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Cartas

   
 

Carta a Guillermo Bonfil Batalla


Introducción

Durante el congreso de Barcelona, Guillermo Bonfil Batalla acababa de publicar México Profundo. Este libro magnífico tuvo un enorme éxito. Impactó fuertemente porque revelaba, en un bello estilo y acompañado de una convincente ilustración científica, que las sociedades mexicanas disponían de una vivencia de profunda riqueza, y cuya lógica no era la que le imponía sistemáticamente la modernidad capitalista. La contradicción de estas dos lógicas resplandecía en cada página.

No obstante, cuando yo terminé de exponer mi punto de vista sobre la reciprocidad, Guillermo Bonfil fue el primero en inquietarse por una cuestión que quedaba en suspenso en su libro: había descrito, efectivamente, dos sistemas opuestos; el uno, de intercambio, justificado por la competencia entre intereses privados y, el otro, de reciprocidad y dones; pero le parecía haber presentado al primero, como un sistema dinámico, y al segundo, como un sistema estático. Le pareció, al contrario, que yo había insistido sobre la dinámica del don y la reciprocidad y me pidió una crítica de su libro México Profundo. Yo rechacé la demanda porque nunca había ido a México y me hubiera sido difícil ser suficientemente preciso en mi análisis.

Pero Guillermo Bonfil insistió y argumentó, pidiéndome trabajar con él, porque haciendo la suma de las observaciones de México Profundo, había llegado a la conclusión que la dinámica del sistema de reciprocidad abría un porvenir a las poblaciones mexicanas. Él quiso completar este libro y me propuso participar en ello con una crítica que lanzaría la discusión sobre este punto preciso: las sociedades de reciprocidad no son estáticas.

Comencé esta crítica. Fue interrumpida por la muerte accidental de Guillermo Bonfil Batalla. Es, tal vez, anti-deontológico publicar un texto que pretendía ser una contribución a un trabajo común, cuando su iniciador, aquel que tenía que ser su principal artesano, ya no está; más aun, cuando el tiempo marcó el documento y éste quedó inacabado.

Ya no sería posible, hoy, enfocar el desarrollo de la reciprocidad a través de la sola reciprocidad de los dones; tampoco de ser opuesto de manera tan categórica a la idea de un control de la comunidad sobre la dialéctica del don. Guillermo hubiera contestado, probablemente con razón, que existe un control del don por la reciprocidad simétrica, que no tiene existencia sino por la existencia de la comunidad; porque cuando la reciprocidad simétrica se desarrolla en sistemas complejos, haciendo intervenir a las instituciones y al Estado, ejerce efectivamente un control sobre el don y su dialéctica; un control que podemos entender semejante a aquel que ejerce la razón. Y yo, probablemente, hubiera contestado que el equilibrio mismo tiene su propio crecimiento. Tal vez, Guillermo Bonfil hubiera comentado que no es lo mismo, para un sistema de reciprocidad, medirse con otro sistema de reciprocidad que medirse con un sistema de intercambio, pues, en este caso, es indispensable prever una interfase que proteja el sistema de reciprocidad contra su destrucción, mostrando que esta defensa justifica el término de autosuficiencia (consigna que se ha vuelto muy actual frente a la mundialización del libre cambio), y no me hubiese quedado otra respuesta que rendirme a sus razones.

Si, a pesar de ello, publicamos este texto inconcluso es porque trata exclusivamente de la dinámica de la reciprocidad, a menudo descuidada, y porque pretende revertir la opinión común según la cual la comunidad se definiría por una identidad que vendría a ser una frontera paralizante. Y justamente este tema de la comunidad, como prisionera de una identidad colectiva que impediría a los hombres salir de ella y participar en la historia universal, es recalcada, actualmente, por los defensores del sistema capitalista.

Esta tesis de la inmovilidad del sistema de reciprocidad ¿no jugaría el rol de denegación, en el sentido psicoanalítico del término, es decir, el rol de una acusación que atribuye a otro algo del cual uno mismo no quiere reconocerse sujeto o causa? A juicio mío, los capitalistas temen reconocer que las murallas en cuestión no son los límites naturales de la reciprocidad, sino la interfase de la reciprocidad y del intercambio. Y más aun, temen darse cuenta que esta interfase se debe esencialmente a la naturaleza del intercambio, pues son los accionistas del intercambio quienes se excluyen de la reciprocidad. El libre cambio generaliza esta interfase negativa hasta que se vuelva propiedad privada. Y nos damos cuenta entonces que la reciprocidad, por el contrario, destruye este límite. Esta paradoja significa una tremenda deficiencia del sistema de intercambio: las murallas, que esterilizan la inversión y la producción generalizada para el buen vivir, se deben a la economía de intercambio.

