:

 

«Amaneció, al punto llegó un cacique muy principal, y le dijo: “Padre cásame”. Había el Padre admonestado a este mucho tiempo que se casase, porque ya era cristiano, y tenía por manceba una muy hermosa india, y no trataba de casarse, difiriéndolo cada día. Díjole el Padre: “Hijo, qué novedad es esta?” “Cásame”, respondió. Instóle el Padre por la causa, por ver la intrepidez con que pedía cosa que con terquedad había rehusado. “Cáseme luego (dijo el indio) porque no quiero tener esta siguiente noche tan pesada y enfadosa como la pasada. Sabrás que anoche me acosté a dormir, y al primer sueño, hiriéndome el costado no sé quién, me dijo: cásate, ¿por qué  no haces lo que te manda el Padre? Desperté y no vi a nadie, y vi que toda mi gente dormía; volvíme a acostar, y apenas cerré los ojos, cuando me sucedió lo mismo segunda y tercera vez, sin ver yo a nadie. Déjame ya, dije a voces, que yo prometo que en amaneciendo iré a pedir al Padre que me case; quedé tan temeroso, que no pude dormir, deseando el día para venirte a pedir que me pongas en buen estado» (Ibid., cap. XV).

 

¡La enseñanza es clara! Este hombre está casado según su fe, pero ello no tiene ningún valor para el cura, para quien la mujer sólo es una concubina. Debe entonces casarse como lo dispone el sacramento. El guaraní resiste ya que percibe probablemente que la palabra religiosa no tiene más dignidad que la suya en cuanto le concierne, pero la palabra que se sostiene por ella misma sin ninguna justificación ni intermediario ni testigo (a la noche todos dormían) se presenta como una orden que despertaría a un muerto (dos veces, e incluso tres). No son, pues, los conjuros del misionero los que se imponen a la convicción del cacique, sino la fuerza de la palabra pura, en tanto manifestación de la potencia espiritual. Y ésta es suficientemente terrible no sólo como para despertarlo, sino como para herirlo.

 

Montoya ya no hace del sacramento religioso un juramento religioso contra un juramento personal, sino una palabra de lo alto contra una palabra de lo bajo, la palabra del espíritu contra la palabra de la naturaleza, y el indio entiende la palabra que le golpea la costilla de Adán de donde nació la mujer: si la mujer misma es palabra divina, el matrimonio también es palabra divina.

 

Montoya no solamente descalifica las bodas de la carne, ya que no acepta reconocer que están dominadas por una regla de reciprocidad (si lo ve no lo toma en cuenta) sino exige que los esposos se mantengan castos y si posible vírgenes.

 

Montoya cuenta:

 

«Casóse un mancebo de la Congregación con una moza de su edad, doncella de muy buenas partes; el día de su casamiento el casto mozo habló a su mujer de esta manera: “Si gustas de concurrir a mi determinación, conoceré que me amas y que de veras me has escogido por esposo; sabrás que mi deseo es de conservar la limpieza de mi cuerpo para que mi alma se conserve pura, yo no he llegado a mujer y deseo no perder esta joya; si te place de que como dos castos hermanos vivamos hasta acabar la vida, será para mí la mayor muestra que me puedes dar de que me amas, ya has oído muchas veces, cordura, será, pues, que nosotros nos dediquemos al perpetuo servicio de la Virgen, Madre de pureza y amadora de los que en tan noble virtud le imitan; míralo bien, que el tiempo de esta vida es breve el de la otra eterno, el deleito carnal brevísimo sin fin su pena, y si bien el matrimonio es lícito y bueno, mejor es (así lo dicen los Padres) el vivir en pureza, bien veo que los Padres nos amonestan a todos que nuestra perfección está en casarnos al amanecer del apetito del deleite antes que nos coja la noche del pecado; ya hemos cumplido con casarnos en público, ahora somos hermanos en secreto» (Ibid. cap. XV).

 

Cuando el joven muere algún tiempo después, el Padre quiere volver a casar a la muchacha que le responde que si pudo conservar su virginidad de casada también podría conservarla sin casarse. Montoya se maravilla y opone la castidad al paganismo “que esta gente tuvo ayer, cuyo ídolo común de todos fue la carne” (Ibid. cap. XLVII).

 

El Padre se inclina ante la presión pública (es lícito estar casado) pero toma su revancha inmediatamente por el secreto (quedad amigos en secreto). El sacrificio de la carne, a sus ojos, es necesario para la elevación del espíritu.

 

Puede recordarse que para los guaranís también hay que renunciar a los propios apetitos biológicos a fin de respetar la ley (la prohibición del incesto extendida a todos los grados de parentesco). Pero lo que está en juego con Montoya no es la relativización de una energía biológica para engendrar un valor espiritual, sino la supresión de la totalidad de lo real para dejar campo libre al valor espiritual.

 

El campo que Montoya quiere despejar para la expansión de esta Pureza será el motivo de la fundación de una congregación dedicada entonces al culto de la Pureza y que tendrá por nombre el de la Virgen, símbolo de la Pureza Mística. La Congregación será una selección de los más virtuosos de los indios, según los criterios de los Padres: “...así tratamos de erigir una Congregación de Nuestra Señora. Hicimos elección de sólo los más aventajados en virtud” (Ibid. Cap. XI).

 

Según Montoya, la Pureza se convierte en la idea en la cual se aísla el sentimiento de absoluto. La Virgen es la imagen de esta idea del absoluto y la noción de Madre tiene que ser  unida à la Pureza, y la Pureza a Dios.

 

Entonces la pureza llegará a ser la matriz de lo divino: la Virgen ha de ser Madre de Dios. El Nombre de la Madre tiene un sentido totalmente opuesto al sentido que le dan los guaranís. Para ellos es la Tierra (teko’a) que debe ser unida à la noción de Madre. Es por la reciprocidad con la  Tierra que nace un sentimiento de gracia pura (teko) que es el mismo sentimiento de humanidad, pero extendido al universo.

 

Montoya trata entonces de traducir la eficiencia de los valores que defiende en imágenes antagónicas a aquellas en las cuales se expresan los valores engendrados por la reciprocidad de los guaranís. Al ideal guaraní: el hombre glorioso amado por una multitud de mujeres, se opondrá el ideal de una virgen gloriosa amada por una multitud de bienaventurados.