Era este punto, justamente, el que Guillermo Bonfil quería poner en juego en la siguiente discusión que pensaba proponer a la filosofía política de su país: quería mostrar que la reciprocidad podía ser el motor de una avanzada económica, social, política; que sería una alternativa a la decadencia prometida por la integración de la sociedad mexicana al modo de vida capitalista. Por tanto ¿no deberíamos respetar lo que se volvió una especie de última voluntad, al menos parte de ella, la parte que me asignó? No tengo otra razón, al publicar este texto, que respetar esta pequeña parte de una visión profética que Guillermo Bonfil Batalla soñaba desarrollar para el futuro de México. ¿Tenemos que renunciar a ello porque la expresión de esta crítica hubiera probablemente sido enmendada por una relectura más precisa de México Profundo o porque concierne solamente un punto teórico sin que podamos examinar todas las riquezas de México Profundo que anticipaban la crítica misma? Se trata aquí, solamente, de precisar una articulación del pensamiento de Guillermo Bonfil Batalla a la hora en la que nos dejó su reflexión en pleno auge.

26 de diciembre de 1990

Querido Guillermo Bonfil,

Creo que estamos de acuerdo sobre el hecho que dos civilizaciones se interpenetran, luchan, pero nunca se confunden (como el aceite y la agua). La etnología mexicana pone el acento sobre la complementariedad, la armonía, la ecología, como referencias de la tradición y que son, evidentemente, opuestas a la competencia, la acumulación y la explotación. Lo que intento agregar es que el sistema de los pueblos amerindios no es estático, sino que crece también; crece, por lo menos, en lo que podemos llamar lo ético. Pero no podemos olvidar que, la creación de lo ético, empieza por el respeto de las necesidades del Otro; por tanto, pues, también por un orden económico. Por eso propongo la idea de «dos economías» (y no solamente una). Caso contrario, lo ético sería nada más que un sistema de compensación de la inhumanidad de la economía capitalista.
Lo que proponen, hoy, muchos colaboradores del sistema capitalista es insuflar, a la ley del valor del sistema capitalista, motivos morales. Pero estos motivos ¿dónde los encuentran? ¿en las religiones? ¿no resucitan acaso al idealismo? Me parece que la ética, que surge de la reciprocidad, da a la misma reciprocidad un papel económico tan importante, como el rol económico que otorga el interés privado al sistema de intercambio y de competencia.
Las líneas siguientes son una suerte de reflexión, acerca de una pequeña parte de tu obra que toca este punto...

Crítica a México Profundo

Una frase de México Profundo me parece resumir la tesis de Guillermo Bonfil Batalla sobre la economía amerindia:

«Hay una lógica práctica en la distribución del tiempo de trabajo y en la diversificación de las actividades. Pero esa lógica se pone de manifiesto únicamente si se conocen los objetivos últimos de la actividad productiva, las necesidades que debe satisfacer. Las culturas indias tienden a la autosuficiencia».

Es verdad que si la reciprocidad se funda sobre el don, el don mismo, teniendo la necesidad de conocer la necesidad del otro, la complementariedad de los estatutos de una comunidad, bastaría para satisfacer el consumo de todos.

¡Pero...! El don no se preocupa por los límites del consumo del otro. Una vez alcanzadas éstas, las sobrepasa mediante el convite, la fiesta, el potlatch... No hay límites al don. Ninguna autosuficiencia puede pretender detener el crecimiento de una economía de reciprocidad. El crecimiento está asegurado por la lógica del don; y, encima, es acelerada por la competencia entre donadores quienes, todos, quieren adquirir el rango más elevado en la jerarquía del prestigio.

Lo que pudiera sugerir que la economía del don es una economía de autosuficiencia, es, tal vez, el hecho de que en ciertas comunidades, cuando la producción material satisface las necesidades de todos, la inversión en la producción de esta riqueza material se detiene en beneficio de otras producciones menos visibles. Pero no se puede limitar la producción del don, por el consumo material, porque el don está implicado en una estructura más fundamental: la reciprocidad que produce más de lo que produce el don. Produce, en efecto, un valor espiritual (la philia o la charis en griego antiguo, el mana de los polinesios...), un sentimiento que se encuentra en el origen de las artes, de la religión, de la cultura...