 

Para precisar esta visión, las historias edificantes que propone Montoya apelan a los sueños de las mujeres moribundas. Cada vez que una de ellas se despierta del coma y goza de algún alivio, Montoya emplea la palabra resurrección ya que, sin duda, el sueño de la agonizante hubiera caído en las redes de la tradición guaraníe, según la cual, el alma distinta del cuerpo puede escapar de él y volver durante el sueño. La resurrección significa, al contrario, la intervención de un dios creador sobre un fenómeno natural irreversible por sí mismo. La palabra producida por la resucitada no le pertenece, pues, sólo se la puede haber confiado el Criador, para que sea traducida a los fieles.

 

Nos encontramos, pues, en la reiteración de la ruptura radical de lo simbólico, pero también ante la necesidad de lo simbólico para encontrar imágenes para expresarse:

 

«Hijos míos, los de la Congregación de nuestra Madre santísima y Señora nuestra, por vuestra causa vengo otra vez a mi cuerpo. Yo morí verdaderamente y tengo de vivir ahora cinco días solos, porque solamente vengo a traeros unas buenas nuevas de parte de nuestra Madre y Señora la Virgen santísima, de que está muy contenta con esta Congregación, y la agradan mucho los que viven en ella, y os dice la llevéis adelante, y yo de mi parte os lo ruego, y que miréis bien la obligación que tenéis de seguir la virtud, y dar buen ejemplo, y de amaros unos a otros, y de cumplir los consejos que os dan los Padres» (Ibid., cap. XL).

 

Hasta ahí parece un discurso guaraní. Se reconoce una inspiración cristiana, pero un imaginario guaraní, ya que es ella, la mujer, la que vuelve a su cuerpo y que dice la tradición y exhorta a los suyos a seguir los consejos de los Padres (vuelvo a mi cuerpo / os ruego). Pero entonces Montoya señala la intervención del Padre Juan Agustín. Habrá entonces dos informadores de la palabra, el primero probablemente un testigo guaraní, el segundo manifiestamente el Padre Juan Agustín. Inmediatamente la perspectiva cambia:

 

«Llegó el  Padre Juan Agustín, y ella prosiguió diciendo: Luego que pasa desta vida fui llevada al infierno, donde ví un fuego horrendo que arde y no da luz, y causa grande temor, en él vi algunos que han muerto y vivieron en nuestra compañía, y los conocimos todos, los cuales padecían muchos tormentos. Luego me llevaron al cielo, donde vi a nuestra Madre, tan hermosa, tan resplandeciente y linda, tan adorada y servida de todos los bienaventurados, y en su compañía innumerables santos hermosísimos y resplandecientes, que todo lo de por acá es basura, estiércol y fealdad, allá es todo tan hermoso, allá todo es hermosura, todo belleza y riqueza. Allí vi los que han muerto de nuestra Congregación muy resplandecientes vestidos de gloria, luego que me vieron, me dieron mil parabienes, y principalmente por ser yo de la Congregación, y os envían grandes recados y principalmente que llevéis adelante esta Congregación y seáis verdaderos cristianos» (Ibid., cap. XL).

 

La forma ha cambiado. No es mas activa sino pasiva (me llevaron /os envían). Y el sueño ya no es sino un traje para una palabra que viene del más allá. Y la palabra no es más la suya: es la de Dios que  tiene que reportar a los fieles, una palabra entonces que quiere ser la expresión y más todavía la eficiencia del  valor puro.

 

   
   

Los adivinos de la muerte

 Sin embargo los jesuitas tuvieron que enfrentar otra dificultad. Tuvieron que demostrar la eficiencia de la palabra simbólica frente al imaginario procedente de otra forma de reciprocidad, la reciprocidad negativa.  

 

En los guaranís el asesinato gratuito no tiene ningún sentido. Está prohibido como en todas partes. El segundo asesinato es por lo contrario obligatorio por permitir que se construya una estructura de reciprocidad que permita dar un sentido a la violencia. El hecho de padecer una muerte crea entonces la obligación de matar (esta obligación es el espíritu de la venganza). Mediante la reciprocidad de asesinato nace un valor común : el honor del guerrero, que va a crecer con la reproducción del ciclo. Ahora bien, los guaranís han sistematizado esta producción del honor.

 

Podría esperarse que Montoya se enfrente con los guerreros respecto a la cuestión de la venganza, y que oponga a la reciprocidad de venganza, la reciprocidad de los dones.  No se abstiene de hacerlo pero sólo desde un punto de vista práctico, utilizando el don para reunir alrededor suyo el mayor número de donatarios, que faltarán por lo tanto al llamado de los guerreros.

 

A veces los misioneros son conscientes de utilizar la reciprocidad de dones para enfrentar la reciprocidad de venganza, en particular, cuando envían riquezas a hombres de guerra sabiendo que los indios aceptan inmediatamente sustituir a la reciprocidad negativa por la reciprocidad positiva y de ayudarse entre ellos en vez matarse los unos a los otros, pero tiene de ello una conciencia solamente empírica, ya que luego no da algún análisis del fenómeno lo suficientemente profundo como para descubrir, en la reciprocidad, la matriz de los valores humanos.

 

Sin embargo, la facilidad con que los hombres de guerra responden a esas invitaciones indica cuán importante era la reciprocidad para los guaranís y cuán secundario el medio utilizado para instaurarla. Montoya cuenta la historia de un cacique que desea vengarse de los españoles. La guerra atruena. Los guaranís asimilan el misionero a los españoles y se alistan para destruir su pequeño grupo. Son tres mil contra trescientos. Montoya logra huir, pero el niño que lo acompaña ha olvidado las imágenes santas. Retorna. Es hecho prisionero. Montoya vuelve con una fuerza española armada y se apodera de una plaza en la que los guaranís ya festejaban. Se le ruega que se acomode con el alimento que acababan de preparar sus enemigos. En la gran marmita, llena de caldo, Montoya pesca un pedazo de carne, pero es la cabeza de su niño de coro que aparece y, luego, los pies, las manos y las piernas. Los enemigos están, pues, claramente identificados, por ese ritual antropófago, como los detentores de un sistema de reciprocidad de venganza. Montoya decide abandonar el terreno, pero volverá algún tiempo más tarde, sin armas y sin los españoles, para fundar una reducción en la que se juntarán pronto mil quinientas almas. Entonces los enemigos observan pero no atacan.

 

“Viendo aquel gran mago llamado Guirabea que no eran bastantes sus mentiras y fabulosos sucesos que para conciliar su crédito contaba, para detener la gente que a porfía nos acudiese á oír la divina palabra, se determinó de visitarnos. Señalémosle un pueblo nuestro donde nos juntamos tres sacerdotes, avisémosle que allí con toda seguridad podía vernos. Vino acompañado de 300 indios armados de arcos y saetas, delante de él iba un cacique muy principal que llevaba una espada desnuda y levantada en la mano, tras de él una tropa de mancebas suyas muy bien aderezadas llevaban en sus manos algunos instrumentos, de vasos y otras cosas de  uso, iba en él medio de todo este acompañamiento muy bien vestido....”  (Ibid., cap. XXXIV). Se reconoce la voluntad del cacique guaraní de manifestar su gloria, las mujeres como signos de alianza, los guerreros como signos de la reciprocidad negativa y, en el centro, las joyas de quien detenta la palabra.

 

Montoya propone a Guirabea un símbolo (concientemente o no) de la reciprocidad de dones: “Regalamos de lo que nuestra pobreza sufría” (Ibid., cap. XXXIV), y ello bastó para desarmar a Guirabea quien, en realidad, no se interesa tanto en la guerra como en la reciprocidad.

«El día siguiente más asegurado nos fue a ver, y entró en nuestra casa donde delante de muchos de los suyos le di a entender que había un solo Criador, y que todos éramos hechura suya y él daba los tiempos como le placía, criaba hombres de nuevo y causaba la muerte a otros, sin que la muerte fuesen de reparo nuestras diligencias. Díjele cuan bobo era él, pues siendo indio como los demás y que bebía y comía y tenía las necesidades de las bestias, de comer, dormir, y otras tan comunes, olvidándose de sí mismo y de su Criador se intitulaba Dios, que se reconociese por hombre y aun menos, pues tenía menos juicio que todos en fingir tales locuras» (Ibid. cap XXXIV).

 

Para Montoya de lo que se trata es, como precedentemente, sustituir la palabra de los protagonistas por la palabra religiosa y someter la palabra en cuestión a Dios Criador, es decir, liberar lo imaginario de lo real, a fin de que se convierta puramente en la expresión de lo simbólico.

 

Accesoriamente, se trata de repudiar la venganza. De hecho, el imaginario de la venganza desaparecerá por sí mismo, si se llega a satisfacer otro objetivo: la primacía de lo simbólico. El Dios de Montoya no tiene nada que ver con algún sentimiento que podría nacer del corazón del hombre por el hombre. Está enteramente absorbido en la idea del creador para significar, me parece, una ruptura absoluta entre lo espiritual y lo natural y para significar, al mismo tiempo, la reabsorción de toda la eficiencia de la palabra en lo espiritual. Pero el quid pro quo prosigue, al tratarlo Montoya de necio por decirse Dios, ya que pretende a la gloria a partir de actividades tan naturales como comer, beber y dormir. El guaraní aún puede concederle eso fácilmente, ya que no son sus actividades las que le transmiten el sentimiento de divinidad, sino el hecho de dar de beber, de dar de comer, de dar un techo al extranjero; lo que prueba inmediatamente. Así, Montoya constata: “Mostró oírme bien y negando todo lo que de él la fama había predicado, convidonos a que fuésemos a su pueblo, donde deseaba regalarnos” (Ibid. cap XXXIV).

 

Es, pues, claramente mediante el don y la hospitalidad que responde Guirabea. Incluso autoriza a Montoya a plantar su cruz en medio de esta “leonera de fieras”, ya que todo el país, para Montoya, sólo era una “leonera de fieras”.

 

Montoya no opone, pues, la reciprocidad de dones a la reciprocidad de venganza, ya sea porque no reconoce –incluso si la notó claramente- a la reciprocidad como la matriz del valor o ya sea porque, si la reconoce, la niega bajo el pretexto de que ella regiría actividades naturales (beber, comer, dormir...); opone directamente lo simbólico a lo imaginario y descalifica a éste declarándolo no ser sino el reflejo de prácticas animales: alimentarse, reproducirse, etc. La reciprocidad que rige esas prácticas y las transforma en hospitalidad, invitación, alianza... es pura y simplemente ocultada. Es, pues, a condición de olvidar esta naturaleza humana que puede escucharse, según Montoya, la voz pura del valor, la palabra de Dios, y la prueba a la que ahora apela Montoya es que nadie puede determinar la calidad siempre nueva e irreductible de un hombre, ni objetar a la muerte. El más allá de las competencias humanas es invocado para demostrar la necesidad de un demiurgo creador.

 

Acusa a Guirabea de llamarse a sí mismo Dios, no sin razón ya que el sentimiento de la humanidad de la que Guirabea es el portavoz, y que para los guaranís es el sentimiento de lo divino, es el fruto de una matriz de la que el hombre, por lo menos empíricamente, tiene el dominio. Pero no comprende que Guirabea pretende ser el portavoz de un sentimiento que no se encuentra en la naturaleza y que entonces pueda llamarse sobrenatural o divino. Le parece probablemente imposible concebir o aceptar que el sentimiento de humanidad, calificado de divino cuando es totalmente puro, sea el producto de fuerzas naturales, y que la reciprocidad sea la clave de la metamorfosis de actividades animales en potencia espiritual.

 

 

   
 

El quid pro quo del intercambio y de la reciprocidad

 ¿Qué hacer pues? ¿Cómo interpretar la reciprocidad de los dones? Y ¿por qué  Montoya es tan hostil al principio de reciprocidad al cual se acerca cada día más y del cual nos habla con una sagacidad quizás inigualada por los antropólogos de hoy?

 

Al principio de la Conquista espiritual, los jesuitas se hicieron acompañar por un español que era su interprete:

 

«Los Padres se dieron cuenta que volvía a casa una vez sin sombrero, otra sin capa, otra sin sayo ni jubón, y otra sin calzones, usando de solos pañetes blancos y un lenzuelo atado en la cabeza. Extrañada esta novedad le preguntaron los Padres la causa, y él les respondió estas palabras:

 

“ Vuestras Paternidades predican a su modo, yo al mío; fáltanme a mi  palabras, y así predico con obras: he repartido todo lo que traía para ganar la voluntad destos indios principales ; porque estos ganados, los demás quedarán a mi voluntad ”

 

¿Quién no se edificará con tal acción y celo? Confundíanse los Padres de no tener que dar, tanta era su pobreza» (Ibid. cap. VI).