Así, pues, si no vemos que la producción se concretiza en un consumo material, como en el caso del potlatch, es que el tiempo de trabajo se ha reconvertido en producción espiritual: danza, música, filosofía... Y el deseo del hombre es infinito.

Si la palabra “suficiencia” me parece no poder describir esta magnífica aspiración hacia lo espiritual, el prefijo “auto” me parece paradójico para definir una relación que siempre es una apertura hacia los demás. No es la unidad de la familia la que cuenta, en las sociedades de reciprocidad, sino la invitación de la familia a otras familias; no es la autonomía del linaje, sino la invitación del linaje a otros linajes; no es la subsistencia de una etnia, que interesa a una etnia, sino entrar en relaciones, aunque sean guerreras, con otras etnias.

La noción de alteridad es fundamental en la economía del don: es la articulación elemental de la reciprocidad. La reciprocidad no es el encierro de tú en mí, ni de mí en tí, sino que empieza por la apertura de mí a tú y de tú a mí, y sigue con la apertura de nosotros a los demás, etc. Cerrar la reciprocidad por una frontera, en algún sitio, hace pensar en esta leyenda relatada por Lewis Hyde en The Gift: dos religiosas se daban limosna mutuamente, pero exclusivamente entre sí; su tumba se transformó en un pozo del cual nadie podía beber porque el agua se había envenenado.

Es verdad que, a medida que se construye una comunidad, las relaciones de reciprocidad se vuelven complementarias entre sí y las producciones culturales se tornan tributarias del imaginario complejo de esta comunidad. La unidad, de esta cultura y de esta economía, ofrece al extranjero cada vez menos posibilidades de integración inmediata pero, ante todo, no puede ser compatible, a causa de su complejidad, con otra organización que se base en otro sistema de reciprocidad. La solución consiste entonces en encontrar el medio de redistribuir los valores, de los unos y de los otros y viceversa, gracias a puentes de reciprocidad intercomunitarios.

Me parece que lo que describe Polanyi como comercio a larga distancia (en especial refiriéndose a los imperios amerindios) constituía estos puentes de reciprocidad entre comunidades distintas. Había, por cierto, búsqueda de equivalencias, pero de equivalencias simbólicas, entre los personajes que así comerciaban. ¡No niego, por tanto, la existencia del trueque! Todas las sociedades humanas han conocido el trueque, pero todas o casi todas, lo han reducido a una actividad de segundo nivel, a un recurso. Creo que se ha sobredimensionado el trueque, en las prestaciones de las sociedades de reciprocidad, en relación a las prestaciones regidas por el don.

Frente a las apariencias, con las cuales los hombres se entretienen, la pregunta planteada en México Profundo es: ¿por qué los hombres actúan así?

Guillermo Bonfil contesta:

«Intervienen desde luego, mecanismos de presión social (...). La presión social, sin embrago exige también una explicación. Y esta se halla en el hecho de que la participación es una condición indispensable para ser reconocido y admitido como integrante del grupo, de este grupo, que se asume como depositario exclusivo de un patrimonio heredado. Para tener acceso legítimo a ese patrimonio y para poder intervenir en las decisiones sobre el mismo, es necesario ser miembro del grupo; y para serlo (el círculo se cierra) se debe probar que se aceptan las normas colectivas ».

El «todo» ejercería entonces un control sobre las partes. La unidad de la comunidad controlaría a los diferentes miembros de esta comunidad, en la medida en que pretendiesen acceder al poder de esta comunidad. Pero esta presión social, incontestablemente reguladora ¿puede ser una fuerza motriz de la evolución de esta sociedad? La Tradición ¿sería sólo un conservatorio del patrimonio para la identidad colectiva, que se opondría a toda innovación?

¡Hay, tal vez, otra manera de interpretar la Tradición!

En un sistema de reciprocidad, la Tradición es un lenguaje común que proporciona a cada uno un acceso a relaciones de reciprocidad. No dispone del discurso: dispone al discurso; no cierra: autoriza. La regulación, desde ya, no es más un encierre en un molde cultural. Todos los escalones de la responsabilidad política parecen destinados a dar más potencia al donador.

El don de cada uno no se debe limitar, controlar, condicionar, sino multiplicar, aumentar, acelerar. Si se interpreta la Tradición, como el capital de estos procesos de apertura, entonces intenta conferir a la energía de cada uno su más grande eficacia.