 

Es verdad que Montoya denuncia inmediatamente lo que hace este español quien se llevaba los jóvenes guaranís a su servicio. Los padres guaranís de estos jóvenes, creyendo que el español actuaba bajo los ordenes de los Padres, van a verles para pedir cuenta y los Padres se muestran bien confundidos.

 

Montoya se indigna: “Peste es esta que sigue al Evangelio, que luego tras la libertad que alcanzan por el bautismo entra la servidumbre y cautiverio, invención ya no diabólica, sino humana para atajar el paso al Evangelio, porque con estas compras se hacen guerra unos a otros para venderse, roban, matan y aumentan el número de concubinas” (Ibid cap. VI).

 

Sin embargo, para Montoya la peste está en el hecho que la adquisición, por los guaranís, de valores de gran prestigio (como lo es el hierro o el tejido) permite ampliar los lazos de reciprocidad  y hacer nuevas relaciones de alianzas matrimoniales (¡la poligamia!).  Y no son los españoles los culpables de confundir la reciprocidad  con el intercambio, ¡no!,  lo son los guaranís; ellos son los culpables porque utilizan el hierro o la tela para aumentar sus relaciones sociales  (aumentar el número de concubinas). Pero Montoya interpreta las prestaciones de los guaranís ¡como intercambios! (porque con estas compras se hacen guerra unos a otros para ellos para venderse).

 

Tal vez, es esta referencia al intercambio económico la que impide a Montoya ver, en las prestaciones de los guaranís, el principio de reciprocidad y, por ello, que la reciprocidad es la matriz de otro valor, distinto al valor de cambio, a pesar de añadir al texto anterior una descripción exacta de la reciprocidad de los guaranís:

 

«Son todos labradores y tiene cada uno su labranza aparte, y en pasado de once años, tienen ya su alabanza los muchachos a que se ayudan unos a otros con mucha conformidad; no tienen compras ni ventas, porque con liberalidad y sin interés se socorren en sus necesidades, usando de mucha liberalidad con los pasajeros, y con esto cesa el  hurto, viven en paz y sin litigios» (Ibid. cap. XLV)

 

Que se reconoce la reciprocidad,  ¡es indiscutible !  Pero la interpreta como un intercambio:

 

«Comprémosles la voluntad á precio de una cuña, que es una libra de hierro, y son las herramientas con que viven; porque antiguamente eran de piedra, con que cortaban la arbusta de sus labranzas. Presentada a un cacique una cuña (que vale, en España, cuatro o seis cuartos) sale de los montes y sierras, y partes ocultas donde vive, y se reduce al pueblo él y sus vasallos» (Ibid. cap. XLV).

 

El don de hachas y anzuelos, descontado del precio español, es interpretado como una compra.

 

Por incapacidad (o por rechazo) de reconocer la reciprocidad, como lo contrario del intercambio ¿podía Montoya apreciar la razón de la reciprocidad de los dones y oponerla juiciosamente a la reciprocidad de venganza? Puesto que interpreta el don como una compra y somete al donatario mediante un don unilateral, le es permitido interpretar esta sumisión como el objeto de una compra. Sin embargo, eso es algo curioso ya que acaba de decir que los guaranís no conocen la compra y la venta. Es difícil saber si Montoya no ve la reciprocidad o si se rehúsa a hacerlo. Se supone entonces que el guaraní vende su alma, un alma en cierta forma sustantificada. El alma guaraní no es, ante sus ojos, un espíritu que se manifiesta según si una relación de reciprocidad le da su asiento, su sede, como dicen los guaranís. Montoya se autoriza a tratar el espíritu guaraní como una cosa sustituible, una propiedad de la cual el vendedor y el comprador pueden disponer libremente. El guaraní, por su parte, no tiene la sensación de vender su alma, pero reconoce el prestigio del donador como la expresión del valor producido por la reciprocidad de dones; una ilustración de lo que llamo el quid pro quo histórico.

 

   
   

La Madre de Dios y los Demonios

 Si la reciprocidad es para los guaranís la matriz de su sentimiento humano, entonces no pertenece a nadie en particular y es legitimo que los guaranís hagan de este sentimiento una parte de un alma divina, pero desde el momento en que esta potencia espiritual es expresada por la palabra, él que habla puede decirse dueño de este alma.  Por su parte, Montoya que ignora la reciprocidad, sitúa el origen de la palabra afuera del mundo y sustituye a la reciprocidad por un Dios creador.

 

¿Sintió la gravedad del desafío? ¿No habrá experimentado como una inquietud cuando interroga a un guaraní de la reducción de la Encarnación (como por casualidad), dirigida por el Padre Roque Gonzáles?

 

«Preguntó un padre a uno de esta congregación si les venía deseo de volver aquella vida antigua y libre. Respondió: “Padre, No, porque después que somos esclavos de la Virgen, se nos han  borrado tales pensamientos. Y ya vemos en nosotros tal mudanza que no nos conocemos, porque de bestias que fuimos, nos vemos ahora hombres racionales”» (Ibid., cap. XLVIII).

 

El mozo lo tranquiliza al Padre: Bestias fuimos por la vida antigua y libre, ¡nuestros pensamientos han sido borrados, hemos sufrido una transformación tal que ya no nos reconocemos más; desde ahora somos hombres racionales sometidos a la pureza de lo simbólico! Todo está dicho en este terrible resumen...

 

Entonces Montoya cuenta la historia edificante de los jóvenes que se mantienen vírgenes en el matrimonio. Estamos en el corazón del fetichismo de la Pureza, que conducirá derecho al martirio del Padre Roque del que Montoya cuenta la relación en el capítulo cincuenta y siete para hacer de ella la cumbre de la Conquista Espiritual. Ese martirio es la confrontación a muerte de un chamán y tres Padres, una tragedia alrededor de la que está en juego la Revelación, revelación a partir de la naturaleza para los guaranís y, para el misionero católico, revelación contra la naturaleza.

 

He aquí a los protagonistas:

 

«Entró en la Compañía el año de 1609 y á pocos meses de novicio le hicieron misionero (oficio propio de nuestros profesores); tan conocida fue su virtud et celo que le encargaron la más trabajosa misión que tuvo la Compañía» (Ibid., cap. LVI).

 

Aparece el adversario:

 

«Habitaba por aquel contorno el mayor cacique que conocieron aquellos países (....) llamabase Nezú (3) , lo que quiere decir Reverencia» (Ibid.,  cap. LVIII).

 

Todo comienza inmediatamente y, como de costumbre, por la hospitalidad guaraníe:

 

«...y él, con deseo de tener en sus tierras a los Padres o que fuese falso o verdadero, edificó iglesia para Dios y a ellos casa» (Ibid. cap. LVIII).

 

Pero segùn Montoya el Demonio habla luego a Nezú. He aquí ese texto célebre:

 

«La libertad antigua veo que se pierde de discurrir por valles y por selvas porque estos sacerdotes extranjeros nos hacinan a pueblos, no para nuestro bien, sino para que oigamos doctrina tan opuesta a los ritos y costumbres de nuestros antepasados. Y tú Nezú sí adviertes, empiezas ya a perder la reverencia debida a tu nombre; porque, si los tigres y las bestias fieras de estos bosques te están sujetas, obrando en tu defensa cosas increíbles mañana te veras (ya lo ves en otros) sujeto a la voz de estos advenedizos hombres. Las mujeres de que a nuestra usanza gozas y te aman, mañana las veras que te aborrecen hechas mujeres de tus esclavos mismos. Y que ánimo tan fuerte habrá que sufra tal afrenta? Vuelve los ojos por todos estos pueblos, a donde el poco brío de sus moradores ha hecho hacer pié a estos pobres hombres y verás menguada su potencia; ya no son hombres, son mujeres sujetas a voluntad extranjera. Si aquí no se ataja este mal y tú te rindes, todas las gentes que desde aquí hasta el mar habitan, a tu despecho y deshonor, veras sujetas a estos, y tu que eres el verdadero Dios de los vivientes te veras miserable y abatido; remedio tiene fácil si tu poder aplicas a quitar la vida a estos pobretones» (Ibid. cap. LVII).

 

Se reencuentra el ideal guaraní: la libertad de la palabra de la que cada uno es responsable en las sociedades de reciprocidad en estado disperso, la tradición unida a la filiación y el primado de la alianza que subraya la poligamia.

 

El martirio desde ahora está situado en un contexto sintomático:

 

Se mata al Padre Roque mientras inaugura la primera campana para llamar y reunir a los guaranís. Se puede ver aquí una denuncia de la palabra religiosa que desafía a lo que los guaranís llamaban libertad. El segundo Padre (Alonso Rodríguez) es desmembrado y sus restos son distribuidos alrededor de la iglesia, esa misma destrozada y dispersada luego. El tercer Padre (Juan del Castillo) es matado por los guaranís después que le hubieran pedido proceder a una distribución de hachas y anzuelos. Ahí se puede ver una denuncia de la utilización de la reciprocidad de los dones con fines contrarios. Si Montoya hubiera elegido tales símbolos conscientemente, estaríamos obligados a pensar que era consciente de la teoría guaraníe y que libraba combate no contra los instintos animales, como lo dice, sino contra la reciprocidad misma. De manera que, tal vez, más vale renunciar a la interpretación de esas imágenes en beneficio del inconsciente. Pero es cierto que hay, entre las palabras que Montoya pone en la boca del demonio y su relato de la muerte de los Padres, algunas correspondencias inquietantes. Cómo no notar la siguiente:

 

«Sentimos y con dolor muy grande, el execrable destrozo que hicieron en una imagen de la Virgen, querida prenda del Santo Roque, que fue su compañera en sus peregrinaciones, y colocada en un pueblo y estando ya fundado, la pasaba a otro. Y así (con razón) la llamada “conquistadora”, atribuyendo a su presencia los sucesos prósperos de sus empresas...» (Ibid., cap. LVIII).

Lo que indigna más a Montoya, es la injuria hecha a la estatua de la Virgen. Y lo que ve primero en el Padre Roque es su devoción al concepto de Pureza, transformado en motor de la Conquista Espiritual: “¡la conquistadora!”

 

La venganza de Montoya tiene un nombre del que uno duda: como el corazón del Padre Roque no deja de latir tras su muerte, muchos lo escucharon hablar aún, y decía desde el más allá de la muerte: “... mis hijos vendrán a castigaros por haber maltratado la imagen de la Madre de Dios” (Ibid., cap. LVIII).

 

Montoya no se desarma: la venganza de transforma en castigo. No opone la reciprocidad de los dones a la reciprocidad de asesinato, pero instaura la contradicción simbólica pura de lo imaginario, el combate del ángel de la blancura inmaculada y los espíritus infernales, combate que, a lo largo de toda la Conquista Espiritual, se precisa como el de la Pureza matriz de la Omnipotencia contra la contaminación de ésta por los miasmas de la naturaleza, el combate de la Muy Santa Virgen Madre de Dios contra el Pecado.

 

La dialéctica de Montoya no hace más que revelar cómo el imaginario de los guaranís expresa los valores aparecidos en el seno de las relaciones de reciprocidad.

 

Hay por cierto en la reciprocidad, más que los actos o las cosas que ésa pone en juego, el valor espiritual que produce, llámese lazo social, mana, philia, comprensión mutua, sentido y que los guaranís creen que los misioneros llaman Dios.

 

Para las sociedades de reciprocidad, nadie puede rehusarle al otro el acceso a la reciprocidad, ya que nadie puede rehusarle lo que hace de él un ser humano y cuyos actos están dotados de sentido, ya que un rechazo tal conduce a la nada.

 

Si la alianza no es realizable, su imposibilidad aparece como un asesinato social. Entonces se propone la venganza de un asesinato semejante para reestablecer la reciprocidad. La muerte sufrida se transforma en homicidio del otro para engendrar a contracorriente y contra todo un reconocimiento de sí y del otro, el del hombre guerrero. La reciprocidad de venganza suple a la reciprocidad de alianza cuando ésta ya no es posible ya que el hombre no puede renunciar a la reciprocidad. Aún si tienen que entregar su vida por ello, los guaranís lo aceptan ya que sin la reciprocidad ya no son hombres. No se puede olvidar que los guaranís tenían que aceptar a priori la muerte o el sacrificio para poder participar en la reciprocidad de asesinato y que aceptaban entonces pagar con su vida el acceso a lo sobrenatural. La guerra en los guaranís no tenía como objetivo el pillaje de las riquezas del otro o su aniquilación.