El sistema de reciprocidad hace pensar en un solenoide en el que mientras más se reproducen los círculos, más intensa es la inducción magnética. Mientras más se multiplican los ciclos de reciprocidad, tanto más crece el valor producido. Los ciclos se reproducen, no para estabilizar o conservar una ventaja obtenida, una situación adquirida, sino porque del corazón de cada ciclo nace una plusvalía espiritual. Si ponemos nuestra atención en el equilibrio de fuerzas, que hacen un ciclo, da la impresión que siempre es el mismo: A da a B, y B da a A, etc. o A da a B que da a C, que da a A... Pero la philia, el mana, producido por la reciprocidad, es de valor 1, para el primer ciclo, de valor 2 si el ciclo se reproduce, de valor n si el ciclo se reproduce n veces. El equilibrio es, por tanto, una noción equivoca, sino engañosa, porque hay que contar el valor de lo que no se ve: la philia, el mana, el Tercer indiviso, T en nuestro esquema.


Si no remarcamos este mecanismo de crecimiento de la energía espiritual, que funda la cultura, estaríamos reducidos a considerar la cultura como un patrimonio caído del cielo o engendrado por la tierra de manera misteriosa. Los primeros franciscanos y jesuitas, que desembarcaron en tierras americanas, creyeron que el patrimonio espiritual que encontraron, y que no podían negar, había sido dado a los indígenas por Dios en otros tiempos y que, por tanto, éstos habían conocido la Biblia. Para justificar su misión, inventaron, luego, que los indígenas habían perdido el santo libro durante el diluvio o, también, que lo que poseían de mística les había sido traído por la predicación del apóstol Tomás, que hubiera dado la vuelta al mundo por China. Referirse a la historia, como a otro deus ex machina, para explicar este patrimonio, sería remitirse ya no a Dios, ¡sino al Diablo!

El motor de la historia de las comunidades indígenas es nomás la reciprocidad.

No se puede decir, a la vez, que el don es el motor de la economía y que la economía está subordinada a la preservación de un patrimonio cultural, o que el don perpetua un orden establecido o restaura la coherencia de una identidad colectiva preformada. Sería tratar la economía de reciprocidad de manera funcionalista. Hay que concebir a la reciprocidad como una dinámica de apertura hacia el otro; el don, como una superación de sí mismo, como una invitación al otro y, eso, no con la preocupación de algún interés privado, sino con la preocupación de un más-allá de lo que ya existe, con la preocupación o el deseo de una realidad de un orden superior, que no pertenece a nadie.

Esta potencia superior de nuestra conciencia humana no tiene límite objetivo. Por tanto, tiene un nombre: libertad. La finalidad del don es de orden ético, aun si la abundancia material es una condición sine qua non para ello. Los estatutos de una comunidad están todos ordenados en torno a este eje evolutivo e, incluso, a este eje dialéctico, la dialéctica del don.

Llama la atención la semejanza entre ciertas páginas de México Profundo, dedicadas a la economía de prestigio, con aquellas escritas por William Carter y Mauricio Mamani, Irpa Chico, que describen la misma economía en Bolivia. Se ve los mismos principios hasta en los detalles, para comunidades, las unas herederas de los aztecas y las otras de los incas. He aquí, por cierto, un argumento para la unidad de la civilización amerindia. En Bolivia, como en México, las comunidades están fundadas por el principio de reciprocidad. La reciprocidad es la sede del sentimiento primordial de la humanidad y cuanto más se participa de la reciprocidad, tanto más se adquiere autoridad moral. Pero ¿cómo participar de ella?

Primero y ante todo, por esta palabra silenciosa y mágica, entendida por todos, tanto por enemigos como por extranjeros y amigos: el don.

Aquí y allá los principios son los mismos: más se da, o mejor se da, más grande se es y tanto más respetado por todos, pues la autoridad tiene el mismo sentido para todos. Cuanto más se es estimado, tanto más se recibe la confianza de los demás y se tiene responsabilidades sociales y políticas, hasta económicas. Y cuanto mejor se cumple con los cargos, mejor si de manera generosa, tanto más se crece en la escala del prestigio.

Sin embargo, los dos análisis parten de una misma idea que, me parece, dice las cosas de manera invertida: parten de la idea de un control de la inversión de cada uno por la comunidad. Este control existe indiscutiblemente. Pero lo esencial es el trabajo-para-el-don, puesto que este trabajo es el que crea la comunidad y la civilización, no a la inversa.

No obstante, porque se observa comunidades creadas en el pasado, existe la tentación de explicar la motivación del don, de la generosidad, del altruismo, como si la totalidad fuese primera e incitase a cada uno a dar y a merecer su integración social en esta totalidad, y a ser reconocido dentro del orden establecido. Luego, es tentador explicar la identidad de esta totalidad, como una herencia del pasado y ya no como un futuro por construir. Así, el patrimonio sería un objetivo para cada individuo que intentaría apropiárselo. O también, cada uno intentaría conformarse lo mejor que se pueda al imaginario antiguo, para no desaparecer a los ojos de los suyos. Frente al mundo exterior y frente al extranjero, percibidos desde luego como amenazas hacia esta identidad, hasta como enemigos irremediables, se estaría en la defensiva para proteger su imaginario. Para adherir a la identidad tradicional, cada uno se confinaría a obligaciones sociales que se volverían coacciones, obligaciones de servir a sus más prójimos, pero con el objetivo reductor de asemejarse a ellos. En vez de ser un acto libre y creador, en vez de ser la expresión del deseo y de la audacia, una apuesta por la humanidad, el don sería el precio a pagar, la coacción a sufrir, para recibir de una sociedad protectora, su nombre de ciudadano o de hombre. Sólo los audaces traspasarían los límites y recorrerían el mundo.

Por cierto, la preocupación del interés privado, que caracteriza los usos y costumbres occidentales, una vez extrapolada y proyectada sobre las comunidades de reciprocidad, puede justificar tal ideología. Es también posible que una religión no tenga otra salida que este encierro identitario sobre sí mismo que conduce al fascismo, y que conciba al don como la remisión de la libertad perdida.

Pero tales ideologías o tales religiones, no son características de un sistema de reciprocidad.

Quisiera, ante todo, entender por qué la etnología se aferra a esta tesis de la primacía de la identidad comunitaria o de la conservación del patrimonio (tesis que se podría llamar patrimonialista) sobre la dinámica creadora del don.

Según México Profundo, la idea del primado de la identidad comunitaria está ligada a dos nociones claves: la noción de igualdad y la noción de un equilibrio universal. Veámoslo:

«Resulta visible la correspondencia entre los diversos aspectos de la cultura india que se ha mencionado hasta aquí. La orientación de la producción hacia la autosuficiencia es congruente con la economía de prestigio: ambas tienden a igualar los niveles materiales de vida y obstaculizan la gestación de diferencias de riqueza (…)
Todo esto se expresa y se justifica en el orden de las ideas a través de una visión trascendente del hombre y del universo. Según esa concepción, la naturaleza, de la que forma parte el hombre, está regida por un orden cósmico al que deben ajustarse todos los seres
».

Pero no podemos decir que las relaciones de reciprocidad provocarían sólo la igualdad de las riquezas, si se entiende por ello que esta igualdad obstaculizaría la génesis de las diferencias... Sería, más bien, la posesión de las riquezas que provocaría, tarde o temprano, el detenimiento de su producción.

Sin embargo, en el sistema occidental, la competencia por la posesión más grande permite la diferenciación, a pesar de la acumulación. Y pasa lo mismo entre los donadores. La dialéctica del don no tiene por finalidad poseer menos o, incluso, nada, dando todo, porque la competencia entre los donadores para dar más los unos que los otros, implica, por supuesto, una producción siempre renovada e intensificada de lo que es bueno dar.

Pero ¿habría, por tanto, que referirse al equilibrio armonioso del universo? Ahí también dudo que, la idea de insertar al hombre en un equilibrio de fuerzas universal, sea indígena. Esta idea me parece una interpretación occidental, que invierte la visión indígena para hacerla compatible con sus presupuestos. En las comunidades amerindias, la naturaleza está conminada a ser testigo de la universalidad del don. Si los cantos tradicionales dicen que, en el origen, todo era humano, que los peces eran hombres-peces, que los monos eran hombres-monos, los jaguares hombres-jaguares, y que quedan, hoy, sólo hombres-hombres, dicen también que los demás hombres han perdido sus relaciones de reciprocidad y se han vuelto animales. Por lo tanto, son las relaciones de la naturaleza las que son concebidas, a partir del modelo de las relaciones entre los hombres, y no a la inversa, las relaciones entre los hombres a partir del modelo de las relaciones de la naturaleza. Es por eso que el mundo puede ser encantado de espíritus, porque de todas las relaciones que se puede establecer con la naturaleza, nacen los espíritus. La naturaleza que ni da, ni toma, está descrita entonces como el caos. No veo inmovilidad en esta armonía o en esta espiritualización del universo: retomo la idea de equilibrio, pero el equilibrio también puede crecer e intensificarse sin tregua.