   
 

La idea objetiva y el sentimiento de lo sobrenatural

 ¿Pero cómo liberarse de lo real, sea nupcial u homicida?

 

Los dones que uno desprende de sí mismo o de su patrimonio constituyen una primera superación. Mientras el cuerpo a cuerpo de las prestaciones totales pone en juego todo lo que uno es para engendrar este Otro que aún no es, uno no compromete en el don sino una parte de sí para engendrar más que sí mismo. Además es posible multiplicar considerablemente el número de esas alianzas por el don.

 

Por otra parte, los objetos que entran en la mediación de las relaciones de reciprocidad se convierten en símbolos del valor producido y los mensajeros de una comunicación que ya no conoce límites. El ser social, ya que siempre nace entre los hombres, aún es experimentado como un espíritu, pero éste está, desde ahora, anclado en las cosas dadas y recibidas, como si animara entonces las cosas y vendría a alojarse en el donador, darle su nombre al mismo tiempo, entonces, que la calidad o la fuerza de esas cosas.

 

Los guaranís aceptarán la tutela de los jesuitas sólo a condición que sus relaciones sociales estén estructuradas sobre la reciprocidad de dones. Evidentemente, cada vez que podrán reemplazar la reciprocidad de asesinatos guerreros por la reciprocidad de dones lo harán y el don del hacha jugará un papel decisivo en esta sustitución.

 

La relación de reciprocidad se ejerce entonces en dos niveles, el de lo real, donde se comparte con el otro los medios de existencia, la vida, el techo, el alimento, de tal modo que se produzca el sentimiento mismo de la humanidad... y aquel de lo imaginario, en el que el sentido se expresa por imágenes u objetos.

 

La reproducción de valores así representados en objetos precisos, depende desde entonces de la reproducción de las condiciones de su nacimiento, y las palabras o los objetos simbólicos mandan reproducir el acto que les ha dado sentido. Decir el sentimiento que nace de una relación de alianza obliga a reproducir la alianza. Decir que se es prestigioso obliga a redistribuir la riqueza.

 

La fascinación de los guaranís por la expresión del sentido, por la palabra, es tal que atribuyen a la palabra la eficiencia del acto que la acompaña. Decir un asesinato o proclamarse asesino es indisociable del asesinato del enemigo bajo pena de muerte espiritual, bajo pena de pérdida de sentido.

 

Basta, sin embargo, que toda realidad sea imaginada como la traducción de una palabra para que la palabra siempre pueda ser eficiente: cuando no está verificada concretamente se puede creer, en efecto, que ha encontrado otra palabra de una eficiencia superior. Toda realidad es postulada así como dependiente de una palabra y de un espíritu. El mundo se convierte en el teatro de un combate entre espíritus. Mas precisamente una muerte accidental puede ser interpretada como la eficiencia de una palabra enemiga y desconocida. La bendición o la maldición salvan o matan, y en un contexto cultural preciso, se comprueba. Pero, si ese contexto se modifica y la realidad no se conforma a la palabra, esta eficiencia atribuida a la palabra se revela como frágil.

 

Cuando la realidad es así, la expresión de una presunta potencia espiritual, en vez de prestar su imagen a los valores producidos por la reciprocidad, el simbolismo cambia de naturaleza y viene a ser un fetichismo. Eran simbólicas las representaciones de valores nacidos de las estructuras sociales, como la imagen del sol para la gloria del donador. A partir de ahí, será llamado fetichismo todo aquello cuya eficiencia material es considerada como la expresión de un valor espiritual, como la enfermedad de los ladrones de caña de azúcar por la maldición de Tabuici, o como la muerte del mismo Tabuici por la maldición del misionero. Llamo aquí simbolismo a la génesis de un valor espiritual y fetichismo al hecho de atribuir a la realidad la eficiencia de un presunto valor.

 

Cuando los guaranís escuchan a los sacerdotes anunciar la resurrección de los muertos, creen literalmente en su palabra. Los misioneros utilizan esta fe para sus fines o la convierten en motivo de mofa, mofa cruel cuando la oración misionera pronunciada en latín no puede ser sino confundida con un murmullo, ya que entonces una ilusión semejante da cuenta de la fe de los guaranís en la palabra.

 

¿Cómo lo simbólico puede mutarse en poder en vez de traducirse en sacramento? La pregunta recibe entonces una respuesta dramática al fin de la Conquista Espiritual del Paraguay.

 

Los demonios que Montoya percibió en su primer sueño, los esclavistas, se agolpan en las reducciones jesuitas como en reservas potenciales de esclavos, y cuando la resistencia de las víctimas se organiza, se vengan exterminándolos:

 

«Estaba el enemigo muy alegre dando gracias a Dios por ver arder la Iglesia; el cerco era pequeño, el fuego grande, el sol echaba rayos encendidos, el peligro del enemigo estaba claro; al fin juzgaron con razón fiarse del racional enemigo (si tal nombre merece) antes de abrazarse en aquella hoguera. Abrieron un Portillo, y saliendo por él al modo que el rebaño de ovejas sale de su majada al pasto, como endemoniados acudían aquellos fieros tigres al Portillo, y con espadas, machetes y alfanjes derribaban cabezas, trochaban brazos, desjarretaban piernas, atravesaban cuerpos, matando con la más bárbara fiereza que el mundo vio jamás los que huyendo del fuego encontraban con sus alfanjes. Más ¿qué tigre no rehusara de ensangrentar sus uñas en aquellos infantes tiernos, que seguros parecían estar asidos a los pechos de sus Madres? Sin encarecimiento digo que aquí se vio la crueldad de Herodes y con exceso mayor porque aquel perdonando a las Madres se contentó con la sangre de sus hijuelos tiernos; pero estos, ni con la una y otra se vieron hartos, ni bastaron los arroyos que corrían de la inocente sangre a hartar su insaciable fiereza. Probaban los aceros de sus alfanjes en hender los niños en dos partes, en abrirles las cabezas y despedazar sus delicados miembros. Los gritos, vocerías y aullidos destos lobos, con las lastimeras voces de las madres que quedaban atravesadas de la bárbara espada y de dolor de ver despedazados sus hijuelos, hacía una confusión horrenda» (Ibid., cap. LXXL).

 

Para los portugueses, adversarios de los jesuitas, todos los seres humanos que no están sometidos a su fe y a su autoridad pueden ser aniquilados y ello bajo los ojos de los sacerdotes y religiosos que abogan por su causa. La paradoja va hasta el placer de quemar la iglesia que los guaranís edificaron bajo su tutela. Cuando matan, matan dando gracias a Dios, al Dios cristiano, porque ¡piensan que los guaranís en sus reducciones no son verdaderos cristianos!

 

¿No conoció el mismo Montoya ese dilema, él que no vaciló en sancionar el poder de lo simbólico por la realidad cuando el buen cacique envía a su rival al fondo del río con una piedra atada a su cuello para ver si era Dios? ¿No está Dios, en un desafío semejante, privado de todo sentimiento y reducido a la prueba de la fuerza?

 

«Habíase retirado a esta leonera un demonio llamado Tayubay, muy grande hechicero, que quiso en San Miguel con sus mentirosos enredos defender la entrada al Evangelio, pero los vecinos de aquella población lo llevaron atado a la presencia del P. Cristóbal, el cual le tuvo un día entero en su misma celda, corrigiéndose con blandura y amor; pero este género de demonios no se vence sino con el castigo» ! (Ibid.,  cap. LXX).

 

Entonces Montoya cuenta el martirio del Padre Cristóbal de Mendoza. Es como un epílogo, la lección que puede retenerse de la historia de las reducciones. Cuando el Padre Cristóbal de Mendoza cae en la emboscada de Tayubay, se escucha darle vuelta al desafío de la realidad: “Donde está (decían) el Dios que haz predicado? Ciego debe de ser, pues no te ve, y su poder ninguno, pues no te puedes librar de nuestras manos” (Ibid., cap. LXXI).

 

Sin embargo, Montoya confirma la importancia de la fuerza en la mano de Dios:

 

«El Santo arguyó de su perfidia, ya amonestándoles con amor a que, dando de mano al gentilismo, abrasen la ley de los cristianos, ya amenazándoles con el riguroso castigo con que Dios castiga a los rebeldes, que si disimula y espera, descarga la mano más pesada» (Ibid., cap. LXXI).

 

Los guaranís responden con la misma mano pesada y Montoya analiza esta violencia: “Prosiguió el Santo con su predicación, y ellos con golpes y porrazos, cortándole los labios de la boca, la oreja que le quedaba, y las narices, repitiendo por mofa lo que el Santo solía decir a los cristianos en la explicación de la doctrina”. Y como el Padre sigue rezando: “le sacaron la lengua por debajo de la barba, y con bestial fiereza le fueron desollando todo el pecho y vientre, que todo hacía un pedazo con la lengua» (Ibid., cap. LXXI).

 

Incontestablemente, la lengua interviene como instrumento de la palabra para los guaranís y lo que destruyen ¿no será una palabra que les parece corrompida en la idea de fuerza? Si Dios es la fuerza, ¡qué lo pruebe! El Absoluto metafísico y sin embargo dotado de fuerza física les parece una mentira, y cortan la lengua del mentiroso. ¡Hay que endosar al misionero la piel del mentiroso, así como el misionero les haría endosar la piel de los demonios de la naturaleza!

 

Inmediatamente los guaranís reactualizan su propio rito: el sacrificio de Isaac, pero sin la expresión simbólica que le sustituye el cordero:

 

«Volvierónse a sus casas estas bestias, y no hartos con las carnes de tan amoroso Padre, fueron a comerse dos hijos que el Santo en Cristo había engendrado, cautivos en antecedente día, y relamiéndose en la inocente sangre, con gran festejo y provisión de vinos hicieron pan molido entre sus dientes, que servirá en la mesa de Dios eternidades» (Ibid. cap. LXXI).

 

¡Increíble! Montoya relaciona la mesa de Dios con los términos vino y pan sin darse cuenta de que son, en el espejo de lo simbólico, los reflejos perfectos de lo que él ve en lo real: un sacrificio para que nazca el dios de la venganza.

 

¿Por qué el sacrificio pone en juego lo real (el sacrificio del prisionero) si no es porque el pasaje en lo simbólico acaba de fracasar, y por qué fracasa si no es porque Montoya lo somete a la fuerza? Pero prefiere dar la última palabra a la fuerza: «todos, dice, fueron matados y Tayubay tomado vivo, fue conducido al sitio donde murió el Padre Cristóbal y ejecutado».

 

La Conquista termina... el holocausto de los guaranís por los cristianos portugueses es pronto generalizado a todas las reducciones, “Uso común es de estos homicidas cuando se parten con la presa quemar los enfermos, los viejos e impedidos al caminar, porque si quedan vivos, a la memoria de los que quedan, se vuelven los que van” (Ibid. cap. LXXVII). Se puede decir que el hombre racional (de la razón utilitarista por supuesto) aumenta la fuerza de la pureza del simbólico por la eficacia del cálculo!

 

¿No anuncia la razón utilitaria, invocada para justificar una medida semejante, la racionalidad de los campos de concentración y de las cámaras de gas? Habrá sido necesario esperar a que la cuestión del hombre, tan apasionadamente debatida por los guaranís, al punto de pagarla con su vida, tropiece con lo que Montoya llama un holocausto, prefiguración de la solución final, para poner en dudas la idea del Criador como matriz del sentimiento de lo divino.

 

La relación de la Conquista Espiritual termina brutalmente con una pregunta sin respuesta: ¿qué relación hay entre la concepción del Mal que sugiere la visión inicial (la esclavitud de los guaranís) o la visión final (el holocausto de los guaranís) y la concepción del Mal que sugiere la tesis defendida durante toda la relación apasionada de la Conquista Espiritual describiendo el Mal como la impotencia de lo imaginario por liberarse de su contexto y hacerse transparente a los valores sobrenaturales? ¡Evidentemente lo que altera a la pureza de la idea de Dios  viene a ser el Mal! ¡Ahí empieza el infierno! Y para enfrentar el Mal acude a la fuerza quien pretende tener la verdad sobre Dios: Montoya con el cacique malo matado por el cacique bueno, los portugueses cuando queman a los guaranís de las reducciones jesuitas, etc…

 

Montoya ha destruido el dinamismo religioso y político de los guaranís ya que hace un impasse sobre la reciprocidad bajo el pretexto, es cierto, de que la reciprocidad en los guaranís estructura las fuerzas naturales, pero igualmente hace el impasse sobre las mismas estructuras de reciprocidad en el seno de la palabra como si la palabra no fuera sino la expresión del valor puro y no podía, a su vez, ser relativizada por otra palabra para engendrar, según ese movimiento permanente de encarnación y de resurrección, siempre más humanidad.