Las comunidades de reciprocidad han descubierto la matriz del sentimiento que las hace nombrarse humanas; han descubierto la matriz de los valores humanos. Lo que mueve a los hombres en la reciprocidad, y eso en todas las sociedades, es un llamado a la humanidad, o una sed de libertad que encuentra su motor en el deseo del deseo del otro – para retomar la expresión consagrada por el psicoanálisis. Hay, por tanto, cierta fascinación por todo lo que puede revelar el más-allá. ¡ Y sólo Dios sabe cuánto se sirven los poderes de tipo religioso de esta fascinación! Hay, así, fascinación por la creación, en tanto facultad que haría competente al hombre y le haría asumir responsabilidades. Pero nos damos cuenta que esta facultad nace y puede ser producida y reproducida. Puede ser producida por los hombres, pero también por la integración de las relaciones de la naturaleza en las relaciones de reciprocidad. Entonces ¿por qué rechazar la generalización de la reciprocidad a la naturaleza? Si la relación con el otro conduce a agarrar una pluma, una flor o una fruta para dar una expresión o un rostro a los valores espirituales, más aun conduce a agarrar una yuca o un maíz para saciar la necesidad más inmediata del otro; entonces esta flor, esta mazorca de maíz o esta yuca se vuelven significantes. Son cargados de sentido, son palabras. El don es una palabra silenciosa. Así, el hombre puede comenzar a integrar al lenguaje del don la naturaleza entera, las plantaciones de maíz y de yuca, los trabajos de irrigación, el arado y la yunta de bueyes... Y luego el sol, la lluvia y también las estrellas y hasta las fuerzas espirituales que podría imaginar más allá de nuestra esfera.

Por no conocer las leyes físicas, que rigen el movimiento de los astros, los hombres han imaginado que eran movidos por potencias espirituales. El hombre postula así la reciprocidad con la naturaleza en dos sentidos: por extensión de sus propias relaciones e imaginando, con audacia, que existen en otros planetas otras estructuras análogas a las suyas y que mueven las luminarias celestes. Así, o bien atribuyen un alma a la naturaleza, o le reconocen generosamente una a priori. Existe, efectivamente, una experiencia trascendental, pero no es anterior a la experiencia de la reciprocidad; es hasta inmanente a ésa. La reciprocidad no es un intento de plegarse a leyes que serían, primero, reconocidas en la naturaleza por una visión inspirada (¡de dónde vendría la inspiración y por qué veríamos en la naturaleza lo que evidentemente no existe en ella!).

La primera experiencia de reciprocidad, de donde surge una conciencia común entre los hombres y que se refiere al sentido, tiene lugar entre los seres humanos. Sólo después son iluminadas y nombradas las realidades de la naturaleza, tanto animales como materiales, que, a primera vista, caóticas y ciegas respecto de sí mismas. Lo son desde el momento en que pueden adquirir un sentido y tienen un sentido cuando son integradas a relaciones de reciprocidad. Una buena manera de darles un sentido, de nombrarlas humanas, es haciéndolas figurar en historias en las que son consideradas como donadoras... Se vuelven entonces la sede de un alma análoga a la de los hombres, de un mana, divino.

La ciencia hizo retroceder el mundo de los espíritus. Cantidad de espíritus, imaginados para explicar el curso de las cosas, han tenido de dejar el campo a explicaciones científicas, y una de las dos maneras de animar a la naturaleza casi desapareció. Y, sin embargo, en el momento exacto en el que esta ciencia llega a su apogeo (la teoría de la relatividad generalizada de Einstein), descubre zonas de indeterminación, regiones vacías de tiempo y de espacio pero llenas de una “sustancia inmaterial”, transparente, y descubre que este estado, fuera de la naturaleza física, fuera de la materia, fuera de la energía, nunca se borra completamente. Aun cuando la acumulación o la avalancha de fenómenos llega a crear un orden natural no-contradictorio, en el que aparecen sólo lo material y lo energético, este “estado inexistente” queda siempre al centro de todos los dinamismos que constituyen este orden “existente”. Está presente en el corazón de sus redes y de sus mallas más finas, como una realidad parecida a la realidad psíquica que postulan los pueblos que lo llaman mana o imana, etc., y que lo consideran como motor y fuente del equilibrio del mundo. Esta intuición prodigiosa, de una armonía probablemente universal, se encuentra así rehabilitada por la ciencia que tenía por misión denunciar sus efectos perversos. Los espíritus que se relevan entre sí, de manera imponderable pero sistémica – de tal manera que los podemos llamar también el espíritu- tejen entre las cosas una coherencia misteriosa, como si el mundo fuese animado de un psiquismo latente del cual la conciencia humana sería el prodigioso amplificador.