 

Si el don es una palabra silenciosa que reabre la reciprocidad, toda palabra es también un acto que compromete al otro en su comprensión. En ausencia de reciprocidad, al contrario, la palabra encierra la revelación en un horizonte de conocimiento objetivo que pronto se apodera de todo el campo de la conciencia. Viene entonces la idea de Dios a sustituir el sentimiento de Dios desde el momento en que el individuo rompe la reciprocidad. En tal caso no tiene mas en su mente que unas concepciones unilaterales del Bien y del Mal: ¡el árbol del conocimiento!

 

   
   

Conclusión

 Montoya tropezó con las autoridades políticas de los guaranís que él llama caciques. Los dividió en buenos y malos caciques. Los buenos caciques se someten al don de la hacha. Los malos caciques oponen a la palabra religiosa del misionero la libertad de la palabra de la cual cada guaraní era responsable en función de su capacidad de expresar el sentimiento engendrado por la reciprocidad. Los misioneros no tienen dificultad en vencer a los malos caciques por su alianza con los buenos caciques. Los caciques que reivindican la libertad son maltratados y objeto de burla, ya que los jesuitas son los únicos en poder ofrecer una barrera eficaz contra la esclavitud. Pero el debate hace aparecer otra contradicción: la palabra entre los guaranís no sólo toma su fuente en la reciprocidad de alianza y la reciprocidad de dones. Toma su fuente en toda forma de reciprocidad, incluida la de los raptos, de la violencia y la guerra. Los jesuitas están, entonces, forzados a enfrentar los pajé, los hechiceros cuya palabra es tributaria del imaginario de la venganza. Pero como los guaranís aceptan muy rápidamente la conversión de un imaginario en el otro y de la reciprocidad de venganza a la reciprocidad de dones, y lo hacen de buen grado mientras ello sea posible, aún ahí la resistencia de los guaranís obliga a descubrir otra causa: los jesuitas deben afrontar a aquellos de los guaranís que dominan la palabra religiosa.

 

Montoya los retrata de una forma curiosa. En el capítulo titulado Ritos de los indios guaranís, pretende que: “Conocieron que había Dios, y aún en cierto modo su Unidad, y se colige del nombre que le dieron, que es Tupá; la primera palabra tú, es admiración, la segunda pá es interrogación, y así le corresponde al vocablo hebreo manhu, quid est hoc, en singular. Nunca tuvieron ídolos, aunque ya iba el demonio imponiéndoles en que venerasen los huesos de algunos indios, que viviendo fueron famosos Magos (como adelante se verá). Al verdadero Dios nunca hicieron sacrificio, ni tuvieron más que un simple conocimiento, y tenga para mí, que solo esto les quedó de la predicación del Apóstol Santo Tomé, que como veremos les anunció los misterios divinos” (Ibid. cap. X).

 

Nada pues del sacrificio de los prisioneros, de los rituales chamánicos para apoderarse del soplo del espíritu divino en los tabernáculos-calabazas, de lo que se nos informa en otra parte, por Hans Staden por ejemplo. Solamente que tuvieron la idea de Dios y esta única referencia a Dios es inmediatamente llevada a la supuesta predicación de Santo Tomás. Montoya reconoce, como quiera, al menos implícitamente, las disposiciones de los guaranís a la palabra religiosa, ya que los denuncia cuando se prestan los rituales de los misioneros. Las tentativas de los chamanes para imitar los ritos sacerdotales muestran, por lo menos, la importancia que los guaranís conferían a la palabra religiosa. Pero a la dialéctica de los guaranís (la metamorfosis de las fuerzas de la naturaleza en sentimiento espiritual por medio de la reciprocidad) Montoya opone la separación radical de lo espiritual y lo natural e incluso su oposición.

 

¿Por qué Montoya adolece de ceguera hasta tal punto sobre el principio de la reciprocidad que toca con las manos todos los días y que nos describe con una sagacidad aún inigualada por los antropólogos modernos?

 

Nos da la razón de ello cuando cree deber interpretar el don a los guaranís como una compra, y la sumisión del donatario al donador como la venta de su alma. La sustantificación de los valores (aquí de las almas por lo simbólico puro) autoriza, en efecto, a tratarlos como cosas sustituibles de las que cada uno tendría la libre disposición (y de manera racional). (¡Suena la palabra del mozo guaraní¡ : Padre, no, porque después que somos esclavos de la Virgen, se nos han  borrado tales pensamientos. Y ya vemos en nosotros tal mudanza que no nos conocemos, porque de bestias que fuimos, nos vemos ahora hombres racionales...).

 

Es en realidad la reciprocidad la que produce la dignidad de los guaranís (la reciprocidad de filiación, de alianza, de venganza, de don...) como es la reciprocidad la que produce el valor común y que por no pertenecer a nadie, se llama Dios.  Cosa rara, Montoya, que no ve en la naturaleza sino un juego cruel de fuerzas, y que está fascinado por lo que no se encuentra en ella, no ha observado que fuera del campo de la sociedad humana, la reciprocidad no existe en ninguna parte. Más extraño aún, al primado del interés, ley de la naturaleza, Montoya suscribe interpretando el don como una compra, el contra don como una venta, la reciprocidad como un intercambio.

 

Así, privados de la reciprocidad bajo el pretexto de que ella movilizaba las fuerzas de la naturaleza (esta naturaleza que entre los guaranís se puede llamar la Tierra), privados del imaginario en el cual expresaban sus valores (su palabra) los guaranís fueron sometidos a doctrinas que ellos describieron o condenaron como ajenas, probablemente porque hacen referencia a un más allá metafísico con el cual no podían comunicar si no fuese por la mediación de los religiosos cristianos acreditados por eso de poderes excepcionales, un más allá que tiene que ver con el proceso del conocimiento y ¡también del intercambio!

 

Sin tierra ni palabra, así quedaron los guaranís de las reducciones, pero la vida y la lengua a salvo y, con ellas, el secreto de la reciprocidad, que Melià llama la memoria del futuro, mientras que aquellos que no tuvieron el privilegio de someterse a los misioneros no tuvieron otra alternativa que la esclavitud o la muerte por el genocidio.