En contra de la idea de autosuficiencia, yo haría prevalecer que una economía, fundada sobre el don en reciprocidad, no intenta arruinar a otro, como pretende la competencia, en el sistema capitalista. Le permite, al contrario, maximizar sus capacidades productivas; lo que explica que las sociedades de reciprocidad sean sociedades de abundancia, como lo muestran las observaciones de Marshall Sahlins, pero en vez de poner sus capacidades productivas al servicio de las armas y de los capitales, las ponen al servicio de los valores éticos y de la felicidad de la humanidad.

En una reciprocidad bien entendida, el don incluye los medios de producción del don, de tal manera que nunca pueda haber desempleo. Cada uno recibe a priori, de los demás, los mejores medios de producir para los demás, es decir, en función de sus competencias, como lo que está pasando con el estatuto de los docentes, al menos cuando la enseñanza es una enseñanza del Estado, es decir, laica, libre y gratuita. No veo en ello una razón para que los mejores sean neutralizados por los menos buenos; sino, al contrario, una razón para la supresión de esta escandalosa dicotomía entre los mejores y los menos buenos. En el momento en que cada uno recibe los medios para hacer valer sus cualidades personales lo más que se pueda, no existen ya mejores y peores, sino diferentes. La diferenciación de los estatutos de producción da, a cada uno, la posibilidad de ser el mejor en su ser propio.

Pero entonces ¿por qué esta dinámica del don no es visible hoy; por qué no crea hoy mismo los valores que no dejan dudas sobre su pertinencia; por qué vemos funcionar a la reciprocidad, sólo en las condiciones de la reproducción de cierto patrimonio histórico?

Mi respuesta es que la colonización occidental ha decapitado o desmembrado los sistemas de reciprocidad y que ha desnaturalizado los valores de prestigio, interpretándolos en sus propias categorías de referencia. Prefirió, por ejemplo, la idea del interés privado, que se cuenta en potencias monetarias o militares, a la potencia de los valores éticos (los imperativos morales, los espíritus, los dioses...). Y así, por la fuerza, impuso su “derecho” a todo el planeta.

Así, pues, si no es ya posible producir, para adquirir autoridad en la jerarquía del prestigio, ya no hay razones de producir para dar. De este modo, las economías de tipo amerindio se encuentran privadas del motor de su crecimiento y se encierran en lo que el etnógrafo objetivo constata: la autosuficiencia. La producción, antes supeditada a la fiesta, a la invitación y a la abundancia, a las artes y a la vida intelectual o espiritual, se reduce a la satisfacción de las necesidades más elementales de unidades de consumo, reducidas a su más simple expresión y cerradas sobre sí mismas. El intercambio puede volverse, desde luego, un recurso para asegurar la supervivencia alimenticia. Y como es más fácil obtener trigo o soya norteamericanos, satisfaciendo la demanda capitalista (en mano de obra, por ejemplo) que producir uno mismo soya y trigo, la integración al sistema capitalista se vuelve irreversible. La diferencia tecnológica, que permite la acumulación del capital, otorga al intercambio desigual un sentido unilateral.

Entendemos la ventaja que sacan los ideólogos del sistema capitalista al declarar toda economía, fundada sobre el don, como “irracional”. Pueden fácilmente demostrar esta irracionalidad, cuando la economía de reciprocidad está inmersa en un sistema mundial, en el que la fuente del poder es la acumulación de las riquezas. Todas las instituciones internacionales están construidas sobre el modelo occidental. Ni una se refiere a otra concepción de la economía política, diferente a la del mundo capitalista. No hay interfases planetarios entre la reciprocidad y el intercambio, sino sólo a nivel de los hogares. El sistema de reciprocidad se encuentra mutilado de toda perspectiva de desarrollo y porvenir.

Por cierto, los capítulos de historia de México Profundo describen admirablemente este proceso de mutilación histórica, de decapitación y desmembramiento de la civilización mexicana, pero empezamos recién a descubrir la economía de reciprocidad, como economía del trabajo para el otro.

Esto explica la inmovilidad de las sociedades no-capitalistas, porque por el momento viven sin conocer las matrices de lo que adquirieron a lo largo de su historia. Y están brutalmente sumergidas, por las ideologías capitalistas, que pretenden explicar la reciprocidad como si fuese el intercambio; el don como si fuese un préstamo; el trabajo-don como si fuese un trabajo-provecho.

La violencia de la sociedad capitalista logró someter toda rebelión; pero toda rebelión es, en realidad, vana, a priori, no porque el sistema capitalista fuese más eficaz, sino porque la rebeldía es ciega. Al contrario, cuando las comunidades del Tercer mundo entiendan la lógica de su sistema, en vez de rebelarse ciegamente o de refugirase en el pasado, conocerán también la victoria. Las sociedades no occidentales no están vencidas; están enceguecidas. ¡Que descubran la Teoría de la reciprocidad y el porvenir de la humanidad será de ellas!

La razón del fracaso sistemático de los “indígenas”, frente a los “blancos”, no se debe a una relación de fuerzas materiales, sino al hecho que no nos damos cuenta de la contradicción entre el sistema de acumulación y el sistema del don, o también de la contradicción entre la lógica del provecho y aquella del prestigio. Así, no se entiende por qué el sistema de reciprocidad se derrumbó frente al sistema de intercambio y por qué las cosas siguen así.

Hay que recordar, por lo tanto, que en la época de Cristóbal Colón, los indios de América imaginaban a los hombres recién llegados, como otros hombres o dioses, pero perteneciendo a su mismo sistema. No imaginaban otra razón del poder, que aquella del prestigio. Todas las sociedades indias, de la Patagonia a Alaska ¿no estaban acaso organizadas a partir de los mismos principios de reciprocidad? Y, probablemente, no vino a la mente de alguna autoridad indígena llamarse “hijo del dios vivo”, sin participar uno mismo de una relación de reciprocidad; sin pertenecer, de alguna manera, a una estructura generadora del ser común, que se llamaba dios y que llamamos hoy “la humanidad”. Para todos, la gloria, la gloria divina, era la expresión del ser social engendrado por la reciprocidad, cuya eficiencia era tan potente que la podían imaginar ¡como fuerza motriz del sol!

En cuanto a los occidentales, tenían sólo a la vista el oro y no atribuían prestigio a una autoridad fundada sobre el prestigio de los donadores. Su poder se instauraba sobre la propiedad. Los valores espirituales, los pisaban y sus símbolos, los quemaban para extraer lingotes.

Pensemos entonces en la articulación de estas dos lógicas: el uno da, mientras el otro acumula. Las dos dinámicas suman sus efectos para transferir el poder material de un solo lado, y sin retorno. Este poder confiere, a aquel que lo recibe y lo institucionaliza mediante la propiedad privada, los medios de la violencia necesaria para no preocuparse más por rebelión alguna.

Pero lo que quería enfatizar, es que este quid pro quo no ha caducado; sigue vigente en todo el mundo y, a saber, entre todas las relaciones económicas, sociales, culturales, políticas de hoy, entre capitalistas y no-capitalistas.

La perpetuación del quid pro quo explica la derrota de los usos, costumbres, tradiciones, culturas de todas las sociedades del mundo frente al libre cambio. De esta derrota permanente, proviene tal vez este cansancio de los pueblos que rechazan entonces ellos mismos su propio sistema de valores. Algunos ya no quieren vivir para morir y se suicidan (los adaman o los guaraní, por ejemplo).

Que se revele el quid pro quo, y se dará un maravilloso vuelco; primero, psicológico porque aquellos que reconocerán el quid pro quo, vivirán su cultura ya no como una muerte, sino como una resurrección.

Constituyamos inmediatamente redes de reciprocidad, interfases y territorios liberados del sistema capitalista; territorios en los que la reciprocidad esté autorizada sin límites, y no habrá más fronteras entre los hombres, sino aquellas que les opondrán los capitalistas mismos con los límites de su propiedad. Pero el tiempo de los capitalistas ha pasado y podríamos decir, como los aztecas que veían morir México, que ya los fortines capitalistas son ruinas. Nuestra lucha, en realidad, ya no se vuelca en contra de ellos, los ignora, porque tenemos cosas mejores que hacer que combatirles: tenemos que construir un mundo mejor, y sabemos cómo. El criterio del intercambio o de la reciprocidad, es más que una frontera de civilización, más que una interfase de sistemas, es un umbral histórico.

Cada uno puede, ahora, escoger y reconocer si el otro práctica el intercambio o la reciprocidad; si es un enemigo o un aliado y adaptar su actitud en consecuencia. De esta simple línea divisoria de las aguas, un mundo todavía en la neblina se descubre como la tierra en el alba: ese día es el de la libertad de ser humano.